A Lotty no le hizo gracia.
– Pareces de la CIA -me soltó cuando me paré en la clínica a contarle mi aventura-. Asaltando las oficinas de la gente, robándoles los archivos…
– No he robado los archivos -dije virtuosa-. Los he envuelto y se los he mandado por correo nada más levantarme. Lo que me preocupa desde el punto de vista moral es la chaqueta y los guantes que me he dejado allí. Técnicamente, la pérdida es un gasto de trabajo. ¿Crees que me lo deducirán si lo pongo en mi declaración? Puedo llamar a mi asesor.
– Hazlo -contestó. Su acento vienes se notaba como cada vez que se ponía furiosa-. Ahora vete. Tengo mucho que hacer y no quiero hablar contigo con el humor que tengo.
El asalto salía en las últimas ediciones. La policía especulaba con la posibilidad de que el vigilante interrumpiera al asaltante antes de que se pudiese llevar nada de valor, ya que nada de valor faltaba. Mis huellas están archivadas en la comisaría de la calle Once, así que esperaba que no apareciese ninguna que no pudiese justificarse por mi visita de negocios a la oficina de Tilford.
Lo que me preguntaba era qué harían con lo del nombre de Derek Hatfield en el registro de la Bolsa. Pensé en la manera de averiguar si interrogarían a Hatfield por ello.
Silbando entre dientes, puse en marcha el Omega y me dirigí hacia Melrose Park. A pesar del humor sombrío de Lotty, yo estaba encantada de mí misma. El típico fallo delictivo: das un golpe y luego no puedes evitar andar por ahí jactándote. Antes o después, uno ante los que te has jactado acaba yendo a la policía.
La nieve empezaba a caer cuando giré por Mannheim. Pequeñas bolitas secas. Nieve ártica que no vale para hacer muñecos de nieve. Llevaba ropa interior larga debajo de mi traje azul marino y esperaba que fuese protección suficiente contra el viento gélido. Un día de estos iba a tener que buscar un almacén de excedentes de la Armada y comprarme otro chaquetón de marino.
El convento de San Albertus se perfilaba frío a través de los copitos. Aparqué el coche lo más protegido posible y me encaminé a la entrada del convento. El viento atravesaba traje y ropa interior y me dejaba sin aliento.
Dentro del rancio vestíbulo abovedado, el silencio repentino era palpable. Me froté los brazos, di golpes con los pies en el suelo y me calenté un poco antes de preguntar en recepción por el padre Carroll. Esperaba que fuese temprano para los rezos de la tarde y demasiado tarde para clases o confesiones.
Unos cinco minutos más tarde, cuando el frío esencial del edificio empezaba a congelarme, llegó el propio padre Carroll al vestíbulo. Se movía deprisa pero no acelerado, como un hombre que controla su vida y todo lo demás en paz.
– ¡Señorita Warshawski! Qué agradable verla. ¿Ha venido por su tía? Ha vuelto hoy, como probablemente le habrá contado.
Parpadeé unas cuantas veces.
– ¿Vuelto? ¿Que ha vuelto aquí, quiere usted decir? No, no me lo ha contado. He venido…, he venido para ver si podía usted darme alguna información acerca de una organización laica católica llamada Corpus Christi.
– Hmm. -El padre Carroll me cogió del brazo-. Está usted temblando. Vayamos a mi oficina a tomar una taza de té. Puede charlar con su tía. El padre Pelly y el padre Jablonski también están allí.
Le seguí a desgana por el vestíbulo. Jablonski, Pelly y Rosa estaban sentados ante una mesa de pino en el antedespacho, que pertenecía a Pelly, tomando té. El pelo color acero de Rosa estaba rígidamente ondulado y llevaba un vestido negro con una cruz de plata en el cuello. Escuchaba atentamente a Pelly cuando Carroll y yo entramos. Al verme, le cambió la cara.
– ¡Victoria! ¿Qué estás haciendo aquí?
La hostilidad era tan evidente que Carroll se quedó asombrado. Rosa debió darse cuenta, pero su odio era demasiado como para querer guardar las apariencias. Siguió mirándome con su delgado pecho subiendo y bajando. Rodeé la mesa y besé el aire junto a su mejilla.
– Hola, Rosa. El padre Carroll dice que has vuelto. Como tesorera, espero. Qué bien. Supongo que Alberto debe estar también loco de júbilo.
Me miró con malevolencia.
– Ya sé que no puedo impedir que sigas acosándome. Pero quizá la presencia de estos santos padres te impida al menos atacarme físicamente.
– No sé, Rosa. Depende de lo que el Espíritu Santo te inspire que me digas.
Me volví hacia Carroll.
– Soy la única nieta superviviente del hermano de Rosa. Cuando me ve, siempre se altera así… ¿Puedo permitirme pedirle esa taza de té?
Encantado de poder hacer algo para disipar la tensión, Carroll apareció con un hervidor eléctrico por detrás de mí. Al tenderme una taza, le pregunté:
– ¿Significa esto que han encontrado ustedes al responsable de las falsificaciones?
Negó con la cabeza y sus pálidos ojos reflejaron preocupación.
– No. El padre Pelly me persuadió, sin embargo, de que la señora Vignelli no podía estar envuelta en esto. Sabemos lo apreciable que es su trabajo y lo mucho que significa para ella. Nos pareció innecesariamente cruel obligarla a quedarse en casa sentada durante meses o años.
Pelly intervino:
– En realidad, no estamos seguros de que nunca vayan a aclarar la cuestión. El FBI parece haber perdido interés. ¿Sabe usted algo de eso? -me miró inquisitivamente.
Me encogí de hombros.
– Consigo toda la información de los periódicos diarios. No he visto en ellos nada que diga que han abandonado la investigación. ¿Qué les ha dicho Hatfield?
Carroll contestó:
– El señor Hatfield no nos ha dicho nada. Pero ya que han aparecido las auténticas acciones, no parece que sigan interesados en la investigación.
– Puede ser. A mí Derek no me habla mucho. -Sorbí un poco del pálido té verde. Era reconfortante; era lo mejor que se podía decir de él-. La verdad es que he venido aquí por otra razón. Mataron de un tiro a una amiga mía la semana pasada. El sábado me enteré de que el padre Pelly también era amigo de ella. Quizá el resto de ustedes la conociesen. Era Agnes Paciorek.
Carroll negó con la cabeza.
– Por supuesto, todos hemos rezado por ella esta semana. Pero Augustine era la única persona de aquí que la conocía personalmente. No creo que podamos decirle mucho acerca de ella.
– No he venido por ella. Al menos, no directamente. La dispararon mientras investigaba una información que le dio un inglés que le presenté. Eso me haría sentirme responsable incluso aunque no hubiéramos sido buenas amigas. Creo que buscaba algo relacionado con una organización católica laica llamada Corpus Christi. Querría saber si ustedes pueden decirme algo acerca de ella.
Carroll sonrió amablemente.
– He oído hablar de ella, pero no puedo decirle gran cosa. Les gusta trabajar en secreto. Así que incluso aunque fuese miembro de ella, no podría decirle nada.
Rosa dijo venenosa:
– ¿Y para qué quieres saberlo, Victoria? ¿Para manchar de barro la Iglesia?
– Rosa, que yo no sea católica no quiere decir que vaya por ahí persiguiendo a la Iglesia sin razón alguna.
La taza de té de Rosa cayó de la mesa de pino al suelo de linóleo. La taza de la institución era demasiado gorda como para romperse, pero el té lo salpicó todo. Ella se puso de pie de un salto ignorando el té que escurría por el delantero de su vestido negro.
– Figlia diputtana! -gritó-. Métete en tus asuntos. ¡Deja en paz los de los católicos!
Carroll pareció sorprendido, ya fuera por la repentina explosión o porque comprendiese el italiano, no lo sé. Cogió a Rosa del brazo.
– Señora Vignelli, se está excitando usted demasiado. Puede que la tensión de esta terrible sospecha haya sido demasiado para usted. Voy a llamar a su hijo para que venga a recogerla.
Le dijo a Jablonski que trajera unos paños y sentó a Rosa en uno de los sillones de la habitación. Pelly se agachó junto a ella. Sonreía regañón.
– Señora Vignelli. La Iglesia admira y apoya a los que la apoyan, pero incluso el ardor puede ser un pecado si no se domina y se utiliza como es sabido. Aunque sospeche que su sobrina se burla de usted y de su fe, trátela con caridad. Si ofrece la otra mejilla el tiempo suficiente, al final se la ganará. Si se mete con ella, sólo conseguirá apartarla.
Rosa plegó sus delgados labios hasta convertirlos en una línea invisible.
– Tiene razón, padre. Hablo sin pensar. Perdóname, Victoria: soy vieja y las cosas pequeñas me afectan mucho.
La charada de la modestia me repugnó ligeramente. Sonreí sardónica y le dije que estaba bien.
Un joven hermano llegó con un montón de paños. Rosa los cogió y se limpió a sí misma, al suelo y a la mesa con su furiosa eficiencia de siempre. Sonrió fríamente a Carroll.
– Bien. Si me deja usar el teléfono, llamaré a mi hijo.
Pelly y Carroll la condujeron al despacho interior; yo me senté en una de las sillas plegables junto a la mesa. Jablonsky me miraba con viva curiosidad.
– ¿Pone siempre a su tía así?
Sonreí.
– Es vieja. Las cosas pequeñas le afectan mucho.
– Es muy difícil trabajar con ella -dijo bruscamente-. Hemos perdido mucha gente eventual a lo largo de los años por culpa de ella. Nadie hace nada perfecto para ella. Por alguna razón desconocida, escucha a Gus, pero es el único que consigue hacerla entrar en razón. Se enfrenta incluso con Boniface, y hay que tener mucho aguante para no pelearse con ella.
– ¿Por qué la conservan aquí entonces? ¿Qué significa esa prisa por traerla de vuelta?
– Es una de esas arpías indispensables -dijo con una mueca-. Conoce nuestros libros, trabaja mucho, es muy eficiente… y le pagamos muy poco. Nunca conseguiríamos a alguien de sus cualidades por lo que podemos permitirnos pagarle.
Sonreí para mis adentros: Rosa se merecía esa discriminación salarial por todos sus ataques antifeministas.
Llegó con Pelly, tan tiesa como siempre, ignorándome abiertamente mientras se despedía de Jablonsky. Iba a esperar a Albert en la entrada, anunció. Pelly la tomó del brazo solícito y la acompañó a la puerta. El único hombre que podía con Rosa. Qué distinción. Durante un fugaz instante me pregunté cómo habría sido su vida cuando vivía el tío Cari.
Carroll volvió a la habitación unos segundos más tarde. Se sentó y se me quedó mirando unos momentos sin decir nada. Esperé no haberme dejado llevar por la furia de Rosa.
Cuando habló, no fue acerca de mi tía.
– ¿Puede decirme por qué está usted haciendo preguntas acerca de Corpus Christi y Agnes Paciorek?
Escogí cuidadosamente mis palabras.
– La compañía de seguros Ajax es una de las mayores aseguradoras del país. Uno de sus ejecutivos vino a verme hace un par de semanas preocupado porque pudiera estar teniendo lugar una adquisición encubierta. Le hablé de ello a Agnes; como agente de bolsa, tenía acceso a ese tipo de noticias.
»La noche en que murió, había llamado al hombre de Ajax para decirle que iba a ver a alguien que podría tener información sobre el asunto. Como poco, ésa fue la última persona que la vio con vida. Ya que él, o ella, no se ha dado a conocer, puede incluso haber sido la persona que la matase.
Ahora venía la parte falsa.
– La única pista que tengo son unas notas que ella escribió. Algunas de las palabras dejan claro que estaba pensando en Ajax cuando las escribió. Corpus Christi aparece en la lista. No era un memorándum ni nada por el estilo; sólo los comentarios crípticos que uno hace cuando está escribiendo mientras piensa. Tengo que empezar por alguna parte, así que he empezado con esas notas.
Carroll dijo:
– La verdad es que no puedo decirle gran cosa sobre esa organización. Sus miembros ocultan su identidad celosamente. Se toman en serio el mandato de hacer el bien en secreto. También toman votos semimonásticos, los de pobreza y obediencia. Tienen una estructura jerarquizada con una especie de abad en cada uno de los lugares en los que hay algún miembro, y han de obedecer al abad, que puede ser o no un sacerdote. Generalmente suele serlo. Incluso así, es un miembro secreto, que lleva a cabo sus obligaciones parroquiales a la vez que su trabajo normal.
– ¿Cómo pueden hacer voto de pobreza? ¿Viven en comunidades o monasterios?
Negó con la cabeza.
– Dan todo su dinero a Corpus Christi, ya sea su salario, una herencia, ganancias en el mercado bursátil o lo que sea. Luego, la Orden les da dinero a ellos de acuerdo con las necesidades de su nivel y el tipo de vida que tengan que mantener. Supongamos que sea socio de una firma de abogados. Le darán a usted unos cien mil dólares al año. Ya ve, no quieren que nadie se haga preguntas acerca de por qué el nivel de vida que lleva es mucho más bajo que el de sus colegas.
Pelly volvió a la habitación en ese momento.
– ¿Abogados, padre prior?
– Intentaba explicarle a la señorita Warshawski el modo en que funciona Corpus Christi. La verdad es que no sé mucho de ello. ¿Y usted, Gus?
– Lo que se oye por ahí. ¿Qué es lo que quiere saber?
Le dije lo que le había dicho a Carroll.
– Me gustaría ver esas notas -dijo Pelly-. Puede que me den alguna idea de lo que tenía en la cabeza.
– No las tengo aquí conmigo. Pero la próxima vez que venga, las traeré. -Si es que me acordaba de garabatear algo en un papel.
Eran casi las cuatro y media cuando volví a la Eisenhower y la nieve caía más furiosa que nunca. Además ya era de noche y era casi imposible ver la carretera. El tráfico se movía a cinco millas por hora. A cada poco adelantaba a algún pobrecillo que había patinado completamente hacia un lado.
Mientras me aproximaba a la salida de Belmont, me preguntaba si hacía el recado siguiente o me iba a casa. Dos mujeres furibundas en una sola tarde era demasiado. Pero cuanto antes hablase con Catherine Paciorek, antes me la quitaría de en medio.
Seguí hacia el norte. Cuando llegué a la salida de Half Day Road, ya eran las siete.
Fuera de las arterias de la autopista, la nieve de las carreteras estaba sin tocar. Casi me quedo atrapada unas cuantas veces en Sheridan Road y me detuve completamente al llegar a Arbor. Salí y miré pensativa al coche. No me parecía que ninguno de los de la casa de los Paciorek fuesen a darme un empujoncito.
– Más vale que te pongas en marcha cuando salga -advertí al Omega, y me dispuse a caminar la última media milla.
Me movía tan rápido como podía por la profunda nieve, encantada de llevar orejeras y guantes, pero deseando desesperadamente tener un abrigo. Me metí por el garaje y llamé al timbre de la puerta lateral. El garaje tenía calefacción y me froté las manos y los pies al calor mientras esperaba.
Bárbara Paciorek, la hermana más pequeña de Agnes, abrió la puerta. Tenía unos seis años cuando la vi por última vez. Ahora era una adolescente y se parecía tanto a Agnes que cuando la vi me recorrió un pequeño escalofrío de nostalgia.
– ¡Vic! -exclamó-. ¿Has venido conduciendo desde Chicago con este tiempo tan malo? ¿Te está esperando mamá? Pasa y entra en calor. -Me condujo a través del vestíbulo trasero y atravesamos la cocina, donde la cocinera estaba muy atareada preparando la cena-. Papá está atrapado en el hospital. No puede llegar a casa hasta que limpien las calles laterales, así que vamos a cenar dentro de media hora. ¿Puedes quedarte?
– Claro, si tu madre me deja.
La seguí a través de pasillos vagamente recordados hasta que llegamos a la parte delantera de la casa. Bárbara me introdujo en lo que los Paciorek llamaban el cuarto familiar. Mucho más pequeña que el invernadero, quizá sólo de unos seis u ocho metros de largo, la habitación contenía un piano y una enorme chimenea. La señora Paciorek cosía frente al fuego.
– Mira quién ha venido, mamá -anunció Bárbara pensando que traía una agradable sorpresa.
La señora Paciorek levantó la vista. El ceño ensombreció su hermosa frente.
– Victoria. No diré que me alegro de verte, porque no es verdad. Pero hay algo que quiero discutir contigo y esto me ahorra el trabajo de llamarte. ¡Bárbara! Márchate, por favor.
La chica pareció sorprendida y herida ante la hostilidad de su madre. Yo dije:
– Bárbara, si pudieras hacerme un favor, te lo agradecería. Mientras tu madre y yo hablamos, ¿podrías buscarme un taller que tuviese grúa? Mi Omega se ha quedado parado a media milla calle abajo. Si llamas ahora, quizá puedan tener una grúa libre para cuando me vaya.
Me senté en una silla junto a la chimenea al otro lado de la señora Paciorek. Ella dejó a un lado su bordado con una actitud pulcramente airada que me recordaba a Rosa.
– Victoria, corrompiste y destruiste la vida de mi hija mayor. ¿Tienes alguna duda de por qué no eres bienvenida a esta casa?
– Catherine, eso es pura bazofia y usted lo sabe.
Su rostro enrojeció. Antes de que pudiera volver a hablar, me arrepentí de mi rudeza. Aquel día era el día de pelear con mujeres airadas.
– Agnes era una persona estupenda -dije suavemente-. Debería estar usted orgullosa de ella. Y orgullosa de su éxito. Muy poca gente consigue lo que consiguió ella, y menos siendo mujer. Era recta y tenía agallas. Mucho de todo esto lo sacó de usted. Siéntase orgullosa y alégrese. Lleve duelo por ella.
Como Rosa, había convivido demasiado tiempo con la cólera como para poder quitársela de encima de repente.
– No voy a darte el gusto de discutir contigo, Victoria. A Agnes le bastaba que yo creyese en una cosa para que ella creyese en lo contrario. Aborto. La guerra de Vietnam. Y lo peor, la Iglesia. Creía haber visto el nombre de mi familia vapuleado de todos los modos posibles. No me di cuenta de todo lo que podía haber perdonado hasta que anunció en público su homosexualidad.
Abrí los ojos de par en par.
– ¡En público! ¿Lo anunció en medio de la calle LaSalle? ¿Allí donde cualquier taxista de Chicago pudiera oírla?
– Ya sé que te crees muy graciosa. Pero igual podía haberlo gritado en medio de LaSalle. Todo el mundo lo sabía. Y ella estaba orgullosa. ¡Orgullosa! Incluso el arzobispo Farber accedió a hablar con ella, para hacerla comprender la degradación a la que estaba sometiendo su cuerpo. Y a su propia familia. Y ella se rió de él. Le insultó. Le dijo lo que ya te puedes imaginar. Estoy segura de que fuiste tú la que la empujaste a ello, igual que la empujaste a otras actividades horribles. Y luego, llevar… llevar a esa criatura horrible… al funeral de mi hija.
– Sólo por curiosidad, Catherine. ¿Qué le llamó Agnes al arzobispo Farber?
Su rostro se volvió a poner alarmantemente rojo.
– Es eso. Esa actitud. No tienes respeto por nadie.
Negué con la cabeza.
– Falso. Tengo mucho respeto por la gente. Respetaba a Agnes y a Phyllis, por ejemplo. No sé por qué Agnes decidió escoger las relaciones lesbianas. Pero amaba a Phyllis Lording y Phyllis la amaba a ella, y vivieron muy felices juntas. Si el cinco por ciento de las parejas casadas se diesen mutuamente tantas satisfacciones, la tasa de divorcios no sería la que es… Phyllis es una mujer interesante. Es una destacada erudita; si lee usted su libro Safo Underground puede que entienda en cierto modo la postura que ella y Agnes tenían ante la vida.
– ¿Cómo puedes sentarte ahí y hablarme de esa… perversión y atreverte a compararla con el sacramento del matrimonio?
Me froté la cara. El fuego me aturdía y adormilaba.
– No vamos a ponernos nunca de acuerdo acerca de eso. Puede que lo que debiéramos acordar es no discutir más sobre ello. Por alguna razón le consuela ponerse furiosa con el modo de vida de Agnes y le da mayor placer aún culparme a mí de ello. Creo que no me importa mucho. Si quiere usted permanecer ciega ante el carácter y la personalidad de su hija y sus elecciones, es su problema. Sus puntos de vista no afectan a la verdad. Y sólo hacen desgraciada a una persona: a usted. Puede que algo también a Bárbara. Quizá al doctor Paciorek. Pero es usted la principal perjudicada.
– ¿Por qué tuviste que traerla al funeral?
Suspiré.
– No para darle a usted en las narices, créalo o no. Phyllis amaba a Agnes. Necesitaba ir a su funeral. Necesitaba el ritual… ¿Por qué estoy hablando de ello? De todos modos, no está usted escuchándome. No hace más que alimentar su rabia. Pero no he venido hasta aquí en medio de una tormenta de nieve para hablar de Phyllis Lording, aunque me alegro de haberlo hecho. Necesito preguntarle acerca de sus transacciones en Bolsa. Concretamente, ¿cómo es que llegó usted a comprar dos mil acciones de Ajax el mes pasado?
– ¿Ajax? ¿De qué estás hablando?
– De la compañía aseguradora Ajax. Compró usted dos mil acciones el dos de diciembre. ¿Por qué?
Se puso pálida; la piel parecía de papel a la luz del fuego. Me pareció que un cardiólogo debería hablar con su esposa acerca del modo en que sus cambios de humor podrían afectarle al corazón. Pero dicen que no se da uno cuenta de lo que pasa a los seres más próximos.
Su control férreo salió a flote.
– No espero que entiendas lo que significa tener mucho dinero. No sé lo que valen dos mil acciones de Ajax…
– Casi ciento veinte mil dólares al precio de hoy -le dije colaboradora.
– Sí. Bueno, eso no es más que una fracción de la fortuna que mi padre me dejó. Es muy posible que mis administradores pensasen que era una buena inversión de fin de año. Para transacciones tan pequeñas no se molestarían en consultarme.
Sonreí apreciativamente.
– Lo entiendo. ¿Qué me dice de Corpus Christi? Es usted una católica influyente. ¿Qué puede decirme de ellos?
– Márchate ya, por favor, Victoria. Estoy cansada y es hora de cenar.
– ¿Es usted miembro, Catherine?
– No me llames Catherine. Es más apropiado señora Paciorek.
– Y yo preferiría que me llamase señorita Warshawski… ¿Es usted miembro de Corpus Christi, señora Paciorek?
– Nunca he oído hablar de ello.
No parecía que hubiera mucho más que discutir en aquel punto. Me levanté para marcharme, pero se me ocurrió otra cosa y me detuve en el umbral.
– ¿Y de la compañía Wood-Sage? ¿Sabe algo?
Puede que no fuese más que el fuego de la chimenea, pero sus ojos brillaron de un modo extraño.
– ¡Márchate! -silbó.
Bárbara me esperaba al final del pasillo, donde torcía hacia la parte de atrás de la casa.
– Tu coche está en el garaje, Vic.
Le sonreí agradecida. ¿Cómo podía haber crecido tan sana y alegre con una madre semejante?
– ¿Qué te debo? ¿Veinticinco?
Negó con la cabeza.
– Nada. Siento… siento que mi madre haya sido tan grosera contigo.
– ¿Así que lo arreglas remolcándome el coche? -saqué mi billetera-. No tienes por qué hacerlo. Lo que me diga tu madre no tiene nada que ver contigo -le metí el dinero en la mano.
Me sonrió con turbación.
– Sólo han sido veinte.
Recuperé cinco dólares.
– ¿Te importa si te pregunto una cosa? ¿Erais Agnes y tú, como dice mi madre…? -se le quebró la voz y se puso muy colorada.
– ¿Si tu hermana y yo éramos amantes? No. Y aunque ame profundamente a muchas mujeres, nunca he tenido amantes mujeres. Pero a tu madre le hace más feliz pensar que Agnes no podía tomar sus propias decisiones.
– Ya. Espero que no estés enfadada, que no te importe…
– No. No te preocupes por ello. Telefonéame de vez en cuando si quieres hablar de tu hermana. Era una buena chica. O dale un toque a Phyllis Lording. A ella le encantaría.