Capítulo 10. Interrogatorio a la carta

Por muy a menudo que me levante con dolor de cabeza, nunca lo recuerdo cada vez que me trasiego cinco o seis vasos de whisky. El jueves por la mañana, la boca seca y un martilleo en la cabeza me despertaron a las cinco y media. Me miré asqueada en el espejo del cuarto de baño. «Te estás haciendo vieja, V. I., y poco atractiva. Cuando tienes grietas en la cara por la mañana por haberte tomado cinco vasos de scotch, es que tienes que dejar de beber.»

Me hice un zumo de naranja y me lo bebí de un largo trago, tomé cuatro aspirinas y volví a la cama. El sonido del teléfono me despertó de nuevo a las ocho y media. Una voz neutra masculina dijo que llamaba de parte del teniente Robert Mallory del departamento de policía de Chicago, y que si podría ir hasta el centro aquella mañana a hablar con el teniente.

– Es siempre un placer para mí hablar con el teniente Mallory -contesté muy seria, aunque con voz algo pastosa, entre las brumas del sueño-. Quizá pueda usted decirme acerca de qué.

El joven neutro no lo sabía, pero si yo estaba libre a las nueve y media, el teniente me vería a esa hora.

La siguiente llamada fue al Herald Star. Murray Ryerson no había llegado aún. Llamé a su apartamento y sentí un placer vengativo al sacarle de la cama.

– Murray, ¿qué sabes de Agnes Paciorek?

Estaba furioso.

– No puedo creer que me saques de la cama para preguntarme eso. Vete a ver la puñetera edición matinal -colgó de un golpe.

Enfadada yo también, volví a marcar.

– Escucha, Ryerson. Agnes Paciorek era una de mis más viejas amigas. Le dispararon anoche. Y ahora Bobby Mallory quiere hablar conmigo. Estoy segura de que no llama para informarse a fondo acerca de las Mujeres Universitarias Unidas, o de la Unión de Religiosas y Seglares Preocupados por Vietnam. ¿Qué había en su oficina para que él quiera verme?

– Espera un momento -dejó el auricular; le oí dar traspiés por el pasillo, el agua corriendo y una voz de mujer diciendo algo incomprensible. Me fui a la cocina, puse un cazo de agua a calentar, molí café para hacer una taza y me llevé la taza, el agua y el filtro al teléfono de al lado de la cama; todo esto antes de que Murray volviera.

– Espero que puedas deshacerte de Jessica, o como se llame, durante unos cuantos segundos.

– No seas maliciosa, Vic. No resulta atractivo -oí los muelles de la cama crujir y un sofocado «ouch» por parte de Murray.

– Muy bien -dije secamente-. Ahora cuéntame lo de Agnes.

Se oyó un crujir de papeles, los muelles de la cama otra vez y la voz de Murray en sordina diciendo: «Basta ya, Alice.» Luego volvió a llevarse el auricular a los labios y empezó a leer sus notas.

– «Dispararon a Agnes Paciorek anoche hacia las ocho. Dos balas del veintidós en el cerebro. Las puertas del despacho no estaban cerradas; las mujeres de la limpieza las cierran a eso de las once, cuando terminan el piso sesenta. Martha Gonzales limpia los pisos cincuenta y siete al sesenta; llegó al piso a su hora habitual, las nueve y cuarto, no vio nada fuera de lo común en el lugar, llegó a la sala de conferencias a las nueve y media, vio el cuerpo, llamó a la policía. No hubo ataque personal: ni signos de violación ni de lucha. La policía supone que el atacante la cogió totalmente por sorpresa o quizá la conocía…» Eso es todo. Tú eres alguien a quien ella conocía. Seguramente querrán saber dónde estabas anoche a las ocho. Por cierto, ya que estás al teléfono, ¿dónde estabas?

– En un bar, esperando oír el disparo de mi asesino a sueldo -colgué y miré amargamente a mí alrededor. El zumo de naranja y las aspirinas habían hecho desaparecer el dolor de cabeza, pero estaba hecha polvo. No me iba a dar tiempo a correr si tenía que estar en la oficina de Mallory a las nueve y media, y lo que necesitaba para desprenderme de los venenos de mi organismo era una larga y lenta carrera. Ni siquiera tenía tiempo para darme un buen baño, así que me metí bajo el vapor de la ducha durante diez minutos, me puse un traje pantalón de crêpe de Chine, esta vez con una camisa de hombre amarillo pálido, y bajé las escaleras de dos en dos hasta el coche.

Si la familia Warshawski tuviera un lema, cosa que dudo, éste sería: «No te saltes nunca una comida», quizá en eslavo antiguo, formando una guirnalda alrededor de un plato con un cuchillo y un tenedor rampantes.

El caso es que me detuve en una panadería en Halsted a por un café y un croissant de jamón y me encaminé hacia Lake Shore Drive y el Loop. El croissant estaba rancio, pero me lo zampé valiente. Las pequeñas charlas de Bobby pueden durar horas. Quería sentirme fuerte.

El teniente Mallory se había incorporado a la policía el mismo año que mi padre. Pero mi padre, más listo que él, nunca fue muy ambicioso, no tanto desde luego como para superar los prejuicios contra los polis polacos en un mundo de irlandeses. Así que Mallory había subido y Tony se había quedado con el pelotón, pero los dos siguieron siendo buenos amigos. Por eso Mallory detesta hablar conmigo de crímenes. Piensa que la hija de Tony Warshawski debería estar contribuyendo a crear un mundo mejor produciendo bebés saludables, no atrapando malhechores.

Me metí en el aparcamiento de visitantes de la comisaría de la calle Once a las nueve y veintitrés. Me quedé unos minutos sentada en el coche para relajarme, terminé el café y dejé la mente en blanco. Por una vez, no tenía secretos culpables. Sería una conversación sincera.

A las nueve y media pasé junto al alto mostrador de madera de las admisiones, donde se alineaban los chulos para rescatar a la última redada de prostitutas, y caminé pasillo adelante hasta el despacho de Mallory. El olor del lugar se parecía mucho al del convento de San Albertus. Debían ser los suelos de linóleo. O quizá toda aquella gente de uniforme.

Mallory hablaba por teléfono cuando entré en el cubículo que llama su despacho. Tenía la camisa arremangada y el brazo musculoso con el que me saludó tensó la tela blanca. Antes de entrar me serví un café de una cafetera que estaba en la esquina del pasillo y me senté en una incómoda silla plegable al otro lado del escritorio hasta que él acabó de hablar. El rostro de Mallory deja traslucir sus sentimientos. Se vuelve rojo y violento cuando yo ando husmeando alrededor de algún delito; relajado y afable cuando piensa en mí como la hija de su amiguete Tony. Al colgar me miró gravemente. Problemas. Tomé un sorbo de café y esperé.

Pulsó un interruptor en el intercomunicador de su mesa y se quedó esperando en silencio mientras alguien respondía a su llamada. Un joven oficial negro, parecido a Neil Washington de Canción triste de Hill Street, llegó en seguida con un cuaderno de taquigrafía en una mano y una taza de café para Mallory en la otra. Mallory le presentó como el oficial Tarkinton.

– La señorita Warshawski es detective privado -informó Mallory a Tarkinton, deletreando el nombre-. El oficial Tarkinton va a tomar nota de nuestra conversación.

Se suponía que la formalidad y el despliegue de oficialidad eran para impresionarme. Bebí un poco más de café, perpleja.

– ¿Eras amiga de Agnes Paciorek?

– Bobby, me haces sentir como si tuviera que tener aquí a mi abogado. ¿Qué está pasando?

– Limítate a contestar a las preguntas. En seguida llegaremos a las razones.

– Mis relaciones con Agnes no son un secreto. Puedes conseguir detalles de cualquiera que nos conozca. A menos que me digas qué es lo que hay detrás de todo esto, no contestaré a más preguntas.

– ¿Cuándo conociste a Agnes Paciorek?

Bebí un poco más de café y no dije nada.

– Dicen que Paciorek y tú llevabais un tipo de vida alternativo. El mismo testigo nos comunica que tú eres la responsable de haber introducido a la mujer fallecida en una conducta poco convencional. ¿Quieres hablar de ello?

Sentía cómo me iba subiendo la sangre a la cabeza y me controlé con esfuerzo. En este tipo de interrogatorio, la táctica de la policía es típica: hacen sulfurarse al testigo lo bastante como para que empiece a vociferar. ¿Y quién sabe en qué trampas puede uno caer? Lo veía a menudo en la oficina del abogado de oficio. Conté hasta diez en italiano y esperé.

Mallory apretó fuertemente el puño contra el borde de su escritorio metálico.

– Paciorek y tú erais lesbianas, ¿verdad? -de pronto perdió el control y estrelló el puño contra el escritorio-. Cuando Tony iba a morir tú estabas en la Universidad de Chicago jodiendo por ahí como una pervertida, ¿verdad? No bastaba con que te manifestases contra la guerra y te mezclases en aquellos casos asquerosos de aborto. No creas que no hubiéramos podido cogerte por aquello. Podíamos haberlo hecho un centenar de veces. Pero todo el mundo quería proteger a Tony. Para él eras lo más importante del mundo, todo el tiempo… Por Dios, Victoria. Cuando hablé con la señora Paciorek esta mañana, hubiera querido vomitar.

– ¿Me vas a acusar de algo, Bobby?

Bobby ardía de indignación.

– Porque si no, me marcho -me levanté, colocando la taza de plástico vacía en la esquina del escritorio, y empecé a andar hacia la puerta.

– No, no te vas, jovencita. No hasta que aclaremos esto.

– No hay nada que aclarar -dije fríamente-. Lo primero de todo, según el código criminal de Illinois, el lesbianismo entre adultos consintientes no es un delito. De todas formas, no es asunto tuyo en absoluto el que la señorita Paciorek y yo fuésemos o no amantes. Lo segundo, mis relaciones con ella no tienen nada que ver con tu investigación por asesinato. A menos que puedas demostrar algún tipo de conexión, no tengo absolutamente nada que hablar contigo.

Nos sostuvimos la mirada furiosos durante un minuto. Luego Bobby, con el rostro aún surcado por duras líneas, le pidió al oficial Tarkinton que se fuera. Cuando nos quedamos solos, dijo con una voz muy tensa:

– Tenía que haber encargado a otro que llevase la investigación. Pero, maldita sea, Victoria…

Le falló la voz. Yo aún seguía enfadada, pero sentí un pequeño impulso de simpatía por él.

– ¿Sabes, Bobby? Lo que más me duele es que hayas hablado con la señora Paciorek, a la que no conocías de nada, y te tragues la lista entera de calumnias que te ha contado sin preguntarme siquiera, y eso que me conoces desde que nací.

– Vale, habla, te estoy preguntando. Háblame de la chica Paciorek.

Cogí la taza de plástico y miré dentro. Seguía vacía.

– Agnes y yo nos conocimos cuando éramos ambas estudiantes en la universidad. Yo estudiaba derecho y ella matemáticas y había decidido licenciarse en económicas. No voy a intentar describirte cómo nos sentíamos en aquellos días; no te caen muy simpáticas las causas por las que nos desvivíamos. A veces pienso que nunca… que nunca volveré a sentirme tan viva.

Una oleada de recuerdos agridulces acudió a mi mente y cerré con fuerza los ojos para impedir salir a las lágrimas.

– Luego el sueño comenzó a desmoronarse. Pasó lo de Watergate, las drogas, la economía que se deterioraba, y el racismo y la discriminación sexual continuaron a pesar de nuestro entusiasmo. Así que todos nos instalamos para luchar con la realidad y ganarnos la vida. Ya conoces mi historia. Supongo que mis ideales murieron a duras penas. Suele pasar con los hijos de los inmigrantes. Necesitamos tragarnos el sueño tan desesperadamente que a veces no podemos despertarnos.

»Bien, pues la historia de Agnes era algo diferente. Ya has conocido a sus padres. Para empezar, su padre es un reputado cardiólogo que se lleva su buen medio millón al año tirando por lo bajo. Pero lo más importante es que su madre es una Savage. Ya sabes, viejo dinero católico. Convento del Sagrado Corazón como primer colegio, luego los bailes de debutantes y todo eso. No sé exactamente cómo viven los muy ricos, sólo sé que es de modo diferente al que lo hacemos tú y yo.

»El caso es que Agnes nació luchando contra ello. Luchó durante doce años en el Sagrado Corazón y llegó a la Universidad de Chicago en contra de la fuerte oposición de los suyos. Pidió prestado el dinero porque ellos no querían pagarle una universidad judía. Así que no es sorprendente que se apuntase a todas las causas de los sesenta. Y para nosotras dos, el feminismo era la más importante porque nos atañía de cerca.

Estaba hablando más para mí que para Bobby; no estaba muy segura de lo que él oía de lo que yo estaba diciendo.

– Bueno, pues tras la muerte de Tony, Agnes me invitaba a menudo a Lake Forest a pasar la Navidad y así conocí a los Paciorek. Y la señora Paciorek decidió echarme la culpa del comportamiento de Agnes. Eso le quitaba de en medio un problema, ya ves. No tenía que reconocer que había fallado como madre. Agnes, que aparecía como una persona dulce e impresionable en su montaje, había caído bajo mi perniciosa influencia.

»Bien, pues créetelo o no, como te parezca, pero ten en cuenta que las personas dulces e impresionables no montan una agencia de Bolsa como la que montó Agnes.

»El caso es que en la universidad, Agnes y yo éramos buenas amigas.

Y seguimos siéndolo. En cierto modo, era un pequeño milagro. Cuando nuestro grupo de choque siguió la corriente nacional y se dividió entre lesbianas y, bueno, personas rectas, ella se hizo lesbiana y yo no. Pero seguimos amigas. Un verdadero logro en aquella época, en la que la política dividía por igual a los matrimonios y a los amigos. Ahora no parece tener importancia, pero entonces la tenía.

Como muchos de mis amigos, me sentí de pronto etiquetada como persona recta a causa de mis preferencias sexuales. Después de todo, habíamos luchado contra las personas rectas, el mundo antiabortista, a favor de la guerra, racista. ¿Y ahora de pronto éramos rectos también nosotros? Ahora todo me parece sin sentido. Cuanto mayor me hago, menos significa la política para mí. Lo único que parece importar es la amistad.

Y Agnes y yo fuimos muy buenas amigas durante mucho tiempo.

Sentía las lágrimas aflorando a los ojos y volví a apretarlos con fuerza. Cuando levanté la vista para mirar a Bobby, estaba frunciendo el ceño al escritorio, dibujando círculos en él con la parte de atrás de su bolígrafo.

– Bien, ya te he contado mi historia, Bobby. Ahora explícame por qué necesitabas oírla.

Siguió mirando el escritorio.

– ¿Dónde estabas anoche?

Me empecé a enervar de nuevo.

– Maldita sea, si quieres acusarme de asesinato, hazlo de una vez. De otro modo, no voy a darte cuenta de mis movimientos.

– Por el modo en que estaba colocado el cuerpo, creemos que ella estaba con alguien a quien conocía, no con un intruso cualquiera -sacó una agenda de cuero del cajón del medio del escritorio. Lo abrió y me lo tendió. En el miércoles 18 de enero, Agnes había escrito: «V. I. W.», muy subrayado, seguido por varios signos de admiración.

– Parece una cita, ¿verdad? -le tendí el libro a mi vez-. ¿Has verificado que soy la única persona conocida por ella que tiene esas iniciales?

– No hay mucha gente en el área urbana que tenga esas iniciales.

– Así que la teoría que manejas dice que éramos amantes y que nos peleamos. Pues ella llevaba tres años viviendo con Phyllis Lording y yo he tenido relaciones con Dios sabe quién desde que dejé la universidad, aparte de haberme casado una vez… Ah, sí, supongo que la teoría dirá que me divorcié de Dick para hacer feliz a Agnes. Pero a pesar de todo esto, de pronto decidimos tener la gran pelea y como yo sé defensa propia y a veces llevo pistola, gané a base de meterle un par de balas en la cabeza. Dijiste que haber oído hablar a la señora Paciorek de mí te dio ganas de vomitar; pues, la verdad, Bobby, oír lo que se pasa por las mentes suspicaces de la policía me hace sentirme como si hubiese andado por una sex-shop de las peores. Hablando de vomitar… ¿Y hay algo más que quieras saber? -me puse en pie de nuevo.

– Bien, ya me has dicho por qué quería verte ella. ¿Y dónde estabas anoche?

Me quedé de pie.

– Podrías haber empezado por la última pregunta. Anoche estaba en Melrose Park con el reverendo Boniface Carroll, O. P., prior del convento de dominicos de San Albertus, desde las cuatro y media más o menos hasta las diez. Y no sé por qué Agnes quería hablar conmigo, suponiendo que fuese yo con quien quería hablar. Pregúntale a Vincent Ignatius Williams.

– ¿Quién es ése? -preguntó Bobby asombrado.

– No sé. Pero sus iniciales son V. I. W. -me di la vuelta y me marché, ignorando la voz de Bobby que llegaba chillando pasillo adelante tras de mí. Yo estaba furiosa; me temblaban las manos de rabia. Me quedé junto a la puerta del Omega inhalando tragos de aire helado y expulsándolo lentamente, intentando calmarme.

Finalmente subí al coche. El reloj del salpicadero marcaba las once. Dirigí el Omega hacia el norte, hacia el Loop, aparcando en un aparcamiento público no muy lejos del edificio Pulteney. Desde allí caminé las tres manzanas que me separaban de las oficinas de Ajax.

El rascacielos de cristal y acero ocupa sesenta de los pisos más feos de Chicago. En la esquina noroeste de Michigan y Adams, domina al edificio del Instituto de Arte que está enfrente. A menudo me he preguntado por qué los Blair y los McCormick han permitido que construyan un monstruo como el Ajax tan cerca de su obra de caridad favorita.

Guardias de seguridad uniformados patrullan por el vestíbulo gris de Ajax. Su misión consiste en impedir que los villanos como yo ataquen a los ejecutivos como Roger Ferrant. Incluso tras haber hablado con él y comprobado que deseaba verme, me hicieron rellenar un formulario para darme un pase de visitante. En aquel momento estaba ya de un humor tan picajoso que escribí una nota debajo prometiendo no atacar a ninguno de los ejecutivos que me encontrase por el pasillo.

El despacho de Ferrant estaba situado en la fachada que da al lago en el piso cincuenta y ocho, lo que demostraba la importancia de su posición temporal.

Una angulosa secretaria que estaba en un gran vestíbulo me informó de que el señor Ferrant estaba ocupado y que me atendería en seguida. Su escritorio, frente a la puerta abierta, le impedía ver el lago Michigan. Me pregunté si habría sido idea suya o si la dirección de Ajax no consideraba que las secretarias pudiesen trabajar si veían el mundo exterior.

Me senté en un gran sillón cubierto de felpa verde y hojeé el Wall Street Journal de la mañana mientras esperaba. El titular de «Oído en la calle» llamó mi atención. El Journal recogía el rumor de una posible adquisición encubierta de Ajax. Los hermanos Tisch y otros propietarios de compañías aseguradoras habían sido entrevistados, pero todos ellos confesaban ignorancia total. El presidente de Ajax, Gordon Firth, decía:


Naturalmente, contemplamos el precio de las acciones con interés, pero nadie ha abordado a nuestros accionistas con una oferta amistosa.


Y aquello parecía ser todo lo que se sabía en Nueva York.

A las doce menos cuarto, la puerta del despacho se abrió. Un grupo de hombres de mediana edad, la mayoría con exceso de peso, salió hablando en animados susurros. Ferrant les seguía, colocándose la corbata con una mano y quitándose el pelo de la cara con la otra. Sonrió, pero en su rostro delgado había preocupación.

– ¿Has comido? Bien; iremos al comedor de ejecutivos en el piso sesenta.

Le dije que me parecía muy bien y esperé a que se pusiera la chaqueta. Nos dirigimos en silencio a lo más alto del edificio.

En el comedor y sala de reunión de ejecutivos, Ajax compensaba la frialdad desnuda del vestíbulo de entrada. Cortinas de brocado enmarcaban visillos de gasa en las ventanas. Las paredes estaban cubiertas de madera oscura, quizá caoba, y la luz tamizada iluminaba piezas de pintura y escultura moderna estratégicamente colocadas.

Ferrant tenía su propia mesa junto a una ventana, con mucho espacio entre él y cualquier vecino indiscreto. Tan pronto como nos sentamos, un camarero uniformado de negro surgió del fondo para colocarnos las cartas delante y preguntarnos lo que queríamos beber. El scotch de la noche anterior se añadía a la incomodidad de la entrevista con Mallory. Pedí zumo de naranja. Hojeé indiferente la carta. Cuando el camarero volvió con las bebidas, me di cuenta de que no tenía nada de apetito.

– Para mí nada.

Ferrant miró el reloj y dijo en tono de disculpa que tenía muy poco tiempo y que iba a tener que comer.

Una vez que el camarero se marchó, yo dije bruscamente:

– Me he pasado la mañana con la policía. Piensan que Agnes esperaba a alguien la noche pasada. Tú dijiste lo mismo. ¿Te dijo algo; cualquier cosa que permitiese identificar a la persona a la que estaba esperando?

– Barrett me mandó nombres de agentes de aquí, de Chicago, que han estado comprando y vendiendo con Ajax. La lista me llegó en el correo del lunes, vi a Agnes a la hora de la comida del martes y se la di entonces, junto con la lista de aquellos a cuyo nombre están las acciones. Dijo que conocía a un socio de una de las empresas bastante bien y que le llamaría. Pero no me dijo quién era.

– ¿Te quedaste con una copia de la lista?

Negó con la cabeza.

– Me he dado veinte veces de bofetadas por eso, pero no. Es que no tengo la costumbre americana de fotocopiarlo todo. Siempre pensé que era una estupidez, que generaba un montón de papeles inútiles. Ahora he cambiado de opinión. Puedo conseguir que Barrett me mande otra copia, pero no la tendré hoy.

Tamborileé con los dedos en la mesa. Era inútil irritarse por eso.

– Puede que su secretaria pueda encontrármela… Cuando habló ayer contigo, ¿mencionó para algo mi nombre?

Lo negó.

– ¿Tendría que haberlo hecho?

– Mis iniciales estaban en su agenda. Para Agnes, eso significa -significaba- que tenía que recordárselo a sí misma. No solía escribir sus citas; se lo dejaba a su secretaria. Así que mis iniciales significaban que quería hablar conmigo.

Estaba demasiado rabiosa con Mallory como para haberle explicado eso, así como para hablarle de Ferrant y Ajax.

– La policía me vino con una historia extraterrestre acerca de que Agnes y yo éramos amantes y que yo la maté por venganza o despecho, o algo así. No me sentí muy confiada. Pero no puedo dejar de preguntarme… ¿Viste la historia en el Journal de esta mañana?

Asintió.

– Bien, aquí puedes tener la posibilidad de una adquisición encubierta. Ninguno de los principales compradores, si es que hay alguno, han salido a la luz. Agnes empieza a curiosear. Quiere hablar conmigo, pero antes de que pueda hacerlo, acaba muerta.

Pareció sorprendido.

– ¿No pensarás en serio que su muerte tenga algo que ver con Ajax?

El camarero le trajo un sándwich club y él empezó a comérselo automáticamente.

– Me preocupa de verdad pensar que mis preguntas hayan mandado a la pobre chica a la muerte. Te burlaste de mí anoche por sentirme responsable. ¡Cristo! Ahora me siento diez veces más responsable -dejó el sándwich y se inclinó sobre la mesa-. Vic, ninguna adquisición de una compañía tiene más valor que la vida de una persona. Deja todo esto. Si hay alguna relación, si la misma gente está complicada… no puedo soportarlo. Ya es bastante malo sentirse responsable por Agnes. Apenas la conocía. Pero no quiero tener que preocuparme también por ti.

No puede tocarse a alguien en el comedor de ejecutivos; todos los jefes que he conocido en mi vida son cotillas natos. Correría la voz por los sesenta pisos de que Roger Ferrant se había traído a su novia a comer y habían hecho manitas.

– Gracias, Roger. Agnes y yo…, somos mujeres creciditas. Cometemos nuestros propios errores. Nadie tiene que responsabilizarse de ellos. Yo siempre ando con cuidado. Creo que uno tiene que cuidarse a sí mismo por respeto a los amigos que se preocupan por ti, y yo no quiero causar ninguna pena a mis amigos… No estoy segura de creer en la inmortalidad, el cielo o cosas parecidas. Pero creo, igual que Roger Fox, que todos tenemos que escuchar la voz que oímos en nuestro interior, y la tranquilidad con que podemos mirarnos al espejo cada día depende de que hayamos obedecido o no a esa voz. Cada voz da diferentes consejos, pero cada uno de nosotros sólo puede interpretar la voz que cada uno oye.

Se acabó su copa antes de contestar.

– Bueno, Vic, añádeme a la lista de amigos que no quieren que te pase nada. -Se levantó bruscamente y se dirigió a la salida, dejando el sándwich a medio comer encima de la mesa.

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