Capítulo 12. Ritos funerarios

Lotty insistió en quedarse a pasar la noche conmigo. Se fue por la mañana temprano a su clínica, rogándome que tuviese cuidado. Pero no que abandonase la investigación.

– Eres Juanita Matagigantes -dijo, con la preocupación mostrándose en sus negros ojos-. Siempre te enfrentas con cosas demasiado grandes para ti y quizá un día te encuentres con una que no puedas dominar. Pero es tu manera de ser. Si no vivieras así, tu vida sería larga pero desgraciada. Has escogido una vida satisfactoria, y espero, también, que sea larga.

No sé por qué, esas palabras no me animaron mucho.

Después de que Lotty se marchara, bajé a la zona del sótano, donde cada inquilino tenía un trastero. Con los hombros doloridos, saqué cajas de papeles viejos y me arrodillé en el suelo húmedo para revisarlos. Al fin encontré lo que buscaba: una libreta de direcciones de hacía diez años.

El doctor Thomas Paciorek y señora vivían en Arbor Road, en Lake Forest. Afortunadamente, su número de teléfono, que no venía en la guía, no había cambiado desde 1974. Le dije a la persona que contestó que quería hablar con el doctor o con la señora Paciorek, pero sentí alivio cuando me pusieron con el padre de Agnes. Aunque siempre me había parecido un hombre frío y ausente, nunca compartió la animadversión de su esposa hacia mí. Pensaba que los problemas de su hija provenían de su manera de ser.

– Soy V.I. Warshawski, doctor Paciorek. Siento muchísimo lo de Agnes. Me gustaría ir a su funeral. ¿Puede decirme cuándo se celebrará?

– No vamos a convertirlo en un acto público, Victoria. La publicidad sobre su muerte ya ha sido bastante desagradable como para encima convertir el funeral en un acontecimiento -hizo una pausa-. Mi esposa dice que tú podrías saber algo acerca de quién la mató. ¿Es así?

– Si así fuera, puede estar seguro de que se lo diría a la policía, doctor Paciorek. Pero me temo que no. Entiendo que no quiera usted que vaya mucha gente de la prensa por allí, pero Agnes y yo éramos buenas amigas. Significaría mucho para mí poder darle un último adiós.

Carraspeó y vaciló, pero finalmente me dijo que el funeral se celebraría el sábado en Nuestra Señora del Rosario, en Lake Forest. Le di las gracias con más educación de la que en realidad sentía y llamé a Phyllis para informarla. Acordamos ir juntas por si acaso los caballeros de Columbus estuvieran colocados junto a la puerta para no dejar pasar a los indeseables.

No me gustaba el modo en que me sentía. Los ruidos de mi apartamento me hacían saltar y a las once, cuando sonó el teléfono, tuve que obligarme a cogerlo. Era Ferrant, de humor sombrío. Preguntó si sabía dónde se celebraba el funeral de Agnes y si me parecía que a sus padres les pudiera importar que fuese.

– Probablemente -dije-. No quieren que vaya yo, y eso que era una de sus más antiguas amigas. Pero ven de todas formas -le dije el sitio y la hora y cómo encontrarlo. Cuando me preguntó si podía acompañarme, le dije que iba con Phyllis-. No creo que quiera conocer a extraños en el funeral de Agnes.

Me invitó a cenar, pero también lo rechacé. No creía de verdad que Roger hubiera contratado a nadie para que me echase ácido encima. Pero aun así… Había cenado con él el día que fui por primera vez al convento. Fue el día siguiente cuando Rosa decidió dar por terminado el caso. Quería preguntarle, pero me sonaba igual que si Thomas Paciorek me preguntase por mi honor de girlscout si yo había contribuido a la muerte de su hija.

Estaba asustada y eso no me gustaba. Desconfiaba de mis amigos. No sabía dónde empezar a buscar al lanzador de ácido. No quería estar sola, pero no sabía si Roger sería de fiar.

A mediodía, mientras caminaba temerosa por Halsted para comprarme un sándwich, se me ocurrió una idea que resolvería todos mis problemas inmediatos. Telefoneé a Murray desde la tienda.

– Necesito hablar contigo -le dije bruscamente cuando se puso-. Necesito tu ayuda.

Debió darse cuenta de mi estado de ánimo, porque no me obsequió con ninguna de sus gracias, quedando en verme en el Golden Glow a las cinco.

A las cuatro y media me puse un traje pantalón de lana azul marino y metí el cepillo de dientes, la pistola y una muda en mi bolso. Comprobé todos los cerrojos y me marché por las escaleras de atrás. Un vistazo alrededor del edificio me informó de que mis miedos eran infundados; no me estaba esperando nadie. También revisé el Omega cuidadosamente antes de entrar y ponerlo en marcha. Hoy al menos no iba a volar por los aires.

Me quedé atascada entre el tráfico en el Drive y llegué tarde al Golden Glow. Murray me esperaba con la primera edición del Herald Star y una cerveza.

– Hola, V.I. ¿Qué pasa?

– Murray, ¿a quién conoces tú que eche ácido a la gente que no le gusta?

– A nadie. Mis amigos no hacen esa clase de cosas.

– No es una broma, Murray. ¿No te suena alguien?

– ¿A quién de tus conocidos le han echado ácido?

– A mí -me di la vuelta y le mostré el cuello, donde Lotty me había curado la quemadura-. Trataba de llegarme a los ojos, pero yo me lo esperaba y me di la vuelta a tiempo. El que me lo echó debe llamarse Walter, pero al que quiero es al hombre que lo envió.

Le hablé de las amenazas, de la pelea, y le describí la voz del hombre que me había llamado.

– Murray, estoy asustada. No me asusto fácilmente pero… ¡por Dios! ¡Pensar que un maníaco anda por ahí intentando dejarme ciega! Preferiría que me metiesen un tiro en la cabeza.

Asintió muy serio.

– Has debido pisar a alguien con juanetes, V.I., pero no sé quién podrá ser. Ácido -negó con la cabeza-. Me siento tentado a decirte que podría ser Rodolpho Fratelli, pero la voz no concuerda. Tiene una voz áspera y rasposa. Es inconfundible.

Fratelli era un miembro destacado de la familia Pasquale.

– ¿Podría ser alguien que trabajase para él? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– Haré que alguien lo investigue. ¿Puedo escribir un artículo con tu historia?

Me quedé pensándolo.

– Bueno. No he ido a la policía. Supongo que estaba demasiado enfadada con Bobby Mallory -le hice un resumen de mi entrevista con él-. Pero puede que el comunicante anónimo se vuelva un poco más cauteloso si ve que el gran mundo se está fijando en él… La otra cosa… Me da mucho corte pedírtelo, pero es la verdad. No me atrevo a pasar la noche sola. ¿Puedo irme a tu casa?

Murray me miró durante unos segundos y luego se rió.

– ¿Sabes, Vic? Menos mal que cancelé la cita que tenía cuando te oí pedir ayuda. ¡Eres siempre tan liante!

– Gracias, Murray. Me alegro de haberte arreglado el día. -Yo misma no me sentía muy bien cuando él se marchó al teléfono. Me preguntaba cómo calificarlo: ¿tomando prudentes precauciones o siendo una gallina?

Fuimos a cenar al Officer's Mess, un romántico restaurante indio en Halsted, y luego a bailar al Barbazul. Cuando nos estábamos metiendo en la cama, a eso de la una, Murray me dijo que había puesto a un par de reporteros a investigar en la cuestión de los lanzadores de ácido.

Me levanté temprano el sábado y dejé a Murray durmiendo; necesitaba cambiarme para el funeral de Agnes. Todo seguía tranquilo en mi apartamento y ya empezaba a pensar que me había dejado llevar por el miedo.

Me puse el traje azul marino, esta vez con una blusa gris claro y zapatos azules, y me fui a recoger a Phyllis y a Lotty. Fuera estábamos a doce grados bajo cero y el cielo volvía a estar encapotado. Temblaba de frío cuando llegué al coche; tendría que reponer mi chal de mohair.

Lotty me esperaba en el portal vestida de lana negra, con aspecto de doctora por una vez en su vida. No habló mucho durante el recorrido hasta la calle Chestnut. Cuando llegamos al bloque de apartamentos, salió a recoger a Phyllis, que tenía el aspecto de no haber dormido ni comido desde que la vi dos días antes. La piel de su rostro pálido y fino estaba tan tirante que pensé que se podría romper; tenía unas sombras azuladas bajo los ojos. Llevaba un traje blanco de lana con un jersey amarillo pálido. Tenía la vaga idea de que aquellos eran los colores de luto en Oriente. Phyllis es una persona muy literaria y deseaba rendir tributo a su amante muerta con un tipo de luto que sólo un iniciado pudiera entender.

Me sonrió nerviosa mientras nos dirigíamos por el norte hacia Lake Forest.

– No saben que voy, ¿verdad?

– No.

Lotty se molestó por esto. Dijo que por qué estaba yo actuando de forma solapada, lo cual sólo podría precipitar una escena cuando la señora Paciorek se diese cuenta de quién era Phyllis.

– No hará nada de eso. Las alumnas del Sagrado Corazón y de Santa María no hacen escenas en los funerales de sus hijas. Además, no la van a tomar con Phyllis. Saben que soy yo la verdadera culpable. Y si les llego a decir con antelación a quién iba a llevar, podrían haber dicho al portero que no nos sentase.

– ¿Portero? -preguntó Phyllis.

– Supongo que en las iglesias les llaman acomodadores -eso la hizo reír e hicimos el resto considerablemente más relajadas.

Nuestra Señora del Rosario era un imponente edificio de ladrillo en lo alto de una colina que dominaba Sheridan Road. Deslicé el Omega en un aparcamiento a sus pies, encontrando un huequito entre un Cadillac negro y un enorme Mark IV. No estaba segura de poder volver a encontrar mi coche en aquel mar de limusinas.

Mientras subíamos las empinadas escaleras de la entrada principal de la iglesia, me pregunté cómo harían los ancianos y los inválidos para ir a misa. Quizá los católicos de Lake Forest nunca andaban en silla de ruedas ni guardaban cama, sino que iban directamente al cielo al primer signo de enfermedad.

Phil, el hermano de Agnes, era uno de los que recibían a la gente. Cuando me vio se le iluminó la cara y se acercó a darme un beso.

– ¡V.I.! Me alegro tanto de que hayas podido venir. Mamá dijo que no vendrías.

Le di un rápido abrazo y le presenté a Lotty y a Phillys. Nos acompañó a unos asientos cerca de la parte delantera de la iglesia. El ataúd de Agnes descansaba en unos caballetes ante los escalones que conducían al altar. Cuando la gente iba llegando, se arrodillaba ante el ataúd unos segundos. Para sorpresa mía, Phyllis también hizo lo mismo antes de unirse a nosotras. Se arrodilló durante un buen rato y finalmente se santiguó y se levantó cuando el órgano empezaba a tocar. No me había dado cuenta de que era católica.

Uno de los que recibían a la gente, un hombre de media edad, de cara rojiza y pelo blanco, acompañó a la señora Paciorek a su puesto en la primera fila. Vestía de negro, con una larga mantilla prendida al pelo. Tenía el mismo aspecto que le recordaba: hermosa y airada. Su mirada al ataúd parecía decir: «Te lo dije.»

Sentí un golpecito en el hombro y al levantar la vista vi a Ferrant, muy elegante con su abrigo de mañana. Me pregunté distraída si se habría traído ese tipo de ropa por si acaso tenía que ir a un funeral en Chicago, y me aparté para hacerle sitio.

El órgano tocó una pieza de Fauré durante unos cinco minutos más o menos antes de que la procesión entrase. Era enorme e impresionante. Primero entraron los acólitos, uno de ellos balanceando un incensario, otro llevando un gran crucifijo. Luego, los clérigos más jóvenes. Luego, una majestuosa figura con mitra y capa pluvial, llevando un báculo: el cardenal arzobispo de Chicago, Jerome Farber. Y tras él, el celebrante, también con mitra y capa pluvial. Un obispo, pero no le reconocí. No es que conozca a muchos obispos de vista, pero Farber sale a menudo en el periódico.

Me di cuenta después de que la ceremonia hubiera comenzado que uno de los curas jóvenes era Augustine Pelly, el abogado dominico. Aquello me resultó extraño. ¿De qué conocería a los Paciorek?

La misa de réquiem se cantó en latín, con Farber y el extraño obispo haciendo un papel muy digno. Me pregunté qué habría sentido Agnes ante este hermoso, aunque arcaico, ritual. ¡Ella era tan moderna en tantos sentidos! Pero, seguramente, la majestuosidad le habría complacido.

No hice ningún intento por seguir los arrodillarse y levantarse del servicio. Tampoco Lotty, ni Roger. Phyllis, sin embargo, participaba completamente y cuando sonó la campanilla para la comunión no me sorprendió que pasase junto a nosotros y se acercase a la cola del altar.

Mientras abandonábamos la iglesia, Phil Paciorek me detuvo.

Era unos diez años más joven que Agnes y yo y había estado medio enamoriscado de mí cuando frecuentaba la casa de Lake Forest.

– Vamos a tomar algo en casa. Me gustaría que tú y tus amigos vinieseis.

Miré interrogante a Lotty, que se encogió de hombros como diciendo que, hiciéramos lo que hiciéramos, íbamos a meter la pata, así que acepté. Quería averiguar lo que estaba haciendo allí Pelly.

No había estado en casa de los Paciorek desde que estudiaba segundo de derecho. Recordaba vagamente que estaba junto al lago, pero me equivoqué varias veces antes de encontrar Arbor Road. La casa parecía un edificio de Frank Lloyd Wright con un defecto genético: como si le hubiesen seguido saliendo alas y dependencias hasta que alguien le hubiera sometido a quimioterapia y hubiera detenido el proceso.

Dejamos el coche entre muchos otros en Arbor Road y entramos en una de las cajas que parecía contener la puerta delantera. Cuando solía ir por allí, Agnes y yo entrábamos siempre por la puerta lateral, donde estaban el garaje y los establos.

Nos encontramos en un vestíbulo de mármol blanco y negro, donde una doncella recogió el abrigo de Lotty y nos acompañó a la recepción. El extraño diseño de la casa requería que uno subiese y bajase varios tramos cortos de escaleras de mármol que no llevaban a ninguna parte, hasta que giramos dos veces a la derecha y llegamos al invernadero. La habitación se inspiraba en la biblioteca de Blenheim Palace. Era casi tan grande y albergaba un órgano de tubos, así como librerías y varios árboles en macetas.

Phil nos localizó en la puerta y se acercó a saludarnos. Estaba terminando una licenciatura combinada de doctor en medicina y en física en la Universidad de Chicago.

– Papá cree que estoy loco -dijo sonriendo-. Voy a meterme en la investigación neurobiológica como investigador, en lugar de dedicarme a la neurocirugía, que es donde está el dinero. Cree que Cecilia es la única de sus hijos que ha salido como es debido.

Cecilia, la segunda hija después de Agnes, se encontraba junto al órgano con el padre Pelly y el extraño obispo. A los treinta años, tenía ya el mismo aspecto que la señora Paciorek, incluyendo el imponente busto bajo su caro traje negro.

Dejé a Phil hablando con Phyllis y me abrí paso entre la multitud hasta llegar al órgano. Cecilia se negó a darme la mano y dijo:

– Mamá dijo que no ibas a venir.

Fue lo mismo que había dicho Phil en la iglesia, con la diferencia de que él se alegró de verme y Cecilia no.

– No he hablado con ella, Cecilia. Hablé ayer con tu padre y él me invitó.

– Dijo que te había llamado.

Negué con la cabeza. Como no iba a presentarme, le dije al extraño obispo:

– Soy V.I. Warshawski, una de las antiguas compañeras de colegio de Agnes. El padre Pelly y yo nos hemos conocido en el convento de San Albertus -ya estaba tendiéndole la mano, pero la dejé caer viendo que el obispo no hacía el menor ademán de corresponder. Era un hombre flaco de pelo gris de unos cincuenta años, con una camisa episcopal púrpura y una cadena dorada atravesándola.

Pelly dijo:

– Éste es el reverendo Xavier O'Faolin.

Silbé para mis adentros. Xavier O'Faolin era un funcionario del Vaticano encargado de los asuntos financieros del Vaticano. Había salido varias veces en los periódicos el verano anterior, cuando el escándalo del Banco Ambrosiano y los problemas de Roberto Calvi. El Banco de Italia pensaba que O'Faolin podía tener algo que ver con el dinero desaparecido del Ambrosiano. El arzobispo era medio irlandés, medio español, de algún país centroamericano, creía yo. La señora Paciorek tenía amigos de peso.

– ¿Y eran ustedes dos viejos amigos de Agnes? -pregunté maliciosamente.

Pelly dudó, esperando que O'Faolin dijera algo. Cuando vio que el obispo no hablaba, Pelly dijo austeramente:

– El obispo y yo somos amigos de la señora Paciorek. Nos conocimos en Panamá cuando su marido estaba destinado allí.

El ejército había mandado al doctor Paciorek a una escuela médica; él había hecho su servicio en la zona del Canal. Agnes nació allí y hablaba bastante bien el español. Había olvidado aquello. Paciorek había hecho un largo camino desde que era un hombre pobre que no podía pagar su propia educación.

– ¿Así que ella se interesa por su escuela de dominicos en Ciudad Isabella? -pregunté por preguntar, pero la cara de Pelly se llenó de pronto de emoción. Me preguntaba cuál sería el problema. ¿Pensaría que estaba tratando de revivir las discusiones acerca de la Iglesia-metiéndose-en-política durante el funeral?

Luchó visiblemente con sus sentimientos y al final dijo rígido:

– La señora Paciorek se interesa por muchas obras de caridad. Su familia es conocida por su apoyo a las escuelas y misiones católicas.

– Sí, desde luego -el arzobispo habló al fin, con un acento tan fuerte que su inglés apenas se comprendía-. Sí, debemos mucho a la buena voluntad de señoras tan buenas cristianas como la señora Paciorek.

Cecilia se estaba mordiendo los labios con nerviosismo. Quizá ella, también, estuviese preocupada por lo que yo fuera a hacer o decir.

– Por favor, márchate, Victoria, antes de que mamá se dé cuenta de que estás aquí. Ya ha tenido bastantes disgustos con Agnes.

– Tu padre y tu hermano me invitaron, Ceil. No me he colado.

Me abrí camino a través de una jungla de visón y marta cibelina brillando entre diamantes hasta el otro extremo de la habitación, donde al fin encontré al doctor Paciorek. Más o menos a la mitad del camino, decidí que la mejor ruta estaba por la parte de afuera de la habitación, por el pasillo formado por las plantas en macetas. Caminando medio de lado contra el flujo principal de tráfico, conseguí llegar al extremo. Algunos grupos pequeños de personas estaban más allá de los árboles, hablando y fumando despreocupadamente. Reconocí a una vieja amiga de escuela de Agnes, del Sagrado Corazón, con el pelo lleno de laca y cuajada de diamantes. Me detuve e intercambié con ella pomposas bromas.

Mientras Regina hacía una pausa para encender un cigarrillo, oí a un hombre hablando al otro lado del naranjo junto al que nos encontrábamos.

– Apoyo totalmente la política de Jim en Interior. Cenamos la semana pasada en Washington y él me explicó lo pesada que esos intransigentes liberales le están haciendo la vida.

Alguien le contestó en el mismo tono. Luego, un tercer hombre dijo:

– Pero seguramente habrá medidas adecuadas para tratar con una oposición semejante.

No era una conversación extraña en semejante bastión de riqueza, pero lo que me llamó la atención fue la voz del tercer contertulio. Era sin duda la que había oído al teléfono dos noches antes.

Regina me hablaba de su segunda hija, que estaba en octavo grado en el Sagrado Corazón, y lo lista y guapa que era.

– Eso es estupendo, Regina. Me alegro de haberte vuelto a ver.

Rodeé el naranjo. Allí había un grupo grande de gente, incluyendo al hombre de cara roja que había estado colocando a la gente en la iglesia, y O'Faolin. La señora Paciorek, que aún no me había visto, se encontraba en el centro, de frente a mí. A los cincuenta y tantos seguía siendo una mujer atractiva. Cuando yo la conocí, seguía un riguroso régimen de ejercicios, bebía muy poco y no fumaba. Pero años de cólera habían dejado huella en su rostro. Bajo un pelo negro hermosamente peinado, su cara estaba tensa y surcada de líneas. Cuando me vio, las arrugas de su frente se acentuaron.

– ¡Victoria! Te pedí expresamente que no vinieras. ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿De qué habla? El doctor Paciorek me invitó al servicio y Philip me pidió que después viniera aquí.

– Cuando Thomas me dijo ayer que ibas a venir, te llamé tres veces. Cada una de las veces le dije a la persona que contestó que se asegurase de hacerte saber que no serías bienvenida al funeral de mi hija. No pretendas que no sabes de lo que te estoy hablando.

Negué con la cabeza.

– Lo siento, señora Paciorek. Habló usted con mi servicio de contestador. He estado demasiado ocupada para llamarles y averiguar si tenía recados. Y aunque hubiese conocido el suyo, hubiera venido de todos modos. Quería demasiado a Agnes como para no venir a su funeral.

– ¡Quererla! -su voz estaba ronca de cólera-. ¿Cómo te atreves a hacer repugnantes insinuaciones en esta casa?

– ¿Querer? ¿Repugnantes insinuaciones? -repetí, riendo-. ¡Oh, sigue usted convencida de que Agnes y yo éramos amantes! No, no, sólo buenas amigas.

Cuando me vio reír, su rostro se tiñó de púrpura. Temí que le diera un ataque fulminante. El hombre de pelo blanco y cara roja se adelantó y me cogió por el brazo.

– Mi hermana ha dejado bien claro que no es usted bienvenida aquí. Creo que será mejor que se vaya.

– Claro -dije-. Iré a buscar al doctor Paciorek para decirle adiós. -Él intentó empujarme hacia la puerta, pero me solté de su mano con más vigor que gracia. Le dejé frotándosela y me detuve entre la multitud que había detrás de la señora Paciorek, tratando de volver a oír la voz suave y sin acento de mi comunicante. No pude encontrarla. Al final lo dejé, encontré al doctor Paciorek, le di el rutinario pésame y me fui a recoger a Phyllis y a Lotty.

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