Capítulo 15. La próxima vez será el fuego

Era tan tarde cuando llegué a casa que no hablé con mi servicio de contestador hasta la mañana siguiente. Me dijeron entonces que Roger había llamado varias veces y también Murray Ryerson había dejado un mensaje. Llamé primero a Murray.

– Creo que encontré a tu amigo Walter. Un hombre que se llamaba a sí mismo Wallace Smith fue atendido el jueves pasado en St. Vincent de una fractura de mandíbula. Pagó la visita en efectivo, lo que dejó asombrado al personal porque estuvo allí toda la noche y la factura ascendía a más de mil dólares. Bueno, ya sabes lo que se dice; que la mejor atención médica no cuesta más que un submarino nuclear barato.

– ¿La dirección es falsa?

– Me temo. Resultó ser una parcela vacía en New Town. Pero conseguimos una buena descripción de la enfermera de noche de la sala de urgencias. Un tipo grande y desabrido con pelo negro rizado, calvo por delante. Sin barba. Se lo dije a mi contacto en la policía. Dijo que por la descripción debía ser Walter Novick. Es estibador y suele usar navaja. Puede que eso explique por qué no le salió muy bien lo de tu ácido.

No dije nada y Murray añadió con arrepentimiento:

– Perdona. No tiene gracia, supongo. El caso es que va por libre, pero trabaja muchas veces para Annunzio Pasquale.

Sentí una oleada de miedo inusual. Annunzio Pasquale. Una figura de la mafia local. Asesinato, tortura, lo que sea: a petición del consumidor. ¿Qué es lo que podía haber hecho yo para despertar el interés de un hombre semejante?

– ¿Estás ahí, Vic?

– Sí. Durante unas horas más, al menos. Manda iris a mi funeral; no me gustan los lirios.

– Vale, niña. Ten cuidado a quién le abres la puerta. Mira a ambos lados cuando cruces Halsted… Puede que saque un articulito con eso; puede que las calles principales sean así más seguras para ti.

– Gracias, Murray -dije mecánicamente, y colgué. Pasquale. Tenía que ser por las falsificaciones. Tenía que ser. Si quieres hacer dinero y ponerlo en circulación, ¿quién es la primera persona a la que contratas? A un hombre de la Mafia. Lo mismo con las acciones.

No me asusto fácilmente. Pero no soy el Vengador; no puedo enfrentarme al crimen organizado con las manos desnudas. Si Pasquale estaba realmente envuelto en el asunto de las falsificaciones, le cedía el round con mucho gusto. Excepto por una cosa. Mi vida había sido amenazada de forma gratuita. No sólo mi vida; mi vista, mi medio de vida. Si me rendía ante esto, nunca volvería a estar en paz conmigo misma.

Miré ceñuda un montón de periódicos que había sobre la mesa del salón. Debería de haber algún modo. Si pudiera hablar con Pasquale. Explicarle dónde divergían nuestros intereses. Explicarle que el asunto de las acciones iba a explotarle en la cara y que lo dejase. Yo pondría la otra mejilla si él retiraba la protección a Novick.

Me preguntaba cuál sería el mejor modo de hacer llegar ese mensaje al don. Un anuncio en el Herald Star podría valer, pero también podría echarme encima el peso de la ley. A Hatfield le encantaría cogerme obstruyendo un proceso de justicia federal.

Llamé a una mujer que conocía en la oficina del fiscal del distrito.

– Maggie, soy V. I. Warshawski. Necesito un favor.

– Salgo hacia el tribunal, V. I. ¿Tienes prisa?

– No te llevará mucho tiempo. Sólo quiero saber cuáles son los sitios habituales de don Pasquale: restaurantes, lavanderías, cualquier lugar donde pueda ponerme directamente en contacto con él.

Al otro lado hubo un largo silencio.

– No estarás tan en las últimas que vas a trabajar para él, ¿verdad?

– De ninguna manera, Maggie. No creo que pudiese resistir un interrogatorio tuyo ante un tribunal.

Otra pausa y luego dijo:

– Supongo que será mucho mejor que no me entere de por qué quieres saberlo. Te llamaré cuando acabe; más o menos a las tres esta tarde.

Me puse a vagar sin descanso por el apartamento. Estaba segura de que no era Pasquale el que me había telefoneado. Le había visto en el Palacio de Justicia una o dos veces, le había oído hablar con un fuerte acento italiano. Además, suponiendo que Pasquale fuera el último responsable de la falsificación de acciones, responsable de haberlas fabricado, no podía ser el que las metió en la caja fuerte del convento. Puede que viviera en Melrose Park, puede que fuese a la iglesia del convento. Incluso así, habría tenido que comprar a un montón de personas de allí para llegar a la caja. ¿Boniface Carroll o Augustine Pelly como hombres de confianza de la Mafia? Absurdo.

Naturalmente, estaba Rosa. Me dio la risa al imaginarme a Rosa como integrante de la Mafia. Mantendría a raya a Annunzio: no habrá pasta para ti esta noche, Annunzio, a menos que quemes a mi sobrina con ácido.

De pronto pensé en mi primo Albert. Antes nunca le había incluido en el cuadro. Era enteramente la sombra de Rosa. Pero…, era un directivo de empresa y la Mafia a menudo utilizaba buenos directivos. Y allí estaba él, gordo, cuarentón, soltero, dominado por su madre horrible. Puede que aquello hubiese hecho surgir cierto espíritu antisocial en él. En mí habría surgido, desde luego.

¿Y si Rosa me hubiera llamado sin que él lo supiera? Luego él habría hablado con ella y le habría dicho que me despidiera. Por alguna extraña razón, habría robado las acciones de San Albertus y las habría sustituido por las falsificaciones, pero cuando la investigación se intensificó, las devolvió. Podía haber averiguado la combinación de la caja en cualquier momento a través de Rosa.

Seguí trabajando la historia de Albert mientras me preparaba unos huevos al curry con guisantes y tomates para comer. No conocía muy bien a mi primo. Tras aquel exterior amorfo y henchido podía haber cualquier cosa.

Roger Ferrant volvió a llamar mientras preparaba los huevos. Le saludé alegremente.

– Vic, ya pareces más tú misma. Quiero hablar contigo.

– Claro. ¿Has sabido algo más de la absorción de Ajax?

– No, pero quiero hablar contigo de otra cosa. ¿Podemos cenar juntos esta noche?

Impulsivamente, preocupada aún por Albert, no sólo acepté sino que me ofrecí a cocinar. Después de colgar me maldije a mí misma: eso iba a significar tener que limpiar la maldita cocina.

Sintiéndome ligeramente agraviada, refregué una colección de ollas y platos sucios. Hice la cama. Me abrí camino por calles llenas de nieve hasta la tienda de comestibles donde compré un trozo de carne que preparé como beuf bourguignon, con cebollas, champiñones, cerdo en salazón y, naturalmente, borgoña. Para demostrarle a Roger que ya no sospechaba de él -o al menos no en aquel momento- decidí servir el vino de la comida en los vasos venecianos rojos que mi madre había traído de Italia. Había traído ocho, cuidadosamente envueltos en su ropa interior, pero uno se rompió años antes, una vez que asaltaron mi apartamento.

Ahora los guardaba en un armario empotrado en la parte de atrás de mi armario de ropa.

Cuando Maggie me llamó a las cuatro y media, me di cuenta de que las faenas del hogar tienen su lado bueno: te quitan los problemas de la cabeza. Había estado demasiado ocupada para pensar en don Pasquale durante toda la tarde.

Su voz al teléfono me volvió a encoger el estómago.

– Acabo de echar un vistazo a su dossier. Uno de sus lugares favoritos de reunión es Torfino's en Elmwood Park.

Le di las gracias con tanto calor como pude.

– No me lo agradezcas -dijo seria-. No creo que esté haciéndote ningún favor al decirte esto. Todo lo que estoy haciendo es precipitarte en tu camino. Sé que acabarías descubriéndolo sola; cualquiera de tus amigos periodistas te mandaría encantado a tu propio funeral con tal de conseguir una historia jugosa -dudó-. Siempre fuiste una inconformista cuando estabas en la oficina del defensor público; yo odiaba tener que aparecer contra ti porque nunca sabía con qué extravagante defensa ibas a salir. Sé que eres una buena investigadora y que tienes mucho orgullo. Si estás metida en algo que conduce a Pasquale, llama a la policía, llama al FBI. Tienen medios para ocuparse de la Mafia y aun así están luchando una batalla perdida.

– Gracias, Maggie -dije desmayadamente-. Aprecio el consejo. De verdad que sí. Lo pensaré.

Busqué el número del restaurante Torfino's. Cuando llamé y pregunté por don Pasquale, la voz al otro lado dijo bruscamente que nunca había oído hablar de semejante hombre y colgó.

Marqué otra vez. Cuando respondió la misma voz, dije:

– No cuelgue. Si alguna vez se encuentra con don Pasquale, me gustaría que le diera un mensaje.

– ¿Sí? -gruñendo.

– Soy V. I. Warshawski. Me gustaría tener la oportunidad de hablar con él -deletreé mi apellido despacio, le di mi número de teléfono y colgué.

Tenía el estómago al revés. No estaba muy segura de poder enfrentarme a Roger ni a la cena, y menos a una combinación de las dos cosas. Para relajarme, fui al salón y me puse a ensayar unas escalas en el viejo piano de mi madre. Respiraciones profundas de diafragma. Escalas en un «Ah» descendente. Trabajé vigorosamente durante cuarenta y cinco minutos, empezando a sentir cierta resonancia en la cabeza cuando aflojaba. Debería practicar con más regularidad. Mi voz era la herencia que me había dejado Gabriela junto con los vasos rojos venecianos.

Me sentía mejor. Cuando Roger llegó a las siete con una botella de Taittinger y un ramo de flores, fui capaz de saludarle alegremente y devolverle su educado beso. Me siguió hasta la cocina mientras acababa de cocinar. Deseé no haber limpiado por la mañana. El lugar estaba hecho ya tal desastre que iba a tener que fregar otra vez al día siguiente.

– Te perdí la pista en el funeral de Agnes -le dije-. Te perdiste una escenita de las de antes con algunos de sus parientes.

– Mejor. No soy persona de escenas.

Aliñé una ensalada, se la tendí y saqué el asado del horno. Entramos en el comedor. Roger descorchó el champán mientras yo servía la cena. Comimos durante un rato sin hablar; Roger miraba su plato. Finalmente, dije:

– Dijiste que había algo de lo que querías hablar; me imagino que será de algo no muy agradable.

Levantó la vista.

– Ya te he dicho que no me interesan las escenas. Y me temo que de lo que quiero hablar va a traer una serie de ellas.

Dejé mi vaso.

– Espero que no vayas a pedirme que deje la investigación. Eso nos llevaría a una pelea de primera.

– No. No voy a decir que me vuelva loco. Es la forma en que lo haces, eso es todo. Me has negado cualquier discusión acerca de ello; o de cualquier otra cosa que estés haciendo. Sé que no hemos estado juntos mucho tiempo, así que quizá no tenga derecho a hacerme ilusiones sobre ti, pero has estado condenadamente fría y antipática los últimos días. Desde que mataron a Agnes, has estado odiosa.

– Ya… Me parece que me he metido con gente que es mucho más poderosa que yo. Estoy asustada y no me gusta. No sé de quién puedo fiarme y me resulta difícil ser abierta y amigable, incluso con los buenos amigos.

Su rostro se torció enfadado.

– ¿Qué demonios he hecho para merecer eso?

Me encogí de hombros.

– Nada. Pero no te conozco muy bien, Roger, y no sé qué gente puede hablar contigo. Escucha. Creo que estoy siendo odiosa. No te culpo por enfadarte. Me meto en un problema que parecía confuso pero no tan peligroso, lo de mi tía con las acciones falsas, y de pronto me encuentro con alguien que me echa ácido en los ojos -se sobresaltó-. Sí. En este mismo descansillo. Alguien que quiere que me aleje del convento.

»No es que crea que hayas sido tú. Pero no sé de dónde procede y eso me hace apartarme de la gente. Sé que es odioso, o que yo soy odiosa, pero no puedo evitarlo. Y luego, que matasen a Agnes… Me siento como responsable, porque estaba trabajando en un asunto tuyo y yo te la mandé. Incluso aunque no la matasen por nada que tuviera que ver con Ajax, como puede ser, sigo sintiéndome responsable. Se había quedado trabajando hasta tarde y probablemente iba a ver a alguien relacionado con la adquisición. Sé que no está muy claro, pero ¿me entiendes?

Se pasó la mano a través del largo flequillo.

– Pero, Vic, ¿por qué no podías hablarme a mí de todo esto? ¿Por qué no hiciste más que desaparecer?

– No sé. Así actúo. No puedo explicarlo. Por eso soy detective privado, no policía ni federal.

– Bueno, ¿podrías al menos contarme lo del ácido?

– Estabas aquí la noche en que recibí la primera llamada amenazadora. Bueno, pues trataron de cumplir la amenaza la semana pasada. Intuí el ataque, le rompí al tipo la mandíbula y recibí el ácido en el cuello en lugar de los ojos. De todas formas fue muy… bueno, traumático. Creí haber oído al hombre que hizo la llamada en el funeral de Agnes. Pero cuando intenté localizarle, no pude -describí la voz y le pregunté a Roger si recordaba haber conocido a alguien que hablase así-. Su voz… era como la de alguien que no ha crecido hablando inglés y disfraza un acento. O alguien cuyo acento natural fuese un arrastrar de palabras o un acento regional tan fuerte que tratase de ocultarlo.

Roger negó con la cabeza.

– No soy capaz de diferenciar bien los acentos americanos, así que… Pero Vic, ¿por qué no me lo dijiste? No pensarías en serio que yo pudiera ser responsable de una cosa así, ¿verdad?

– No. La verdad es que no, claro. Pero es que tengo que ser yo la que resuelva mis propios problemas. No quiero convertirme en una hembra dependiente que corre a buscar un hombre cada vez que algo no funciona.

– ¿Crees que podrías encontrar un término medio entre estos dos extremos? Como, por ejemplo, hablar de tus problemas con alguien y resolverlos tú misma.

Le sonreí.

– ¿Te estás nombrando para el puesto, Roger?

– Es una posibilidad, sí.

– Lo pensaré -bebí un poco más de champán. Me preguntó lo que estaba haciendo en relación con Ajax. No me pareció que debiese sacar a relucir mi aventura nocturna en Tilford & Sutton; una historia así es muy fácil de repetir. Así que sólo le dije que había estado haciendo un poco de trabajo de investigación-. Di con el nombre, de una compañía, WoodSage. No sé si están mezclados en tu problema, pero el contexto era un poco raro. ¿Crees que podría hablar con vuestro especialista y comprobar si él ha oído hablar de ellos? ¿O con alguno de vuestros directivos?

Roger hizo media reverencia por encima de la mesa.

– ¡Oh, caramba! Ayudante de V. I. Warshawski. ¿Cuál es el equivalente masculino de la chica del gánster?

Me reí.

– No lo sé. Te proveeré de un buen pistolón para que puedas hacerlo al mejor estilo de Chicago.

Roger extendió un largo brazo a través de la mesa y apretó mi mano libre.

– Me gustaría. Algo que contar en la oficina de la Lloyd's… No me mantengas apartado, V. I., o al menos cuéntame por qué lo haces. De otro modo, empiezo a imaginar cosas. Me rechazan y me acomplejo y otras cosas freudianas de ésas.

– Vale -me solté la mano y rodeé la mesa para llegar a su silla. No culpo a los hombres porque les guste el pelo de las mujeres; había algo erótico y tranquilizador en el hecho de pasar la mano por el largo mechón que no dejaba de caer sobre los ojos de Ferrant.

A lo largo de los años me he dado cuenta de que los hombres detestan los secretos y las ambigüedades. A veces incluso me siento como si los estuviese mimando a causa de ello. Besé a Roger y le aflojé la corbata y, tras unos minutos de retorcernos incómodos en la silla, le llevé al dormitorio.

Nos pasamos varias horas agradables allí y nos quedamos dormidos hacia las diez. Si no nos hubiéramos ido a la cama tan temprano, mi sueño más profundo hubiera sido alrededor de las tres y media. Habría dormido demasiado profundamente como para que el humo me despertara.

Me incorporé en la cama, irritada, momentáneamente creyendo que estaba de nuevo con mi marido, una de cuyas costumbres encantadoras era la de fumar en la cama. Pero el olor acre no parecía de ningún modo el humo de un cigarrillo.

– ¡Roger! -le sacudí mientras empezaba a buscar a mi alrededor un par de pantalones-. ¡Roger! ¡Despierta! ¡Hay fuego!

Debí haberme dejado encendida la cocina, pensé, y me dirigí hacia ella con la vaga idea de apagar yo misma el fuego.

La cocina estaba en llamas. Eso es lo que dicen en los periódicos. Ahora sabía lo que significaba. Llamas vivientes cubrían las paredes y largas lenguas anaranjadas se retorcían por el suelo avanzando hacia el comedor. Crujían y cantaban y dejaban escapar cintas de humo. Cintas de fiesta, envolviendo suelo y pasillo.

Roger estaba detrás de mí.

– ¡Está cerrado el paso, V. I.! -gritó por encima de los crujidos. Me agarró por el hombro y me empujó hacia la puerta de entrada. Sujeté el picaporte para girarlo y retrocedí, chamuscada. Palpé los paneles. Estaban calientes. Sacudí la cabeza intentando contener el pánico.

– ¡Está ardiendo también! -grité-. ¡Hay una salida de incendios en el dormitorio! Vamos por ahí.

Vuelta al pasillo, ahora púrpura y blanco de humo. Nada de aire. Reptar por el suelo. Pasar de largo el comedor sin levantarse del suelo. Pasar de largo los restos del festín. Pasar de largo los vasos rojos venecianos de mi madre, envueltos con mucho cuidado y sacados de Italia y de los fascistas hasta llegar al precario sur de Chicago. Me precipité en el comedor y los busqué a tientas a través de la niebla, tirando platos, el resto del champán y encontrando los vasos mientras Roger chillaba angustiado desde la puerta.

Entrar en el dormitorio, envolviéndonos en mantas. Cerrar la puerta del dormitorio tras nosotros para que al abrir la ventana no se avivasen las hambrientas llamas, las llamas que devoraban el aire. Roger forcejeaba con la ventana. Hacía años que no se abría y la cerradura estaba pegada a causa de la pintura. Luchó con ella durante unos segundos agónicos mientras la habitación se calentaba más y más, y al final la rompió protegiéndose el brazo con una manta. Le seguían a través de los trozos de cristal hacia la noche de enero.

Nos quedamos un momento tragando aire, agarrados el uno al otro. Roger había encontrado sus pantalones y se los estaba poniendo. Había hecho un bulto con toda la ropa que pudo encontrar al lado de la cama y nos repartimos los hallazgos. Yo tenía los vaqueros puestos. Camisa no. Ni zapatos. Uno de mis calcetines de lana y un par de zapatillas habían salido del bulto. El hierro helado me cortaba los pies y parecía abrasarlos. Las zapatillas estaban apolilladas, pero el cuero estaba forrado con piel de conejo y me protegía de lo peor del frío. Envolví mi pecho desnudo con la manta y comencé a bajar por los escurridizos y nevados escalones, agarrándome a los cristales con una mano y a la barandilla congelada con la otra.

Roger, con los zapatos desatados, pantalones y una camisa, me seguía pisándome los talones. Le castañeteaban los dientes.

– Coge mi camisa, Vic.

– Quédatela -le dije por encima del hombro-. Ya tienes bastante frío. Yo tengo la manta… Tenemos que despertar a los chicos del apartamento del segundo piso. Como tienes las piernas tan largas, seguramente podrás colgarte por el extremo de la escalera y alcanzar el suelo. La escalera se acaba en el segundo piso. Si coges los vasos de mi madre y los bajas, yo romperé el cristal y despertaré a los estudiantes.

Quiso ponerse a discutir, caballeroso y tal, pero se dio cuenta de que no había tiempo. Yo no iba a dejar que se perdieran mis vasos y eso era todo. Agarrando el escalón cubierto de nieve del extremo de la escalera de incendios, se dejó caer colgando desde su extremo. Estaba a unos cuatro pies del suelo. Saltó y estiró un largo brazo para recoger los vasos. Yo enganché las piernas en un escalón y me incliné. Las puntas de nuestros dedos apenas se tocaban.

– Te doy tres minutos, Vic. Luego voy a por ti.

Asentí gravemente y me acerqué a la ventana del dormitorio del segundo piso. Mientras golpeaba y despertaba a un par de aterrorizados jóvenes que estaban en un colchón en el suelo, la mitad de mi mente estaba intentando resolver un rompecabezas. Fuego en la puerta delantera, fuego en la cocina. Podía haber incendiado la cocina por descuido, pero no haber prendido fuego a la puerta delantera. Así que ¿por qué la mitad inferior del edificio no estaba en llamas y la mitad de arriba sí?

Los estudiantes -un chico y una chica en el dormitorio y otra chica en un colchón en el salón- estaban muy confusos y querían llevarse sus apuntes. Les ordené bruscamente que se vistieran y espabilasen. Cogí un jersey de un montón de ropas que había en el dormitorio, me lo puse y les metí prisa para que salieran por la ventana y bajasen por la escalera de incendios.

Los coches de bomberos empezaban a llegar mientras medio nos deslizábamos, medio nos caíamos en la nieve de abajo. Por una vez, agradecí que el portero del edificio no hubiese retirado mejor la nieve con la pala; la nieve formaba un cojín fantástico.

Encontré a Roger en la parte delantera del edificio con mis vecinos del primero, una pareja de ancianos japoneses llamados Takamoku. Había ido a buscarlos a través de la ventana del bajo. Los coches de bomberos atraían a una multitud excitada ¡Qué diversión! Un fuego a medianoche. A la luz roja de las sirenas de los coches de bomberos y a la azul de la de los coches de la policía, pude ver rostros ávidos recreándose mientras mi pequeño refugio ardía.

Roger me tendió los vasos de vino de mi madre y yo los mecí, temblando, mientras él me rodeaba con su brazo. Pensé en los otros cinco, guardados en mi dormitorio expuestos al calor y a las llamas.

– ¡Oh, Gabriela! -susurré-. ¡Lo siento tanto!

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