El domingo por la mañana atravesé la milla que me separa de la casa de Lotty a lo largo de una serie de calles residenciales de una sola dirección, volviéndome a menudo, esperando antes de cada cruce. Nadie me seguía. Fuera quien fuese quien me había llamado la noche anterior, no estaba interesado en mí hasta ese punto.
Lotty me esperaba en el portal de su edificio. Parecía un pequeño duende: un metro cincuenta de energía compacta envuelta en una chaqueta loden verde y una especie de extraño sombrero carmesí. Su tío vivía en Skokie, así que me encaminé hacia el norte por Irving Park Road hasta llegar a la Kennedy, la principal autopista hacia el norte.
Mientras pasábamos junto a las costrosas fábricas que bordean la autopista, unos cuantos copos de nieve empezaron a bailotear ante el parabrisas. La cubierta de nubes seguía alta, por lo que no esperábamos una gran tormenta. Girando a la derecha en la bifurcación de Edens hacia los suburbios del noreste, le conté de pronto a Lotty lo de la llamada de la noche anterior.
– Una cosa es que yo arriesgue mi vida para demostrar algo, y otra es que os meta también en ello a ti y a tu tío. Lo más probable es que fuese sólo una rabieta. Pero si no, más vale que conozcáis a tiempo los riesgos. Y que toméis vosotros mismos vuestras propias decisiones.
Nos aproximábamos al cruce de Dempster. Lotty me dijo que saliera hacia el este y siguiese hasta la avenida Crawford. Hasta que hube seguido sus indicaciones y pasamos junto a las imponentes casas de Crawford, no me contestó.
– No veo por qué dices que vayamos a correr ningún riesgo. Puede que tengas un problema y se acentúe porque hables con mi tío. Pero mientras él y yo no le digamos a nadie que has ido a verle, no creo que importe. Si a él se le ocurre algo que a ti te sirva…, bueno, yo no te dejaría entrar en mi quirófano a decirme lo que es un riesgo y lo que no. Y no lo voy a hacer yo contigo tampoco.
Aparcamos ante un tranquilo edificio de apartamentos. El tío de Lotty salió a recibirnos a la puerta del suyo. Llevaba muy bien sus ochenta y dos años; se parecía un poco a Laurence Olivier en Marathon Man. Tenía los mismos ojos negros brillantes de Lotty. Chispearon cuando la besó. Se inclinó a medias al darme la mano.
– Bueno. Dos hermosas damas deciden animarle la tarde del domingo a un anciano. Entren, entren.
Hablaba un inglés con fuerte acento, no como Lotty, que lo había aprendido de niña.
Le seguimos a una sala repleta de muebles y libros. Me condujo ceremoniosamente hasta un sillón tapizado de chintz. El y Lotty se sentaron en un sofá de crin que formaba ángulo recto con mi sillón. Frente a ellos, en una mesa de caoba, había un juego de café. La plata brillaba con la suave pátina del tiempo y la cafetera y las demás piezas de servir estaban decoradas con criaturas fantásticas. Me incliné para mirarlas más de cerca. Había grifos y centauros, ninfas y unicornios.
El tío Stefan resplandeció de placer ante mi interés.
– Está hecho en Viena a principios del siglo dieciocho, cuando el café comenzaba a convertirse allí en la bebida más popular.
Sirvió unas tazas para Lotty y para mí, me ofreció una espesa crema y levantó una tapadera de plata para descubrir unos pasteles tan jugosos que bordeaban lo erótico.
– Bueno, no será de esas señoras que no comen nada por temor a arruinar su hermosa figura, ¿verdad? Bien; las chicas americanas son demasiado delgadas, ¿verdad, Lottchen? Tendrías que recetar Sachertorte a todas tus pacientes.
Siguió hablando acerca de las propiedades saludables del chocolate durante unos minutos. Bebí una taza del excelente café y me comí un trozo de pastel de avellana, preguntándome cómo cambiar poco a poco de tema. Pero, tras haber servido más café y haberme impulsado a comer más pastel, sacó el tema él mismo de pronto.
– Lotty dice que quiere que hablemos del grabado.
– Sí, señor.
Le conté brevemente los problemas de la tía Rosa. Poseo un centenar de acciones de Acorn, una nueva compañía de ordenadores, que me dieron como pago por un trabajo de espionaje industrial que realicé para ellos. Saqué el certificado de mi bolso y se lo pasé al tío Stefan.
– Supongo que la mayoría de las acciones se imprimen en el mismo tipo de papel. Me pregunto si será muy difícil falsificar una de éstas lo bastante bien como para engañar a alguien que esté acostumbrado a verlas.
La cogió en silencio y se acercó a un escritorio que estaba delante de una ventana. También era antiguo, con patas talladas y tapa de cuero verde. Sacó una lupa de un estrecho cajón que había en el centro, encendió una potente lámpara de escritorio y estudió el certificado durante más de un cuarto de hora.
– Sería difícil -sentenció finalmente-. Quizá no tanto como falsificar con éxito papel moneda -me indicó que me acercara al escritorio; Lotty se acercó también, mirando por encima de su otro hombro. Él empezó a indicarme las características del certificado: el papel, para empezar, era de pergamino grueso, nada fácil de encontrar-. Y tiene el entramado característico. Para engañar a un experto habría que asegurarse de hacer este entramado. Hacen así el papel a propósito, sabe, para hacerle la vida más complicada al pobre falsificador.
Se volvió para hacerle una mueca traviesa a Lotty, que frunció las cejas muy seria.
– Luego, está el logotipo de la compañía emisora y varias firmas, cada una con un sello encima. El sello es lo más difícil; es casi imposible copiarlo sin correr la tinta de la firma. ¿Ha visto esas acciones falsas de su tía? ¿Sabe lo que hicieron mal?
Negué con la cabeza.
– Todo lo que sé es que los números de serie eran unos que la compañía emisora no había usado nunca. No sé nada de las demás características.
Apagó la lámpara del escritorio y me devolvió el certificado.
– Es una lástima que no las haya visto. Además, si supiera para qué quería usarlas el falsificador, podríamos saber lo buenas, lo… convincentes que tendrían que ser.
– Ya he pensado eso. La única utilidad real de una acción falsa es siempre secundaria. En el momento de la venta, los bancos las examinan siempre muy de cerca.
»Sin embargo, en este caso ciertas acciones auténticas fueron robadas. Así que el ladrón necesitaba convencer a unos cuantos curas y a sus auditores de que seguían estando en posesión de sus bienes. De ese modo, no es como un ladrón corriente, con el que sabes cuándo se ha llevado las cosas y quién tuvo acceso a ellas desde la última vez que las viste.
– Bueno, pues siento no poder decirle nada más, jovencita. Pero seguramente tomará otro trozo de pastel antes de marcharse.
Volví a sentarme y cogí un trozo de tarta de almendras y albaricoque. Mis arterias chillaron protestando cuando mordí un pedacito.
– El caso es que hay algo que usted podría saber. Las falsificaciones pudieron ser hechas en cualquier momento de los últimos diez años. Pero supongamos, por suponer, que las hubieran hecho más o menos recientemente. ¿Cómo podría averiguar quién las hizo? Suponiendo que él, o ella, trabajase en la región de Chicago.
Se quedó en silencio durante un largo minuto. Luego habló en voz baja.
– Lottchen le ha hablado de mi pasado, del modo en que fabricaba billetes de veinte dólares. Auténticas obras maestras -dijo, volviendo a unos modales más joviales-. Considerando que yo me había fabricado mi propio material.
»Los falsificadores pueden tener dos orígenes, señorita Warshawski. Artesanos independientes como yo. Y los que trabajan para una organización. Parece que tiene usted aquí a alguien que trabaja para otra persona. A menos que crea que es la misma persona la que creó la nueva remesa y dispuso de la antigua. En realidad, lo que quiere usted no es el… el maestro grabador, sino su cliente. ¿Tengo razón?
Asentí.
– Bien, no puedo ayudarla a encontrar a este grabador. Nosotros, los artesanos independientes, no solemos hacer… público nuestro trabajo, y yo no formo parte de una red de falsificadores. Pero quizá pueda ayudarla a encontrar el cliente.
– ¿Cómo? -preguntó Lotty antes de que pudiera hacerlo yo.
– Haciendo una pieza similar y haciendo correr la voz de que tengo una a la venta.
Lo pensé.
– Podría funcionar. Pero correría usted un enorme riesgo. Incluso con mi más persuasiva intervención, sería difícil convencer a los federales de que sus motivos eran puros. Y recuerde que las personas que han encargado esto pueden ser violentas. Ya me han hecho una llamada telefónica amenazadora. Si descubren que está usted intentando engañarles, su justicia puede ser peor aún que un encierro en Fort Leavenworth.
El tío Stefan se inclinó hacia delante y tomó una de mis manos.
– Jovencita. Soy un anciano. Aunque disfruto de la vida, ya he superado el miedo a la muerte. Y semejante ocupación me serviría de cura de rejuvenecimiento.
Lotty interrumpió con una serie de vigorosos argumentos de su cosecha. Su discusión se volvió bastante acalorada y siguió en alemán, hasta que Lotty dijo enfadada en inglés:
– En tu tumba pondremos una lápida que diga «Murió de obstinación».
Después de aquello, el tío Stefan y yo hablamos de los detalles prácticos. Iba a tener que quedarse con mi certificado de Acorn y conseguir algunos otros. Buscaría los materiales necesarios y me enviaría la cuenta de gastos. Para estar a salvo, en caso de que mi comunicante anónimo estuviera realmente interesado en el negocio, él no me llamaría. Si necesitaba hablar conmigo, pondría un anuncio en el Herald Star. Por desgracia, no podía prometerme resultados muy rápidos.
– Tendrá que hacerse a la idea de que serán semanas, quizá muchas semanas, no días, mi querida señorita Warshawski.
Lotty y yo nos marchamos en medio de mutuos deseos de buena suerte; al menos entre el tío Stefan y yo. Lotty estaba un poco fría. Mientras entrábamos en el coche, dijo:
– Supongo que podría llamarte a la consulta de casos geriátricos. Podrían ocurrírsete empresas criminales que llevasen la aventura y el impulso de la juventud a la gente que se preocupa por hacer llegar a fin de mes la pensión.
Conduje hacia la carretera 41, la vieja autopista que une Chicago con el North Shore. Actualmente por ella se hace un tranquilo y bonito viaje a lo largo de casas señoriales y el lago.
– Lo siento, Lotty. He ido sólo con la esperanza de que tu tío supiese algo del “quién es quién” en las falsificaciones de Chicago. Personalmente, me parece que su idea no irá muy lejos. Si consigue hacer el trabajo y establecer algunos contactos, ¿qué posibilidades tiene de dar con las personas adecuadas? Pero es una buena idea y mejor que cualquiera que se me ocurra a mí. De cualquier modo, preferiría tener como único pariente en Chicago a un delincuente encantador que a una honrada bruja; si estás demasiado preocupada, te cambio a Rosa por Stefan.
Lotty rió ante la idea e hicimos el camino de vuelta hasta Chicago tranquilamente, deteniéndonos en la parte más lejana del North Side para tomar una cena thai. Dejé a Lotty en su casa y seguí a casa a llamar a mi servicio de contestador. Había llamado un tal padre Carroll, así como Murray Ryerson del Star.
Llamé primero al convento.
– Me han dicho que vino usted ayer, señorita Warshawski. Siento no haber podido verla. No sé si lo ha oído usted, pero hemos recibido unas noticias bastante notables esta mañana: encontramos los certificados originales.
Me quedé sin habla.
– Es extraordinario -dije al fin-. ¿Dónde aparecieron?
– Esta mañana estaban en el altar cuando comenzamos a celebrar la misa. -Como más de cien personas tenían cosas perfectamente justificables que hacer en el convento un domingo por la mañana, nadie podría decir quién hubiera podido o no ir allí temprano y devolver los bienes robados. Sí, el FBI había enviado a alguien para tomar posesión de ellos, pero Hatfield había llamado a las tres para decir que las acciones eran auténticas. El FBI iba a quedárselas para hacer unas pruebas de laboratorio con ellas. Y Carroll no sabía si alguna vez se las devolverían.
Muerta de curiosidad pregunté si Rosa había ido a misa aquella mañana. Sí, y había mirado torvamente a todo aquel que quiso hablar con ella, me aseguró Carroll. Su hijo se mantenía apartado, pero era lo que hacía siempre. Cuando íbamos a colgar, recordó mi pregunta acerca de si alguien no habría hablado con Rosa para que abandonase la investigación. Había preguntado a los padres a los que Rosa hubiera escuchado con más probabilidad, pero ninguno había hablado con ella.
Luego llamé a Murray. No estaba tan bien informado acerca de las acciones devueltas como yo hubiera esperado. Noticias más recientes ocupaban su atención.
– He hablado con Hatfield hace veinte minutos. Ya sabes lo bastardo arrogante y poco comunicativo que es. Bien, pues no le saqué una mierda acerca de las acciones devueltas y eso que le hice todas las preguntas de mi repertorio y unas cuantas más. Finalmente le arrinconé y admitió que el FBI había abandonado la investigación. Echado a los cerdos, dijo, como buen amante de las frases hechas. Pero eso significa que han abandonado.
– Bueno, si las auténticas han aparecido, ya no tienen que preocuparse.
– Sí, y yo creo en el conejo de Pascua. ¡Venga ya, Vic!
– De acuerdo, sabio periodista. ¿Quién aprieta ahora los tornillos? El FBI no se asusta de nadie como no sea del fantasma de J. Edgar. Si crees que alguien les está echando para atrás, ¿quién crees que puede ser?
– Vic, tú no te crees esto más que yo. Ninguna organización está libre de presiones, si sabes dar con el nervio adecuado. Si sabes algo que no me estás contando, te voy a… te voy a… -se calló, incapaz de dar con una amenaza lo bastante fuerte-. Y otra cosa. ¿Qué fue esa trola que me contaste sobre tu pobre y débil anciana tía? Mandé a una de mis chicas a hablar con ella ayer por la tarde y un mentecato gordo que pretendía ser su hijo casi le rompe el pie a la chávala con la puerta. Luego, la tal Vignelli se unió a él en el vestíbulo y la obsequió con unos cuantos juramentos subidos de tono acerca de los periódicos en general y el Star en particular.
Me reí suavemente.
– ¡Vale, Rosa! Dos puntos para nosotros.
– Maldita sea, Vic. ¿Por qué nos lanzaste contra ella?
– No sé -dije irritada-. ¿Para ver si es tan antipática con los demás como lo es conmigo? ¿Para ver si podías averiguar algo que no me había dicho a mí? No sé. Siento que hiriera los sentimientos de tu pobrecita protegida, pero va a tener que aprender a tragar si piensa seguir en esto -empecé a contarle a Murray que a mí también me habían advertido de que dejara la investigación, pero me arrepentí. Quizá alguien había conseguido quitarse de encima al FBI. Puede que fuese el que me había llamado. Si el FBI le respetaba, yo también debería hacerlo. Di a Murray unas distraídas buenas noches y colgué.