Capítulo 22. El fraile vagabundo

En una tienda de Lincolnwood me vendieron tres docenas de balas por veinticinco dólares. A pesar de lo que puedan pensar las personas que están en contra de las pistolas, matar gente no es barato. No sólo no es barato, sino que hace perder tiempo. Eran casi las tres. No iba a tener tiempo de comer si quería llegar en el momento oportuno al convento. Me detuve en una tienda de comestibles y compré una manzana que me comí mientras conducía.

Un brillante sol invernal se reflejaba contra la nieve, rompiéndose en diamantes de colores vivos y cegadores. Me acordé de repente de que tenía las gafas de sol en un cajón de la cómoda de mi antiguo apartamento. Sin duda, debían estar convertidas en un amasijo de plástico. Me protegí los ojos como pude con la visera y la mano izquierda.

Cuando llegué a Melrose Park, recorrí las calles en busca de un aparcamiento. Me paré a un lado, me quité la cazadora y me puse la túnica de lana blanca sobre los vaqueros y la camisa. El cinturón de cuero negro me ceñía la túnica por el centro. Enganché el rosario al lado derecho del cinturón. No era un disfraz muy auténtico, pero en la penumbra esperaba pasar por un fraile dominico.

Cuando llegué al convento y aparqué detrás del edificio principal ya eran casi las cuatro y media, la hora de la misa y los rezos vespertinos. Esperé hasta las cuatro treinta y cinco y entré en el vestíbulo principal.

El joven ascético estaba sentado haciendo algún trabajo devoto. Me echó un ligero vistazo. Cuando me dirigí a las escaleras en lugar de ir a la iglesia, me dijo:

– Llega tarde a las vísperas, hermano -pero siguió leyendo.

El corazón me daba saltos cuando llegué al amplio descansillo donde la escalera de mármol giraba hacia la zona privada del convento. Era una zona de clausura y no estaba abierta al público, ni femenino ni masculino.

No pude evitar una sensación de temor, como si estuviese cometiendo un sacrilegio.

Esperaba encontrarme un corredor largo y abierto, como en un hospital del siglo XIX. Pero llegué a un pasillo tranquilo con puertas que daban a él, como en un hotel. Las puertas estaban cerradas, pero no con llave. Junto a cada una, facilitándome infinitamente la tarea, había pequeñas placas con el nombre de los frailes impreso con letra clara. Tenían una habitación propia.

Miré uno por uno hasta que llegué a una que no tenía nombre. Precavida, llamé a la puerta y luego la abrí. No contenía más que una cama vacía y un crucifijo. Al final del pasillo llegué a otra puerta sin nombre que abrí a su vez. Era el cuartel general temporal de O'Faolin.

Además de la cama y el crucifijo la habitación contenía una pequeña cómoda y una mesita con un cajón en medio. El pasaporte panameño de O'Faolin y su billete de avión estaban en el cajón. Se marchaba el miércoles en el vuelo de Alitalia de las diez de la noche. Cuarenta y ocho horas… ¿para qué?

La cómoda estaba llena de hermosas ropas, camisas bien cortadas y una colección de calcetines de seda. La pobreza vaticana no obligaba a sus empleados a vivir en la miseria.

Finalmente, debajo de la cama encontré un maletín cerrado con llave. Eché de menos mis ganzúas. Utilizando el cañón de la Smith & Wesson, rompí las cerraduras. Detesto hacer cosas tan zafias, pero andaba mal de tiempo.

El maletín estaba lleno de papeles, la mayoría en italiano y alguno en español. Miré el reloj. Las cinco. Treinta minutos más. Hojeé los papeles. Varios con el sello vaticano -las llaves del reino- hablaban del viaje de O'Faolin para recaudar fondos por los Estados Unidos. Pero el nombre de Ajax me llamó la atención y miré despacio los papeles hasta que encontré tres o cuatro que se referían concretamente a la compañía de seguros. No leo en italiano tan rápidamente como lo hago en inglés, pero aquellos parecían documentos técnicos de una empresa financiera, detallando los bienes, las deudas pendientes, el número de acciones ordinarias y los nombres y fechas de caducidad de los contratos de la actual directiva.

El documento más interesante de la colección estaba grapado a la primera página del informe anual de 1983 de Ajax. Era una carta, en español, dirigida a O'Faolin por alguien llamado Raúl Díaz Figueredo. El encabezamiento, adornado con un complicado anagrama, y el nombre de Figueredo como Presidente, era el de la Compañía ítalo-Panameña de Export-Import. El español se parece lo bastante al italiano como para que pudiera entender lo esencial: tras haber revisado unas cuantas instituciones financieras estadounidenses, Figueredo deseaba llamar la atención de O'Faolin acerca de Ajax. El objeto -¿objetivo?- más fácil para un plan de adquisición. Los bienes del Banco Ambrosiano residían alegremente -no, a salvo- en bancos panameños y en las Bahamas. Para que esos bienes fuesen -¿fecundos? No, productivos- como Su Excelencia sabiamente pretende, deben ser utilizados en obras públicas.

Me senté en los talones y miré gravemente el documento. Allí estaba la prueba de lo que se escondía tras el intento de adquisición de Ajax. ¿Y la conexión entre Wood-Sage y Corpus Christi? Miré nerviosa al reloj. Ya tendría tiempo de repasar todo aquello más tarde. Desprendí la carta, la doblé y me la metí en el bolsillo, bajo la túnica. Ordené los papeles lo mejor que pude, los volví a meter en el maletín y metí el maletín bajo la cama.

El pasillo seguía desierto. Tenía que hacer otra parada. A juzgar por la carta de Figueredo merecía la pena correr el riesgo de que me atrapasen.

La habitación del padre Pelly estaba al otro extremo del pasillo, junto a las escaleras. Tendí la oreja. No se oían voces abajo. El servicio debía seguir su marcha. Abrí la puerta.

Tan espartana como la otra, la habitación de Pelly tenía sin embargo el sello del lugar que lleva mucho tiempo habitado por la misma persona. Varias fotografías familiares sobre la mesilla y una estantería llena de libros.

Encontré lo que buscaba en el cajón de abajo de la cómoda. Una lista de los miembros de Corpus Christi en Chicago con sus direcciones y números de teléfono. La repasé rápidamente, sin dejar de escuchar posibles ruidos de voces. Si ocurría lo peor, podría salir por la ventana. Era estrecha, pero estaba sólo en el segundo piso y me pareció que cabría por ella.

Cecilia Paciorek Gleason estaba en la lista, y Catherine Paciorek, naturalmente. Y cerca del final de la lista, Rosa Vignelli. Don Pasquale no era miembro. El tipo tenía bastante con una sociedad secreta, supuse.

Al meter la lista en el cajón y levantarme para marcharme, oí voces en el pasillo y una mano en la puerta. Era demasiado tarde para tratar de salir por la ventana. Miré a mi alrededor desesperada y me metí debajo de la cama. El rosario hizo un ligero ruido cuando tiré del hábito.

Me latía el corazón tan deprisa que mi cuerpo vibraba. Hice unas respiraciones profundas y silenciosas intentando dominar el temblor. Aparecieron unos zapatos negros junto a mi ojo izquierdo. Luego, Pelly se los quitó y se tumbó en la cama. El colchón y los muelles eran viejos y no estaban muy en forma. Los muelles cedieron bajo su peso y casi me dan en la nariz. Estuvimos así durante un buen cuarto de hora; yo conteniendo los estornudos que me provocaba el acero frío y Pelly respirando tranquilamente. Llamaron a la puerta. Pelly se sentó.

– Adelante.

– Gus, alguien ha entrado en mi habitación y ha forzado mi maletín.

O'Faolin. Reconocería su voz durante el resto de mi vida. Silencio. Luego, Pelly dijo:

– ¿Cuándo lo habías visto por última vez?

– Esta mañana. Necesitaba escribir una carta y la dirección estaba allí. Es difícil de creer que uno de vuestros hermanos haya hecho una cosa así. ¿Entonces quién? No puede haber sido Warshawski.

Desde luego que no.

Pelly le contestó ásperamente si le faltaba algo.

– Que yo sepa no. Y no había nada que demostrase nada… Excepto la carta que Figueredo me escribió.

– Si lo forzó Warshawski… -comenzó a decir Pelly.

– Si lo forzó Warshawski, no tiene mucha importancia -interrumpió O'Faolin-. Va a dejar de ser un problema después de esta noche. Pero si antes le enseña la carta a alguien, voy a tener que empezar todo de nuevo. No debí haber dejado nunca que manejases este asunto. Falsificar aquellas acciones fue una idea demencial, y ahora… -se interrumpió-. No sirve de nada lamentarse. Vamos a ver si falta la carta.

Se dio la vuelta bruscamente y se marchó. Pelly se puso los zapatos y se fue tras él. Me levanté rápidamente. Me eché la capucha sobre la cara y abrí la puerta para ver cómo Pelly desaparecía en el interior de la habitación de O'Faolin. Luego, tratando de conservar la calma, bajé por las escaleras con la barbilla pegada al pecho. Un par de hermanos me saludaron por el camino y mascullé una respuesta. Abajo, Carroll me dijo buenas noches. Yo murmuré algo y me fui por la puerta delantera. Carroll dijo ásperamente:

– ¡Hermano! -y luego a otra persona-: ¿Quién es ése? No le reconozco.

En el exterior me arranqué el hábito y corrí hacia la parte trasera del edificio, puse en marcha el Toyota y salí a toda prisa por el camino de entrada hasta llegar a Melrose Park. Allí me deshice del hábito en una tintorería, diciéndoles que era de Augustine Pelly.

En el coche me quedé riéndome durante unos minutos y luego pensé más en serio en lo que había encontrado y en lo que significaba. La carta de Figueredo parecía implicar que querían comprar Ajax para blanquear el dinero del Banco Ambrosiano. Extraño. O quizá no. Un banco o una compañía de seguros resulta una cobertura muy respetable para poner dinero dudoso en circulación. Si puedes hacerlo de modo que la multitud de auditores no se dé cuenta… Pensé en Michael Sindona y el Franklin National Bank. Hubo gente que pensó que el Vaticano estaba mezclado en aquello. Con el Banco Ambrosiano la conexión estaba documentada, aunque no comprendida: el Vaticano era en parte propietario de las sucursales panameñas del Ambrosiano. Así que ¿por qué iba a ser raro que la cabeza del comité financiero del Vaticano se interesase en las disposiciones del capital del Ambrosiano?

O'Faolin era un viejo amigo de Kitty Paciorek. La gran fortuna de la señora Paciorek estaba unida a Corpus Christi. Ergo… Me esperaba dentro de un par de horas. Yo tenía ciertas pruebas, pruebas que ella deseaba desesperadamente, lo bastante como para mandar a alguien a que las buscase en el Bellerophon. Pero, ¿la unía eso a ella a la conexión entre Wood-Sage y Corpus Christi lo suficiente como para hacerla hablar? Lo dudaba.

El pensar en la señora Paciorek me recordó el último comentario de O'Faolin: después de aquella noche, yo dejaría de ser un problema. Las náuseas, que parecían ser un huésped cada vez más estable, volvieron a mi estómago. Podía haber querido decir que se habrían hecho con Ajax aquella noche. Pero no lo creía así. Me parecía más probable que Walter Novick estuviera esperándome en Lake Forest. Presumiblemente, la señora Paciorek no tendría escrúpulos en hacerle semejante favor a un viejo amigo, aunque seguramente no querría que me matasen mientras Bárbara y su marido estuvieran mirando. ¿Qué intentaría? ¿Una emboscada en los terrenos de su casa?

Entre Melrose y Elmwood Park, North Avenue forma una tira continuada de restaurantes de comida rápida, fábricas, establecimientos de coches usados y pequeños y baratos centros comerciales. Escogí uno de éstos al azar y encontré un teléfono público. Contestó la señora Paciorek. Usando el acento nasal de la zona sur, pregunté por Bárbara. Iba a pasar la noche en casa de unos amigos, dijo la señora Paciorek, preguntando con su aguda voz quién la llamaba. «Lucy van Pelt», contesté, y colgué el teléfono. No se me ocurría el modo de averiguar si el doctor y el servicio estaban en casa.

En una tienda Jewel/Osco tenían una fotocopiadora, que me proporcionó una grasienta copia gris de la carta de Figueredo a O'Faolin. Compré un paquete de sobres baratos y un sello en una máquina expendedora y envíe el original a mi oficina. Pensé durante un minuto y luego escribí una nota a Murray en uno de los sobres, diciéndole que buscase en el correo de mi oficina si me encontraban en el puerto de Chicago flotando. Doblado en tres, entraba en otro sobre que le envié al Herald Star. Por lo que se refería a Lotty y a Roger, lo que quería decirles era demasiado complicado como para que cupiese en un sobre.

Ya eran cerca de las siete, demasiado tarde como para cenar sentada como es debido. La manzana que me comí a las tres había sido la única comida desde el desayuno, sin embargo, y necesitaba algo más para enfrentarme a una posible lucha con la señora Paciorek. Me compré una barra Hershey grande con almendras en Jewel y me detuve en Wendy para comprarme un taco mejicano de ensalada. No es lo ideal para ir comiendo en un coche en marcha. Me di cuenta cuando me uní al tráfico que discurría por la autopista y la ensalada se me escurrió por la pechera de la camisa. Si la señora Paciorek planeaba echarme encima a los pastores alemanes, averiguarían dónde estaba por el olor a chile.

Al salir por Half Day Road, me puse a repasar mentalmente lo que conocía de la propiedad de los Paciorek. Si intentaban una emboscada, la tenderían en la puerta delantera o en la entrada del garaje. En la parte trasera de la casa quedaban los restos de un bosque. Agnes y yo nos habíamos llevado allí a veces algunos sándwiches para comérnoslos sentadas sobre los troncos junto a un arroyo que desembocaba en el lago Michigan.

La propiedad se terminaba a una media milla más o menos por detrás de la casa en un acantilado que dominaba el lago. En verano, a plena luz del día, hubiese sido posible trepar por el acantilado, pero no en una noche de invierno con las olas rugiendo debajo. Tendría que llegar a la casa por un lado, a través de las parcelas vecinas, y esperar que ocurriese lo mejor.

Dejé el Toyota en una calle lateral junto a Arbor Road. Lake Forest estaba a oscuras. No había faroles y yo no llevaba linterna. Afortunadamente, la noche era relativamente clara; una tormenta de nieve hubiese hecho imposible la tarea.

Encorvándome dentro de mi cazadora, caminé en silencio hasta más allá de la casa de la esquina. Una vez en el patio, la nieve sofocaba el ruido de mis pies; también hacía difícil el caminar. Cuando llegué a la valla que separaba el patio del de sus vecinos, un perro empezó a ladrar a mi izquierda. En seguida fue como si todos los perros del vecindario estuviesen ladrándome. Me subí a la valla y me dirigí hacia el este, alejándome de los ladridos y esperando haber llegado lo bastante lejos como para poder llegar a la casa de los Paciorek desde atrás.

La tercera parcela era semejante en tamaño a la de los Paciorek. Mientras me introducía en la zona de bosque los perros dejaron de ladrar al fin. Se oía el sordo bramido del lago Michigan frente a mí. El furioso y regular batido de las olas contra el acantilado me hizo estremecerme con un frío más intenso que el que sentía en las orejas y los dedos de los pies helados.

Totalmente desorientada en la oscuridad, seguí, tropezando con los árboles, chocando contra troncos podridos y cayendo en agujeros inesperados. De pronto resbalé y caí de culo sobre unos trozos de hielo. Tras enderezarme y volverme a caer, me di cuenta de que debía estar en el arroyo. Si caminaba alejándome del rugir del lago, debería, con suerte, llegar a la casa de los Paciorek.

Pasados unos minutos había conseguido salir de entre los árboles. La casa se cernía como un agujero aún más negro en la oscuridad ante mí. Agnes y yo solíamos entrar por la cocina, que estaba en el extremo de la izquierda junto con las habitaciones del servicio. No se veían luces por allí en aquel momento. Si los sirvientes estaban en casa, no daban signos de vida. Frente a mí había unas puerta-ventanas que conducían al invernadero-biblioteca-sala del órgano.

Tenía los dedos tiesos de frío. Me llevó unos minutos agonizantes desabotonarme la cazadora y quitármela. La sujeté contra el cristal junto al pestillo de la ventana. Con la mano entumecida, saqué la Smith & Wesson con torpeza de su funda y golpeé sobre la cazadora ligera pero firmemente con la culata, sintiendo cómo el cristal cedía. Esperé un minuto. No se oyeron alarmas. Conteniendo el aliento, quité poco a poco los cristales del marco, metí un brazo por la abertura y abrí la ventana.

Dentro de la casa encontré un radiador. Me quité las botas y los guantes y recalenté mis extremidades congeladas. Me comí el resto de la barra Hershey. Miré bizqueando los números fosforescentes del reloj: las nueve pasadas. La señora Paciorek debía estar impacientándose.

Tras un cuarto de hora me sentí mejor y me dispuse a ir a ver a mi anfitriona. Volver a ponerme las botas húmedas en los pies fue de lo más desagradable, pero el frío me reavivó la mente, algo entumecida por la excursión y el calorcillo.

Una vez fuera del invernadero vi luces que provenían de la parte delantera de la casa. Las seguí a través de largos pasillos de mármol hasta que llegué a la habitación familiar donde había hablado con la señora Paciorek el fin de semana anterior. Como esperaba, ella estaba allí sentada ante el fuego, con la labor sobre el regazo pero con las manos inmóviles. De pie en una esquina del pasillo, la miré. Su hermoso rostro airado estaba tenso. Esperaba el sonido que confirmara que me habían matado.

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