Capítulo 23. Fiesta en Lake Forest

Yo llevaba la Smith & Wesson en una mano, pero ella estaba sola. Volví a poner la pistola en su funda y entré en la habitación.

– Buenas tardes, Catherine. Parece que ninguno de los sirvientes está en casa, así que he entrado sola.

Me miró y frunció el ceño. Durante un momento me pareció que le estaba dando un ataque. Luego se recobró y recuperó la voz.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Me senté frente a ella junto al fuego.

– Me invitaste, ¿recuerdas? Intenté estar aquí a las ocho, pero me perdí en la oscuridad. Siento llegar tan tarde.

– ¿Quién…? ¿Cómo…? -se interrumpió y miró con suspicacia hacia el pasillo.

– Deja que te ayude -le dije amablemente-. Quieres saber cómo he esquivado a Walter Novick…, o a quién tengas apostado en la parte delantera esperándome, ¿verdad?

– No sé de qué estás hablando -dijo con orgullo.

– ¡Entonces salgamos y vayamos a verlo! -Me puse en pie.

Colocándome detrás de ella, la agarré por debajo de los brazos y la levanté. No era mucho más pesada que yo y no sabía luchar. Intentó desasirse pero no estábamos en igualdad de fuerzas. La fui empujando hasta la puerta principal.

– Bien. Ahora vas a llamar al que esté ahí fuera y le vas a decir que entre. Tengo en la mano derecha mi Smith & Wesson, que está cargada y lista para disparar.

Abrió la puerta furiosa. Lanzándome una mirada llena de odio, caminó hacia el estrecho porche. Dos figuras salieron de las sombras junto al camino de entrada y se aproximaron a ella.

– ¡Váyanse! -chilló-. Ha entrado por la parte de atrás.

Los dos hombres se quedaron inmóviles un instante. Apunté con la pistola al que estaba más cerca de mi mano derecha.

– Dejen caer las armas -grité-. Dejen caer las armas y acérquense a la luz.

Al oír mi voz los dos nos dispararon. Empujé a la señora Paciorek hacia la nieve y abrí fuego. El hombre que estaba a la derecha vaciló, tropezó y cayó en la nieve. El otro salió huyendo. Oí el portazo de la puerta de un coche y el sonido de los neumáticos derrapando.

– Será mejor que vengas conmigo, Catherine, para que veamos lo que le ha pasado. No me fío de ti aquí sola con un teléfono.

No dijo nada mientras la empujaba, calzada con zapatillas, por la nieve. Cuando llegamos a la figura yaciente, ésta apuntó su pistola hacia nosotras.

– ¡No vuelva a disparar, so lunático! -grité-. ¡Va a darle a su jefa!

Como vi que no soltaba el arma, dejé a la señora Paciorek y caí sobre su brazo. La pistola cayó, pero la bala cruzó inofensiva la oscuridad. Di una patada al arma y me arrodillé para echarle un vistazo.

A la luz de las lámparas que marcaban el camino de entrada, distinguí la pesada línea de su mandíbula eslava.

– ¡Walter Novick! -silbé. No podía mantener la voz tranquila-. No hacemos más que encontrarnos continuamente en lugares oscuros.

Por lo que pude ver, le había dado en la pierna derecha, encima de la rodilla. La herida debía ser lo bastante grave como para impedirle moverse, pero él era fuerte y estaba asustado. Intentó alejarse de mí arrastrándose por la nieve. Le agarré del brazo derecho y se lo retorcí detrás de la espalda.

La señora Paciorek se dio la vuelta y se encaminó a la puerta delantera.

– ¡Catherine! -chillé-. Será mejor que llames a una ambulancia para que vengan a buscar a tu amigo. No creo que O'Faolin pueda conseguir refuerzos que vengan aquí a tiempo para matarme si le llamas a él primero, en cualquier caso.

Debió oírme, pero no dio ningún signo de haberlo hecho. Unos segundos más tarde, la puerta principal se cerró de golpe tras ella. Novick juraba en voz muy alta pero con poca imaginación, voz algo sofocada por el alambre que mantenía en su sitio su mandíbula. No quería dejarle solo, pero tampoco que la señora Paciorek pidiese ayuda. Agarrando al herido por debajo de los brazos, empecé a arrastrarle hacia la casa. Gritaba de dolor cada vez que su pierna herida golpeaba el suelo.

Le solté y me arrodillé junto a él de nuevo, esta vez mirándole a la cara.

– Tenemos que hablar, Walter -jadeé-. No te voy a dejar aquí para darte la oportunidad de llegar a la carretera y que tu compinche te recoja. No es que sea probable; debe andar ya por el condado de DuPage.

Intentó golpearme, pero el frío y la pérdida de sangre le habían debilitado mucho. El golpe aterrizó sin consecuencias en mi hombro.

– Se acabaron tus días de trabajo, Walter. Aunque te arreglen la pierna, vas a pasar una temporada muy, muy larga en Joliet. Así que vamos a hablar. Cuando te falten las palabras, te ayudaré.

– No tengo nada que decir -masculló a duras penas-. Nunca me han… me han acusado de nada. No van… a hacerlo ahora.

– Te equivocas, Walter. Stefan Herschel va a ser tu perdición. Estás acabado. No le mataste. Está vivo. Ya ha identificado tu fotografía.

Consiguió encogerse de hombros.

– Mis… mis amigos… demostrarán que se equivoca.

La furia, unida a la fatiga, a las acusaciones de Lotty, al intento de dejarme ciega, se me vino encima de pronto. Le sacudí lo bastante como para mover su pierna herida y me alegré al oírle gritar.

– ¡Tus amigos! -le grité-. Quieres decir don Pasquale. El don no te envió aquí, ¿verdad? ¿Verdad?

Como Novick no decía nada, le agarré de los hombros y empecé a arrastrarle otra vez hacia la casa.

– ¡Para! -chilló-. No, no. No fue el don. Fue… otra persona.

Me incliné sobre él en la nieve.

– ¿Quién, Novick?

– No lo sé.

Le agarré de las axilas.

– ¡Vale! -gritó-. Déjame. No sé cómo se llama. Es alguien que me llamó.

– ¿Le has visto alguna vez en persona?

Le vi asentir débilmente a la tenue luz de los faroles. Un hombre de mediana edad. Le había visto una vez. El día que apuñaló al tío Stefan. El tipo había ido con él al apartamento. No, el tío Stefan no podía haberle visto… esperó en el portal hasta que lo apuñaló. Luego entró para coger las acciones falsificadas. Tenía unos cincuenta y cinco o sesenta años. Ojos verdes. Pelo gris. Pero la voz… Novick la recordaba especialmente. Una voz que reconocería en el infierno, dijo.

O'Faolin. Me senté sobre los talones y miré al hombre herido. Una bilis amarga me llenó la boca. Tragué un puñado de nieve, me dieron náuseas, tragué de nuevo intentando dominar el deseo de matar a Novick allí mismo.

– Walter, tienes suerte. A Pasquale le importa un pimiento que vivas o mueras. A mí tampoco. Pero vas a vivir. Qué bien, ¿no? Y si juras en los tribunales que el hombre que te mandó aquí esta noche estaba detrás del apuñalamiento de Stefan Herschel, me aseguraré de que consigas un buen trato. Olvidaremos lo del ácido. Y hasta lo del incendio. ¿Qué te parece?

– El don no me olvidará -lo dijo en un hilo de voz. Tuve que acercar la oreja a su cara repugnante para oírle.

– Sí, sí que lo hará, Walter. No puede permitirse que le relacionen con las falsificaciones. No puede enfrentarse con el hecho de que el FBI y el SEC revisen sus cuentas. No va a reconocerte.

No dijo nada. Saqué la Smith & Wesson del cinturón de los vaqueros.

– Si te disparo a la rodilla izquierda, nadie va a poder probar que no fue cuando me atacaste en la puerta.

– No lo harías -masculló.

Probablemente tenía razón; se me revolvía el estómago. ¿Qué clase de persona es capaz de arrodillarse en la nieve amenazando destrozar la pierna de un hombre herido? Nadie a quien yo quisiera conocer. Quité el seguro y apunté a su rodilla izquierda.

– ¡No! -gritó-. ¡No lo hagas! Lo haré. Lo que tú digas. Pero consígueme un médico. Consígueme un médico -sollozaba penosamente. El hombre más duro de la Mafia.

Retiré la pistola.

– Buen chico, Walter. No te arrepentirás. Ahora, unas cuantas preguntas más y te traeremos una ambulancia. Kitty Paciorek parece haberse olvidado de ti.

Novick contó de buena gana lo poco que sabía. Nunca había visto antes a la señora Paciorek. El Hombre de la Voz le había llamado ayer y le había dicho que viniese aquí a las siete, que se asegurase de que no le veía nadie y que me matase cuando me acercara a la casa. Sí, había sido el Hombre de la Voz el que le contrató para que me echase el ácido.

– ¿Cómo te conoció, Walter? ¿Cómo se puso en contacto contigo?

Él no lo sabía.

– El don debe de haberle dado mi número. Es todo lo que se me ocurre. Dijo al don que necesitaba un hombre de confianza y el don le dio mi número.

– Eres un buen hombre, Walter. Pasquale debe estar orgulloso de ti. Vienes tres veces a por mí y todo lo que consigues es una mandíbula rota y una pierna destrozada… Voy a llamar a una ambulancia. Mejor será que reces para que tu padrino se olvide de ti, porque, por lo que he oído, no le gusta mucho la gente que comete fallos.

Le cubrí con mi chaqueta y me dirigí a la puerta principal. Cuando llegaba a los escalones, un coche entró por el camino. No era una ambulancia. Me quedé tiesa, y luego salté del porche para refugiarme entre unas coníferas que se extendían desde la casa hasta el garaje. El mismo lugar, comprobé al ver la nieve pisoteada, en el que Novick me había esperado.

Las puertas del garaje se abrieron electrónicamente: el coche entró y se detuvo. Miré desde detrás de un árbol. Un Mercedes azul oscuro. El doctor Paciorek. ¿Qué sabría él de toda la aventura de aquella noche? Era el momento ideal para averiguarlo. Entré en el garaje.

Me miró sorprendido mientras cerraba la puerta del coche.

– ¡Victoria! ¿Qué estás haciendo aquí?

– Vine a ver a su esposa. Tenía unos papeles de Agnes que quería que viera. Alguien estaba esperando fuera y le disparé. Le he alcanzado en la pierna y necesita una ambulancia.

Me miró con suspicacia.

– Victoria. No será una broma, ¿verdad?

– Venga a verlo usted mismo -me siguió hasta la parte delantera. Novick se estaba arrastrando hacia la carretera tan rápido como podía, una débil actividad que le había hecho avanzar unos diez pies.

– ¡Usted! -gritó el doctor Paciorek-. ¡Deténgase!

Novick siguió avanzando. Corrimos junto a él. El doctor Paciorek me tendió su maletín y se arrodilló para examinar al hombre herido. Novick intentó resistirse, pero Paciorek no necesitó de mi ayuda para reducirle. Tras examinar unos minutos la pierna, durante los cuales Novick juró más que nunca, Paciorek dijo brevemente:

– El hueso está roto, pero nada más. Lo peor es el frío. Conseguiré una ambulancia y llamaré a la policía. No te importa quedarte con él, ¿verdad?

Yo empezaba a temblar.

– Supongo que no. ¿Puede dejarme su abrigo? Le he dado el mío a él.

Me echó una mirada sorprendida, se quitó el abrigo de cachemir y me lo echó por los hombros. Cuando el corpulento doctor desapareció por la puerta, me acerqué de nuevo a Novick.

– Antes de que te largues, vamos a ponernos de acuerdo en nuestras historias. -Cuando llegó la policía de Lake Forest, nos habíamos puesto de acuerdo en que él se había perdido y se había acercado a la puerta en busca de ayuda. La señora Paciorek, aterrorizada, había gritado. Eso me hizo salir a escena con la pistola. Walter se había asustado y había disparado, y yo le disparé a mi vez. No es que fuese muy verosímil, pero estaba segurísima de que la señora Paciorek no iba a contradecirme.

Las sirenas se oían en la distancia. Finalmente Novick se había desmayado y yo me retiré para que los oficiales hiciesen su trabajo. Estaba confusa y a punto de desmayarme yo también. Fatiga. Náusea en las profundidades de mi propia rabia. Había actuado como un mafioso: tortura, amenazas… No creo que el fin justifique los medios. Pero estaba llena de ira.

Mientras oleadas de policías me interrogaban sin cesar, no dejé de dormirme, despertarme, intentar mantener mis agallas para poder contar la misma historia todas las veces y volver a dormirme. Era la una cuando acabaron y se fueron.

El doctor Paciorek se había negado a dejar que su esposa hablase. No sé lo que ella le diría, pero él la mandó a la cama; los policías locales no discutieron la decisión. Sobre todo, habiendo tanto dinero detrás.

El doctor Paciorek había permitido a los policías que utilizasen su estudio para los interrogatorios. Cuando se marcharon, entró y se sentó en el sillón giratorio de cuero que estaba tras su escritorio. Yo estaba desmadejada en un sillón de cuero, medio dormida.

– ¿Quieres una copa?

Me froté los ojos y me enderecé.

– Me gustaría tomar un coñac.

Cogió una botella de Cordón Bleu del armarito que había tras el escritorio y sirvió dos copas abundantes.

– ¿Qué estabas haciendo aquí esta noche? -dijo bruscamente.

– La señora Paciorek quería verme. Me pidió que viniera alrededor de las ocho.

– Ella dice que apareciste inesperadamente -su tono no era acusatorio-. Los lunes por la noche son los días en que la Sociedad Médica dé Lake County se reúne. No suelo ir, pero Catherine me pidió que la dejara sola esta noche porque tenía una reunión con un grupo religioso al que pertenece; sabe que a mí eso no me interesa mucho. Dice que apareciste amenazándola y que traías a ese hombre contigo; que ella se estaba peleando contigo cuando tu pistola se disparó y le heriste.

– ¿Dónde se han ido sus amigos religiosos?

– Dice que se marcharon antes de que tú aparecieras.

– ¿Sabe usted algo de esa sociedad de Corpus Christi a la que ella pertenece?

Se quedó mirando su coñac; luego se lo acabó de un trago y se sirvió otra copa. Le tendí mi copa; él la llenó en abundancia.

– ¿Corpus Christi? -dijo al fin-. Cuando me casé con Catherine, su familia me acusó de ser un cazador de fortunas. Era hija única y sus bienes se acercaban a los cincuenta millones. No me importaba gran cosa el dinero. Un poco, bueno, pero no mucho. La conocí en Panamá; su padre era el embajador y yo estaba cumpliendo mis obligaciones con el tío Sam Ella era muy idealista y trabajaba mucho por la comunidad de pobres que había allí. Xavier O'Faolin era sacerdote en uno de aquellos arrabales. La interesó por Corpus Christi. Yo la conocí porque intentaba mantener la disentería y una serie de enfermedades desagradables bajo control en el arrabal. Una batalla perdida.

Tomó un poco más de coñac.

– Luego volvimos a Chicago. Su padre construyó esta casa. Cuando murió nosotros nos mudamos aquí. Catherine entregó la mayoría de la fortuna de los Savage a Corpus Christi. Comencé a tener éxito como cirujano del corazón. O'Faolin se trasladó al Vaticano.

»Catherine era una auténtica idealista, pero O'Faolin es un charlatán. Sabía cómo ser y parecer al mismo tiempo. Fue Juan XXIII el que le llevó al Vaticano; el que pensó que era un sacerdote de la gente auténtica. Cuando Juan murió, O'Faolin se desplazó rápidamente a donde estaban el poder y el dinero.

Bebimos en silencio durante unos minutos. Pocas cosas pasan tan fácilmente como el Cordón Bleu.

– Tenía que haber pasado más tiempo en casa -sonrió sin alegría-. El lamento del padre que vive en las afueras. Al principio a Catherine le gustaba verme pasar veinte horas diarias en el hospital. Después de todo, aquello demostraba que compartía con ella sus elevados ideales. Pero después de un tiempo, se aburrió de su vida suburbana. Tenía que haber tenido su propia carrera. Pero era una cosa que no cuadraba con sus ideales de madre católica. Cuando me di cuenta de la persona amargada en la que se había convertido, Agnes iba a la universidad y era demasiado tarde para que yo hiciera algo. Pasé con Phil y Bárbara el tiempo que debí haber pasado con Cecilia y Agnes, pero no pude ayudar a Catherine.

Sujetó la botella al contraluz de la lámpara de su escritorio.

– Suficiente para dos más -lo repartió entre los dos y tiró la botella a la papelera de cuero que estaba a sus pies.

– Sé que te echaba la culpa del… tipo de vida de Agnes. Tengo que saberlo. ¿Estaba tan furiosa contigo que intentó que alguien te matase?

Le había costado un cuarto de botella de coñac de buena calidad el poder sacar aquello fuera.

– No -dije-. Me temo que no es tan sencillo. Tengo pruebas que demuestran que Corpus Christi intenta adquirir una compañía local de seguros. La señora Paciorek está más que ansiosa porque esa información no salga a la luz. Me temo que tenía razones para suponer que alguien me esperaba fuera, así que rompí una ventana de su invernadero. La policía no ha investigado la parte posterior, o no se habrían marchado.

– Ya -de pronto pareció muy viejo y encogido en su elegante traje marino-. ¿Qué vas a hacer con todo esto?

– Voy a tener que contarles al FBI y al SEC lo que sé acerca de Corpus Christi. No tengo intenciones de hablarles de la emboscada de esta noche, si le sirve de consuelo -tampoco me decidí a hablarle de la nota de Agnes. Si la mataron a causa de su investigación acerca de la adquisición de Ajax, entonces de un modo u otro su madre tenía cierta responsabilidad sobre su muerte. El doctor Paciorek no necesitaba saberlo aquella misma noche.

Se quedó mirando con amargura la parte superior de su escritorio durante mucho rato. Cuando levantó la mirada, se quedó casi sorprendido de verme allí sentada. Donde fuera que hubiese estado, era un lugar muy lejano.

– Gracias, Victoria. Has sido más generosa de lo que tenía derecho a esperar.

Me acabé mi propio coñac, incómoda.

– No me dé las gracias. Sea cual sea el modo en que esto acabe, será malo para usted y para sus hijos. Aunque por quien más me intereso es por Xavier O'Faolin, su mujer está muy involucrada con Corpus Christi. Su dinero se ha utilizado en un intento de adquisición encubierta de los seguros Ajax. Cuando los hechos salgan a la luz, va a estar en primera línea de fuego.

– Pero ¿no será posible demostrar que ha estado engañada por O'Faolin? -sonrió amargamente-. Lo ha estado desde que le conoció en Panamá.

Le miré con auténtica piedad.

– Doctor Paciorek, déjeme explicarle la situación tal como yo la entiendo. El Banco Ambrosiano tiene una deuda de mil millones de dólares, que desaparecieron en compañías panameñas desconocidas. Según una carta de un panameño llamado Figueredo al arzobispo O'Faolin, parece como si O'Faolin supiese dónde está el dinero. Es una especie de conexión. Mientras no lo utilice, nadie sabrá dónde está. Cuando empiece a moverlo, el juego habrá terminado.

»O’Faolin no es tonto. Si puede poner una gran compañía financiera, como una compañía aseguradora, por ejemplo, bajo su control, puede colocar el dinero y utilizarlo como quiera. Michael Sindona lo intentó para beneficio de la Mafia con el Franklin National Bank, pero fue lo bastante estúpido como para acabar con el capital del banco. Así que ahora languidece en una prisión federal. Corpus Christi tiene en Chicago un gran ascendiente gracias a la señora Paciorek. O'Faolin es miembro y reclutó a su esposa. Muy bien. Crean juntos una compañía títere llamada Wood-Sage y la utilizan para comprar acciones de Ajax. Una vez que la conexión entre Corpus Christi y la adquisición de Ajax se descubre -como así va a ser; los del SEC están investigando como locos- la participación de su esposa estará en la primera página de todos los periódicos. Sobre todo aquí en Chicago.

– Pero eso no es un delito -señaló el doctor.

Fruncí el ceño con tristeza. Finalmente dije:

– Mire, no quería decirle esto. Sobre todo esta noche, cuando ha sufrido un susto semejante. Pero está también la muerte de Agnes, ¿sabe?

– ¿Sí? -su voz era áspera.

– Investigaba la adquisición por encargo de uno de los ejecutivos de Ajax… Descubrió la participación de Corpus Christi. La mataron aquella noche, mientras esperaba a alguien para hablar sobre ello.

Su rostro blanco y tenso parecía una herida abierta en la habitación. No se me ocurría nada que decirle para aliviar su dolor. Finalmente levantó la vista y sonrió de manera desagradable.

– Sí, ya veo. Incluso aunque Xavier sea el culpable principal, Catherine no puede evitar su propia responsabilidad en la muerte de su hija. No me extraña que haya estado tan… -su voz se quebró.

Me levanté.

– Me gustaría encontrar algún consuelo para usted, pero no puedo. Pero si necesita mi ayuda, llámeme. Mi servicio de contestador coge mensajes las veinticuatro horas del día -coloqué mi tarjeta sobre el escritorio ante él y me marché.

Estaba agotada y rígida. Me hubiera tendido encantada ante el fuego del cuarto familiar y me habría dormido, pero saqué mi dolorido cuerpo por la puerta y bajé las escaleras hasta llegar a la calle. Yendo por la carretera, mi coche no estaba más que a cinco minutos en lugar de la media hora que me había llevado campo a través.

Mi reloj indicaba las tres cuando conduje el rígido Toyota de vuelta a la autopista. Encontré un motel en la primera salida hacia el sur, me inscribí y caí dormida sin desnudarme siquiera.

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