Capítulo 4. Compromiso mutuo

Eran cerca de las tres cuando emprendí el camino hacia mi oficina en la parte sur del Loop. Se encuentra en el edificio Pulteney, que tiene los méritos suficientes como para ser considerado un monumento nacional. A veces pienso que podría serlo si alguien se ocupase de cuidarlo. A los edificios de los alrededores no les va muy bien. Están demasiado cercanos a lo peor de la ciudad, a los barrios bajos, los espectáculos para voyeurs y los bares baratos, así que atraen a los clientes como yo: detectives sin blanca, prestamistas, servicios de secretariado ineptos…

Aparqué el coche en un solar en Adams y caminé la manzana que me separaba de Pulteney. La nieve, la lluvia o lo que fuese, había cesado. Aunque los cielos seguían oscuros, el pavimento estaba casi seco y mis amados zapatos de Magli estaban a salvo de daños mayores.

Alguien había dejado una botella de bourbon en el vestíbulo. La recogí y me la llevé para tirarla en la oficina. El millonario del petróleo que hace tanto tiempo espero, podría aparecer y echarse atrás al ver botellas de whisky vacías en el vestíbulo. Sobre todo, si veía la marca.

El ascensor, que funcionaba para variar, bajó traqueteando lúgubre desde el piso dieciséis. Me metí la botella bajo el brazo y abrí la verja de viejo bronce con el otro. Si no hiciera ejercicio, me habría mantenido en forma sólo con ir cada día a la oficina: entre hacer funcionar el ascensor, reparar el retrete del servicio de señoras del séptimo piso y correr escaleras arriba y abajo entre mi oficina del cuarto piso y el servicio ya era suficiente.

El ascensor se detuvo gruñendo en la cuarta planta. Mi oficina estaba en el extremo este del pasillo, el lugar en el que los alquileres bajos caen aún más bajo a causa de la vía elevada Dan Ryan, que está justo a su altura. Un tren pasaba armando ruido cuando abrí la puerta.

Paso tan poco tiempo en mi oficina que nunca me he preocupado de amueblarla. El viejo escritorio de madera que compré en una subasta de la policía. Eso era todo, con la excepción de un par de sillas de respaldo recto para los clientes, mi silla y un archivador color caqui. Mi única concesión a la elegancia era un grabado de los Uffizi sobre el archivador.

Recogí el correo acumulado durante una semana del suelo y empecé a abrirlo mientras llamaba a mi servicio de contestador. Dos mensajes. No necesitaba buscar a Hatfield; él me había llamado y quería verme en su oficina a las nueve de la mañana siguiente.

Miré la factura de una papelería. ¿Doscientos dólares por membretes y sobres? La tiré a la basura y marqué el número del FBI. Hatfield no estaba, claro. Hablé con su secretaria.

– Sí, por favor, dígale a Derek que mañana por la mañana no estoy libre, pero me viene muy bien a las tres de la tarde.

Me hizo esperar mientras consultaba la agenda. Yo seguí revisando el correo. La Sociedad de Jóvenes Mujeres Ejecutivas me animaba a unirme con ellas. Entre sus muchas ventajas estaba un plan de seguros de vida y salud. La secretaria de Derek volvió al teléfono y negociamos un poco, poniéndonos de acuerdo en una cita a las dos y media.

Mi segundo mensaje era una sorpresa y fue mucho mejor recibido. Había llamado Roger Ferrant. Era un inglés, un agente de seguros que había conocido la primavera anterior. Su compañía de Londres había asegurado un barco que explotó en los Grandes Lagos. Yo investigaba la catástrofe; su compañía protegía una inversión de cincuenta millones de dólares. No nos habíamos vuelto a ver desde una noche en que caí dormida -por decirlo de un modo educado- encima de él en un elegante restaurante.

Lo localicé en el apartamento que su compañía posee en el edificio Hancock.

– ¡Roger! ¿Qué estás haciendo en Chicago?

– Hola, Vic. Scupperfield y Plouder me han enviado aquí durante unas cuantas semanas. ¿Podemos cenar juntos?

– ¿Es mi segunda oportunidad? ¿O te gustó tanto mi actuación la primera vez que quieres más?

Se rió.

– Ninguna de las dos cosas. ¿Qué me dices? ¿Estás libre algún día de esta semana?

Le dije que estaba libre aquella misma noche y acordé reunirme con él en el edificio Hancock para tomar una copa a las siete y media. Colgué de mucho mejor humor. Me merecía una recompensa por haber estado tratando con los asuntos de Rosa.

Revisé rápidamente el resto del correo. No había nada que requiriese respuesta. Un sobre contenía un cheque por trescientos cincuenta dólares. Me animé a mí misma en silencio: puedes escoger a los clientes, Vic. Antes de marcharme, escribí unas cuantas facturas en la vieja Olivetti que había sido de mi madre. Ella creía firmemente en la idea de que la IBM había robado a Olivetti los diseños Executive y Selectric y se habría avergonzado de mí si poseyera uno de los modelos de la compañía Inventos Baratos Modernos.

Terminé rápidamente las facturas, las metí en sus sobres, apagué las luces y cerré. Afuera, la calle estaba atascada con el tráfico de la hora punta. Me abrí paso como pude con la facilidad que da una larga experiencia y recuperé el Omega para hacer otro largo y lento recorrido a través del tráfico, parando y volviendo a arrancar.

Soporté dócilmente los parones, largándome de la Kennedy por Belmont y dando una vuelta hasta mi banco con el cheque antes de ir a casa. En un súbito arranque de energía lavé los platos antes de cambiarme de ropa. Seguí con el jersey de seda amarillo, encontré un par de pantalones de terciopelo negro en el armario y me puse un pañuelo negro y naranja. Atractiva pero no vulgar.

Ferrant pareció pensar lo mismo. Me saludó con entusiasmo en el apartamento de Scupperfield y Plouder en el Hancock.

– Recordaba que eras inteligente y divertida, Vic, pero había olvidado lo atractiva que eras.

Para quien le gusten los hombres delgados, como a mí, Ferrant era guapo. Llevaba unos pantalones de buen corte con pequeñas pinzas en la cintura y un jersey verde oscuro sobre una camisa amarillo pálido. Su pelo oscuro, cuidadosamente peinado cuando abrió la puerta, le cayó sobre los ojos cuando le devolví el abrazo. Se lo echó hacia atrás con un gesto característico.

Le pregunté qué era lo que le había traído a Chicago.

– Negocios con Ajax, claro. -Me condujo al salón, una habitación moderna que dominaba el lago. Un gran sofá naranja con una mesita de cristal y cromo delante estaba flanqueado por unas sillas cromadas con asientos de tela negra. Parpadee ligeramente.

– Horrible, ¿verdad? -dijo alegremente-. Si tuviera que quedarme en Chicago durante más de un mes, tendría que conseguir que me dejasen buscarme mi propio apartamento. O por lo menos mis propios muebles. ¿Bebes algo que no sea Chateau St. Georges? Tenemos un bar muy completo.

Abrió un armarito de madera clara y cristal en una esquina y un impresionante muestrario de bebidas apareció ante nuestros ojos. Me reí: me había bebido dos botellas de Chateau St. Georges cuando fuimos a cenar juntos en mayo pasado.

– Johnny Walker etiqueta negra si tienen.

Rebuscó por el armarito, encontró una botella a medias y sirvió una copa pequeña para cada uno.

– Deben odiarte en Londres para mandarte a Chicago en enero. Y si tienes que quedarte hasta febrero, puedes estar seguro de que te tienen en la lista negra.

Hizo una mueca.

– Ya he estado aquí antes en invierno. Ésa debe ser la razón por la que vosotras, las chicas americanas, sois tan rudas. ¿Son así de brutas en el sur?

– Peor -le aseguré-. Son más rudas aún pero lo ocultan bajo un torrente de maneras suaves, así que no sabes que te están golpeando hasta que vuelves en ti.

Me senté en un extremo del sofá naranja; él acercó una de las sillas cromadas hacia mí y se inclinó como una cigüeña sobre su copa con el pelo cayéndole de nuevo sobre los ojos. Me explicó que Scupperfield y Plouder, su compañía de Londres, poseía un tres por ciento de Ajax.

– No somos los accionistas más importantes, pero tampoco los menos. Así que tenemos que vigilar de cerca a los de Ajax. Mandamos aquí a los más jóvenes para entrenarlos y nos llevamos a algunos de los de Ajax y les enseñamos cómo es el mercado de Londres. Lo creas o no, yo fui una vez un joven.

Como muchas de las personas que trabajan en las compañías de seguros inglesas, Roger Ferrant había empezado a trabajar nada más terminar la universidad. Así que a los treinta y siete años tenía casi veinte de experiencia en el azaroso negocio de las compañías de seguros.

– Te lo digo para que no te asombres cuando oigas que soy ahora un socio temporal -sonrió-. A mucha de la gente de Ajax le fastidia porque soy muy joven, pero para cuando ellos tengan mi experiencia, tendrán unos seis o siete años más que yo.

Aaron Cárter, el director de la división de seguros de Ajax, había muerto de repente el mes pasado de un ataque al corazón. Su sucesor más probable se marchó en septiembre para unirse a una compañía rival.

– No hago más que sustituirle de momento hasta que encuentren a alguien con la cualificación necesaria. Necesitan un buen director, pero tienen que encontrar a alguien que conozca el mercado de Londres de arriba abajo.

Me preguntó en qué estaba trabajando. Yo tenía unos cuantos casos de rutina, pero nada interesante, así que le conté lo de mi tía Rosa y las acciones falsificadas.

– Me encantaría que la encerrasen por fraude, pero me temo que no es más que una espectadora inocente -pensándolo bien, nadie diría que Rosa era una persona inocente. Libre de culpa sería una definición mejor.

Rehusé un segundo whisky y nos pusimos el abrigo para salir a la noche invernal. Un fuerte viento soplaba desde el lago, llevándose las nubes pero haciendo bajar la temperatura a bajo cero. Nos cogimos de la mano y corrimos hacia un restaurante italiano cuatro manzanas más allá de Séneca.

A pesar de encontrarse en el distrito de las finanzas, el Caffé Firenze tenía un interior alegre y sin pretensiones.

– No sabía que eras medio italiana cuando hice la reserva; si no, habría tenido mis dudas -dijo Ferrant mientras tendíamos nuestros abrigos hacia una atractiva señorita-. ¿Conoces este lugar? ¿Es auténtica la comida?

– Nunca he oído hablar de él, pero no suelo comer a menudo en esta parte de la ciudad. Mientras hagan su propia pasta, seguro que está bien.

Seguí al maître hasta un reservado que estaba contra el muro del fondo. Firenze evitaba los manteles de cuadros rojos y las botellas de Chianti que hay en la mayoría de los restaurantes italianos de Chicago. La mesa de madera pulida tenía manteles individuales de lino y una flor en un florero de cerámica toscana.

Pedimos una botella de Ruffino y unos pasticcini di spinacchi, entusiasmando al camarero al hablar italiano. Resultó que Ferrant había visitado el país numerosas veces y hablaba italiano pasablemente bien. Me preguntó si solía ir a ver a la familia de mi madre allí.

Negué con la cabeza.

– Mi madre era de Florencia, pero su familia era medio judía; su madre provenía de una familia de profesores de Pitigliano. Se desperdigaron al estallar la guerra. Mi madre se vino aquí, su hermano se fue a África y los primos se marcharon cada uno por su lado. Mi abuela murió durante la guerra. Gabriela volvió una vez en 1955 a ver a su padre, pero le resultó deprimente. Era el único miembro de la familia inmediata que le quedaba en Florencia y ella dijo que no había podido aguantar la guerra ni los cambios que trajo; seguía haciendo como si viviese en 1936 y la familia siguiera junta. Creo que vive aún pero… -hice un gesto de disgusto-. Mi padre le escribió cuando murió mi madre y nosotros recibimos una carta inquietante invitándonos a oírla cantar. Nunca me sentí con ánimos de conocerle.

– ¿Era cantante tu madre?

– Se educó para ello. Le hubiera gustado cantar ópera. Más tarde, cuando tuvo que dejar su país, no pudo seguir con sus clases. En lugar de ello, enseñaba. Me enseñó a mí. Le hubiera gustado que yo cogiera el relevo e hiciera la carrera que ella no hizo. Pero yo no tengo bastante voz. Y la verdad es que no me gusta tanto la ópera.

Ferrant dijo disculpándose que él siempre tenía entradas para la Royal Opera y le encantaba.

Me reí.

– A mí me gusta la puesta en escena y el brillo -el virtuosismo, supongo- del montaje de una ópera. Es un trabajo arduo, ¿sabes? Pero el canto es demasiado violento. Prefiero los Lieder. Mi madre siempre ahorraba el dinero suficiente de las lecciones de canto como para ir a un par de representaciones de la Ópera Lírica cada otoño. Luego, en verano, mi padre me llevaba a ver a los Cubs cuatro o cinco veces. La Ópera Lírica es mejor que los Chicago Cubs, pero tengo que admitir que siempre encontré mayor placer en el béisbol.

Pedimos la cena: alcachofas fritas y pollo in galantina para mí y riñones de ternera para Ferrant. La conversación pasó del béisbol al cricket, al que Ferrant jugaba; a su propia infancia en Highgate; y finalmente a su carrera en Scupperfield y Plouder.

Mientras me terminaba la segunda taza de espresso, me preguntó distraídamente si yo seguía las fluctuaciones del mercado bursátil.

Negué con la cabeza.

– No tengo nada que invertir. ¿Por qué?

Se encogió de hombros.

– Sólo llevo aquí una semana, pero he advertido en el Wall Street Journal que el volumen de Ajax parece compararse ventajosamente con el de otras compañías aseguradoras y que el precio puede estar subiendo.

– Muy bien. Parece que a tu firma le conviene.

Pidió la cuenta.

– No hacemos nada espectacular en lo que se refiere a ganancias. No estamos comprando compañías ni vendiendo propiedades. ¿Qué otra cosa hace subir las acciones?

– A veces, a los inversores institucionales les da por encapricharse de unas acciones determinadas. Las compañías aseguradoras funcionaron mejor durante la última depresión o recesión que cualquier otro negocio. Ajax es una de las más grandes. Quizá los fondos públicos y los demás inversores no hagan más que jugar sobre seguro… Si quieres, puedo darte el nombre de una agente que conozco; puede que tenga más información.

– Puede ser.

Recogimos nuestros abrigos y volvimos a enfrentarnos al viento. Soplaba más fuerte, pero las alcachofas fritas y media botella de vino parecían hacerle menos penetrante. Ferrant me invitó a subir a tomar un coñac.

Encendió la luz de la lámpara del mueble bar. Podíamos ver las botellas, pero el horrible mobiliario permanecía piadosamente en sombras. Me quedé junto a la ventana mirando al lago. El hielo reflejaba las farolas de Lake Shore Drive. Guiñando los ojos, veía los promontorios de más al sur, donde se encontraban Navy Pier y McCormick Place. En el aire claro del invierno los South Works brillaban rojizos doce millas más allá. Antes vivía allí, en una casa de madera mal hecha, que destacaba gracias al arte de mi madre.

Ferrant me rodeó con el brazo izquierdo y me tendió una copa de Martell con la derecha. Me incliné hacia atrás contra él, luego me di la vuelta y le rodeé con ambos brazos, sujetando con cuidado la copa lejos de su jersey. Parecía de cachemir y puede que no le fuese muy bien el coñac. Era delgado pero fuerte, no un simple blandengue amante de la ópera. Deslizó la mano bajo mi jersey de seda y me frotó la espalda; luego empezó a buscar el broche del sujetador.

– Se abre por delante -me estaba costando mantener el equilibrio y la copa al mismo tiempo, así que puse el coñac en la repisa de la ventana, detrás de mí. Ferrant había encontrado el corchete delantero. Yo manipulé los botones de su pantalón de pinzas. Hacer el amor de pie no es tan fácil como parece en las películas. Nos deslizamos juntos sobre la alfombra color naranja.

Загрузка...