Los músculos del estómago se me encogieron cuando cerré la puerta del coche. No había ido a Melrose Park desde hacía diez años, pero al caminar por la estrecha acera hasta la puerta lateral de la casa, percibí cómo se me escapaba una década de madurez al sentir el conocido malestar, los acelerados latidos de mi corazón.
El viento de enero arremolinaba hojas muertas alrededor de mis pies. Había nevado poco aquel invierno, pero el aire soplaba frío. Tras llamar al timbre me metí las manos en el fondo de los bolsillos del chaquetón azul marino para mantenerlas calientes. Intenté razonar conmigo misma para ahuyentar mi nerviosismo. Después de todo, eran ellos los que me habían llamado… habían suplicado mi ayuda… Las palabras no significaban nada. Había perdido una batalla importante al responder a sus ruegos.
Golpeé el suelo con los pies para desentumecer los dedos helados dentro de los mocasines de suela fina y oí finalmente un rumor tras la puerta pintada de azul. Ésta se abrió a un minúsculo vestíbulo poco iluminado. A través de la tela metálica distinguí a mi primo Albert, mucho más gordo de lo que estaba diez años antes. La tela metálica y la oscuridad tras él difuminaban su gesto mal encarado.
– Entra, Victoria. Madre te está esperando.
Me tragué una excusa por llegar un cuarto de hora tarde y la convertí en un comentario banal acerca del tiempo. Albert estaba casi calvo, advertí encantada. Recogió mi abrigo con torpeza y lo dejó sobre la barandilla al pie de las escaleras estrechas y sin alfombrar.
Una voz profunda y áspera nos llamó.
– ¡Albert! ¿Es Victoria?
– Sí, mamá -murmuró Albert.
La única luz de la entrada provenía de una pequeña ventana redonda frente a las escaleras. La penumbra oscurecía el dibujo del papel de la pared, pero mientras seguía a Albert por el pasillo próximo, me di cuenta de que seguía siendo el mismo: papel gris con volutas, feo, frío. Cuando era niña, pensaba que el papel destilaba odio. Tras los temblorosos muslos de Albert, el viejo escalofrío tendió sus tentáculos hacia mí y me estremecí.
Siempre le rogaba a mi madre, Gabriela, que no me llevara a aquella casa. ¿Por qué teníamos que ir? Rosa la odiaba, me odiaba a mí y Gabriela lloraba siempre durante el largo viaje de vuelta a casa. Pero ella se limitaba a apretar los labios en una tensa sonrisa y decía:
– Estoy obligada a ello, cara, tengo que ir.
Albert me introdujo en el salón para visitas al fondo de la casa. Los muebles de crin me resultaban tan familiares como los de mi propio apartamento. En mis pesadillas yo soñaba que me encontraba encerrada en aquella habitación con aquellos muebles tiesos, las cortinas de azul helado, la triste fotografía del tío Cari sobre la chimenea falsa y Rosa, delgada, de nariz ganchuda, frunciendo el ceño y sentada tiesa como un palo en su silla de patas larguiruchas.
Su pelo negro era ahora del color del hierro, pero su mirada severa y desaprobadora seguía idéntica. Intenté hacer respiraciones con el diafragma para calmar la revoltura de mi estómago. Estás aquí porque ella te lo pidió, me recordé a mí misma.
No se levantó, no sonrió. Yo no recordaba haberla visto nunca sonreír.
– Muy amable por tu parte el haber venido, Victoria -su tono dejaba traslucir que mejor hubiera llegado puntual-. Cuando uno es viejo, uno no se desplaza fácilmente. Y los últimos días me han envejecido mucho, desde luego.
Me senté en lo que esperaba fuese la silla menos incómoda.
– Sí -dije evasiva. Rosa tenía unos setenta y cinco años. Cuando le hicieran la autopsia, iban a descubrir que sus huesos eran de hierro forjado. No me parecía vieja: aún no había empezado a oxidarse.
– Albert, sírvele un poco de café a Victoria.
La única virtud de Rosa era la cocina. Tomé una taza de fuerte café italiano con gusto, pero ignoré la bandeja de pasteles que trajo Albert; me iba a tirar la crema de un pastel en la falda y me iba a sentir tonta y violenta.
Albert se sentaba incómodo en el estrecho banco, comiendo un trozo de torta, mirando de reojo al suelo al dejar caer una miga y luego a Rosa para ver si se había dado cuenta.
– ¿Estás bien, Victoria? ¿Eres feliz?
– Sí -dije con firmeza-. Feliz y bien.
– ¿Pero no te volviste a casar?
La última vez que había ido allí fue para una tirante visita de compromiso con ocasión de mi boda.
– Es posible ser feliz sin estar casado, como Albert podrá seguramente decirte, como tú misma sabes.
El último había sido un comentario cruel: el tío Cari se había suicidado poco después del nacimiento de Albert. Me sentí muy satisfecha y luego culpable. Seguro que ya era lo bastante madura como para no necesitar semejante tipo de satisfacción. De algún modo Rosa me había hecho sentirme como si tuviera ocho años.
Rosa encogió desdeñosa sus delgados hombros.
– No hay duda de que tienes razón. Lo que es yo, me voy a morir sin la alegría de tener nietos.
Albert se revolvió incómodo en el banco. Estaba claro que aquella queja no era nueva.
– Una lástima -dije-. Sé que los nietos hubieran sido la culminación de una vida feliz y virtuosa.
Albert se atragantó pero se recobró. Rosa entrecerró los ojos enfadada.
– Tú deberías saber mejor que nadie por qué mi vida no ha sido feliz.
A pesar de mis esfuerzos por controlarme, la rabia se desbordó.
– Rosa, por alguna razón crees que Gabriela destruyó tu felicidad. Qué misteriosa ofensa te pudo infligir una chica de dieciocho años no lo sé. Pero la echaste a la calle, sola. No hablaba inglés. La podían haber matado. Fuera lo que fuese lo que te hizo, no pudo ser tan malo como lo que tú le hiciste a ella. Sabes la única razón por la que estoy aquí: Gabriela me hizo prometerle que te ayudaría si lo necesitabas. Aquello me reventó y sigue reventándome, pero se lo prometí y aquí estoy. Así que dejemos el pasado en paz; no seré sarcástica si tú dejas de andar soltando insultos sobre mi madre. ¿Por qué no te limitas a decirme cuál es el problema?
Rosa apretó los labios hasta hacerlos casi desaparecer.
– Lo más difícil que he hecho nunca en mi vida ha sido llamarte. Y ahora me doy cuenta de que no debería de haberlo hecho -se levantó en un solo movimiento, como una grúa de acero, y salió de la habitación. Oí el furioso golpeteo de sus zapatos sobre el pasillo sin alfombras y la desnuda escalera. Una puerta se cerró de golpe en la distancia.
Dejé el café a un lado y miré a Albert. Se había puesto rojo por la incomodidad, pero parecía menos amorfo que cuando Rosa estaba en la habitación.
– ¿Es muy grave su problema?
Se limpió los dedos con una servilleta y la dobló con pulcritud.
– Bastante -murmuró-. ¿Por qué tienes que ponerla furiosa?
– Le pone furiosa verme aquí en lugar de en el fondo del lago Michigan. Cada vez que he hablado con ella desde la muerte de Gabriela, ha sido hostil. Si necesita ayuda, lo que quiero son los hechos. Puede ahorrarse el resto para su psiquiatra. No me pagan lo bastante como para bregar también con ello -cogí mi bolso y me levanté. En la puerta, me detuve y le miré-. No voy a volver a Melrose Park para otra ocasión, Albert. Si quieres contarme la historia, te escucharé. Pero si me marcho ahora, no volveré; no responderé a más apelaciones a la unidad familiar por parte de Rosa. Y por cierto, si quieres contratarme, te diré que no desfallezco de amor por tu madre.
Se quedó mirando al techo, esperando quizá oír un consejo desde las alturas. No del cielo; simplemente de la habitación de arriba. No oímos nada. Rosa debía estar clavando alfileres en un pedazo de arcilla con un mechón de pelo mío pegado. Me froté los brazos involuntariamente, tratando de encontrar el daño que pudiera hacerme.
Albert se levantó incómodo y se quedó de pie.
– Esto, bueno, mira…, puede que sea mejor que te lo cuente.
– Muy bien. ¿Podemos ir a una habitación más cómoda?
– Claro, claro -sonrió a medias, la primera vez en toda la tarde. Le seguí por el pasillo hasta una habitación que había a la izquierda. Era pequeña, pero evidentemente era su lugar privado. Un par gigantesco de altavoces estéreo se erguía en una de las paredes; debajo había unos estantes de obra que contenían un amplificador y una colección grande de cintas y discos. No había libros, excepto unos cuantos textos de contabilidad. Sus trofeos de la universidad. Un pequeño bar con bebidas.
Se sentó en la única silla, un gran butacón de despacho de cuero con un taburete junto a él. Me pasó el taburete y yo me encaramé en él.
Encontrándose en su terreno, Albert se relajó y su rostro tomó una expresión más decidida. Era un directivo en su trabajo, recordé. Al verle con Rosa, no imaginaría uno que pudiese dirigir nada por su cuenta, pero allí no parecía tan improbable.
Cogió una pipa de encima del escritorio y comenzó con el interminable ritual del fumador de pipa. Con un poco de suerte, me habría ido antes de que la encendiera. Cualquier clase de humo me pone enferma, y el humo de la pipa en un estómago vacío -estaba demasiado nerviosa para almorzar- podía resultar un desastre.
– ¿Cuánto tiempo hace que eres detective, Victoria?
– Hace unos diez años -me tragué el fastidio que me producía el que me llamase Victoria. No es que no sea mi nombre, pero, la verdad, si me gustase, no andaría por ahí utilizando mis iniciales.
– ¿Y se te da bien?
– Sí. Depende del problema, pero puedo ser la mejor… Tengo referencias, por si las necesitas.
– Sí, me gustaría que me dieses uno o dos nombres antes de marcharte -había acabado de vaciar la cazoleta de la pipa. La golpeó metódicamente contra el costado de un cenicero y empezó a rellenarla de tabaco-. Madre se ha visto envuelta en cierta falsificación de acciones.
Locas imágenes de Rosa como el cerebro de la Mafia de Chicago se agolparon en mi mente. Veía enormes titulares desafiantes en el Herald Star.
– ¿Envuelta, cómo?
– Encontraron algunas en la caja fuerte del convento de San Albertus.
Suspiré para mis adentros. Albert estaba alargando el asunto deliberadamente.
– ¿Las metió ella allí? ¿Qué tiene que ver con ese convento?
Había llegado el momento de la verdad. Albert encendió una cerilla y empezó a chupar la boquilla de la pipa. Un humo azul dulzón subió en ondas sobre su cabeza y me alcanzó. Se me revolvió el estómago.
– Madre ha sido su tesorera durante los últimos veinte años. Creí que lo sabías -se detuvo un minuto para que me sintiera culpable por no saber nada de los asuntos de la familia-. Naturalmente, tuvieron que pedirle que lo dejara cuando encontraron las acciones.
– ¿Sabe ella algo del asunto?
Se estremeció. Estaba seguro de que no. El no sabía cuántas acciones había, ni de qué compañías eran, cuándo era la última vez que las habían examinado ni quién tenía acceso a ellas. Lo único que sabía es que el nuevo prior había querido venderlas con el fin de hacer unas obras de reparación en el edificio. Sí, estaban en una caja fuerte.
– Tiene el corazón destrozado a causa de las sospechas -vio mi mirada irónica y dijo a la defensiva-: Como tú la ves siempre cuando está preocupada o enfadada, no puedes imaginarte que tenga sentimientos. Tiene setenta y cinco años, ¿sabes?, y ese trabajo significaba mucho para ella. Quiere que su nombre quede limpio para poder volver a él.
– Seguramente el FBI y el SEC (Comisión de Vigilancia de la Bolsa de Valores) ya estén investigando.
– Sí, pero lo que pasa es que lo más fácil para ellos es colgarle el muerto. Después de todo, ¿qué interés tiene nadie en llevar a unos curas a los tribunales? Y saben que, al ser una persona anciana, saldrá con una sentencia suspendida.
Parpadeé unas cuantas veces.
– No, Albert. Estás equivocado. Si fuera una pobre negra del West Side, puede que la encarcelasen. Pero no a Rosa. Les asustaría mucho por una razón. Y el FBI… querrá llegar al fondo del asunto. Nunca pensarán que una anciana sea el cerebro de una operación de falsificación. -A menos, naturalmente, que lo hubiese sido de verdad. Me hubiera gustado creerlo, pero Rosa era malintencionada, no deshonesta.
– Pero esa iglesia es lo único que a ella le importa -chapurreó, poniéndose púrpura-. Puede que crean que se viese empujada a hacerlo. Hay gente que lo hace.
Hablamos un poco más acerca de todo ello, pero acabamos como había supuesto que lo haríamos: conmigo dándole a Albert dos copias del contrato tipo para que lo firmase. Le di una tarifa familiar; dieciséis dólares a la hora en lugar de veinte.
Me dijo que el nuevo prior esperaba mi llamada. Su nombre era Boniface Carroll. Albert lo escribió en un pedazo de papel junto con un plano esquemático para que pudiese encontrar el convento. Fruncí el ceño mientras me lo metía en el bolso. Se estaban tomando muchas cosas por supuestas. Luego me reí amargamente para mis adentros. Ya que me había tomado el trabajo de ir hasta Melrose Park, era lógico que ellos diesen por supuestas muchas cosas.
De vuelta al coche, me quedé un rato de pie sacudiendo la cabeza, esperando que el aire limpio despejase el humo de pipa de mi cerebro dolorido. Eché un vistazo hacia atrás, hacia la casa. Una cortina cayó rápidamente en una de las ventanas de arriba. Me metí en el coche algo más animada. El ver a Rosa espiando furtivamente -como un niño pequeño o un ladrón- me hizo darme cuenta de que, de algún modo, el poder estaba de mi parte.