Eran más de las once cuando me desperté. Me quedé un rato tumbada en la cama, disfrutando de la sensación de descanso e intentando reconstruir un sueño que había tenido. Gabriela se acercaba a mí, no demacrada como en los últimos días de su enfermedad, sino llena de vida. Sabía que estaba en peligro y quería envolverme en una sábana blanca para protegerme.
Tuve la perentoria sensación de que el sueño contenía la clave de mis problemas, o el modo de resolverlos, pero no podía acordarme de todo. Me quedaba muy poco tiempo y necesitaba cualquier estímulo que mi subconsciente pudiera proporcionarme. Don Pasquale había dicho que tendría noticias suyas en unos días. Eso significaba que podía tener unas cuarenta y ocho horas para poner las cosas en orden y que cualquier acción que emprendiese en mi contra resultase superflua.
Salí de la cama y me di una ducha rápida. Las quemaduras de mis brazos estaban curando bien. Físicamente, estaba de nuevo en condiciones de correr, pero no fui capaz de ponerme la sudadera y salir al frío. El incendio de mi apartamento me había trastornado más de lo que admitiría ante Roger. Necesitaba cierta seguridad, y correr por las calles heladas no me parecía el mejor modo de conseguirla.
Saqué la ropa de la maleta. Las cosas lavadas seguían oliendo a humo. Las puse aparte en el armario que contenía la cama empotrada. Coloqué los vasos de vino de mi madre en la mesita de comer. Hecho esto, me puse en marcha.
Hice un lío con la ropa que quedaba para llevarla al tinte y bajé las escaleras. La señora Climzak, la dueña, me vio y me llamó cuando salía por la puerta. Era una mujer delgada y ansiosa que parecía estar siempre jadeando.
Salió de detrás del mostrador del vestíbulo y se me acercó con una bolsa de papel marrón.
– Han dejado esto para usted esta mañana -jadeó.
Cogí la bolsa dudando, temiéndome lo peor. Dentro estaban mis zapatos rojos de Magli, olvidados en la limusina de don Pasquale la noche pasada. Ningún mensaje. Pero al menos, era un gesto amistoso.
Después de muchas protestas ahogadas diciendo que podía subir los cuatro pisos hasta mi habitación y volver a bajar, la señora Climzak accedió a guardármelos hasta que volviera. Llegó corriendo tras de mí mientras salía para añadir:
– Y si va usted a llevar todo eso a la tintorería, en la esquina de Racine hay una muy buena.
La mujer de la tintorería me informó triunfante que sacar el olor a humo tenía un coste extra. Hizo muchos aspavientos examinando cada prenda, chasqueando los dientes y escribiendo un recibo con tanta minucia como un poli escribiendo una multa. Finalmente, impaciente, agarré mis ropas y me marché.
En una segunda tintorería, que compartía una deslustrada fachada con un sastre unas manzanas más allá, fueron más amables. La mujer del mostrador cogió la ropa y escribió el recibo rápidamente. Me mandó a un mostrador de comidas en el que se servía sopa casera y repollo relleno. No era lo ideal para ser la primera comida del día, pero la sopa de centeno recién hecha estaba deliciosa.
Utilizando su teléfono para hablar con mi servicio de mensajes, me enteré de que Phil Paciorek había llamado varias veces. Me había olvidado de él. Murray Ryerson. El detective Finchley.
Llamé a la compañía telefónica Illinois Bell y les expliqué mi caso. Accedieron a conectar mi número al Bellerophon. También me cargaron en cuenta el teléfono robado. Llamé a Freeman Cárter, le dije que había visto al tío Stefan y que haría una declaración a la policía si retiraban los cargos. Accedió a intentarlo. Llamé a Phil y le dejé en el hospital el mensaje de que le llamaría de nuevo. Dejé a Murray y a la policía para más tarde.
Una vez en el centro, recuperé mi coche y me dirigí al edificio Pulteney. El correo apilado ante la puerta de mi oficina era horroroso. Seleccionando rápidamente los cheques y las cartas, dejé el resto para más tarde. Nada de facturas hasta que mi vida se hubiera estabilizado un poco. Miré a mi alrededor con afecto. Vacío, pero mío. Puede que me llevase un colchón, un pequeño fregadero y una cocina y viviese allí durante un tiempo.
El escritorio estaba cubierto de una película de mugre. Sea cual sea la polución que exuda el elevado, se había filtrado por debajo de la ventana. Llené una vieja taza de café en la máquina de agua del pasillo y froté el escritorio con un kleenex. Bastante bien.
Utilizando los sobres que acababa de abrir, hice una lista de «Cosas que hacer»:
1. Inspeccionar los papeles y finanzas privadas de la señora Paciorek.
2. Lo mismo con O'Faolin.
3. Lo mismo con Pelly.
4. Averiguar si fue Walter Novick el que apuñaló al tío Stefan.
5. Si es así, pescarlo.
No sabía qué hacer con las tres primeras cosas. Pero sería fácil enfrentarme con la cuarta. Luego iría la quinta. Llamé a Murray al Herald Star.
– ¡V. I.! ¡No estás muerta! -me saludó.
– No es que no lo hayan intentado -le contesté-. Necesito unas fotografías.
– Muy bien. El Instituto de Arte tiene unas rebajadas. Intenté llamarte anoche. Nos gustaría escribir una historia acerca de Stefan Herschel y tu detención.
– ¿Por qué me lo dices? Limítate a hacerlo. Como tu historia de hace dos días.
– Te cambio tus fotos por una historia. ¿A quién quieres?
– A Walter Novick.
– ¿Crees que apuñaló a Herschel?
– Quiero saber qué aspecto tiene por si acaso viene de nuevo a por mí.
– Muy bien, muy bien. Te llevaré las fotos al Golden Glow alrededor de las cuatro. Y me concedes media hora.
– Recuerda que no eres Bobby Mallory -le dije irritada-. No tengo por qué decirte nada.
– Por lo que he oído, tampoco le cuentas gran cosa a Mallory -colgó.
Miré el reloj. Las dos. Suficiente tiempo como para pensar cómo llegar hasta los papeles que quería ver. Podía disfrazarme de miembro itinerante de Corpus Christi e ir a llamar a la puerta de la señora Paciorek. Luego, mientras ella estaba rezando intensamente, podía buscar su caja fuerte, romper la combinación y…
Y… ¡podía disfrazarme! No para ir a ver a la señora Paciorek, sino para ir al convento. Si O'Faolin estaba allí, podía ocuparme de él y de Pelly de una sola vez. Si el disfraz funcionaba. Sonaba a cosa de locos. Pero no se me ocurría nada mejor.
Yendo por la calle Jackson hacia el río, se pasa junto a una serie de tiendas de telas. En Hofmanstahls, en la esquina de Jackson y Wells, encontré una lana fina blanca. Cuando me preguntaron cuánta necesitaba, me di cuenta de que no tenía ni idea. Hice un dibujo de la prenda y acordamos que me harían falta unas diez yardas. A ocho dólares la yarda, no era precisamente una ganga. No tenían cinturones y me llevó cerca de una hora de vagabundeo por tiendas de artículos de cuero para caballeros el encontrar la pesada correa negra que necesitaba.
Una tienda de artículos religiosos cerca de la estación Union me suministró el resto de lo que necesitaba.
Mientras caminaba de vuelta a lo largo de las fangosas calles hacia el Golden Glow, pasé junto a una sórdida tienda de postales. Entré siguiendo un impulso. Tenía unas cuantas fotografías de antiguos gánsteres de Chicago. Cogí una serie de seis para mezclarlas con las fotos de Novick que me iba a traer Murray.
Eran casi las cuatro; no tenía tiempo de entrar en la tienda del sastre de Montrose antes de ir a ver a Murray. Pero si no lo hacía hoy, tendría que esperar hasta el lunes y ya sería demasiado tarde. Murray tendría que acompañarme y hablaríamos en el coche.
Aceptó de mala gana. Cuando entré estaba alegremente concentrado en su segunda cerveza, se había quitado las botas y estaba calentándose los calcetines en una pequeña estufa junto a la barra de caoba en forma de herradura. Mientras se ponía con amargura las botas húmedas, cogí un sobre de papel manila que estaba delante de él en la barra. En él había dos fotos de Novick, ninguna de las dos muy enfocada, pero lo bastante clara como para identificarle. Las dos eran fotos del tribunal tomadas cuando detuvieron a Novick por intento de asesinato y robo a mano armada. Nunca fue condenado. Los amigos de Pasquale raramente lo eran.
Me alivió no reconocer el rostro de Novick. Temía que pudiera haber sido el hombre al que di una patada la noche anterior; si estaba tan próximo a Pasquale, no había ninguna posibilidad de que el don lo echase.
Conduje a Murray hasta mi coche a buena marcha.
– Maldita sea, V. I., para un poco. Llevo trabajando todo el día y no he bebido más que una cerveza.
– Si quieres una historia, ven y cógela, Ryerson.
Subió al asiento delantero, gruñendo que aquel coche era demasiado pequeño para él. Puse el Omega en marcha y me dirigí hacia Lake Shore Drive.
– ¿Cómo es que fuiste a visitar a Stefan Herschel el mismo día en que le apuñalaron?
– ¿Qué dice él de eso?
– En el puñetero hospital no nos dejan hablar con él. Por eso tengo que preguntártelo a ti, y ya sé lo que eso significa: la mitad de la historia. Mi contacto en la comisaría me dijo que te habían retenido. Por ocultar pruebas de un delito. ¿Qué delito?
– Aquello no fue más que la desbordada imaginación del teniente Mallory. No le gustó que yo estuviera en el apartamento del señor Herschel y que le salvara la vida. Tenía que acusarme de algo.
Murray quiso saber qué estaba yo haciendo allí. Le conté mi historia preparada, la de que el tío Stefan era un hombre solitario y que no me había dejado caer por allí por casualidad.
– Y cuando le vi en el hospital…
– ¿¡Hablaste con él!? -el grito de Murray hizo vibrar los cristales del coche-. ¿Qué dijo? ¿Vas ahora hacia allí? ¿Le apuñaló Novick?
– No, no voy hacia allí ahora. No sé si Novick le apuñaló. La historia de la policía es que no fue más que un asalto domiciliario corriente. Como Novick trabaja con la Mafia, me cuesta trabajo creer que se dedique a asaltar casas, a menos que lo haga por su cuenta. No sé -le expliqué lo de la colección de plata y lo orgulloso que estaba el tío Stefan de enseñarla a la gente, junto con las tartas y el chocolate caliente-. Si cualquiera hubiese llamado a la puerta, habría pensado que no eran más que niños del vecindario y les habría dejado entrar. Puede que hubieran sido precisamente los niños del vecindario. Pobre hombre -tuve una inspiración-. Sabes, tendrías que hablar con su vecina, la señora Silverstein. Ella le veía mucho. Apuesto a que puede darte datos interesantes.
Murray tomó algunas notas.
– Sigo sin fiarme de ti, V. I. Es demasiado oportuno que estuvieses allí.
Me encogí de hombros y aparqué delante de la tintorería.
– Ésa es la historia. Tómala o déjala.
– ¿Hemos tenido que venir de esta manera enloquecida para que vayas a la tintorería? ¿Esa es tu emergencia? Mejor te pones a pensar cómo me llevas de vuelta al Loop.
– Algunas emergencias son más misteriosas que otras.
Cogí mi paquete de tela y me metí en la tiendecita. La sección de sastrería de la tienda era un revoltijo de viejos carretes de hilo, una Singer de principios de siglo y montones de retales y recortes. El dueño acurrucado con las piernas cruzadas sobre una silla en un rincón, inclinado sobre un montón de tejido marrón, podía pertenecer también perfectamente a 1900.
Aunque me echó una mirada de reojo, siguió cosiendo. Cuando terminó lo que estaba haciendo, dobló cuidadosamente la tela, la puso sobre una mesa abarrotada que había a su izquierda, y me miró.
– ¿Sí?
Hablaba con fuerte acento.
– ¿Podría hacerme una prenda sin patrón?
– Oh, sí, jovencita. Sin duda. Cuando yo era joven, corté para Marshall Field, para Charles Stevens. Fue antes de que naciera usted, cuando se hacían los trajes aquí mismo, en la tienda. Cortaba durante todo el día y cosía, sin patrones. ¿Qué es lo que usted quiere?
Le mostré mi dibujo y saqué la lana de su envoltorio marrón. Examinó el dibujo un instante y luego a mí.
– No será ningún problema, no.
– Y… ¿Podría estar para el lunes?
– ¿El lunes? Vaya, la jovencita tiene prisa -movió un brazo en dirección a los montones de tejido-. Mire todos esos pedidos. Ellos lo pensaron con tiempo. Trajeron sus encargos muchas semanas antes que usted. ¡El lunes, mi querida joven!
Me senté en un taburete y me puse a negociar. Finalmente, accedió hacerlo al doble de su tarifa normal, a pagar por adelantado.
– Cuarenta dólares. No puedo hacerlo por menos.
Traté de parecer incrédula, como si me estuviera tomando el pelo. Sólo la tela ya me había costado el doble. Al final saqué dos billetes de veinte de mi cartera. Me dijo que pasase el lunes por la tarde.
– Pero la próxima vez, venga sin tantas prisas.
Murray me había dejado una nota en el parabrisas, informándome de que había cogido un taxi al centro y que le debía dieciséis dólares. Tiré el papel a una papelera y me dirigí a Skokie.
Habían cambiado al tío Stefan a una habitación normal aquella tarde. Eso significaba que no tenía que pasar por toda la rutina con Metzinger y las enfermeras para verle. Pero el policía de la puerta también había sido relevado. Si los atacantes habían sido delincuentes comunes, no había ningún peligro, según la policía. Me mordí el labio. Atrapada por mi propia historia, maldita sea. A menos que les contase la verdad acerca de las falsificaciones y la Mafia, no iba a haber manera de convencer a la policía de que el tío Stefan necesitaba protección.
El anciano se quedó encantado al verme. Lotty había ido por la mañana, pero nadie más le hacía visitas. Saqué las fotografías y se las mostré. Asintió con calma.
– Como en Canción triste de Hill Street. ¿Reconozco a los malhechores de las fotos?
Escogió la foto de Novick del montón sin dudarlo.
– Oh, sí. Esta cara no es fácil de olvidar. Incluso aunque la fotografía no esté completamente clara, no tengo ninguna duda. Es el hombre del cuchillo.
Me quedé charlando un rato con él, dándole vueltas en la cabeza a las diversas posibilidades que había para protegerle. Si me limitaba a darle a la policía la foto de Novick… pero si Pasquale no quería soltarle, acabaría conmigo y con el tío Stefan sin el menor reparo ni dificultad.
Interrumpí abruptamente sus recuerdos de Fort Leavenworth.
– Perdóneme. No puedo dejarle aquí sin un guardia. Y así como yo puedo quedarme aquí hasta que se acabe la hora de visitas, es igual de fácil para cualquiera entrar y salir de un hospital. Si llamo a un servicio de vigilancia en el que confío y les hago venir aquí, ¿le diría usted al doctor Metzinger que ha sido idea suya? Podrá pensar que es un anciano paranoico, pero no le quitará al guardia como lo haría si se lo dijese yo.
El tío Stefan estaba dispuesto a ser un héroe y me discutió la idea hasta que le dije que los mismos canallas me perseguían a mí.
– Si me matan y usted está muerto, no habrá ser humano sobre la tierra que pueda ir a la policía y contarlo todo. Y nuestra agencia de detectives desaparecerá.
Al apelar a su caballerosidad, le convencí.
El servicio que yo utilizo se llama All Night-All Right (toda la noche y todo en orden). En cierto modo, sus empleados son tan chapuceros como su nombre.
Tres hermanos gigantescos y dos amigos suyos constituyen la totalidad del personal y sólo cogen los trabajos que les gustan. Nada de bodas en el North Shore, por ejemplo. Utilicé sus servicios una vez que tuve en mi poder un lote de valiosas monedas que tenía que devolver a un refugiado afgano.
Jim Streeter contestó al teléfono. Cuando le expliqué la situación, accedió a mandarme a alguien en un par de horas.
– Los chicos están haciendo una mudanza -uno de sus trabajos complementarios-. Cuando vuelvan, te mando a Tom.
El tío Stefan llamó obediente a la enfermera de noche y le explicó sus temores. Ella se sintió inclinada a reírse de ellos, pero yo murmuré unas palabras acerca de la seguridad del hospital y las demandas por negligencia, y dijo que se lo diría al «Doctor».
El tío Stefan asintió aprobadoramente.
– Es usted una joven muy fuerte. ¡Ay!, si la hubiera conocido hace treinta años, el FBI no me hubiera cogido nunca.
En la tienda de regalos del vestíbulo encontré un paquete de cartas y nos pusimos a jugar al gin hasta que apareció Tom Streeter a las ocho y media. Era un hombre grande, tranquilo y amable. Al verle me di cuenta de que había tapado un hueco. Al menos de momento.
Le di al tío Stefan un beso de buenas noches y me fui del hospital, mirando con cuidado por cada puerta antes de salir y mezclándome con un numeroso grupo familiar que se marchaba del edificio. Inspeccioné el coche antes de abrir la puerta. No parecía que nadie lo hubiese cargado de dinamita.
Al dirigirme a Edens, iba pensando que lo que más me confundía era la conexión entre O'Faolin y las falsificaciones. Contrata a Novick a través de Pasquale. ¿Cómo es que conoce a Pasquale? ¿Cómo puede haber conocido un arzobispo panameño a un mafioso de Chicago? El caso es que contrata a Novick para apartarme de las falsificaciones. ¿Pero por qué? La única relación que se me ocurría era su antigua amistad con Pelly. Pero eso convertía a Pelly en responsable de las falsificaciones y aquello tampoco tenía sentido. La respuesta tenía que estar en el convento y tendría que esperar a que pasase el domingo antes de poder descubrirlo.
De vuelta en el Bellerophon, conecté el teléfono a la clavija. Mi servicio de contestador me dijo que Ferrant me había llamado, y también el detective Finchley.
Llamé primero a Roger. Parecía hundido.
– Ha habido un giro muy preocupante en este intento de adquisición. O quizá haya sido un alivio. Alguien ha dado un paso al frente y ha registrado una propiedad de un cinco por ciento en el SEC.
Había estado encerrado con la directiva de Ajax durante todo el día hablando de ello. Otro de los socios de Scupperfield y Plouder iba a venir al día siguiente. Roger quería cenar conmigo y pedir mi opinión, si es que tenía alguna.
Le dije que nos podíamos ver. A falta de otra cosa, eso me proporcionaría algo que pensar hasta el lunes.
Mientras dejaba correr el agua de la bañera, hice la otra llamada. El detective Finchley ya se había ido, pero Mallory aún estaba allí.
– Tu abogado dice que estás dispuesta a hacer una declaración acerca de Stefan Herschel -gruñó.
Me ofrecí a ir a verle a primera hora de la mañana del lunes.
– ¿Qué quería el detective Finchley?
Bobby me dijo a regañadientes que podía ir a recoger mi pistola. Se la había devuelto la policía de Skokie. Pero confiscaban las ganzúas. A Bobby le dolía físicamente tener que hablarme de la pistola. No quería que la llevase, no quería que estuviese metida en el negocio de los detectives, quería que viviese en Bridgeport o en Melrose con seis niños y, a poder ser, un marido.