Nos dirigimos hacia el Hancock en el Omega. Dejé fuera a Roger con el equipaje y me fui a buscar un aparcamiento. En el momento en que caminaba hacia su apartamento me di cuenta de que no podría hacer nada hasta que no durmiera un poco. Pasquale, Rosa, Albert y Ajax daban vueltas zumbándome en la cabeza, pero me costaba tanto caminar que pensar lógicamente me resultaba imposible.
Roger me abrió la puerta y me dio un juego de llaves. Se había duchado. Tenía el rostro gris de fatiga, pero no creía poder tomarse el día libre con todos aquellos rumores acerca de la adquisición de Ajax; la dirección se reunía a diario, planeando estrategias.
Me abrazó fuerte durante unos minutos.
– No dije gran cosa en el hospital porque pensé que podría arruinar tu historia. Pero, por favor, Vic, por favor, no te metas hoy en ninguna estupidez. Me gustas más entera.
Le di un breve abrazo.
– Todo lo que necesito ahora es dormir un poco. No te preocupes por mí, Roger. Gracias por dejar que me quede aquí.
Estaba demasiado cansada para bañarme, demasiado cansada para desvestirme. Sólo conseguí quitarme las botas antes de caer en la cama.
Cuando me desperté eran más de las cuatro. Estaba rígida y confusa, pero lista para ponerme de nuevo en marcha. Me di cuenta con disgusto que apestaba, y que mi ropa apestaba también. Un pequeño cuartito que había junto al cuarto de baño contenía una lavadora. Metí dentro los vaqueros, la ropa interior y todo lo que había en las maletas y que no necesitaba lavado en seco. Un largo remojo en la bañera y me sentí algo más humana.
Mientras esperaba que se me secasen los vaqueros, llamé a mi servicio de contestador. No me había llegado ningún mensaje de don Pasquale, pero Phil Paciorek había llamado y dejado su número de teléfono. Llamé, pero aparentemente estaba ocupado en alguna urgencia quirúrgica. Di el número de Ferrant en el hospital y volví a llamar al restaurante Torfino. La misma voz animosa con la que hablé el día anterior me volvió a decir que no tenía ni idea de quién era don Pasquale.
Las primeras ediciones vespertinas habían llegado al quiosco del vestíbulo. Me detuve en la cafetería para leerlas tomando un cappuccino y un sándwich de queso. El fuego salía en la primera página del Herald Star. INCENDIO INTENCIONADO EN LA PARTE NORTE aparecía en la esquina de abajo, a la izquierda. Una entrevista con los estudiantes de De Paul. Entrevista con la preocupada hija de los Takamoku. Luego, en párrafo aparte con su propio encabezamiento, decía: «V. I. Warshawski, cuyo apartamento fue el punto focal del fuego, ha estado investigando un problema relacionado con unas acciones falsificadas en el convento de San Albertus, en Melrose Park. La señorita Warshawski, víctima de un lanzador de ácido hace dos semanas, no se encontraba disponible para hacer ningún comentario sobre una posible conexión entre sus investigaciones y el fuego.»
Rechiné los dientes. Muchísimas gracias, Murray. El Herald Star ya había publicado la historia del ácido, pero ahora la policía podría leerlo y ver la relación. Bebí un poco más de cappuccino y fui a la sección de anuncios personales. Me esperaba un pequeño mensaje: «El roble ha brotado.» El tío Stefan y yo habíamos acordado ese mensaje cuando él se puso a trabajar con mis acciones de Acorn. La última vez que miré los anuncios fue el domingo; hoy era jueves. ¿Cuánto tiempo llevaría apareciendo?
Roger estaba en casa cuando volví al apartamento. Me dijo en tono de disculpa que estaba rendido; ¿podría cenar yo sola mientras él se iba a la cama?
– No te preocupes; he dormido todo el día -le ayudé a meterse en la cama y le di un masaje en la espalda. Cuando salí de la habitación, ya estaba dormido.
Me puse ropa interior larga y tantos jerséis como pude, y me fui hasta Lake Shore Drive para recoger el coche. El viento que soplaba del lago atravesaba los jerséis y la ropa interior. Mañana tendría que detenerme sin falta en una tienda de suministros de la Armada y comprarme una cazadora de aviador nueva.
Me preguntaba qué pasaría con lo que había dicho Bobby de que iba a hacer que me siguieran. Nadie me había seguido hasta el coche. Mirando por el retrovisor, no veía ningún coche que estuviese esperando por allí. Y nadie iba a andar holgazaneando por la calle con el frío que hacía. Supuse que habría sido una bravata; o quizá alguien habría cancelado la orden de Bobby.
El Omega se puso en marcha tras unos cuantos gruñidos fuertes. Nos quedamos allí los dos temblando juntos, pues la calefacción se negaba a ponerse en marcha. Después de un calentamiento de cinco minutos, conseguí convencer a la transmisión de que dejase entrar a las marchas.
Mientras que las calles laterales seguían llenas de nieve, Lake Shore Drive estaba limpia. Tras pasar junto a unas cuantas manzanas ampulosas, el coche se dirigió veloz hacia el norte. En Montrose la calefacción acabó poniéndose en marcha a duras penas. En Evanston ya había dejado de tiritar y pude prestar más atención al tráfico y al estado de la carretera.
La noche era clara; en Dempster, el intenso tráfico circulaba bastante bien. Me metí por Crawford y llegué a casa del tío Stefan poco antes de las siete. Antes de salir del coche, metí la Smith & Wesson en la cintura de los vaqueros y la culata se me clavó en el abdomen. Los jerséis hacen inútil la sobaquera.
Silbando entre dientes, llamé al timbre de la puerta del tío Stefan. No hubo respuesta. Estuve tiritando en la entrada unos minutos y volví a llamar. No se me había ocurrido que pudiera no estar en casa. Podía esperar en el coche, pero la calefacción no servía de mucho. Llamé a los otros timbres hasta que alguien me abrió: siempre hay uno en cada edificio, que deja entrar a los ladrones y los asaltadores.
El apartamento del tío Stefan estaba en el cuarto piso. Al subir me crucé con una joven bonita que bajaba con un bebé y una sillita. Me miró con curiosidad.
– ¿Va usted a ver al señor Herschel? Estaba preguntándome si no deberíamos ir a ver qué le ocurre. Soy Ruth Silverstein. Vivo al otro lado del pasillo. Cuando salgo para darle una vuelta a Mark a las cuatro, suele asomarse y darnos galletas. No le he visto esta tarde.
– Puede que haya salido.
La vi enrojecer a la luz de la escalera.
– Estoy sola en casa con el niño, así que quizá preste más atención a mis vecinos de lo que debería. Suelo oírle cuando se marcha; camina con bastón, sabe, y eso hace un ruido muy particular en la escalera.
– Gracias, señora Silverstein. -Subí corriendo el último tramo de escalones, frunciendo el ceño. El tío Stefan gozaba de buena salud, pero tenía ochenta y dos años. ¿Tenía yo derecho de meterme en su casa por la fuerza? ¿Tenía el deber de hacerlo? ¿Qué diría Lotty?
Golpeé con fuerza la pesada puerta del apartamento. Puse la oreja sobre la madera y no oí nada. Sí, un débil murmullo. La tele o la radio. Mierda.
Bajé de nuevo las escaleras de dos en dos, dejé abierta la puerta del portal con un guante y corrí por la resbaladiza acera hasta el Omega. Llevaba las ganzúas en la guantera.
Cuando volvía corriendo al edificio, vi a la señora Silverstein y a Mark desaparecer en el interior de una pequeña tienda de comestibles que estaba un poco más allá en la misma manzana. Tendría unos diez minutos para conseguir abrir la puerta.
El secreto para abrir las puertas ajenas consiste en relajarse y sentir. El tío Stefan tenía dos cerrojos: un pestillo y una cerradura Yale normal. Empecé con el pestillo. Hizo un click y me di cuenta de que estaba abierto cuando me puse a manipularlo; lo único que había conseguido era cerrar la puerta aún más. Tratando de respirar normalmente, intenté darle hacia el otro lado. Acababa de abrirlo cuando oí a la señora Silverstein entrando en el edificio. Al menos eso parecía por el ruido: alguien hablándole alegremente a un bebé acerca del pollo tan rico que iba a encontrarse papá cuando volviese de su última reunión. La sillita subió hasta el cuarto piso. El cerrojo de abajo se abrió y yo me metí dentro.
Me abrí camino junto a una sombrilla Imari de pie en el profusamente decorado salón. A la luz de la lámpara de bronce, vi al tío Stefan yaciendo sobre el escritorio de cuero verde, teñido de rojo amarronado por una gran mancha de sangre coagulada. «¡Cristo!», susurré. Mientras le tomaba el pulso, lo único en que pensaba era en lo furiosa que se iba a poner Lotty. Aunque pareciera increíble, aún se sentía un pulso débil. Salté sobre sillas y taburetes y llamé a la puerta de los Silverstein. La señora Silverstein abrió en seguida: acababa de llegar a casa y tenía aún el abrigo puesto y al niño en la sillita.
– Llame a una ambulancia en seguida. Está gravemente herido.
Ella asintió comprendiendo lo que ocurría y se lanzó al interior de su apartamento. Volví junto a tío Stefan. Arrancando las mantas de una pulcra cama que había en una habitación junto a la cocina, le envolví bajándole suavemente hasta el suelo y subiéndole los pies a un taburete de cuero de complicado dibujo. Luego me quedé esperando.
La señora Silverstein había tenido el acierto de llamar a unos enfermeros. Cuando oyeron lo del shock y pérdida de sangre, prepararon un par de goteos: plasma y glucosa. Se lo llevaban al hospital Ben Gurion, me dijeron, añadiendo que tendrían que hacer un informe para la policía y que esperase por favor en el apartamento.
En cuanto se marcharon, telefoneé a Lotty.
– ¿Dónde estás? -me preguntó-. He leído lo del incendio y he tratado de llamarte.
– Sí, bueno, eso puede esperar. Es el tío Stefan. Le han herido gravemente. No sé si vivirá. Se lo llevan al Ben Gurion.
Hubo un largo silencio al otro extremo y luego Lotty dijo muy bajo:
– ¿Herido? ¿De bala?
– Creo que apuñalado. Ha perdido mucha sangre, pero no le alcanzaron en el corazón. Ya había dejado de sangrar cuando le encontré.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace unos diez minutos… Esperé para llamarte hasta que supe a qué hospital le llevaban.
– Ya. Hablaremos más tarde.
Colgó, dejándome allí mirando al teléfono. Deambulé por la habitación esperando a la policía y tratando de no tocar nada. Según pasaban los minutos, iba perdiendo la paciencia. Encontré un par de guantes en un cajón del cuidado dormitorio. Me quedaban muy grandes, pero así no dejaba huellas en los papeles del escritorio. No pude encontrar ningún certificado de depósito; ni falsificados ni los míos de Acorn.
La habitación, aunque repleta de muebles, tenía pocos lugares que pudieran servir de escondite. Un rápido examen no me permitió descubrir nada. De pronto se me ocurrió que si el tío Stefan hubiera hecho un certificado falso, tendría que tener por allí herramientas, herramientas que sería mejor que la policía no encontrase. Aceleré la búsqueda y encontré pergamino, clichés y herramientas en el horno. Las metí en una bolsa de papel y me fui a buscar a la señora Silverstein.
Salió a la puerta con las mejillas coloradas y el pelo revuelto de calor; debía de estar cocinando.
– Siento tener que volver a molestarla. Tengo que esperar aquí a que llegue la policía y seguramente tendré que irme con ellos a la comisaría. La sobrina del señor Herschel va a venir más tarde a buscar unas cosas. ¿Le importaría si le digo que llame a su puerta y que recoja esta bolsa en su casa?
Estaba encantada de poder ayudar.
– ¿Cómo está él? ¿Qué ocurrió?
– No lo sé. Los enfermeros no han dicho nada. Pero tenía el pulso firme, aunque débil. Esperaremos lo mejor.
Me invitó a pasar a beber algo pero pensé que sería mejor no dar ideas a la policía relacionándonos a las dos y crucé enfrente a esperarles. Finalmente llegaron dos hombres de mediana edad, los dos de uniforme. Cuando me vieron, me dijeron que pusiera las manos sobre la pared y que no me moviera.
– Soy la persona que les ha llamado. Estoy tan sorprendida por todo esto como ustedes.
– Nosotros hacemos las preguntas, rica. -El que hablaba tenía una panza que le ocultaba la cartuchera. Me cacheó con torpeza pero encontró la Smith & Wesson sin la menor dificultad-. ¿Tienes licencia para esto, nena?
– Sí -dije.
– Veámosla.
– ¿Le importa que quite las manos de la pared? Me dificulta los movimientos.
– No te pases de lista. Saca la licencia, y rápido. -Éste era el segundo poli, algo más delgado, con la cara picada de viruelas.
Tenía el bolso en el suelo junto a la puerta; lo había dejado caer al ver al tío Stefan y no me había preocupado de recogerlo. Saqué mi billetera y saqué la licencia de investigador privado y el permiso de armas.
El poli corpulento les echó un vistazo.
– Oh, una detective. ¿Qué estás haciendo en Skokie, nena?
Sacudí la cabeza. Odio a los policías del extrarradio.
– Los atracos de Chicago no son tan buenos como los que hacen por aquí.
El poli gordo puso los ojos en blanco.
– Hemos cazado a Joan Rivers, Stu… Oye, Joan, esto no es Chicago. Si queremos ponerte a la sombra podemos hacerlo, no nos preocupa nada. Ahora cuéntanos qué hacías aquí.
– Esperándoos, chicos. Está claro que fue un error.
El poli delgado me dio una bofetada. Sabía que era mejor que me aguantara; resistirme significaría un arresto y perdería la licencia.
– Venga, nena. Mi compañero te ha hecho una pregunta. ¿Vas a contestar?
– ¿Queréis acusarme de algo? Si es así, llamo a mi abogado. Si no, nada de preguntas.
Los dos se miraron.
– Mejor será que llames a tu abogado, nena. Y nos quedamos con la pistola. No es un arma de señora, la verdad.