La autopista Eisenhower es la principal vía de escape de Chicago hacia los barrios periféricos del oeste. Incluso en los días cálidos y soleados, parece un patio de prisión a lo largo de la mayor parte de su recorrido. Casas ruinosas y construcciones borrosas se alinean a lo largo de las cimas de las laderas que bordean sus ocho carriles. A lo largo de la parte central hay unas cuantas gasolineras. La Eisenhower está siempre repleta de coches, incluso a las tres de la mañana. A las nueve de un día laborable estaba imposible.
Sentía la tensión subir por los músculos de la parte de atrás del cuello mientras avanzaba. Estaba haciendo un recado que no quería hacer para hablar con una persona a quien no deseaba ver para solucionarle los problemas a una tía a la que detestaba. Para hacerlo, tenía que pasarme horas metida en un atasco. Y tenía los pies helados dentro de mis zapatos sin puntera. Puse la calefacción un poco más fuerte, pero el Omega no respondía. Cerré y abrí los dedos de los pies para mantener la circulación de la sangre, pero seguían empeñados en quedarse helados.
En la Primera Avenida el tráfico mejoraba al absorber los edificios de oficinas a los automovilistas que iban saliendo. Yo salí por el norte en Mannheim y deambulé por las calles intentando seguir las escuetas indicaciones de Albert. Eran las diez y cinco cuando finalmente encontré la entrada del convento. Llegar tarde no mejoró mi humor.
El convento de San Albertus estaba comprendido por un gran bloque de edificios neogóticos colocados a un lado de un hermoso parque. Parecía que el arquitecto se hubiera visto obligado a compensar las bellezas de la naturaleza. En la atmósfera brumosa entre la nieve, los edificios se erguían amenazadores con sus siluetas informes.
Un pequeño cartel identificaba el bloque de cemento más cercano: la Casa de Estudios. Mientras pasaba a su lado en el coche, entraron en él unos cuantos hombres con hábitos blancos y capuchas sobre la cabeza, parecidos a monjes medievales. No me prestaron atención.
Cuando avanzaba lentamente por el camino circular de entrada, vi varios coches aparcados a un lado. Dejé allí el Omega y corrí hacia la entrada más cercana. Ésta tenía un sencillo cartel que decía:
CONVENTO DE SAN ALBERTUS.
En el interior, el edificio tenía la atmósfera medio irreal, medio apagada que a menudo se encuentra uno en las instituciones religiosas. Da la sensación de que la gente pasa allí mucho tiempo rezando, pero también deprimida o aburriéndose. El vestíbulo tenía una bóveda de cemento que desaparecía en la oscuridad unos cuantos pisos más arriba. Baldosas de mármol añadían frialdad al conjunto.
Un pasillo corría perpendicular a la entrada. Crucé hacia él haciendo sonar mis tacones en la abovedada sala y miré dudando a mi alrededor. Había un escritorio de madera arañada en un rincón formado por el corredor de entrada y una escalera. Un hombre delgado vestido de paisano estaba sentado detrás leyendo Los más grandes triunfos de Charles Williams. Dejó el libro de mala gana después de que le preguntase varias veces. Su rostro era extremadamente delgado; parecía consumirse de ascetismo nervioso, pero quizá no fuese más que un hipotiroideo. En cualquier caso, me dirigió hacia el despacho del prior con un susurro apresurado, sin esperar a ver si yo iba en la dirección que me había indicado antes de volver a su libro.
Por lo menos estaba en el edificio correcto; un alivio, ya que llegaba con quince minutos de retraso. Torcí a la izquierda por el pasillo, pasando junto a imágenes y puertas cerradas. Un par de hombres con hábitos blancos se cruzaron conmigo, discutiendo acaloradamente pero en voz baja. Al final del pasillo torcí a la derecha. A un lado estaba una capilla y al otro lado, como me había asegurado el joven, el despacho del prior.
El reverendo Boniface Carroll hablaba por teléfono cuando entré. Sonrió al verme y me indicó una silla frente a su escritorio, pero siguió hablando con una serie de gruñidos. Era un hombre frágil de unos cincuenta años. Su hábito de lana blanca se había vuelto ligeramente amarillo con el tiempo. Parecía muy cansado; mientras escuchaba a su interlocutor no dejaba de frotarse los ojos.
El despacho estaba escasamente amueblado. Un crucifijo sobre una de las paredes era el único adorno y el ancho escritorio estaba gastado por los años. El suelo estaba cubierto del clásico linóleo, sólo parcialmente cubierto por una gastada alfombra.
– Bueno, está aquí en este momento, señor Hatfield… No, no, creo que tengo que hablar con ella.
Alcé las cejas al oír esto. El único Hatfield que yo conocía trabajaba en el departamento de fraudes en el FBI. Era un joven competente pero su sentido del humor dejaba algo que desear. Cuando nuestros caminos se cruzaban, solía ser para irritación mutua, ya que intentaba ahogar mis impertinencias con amenazas acerca del poder del FBI.
Carroll terminó su conversación y se volvió hacia mí.
– Es usted la señorita Warshawski, ¿verdad? -tenía una voz ligera y agradable con un cierto deje oriental.
– Sí -le tendí una tarjeta-. ¿Era Derek Hatfield?
– El hombre del FBI. Sí, ha estado aquí con Ted Dartmouth, de la Comisión de Vigilancia de la Bolsa. No sé cómo se enteró de que íbamos a vernos, pero estaba pidiéndome que no hablara con usted.
– ¿Dijo por qué?
– Piensa que es asunto del FBI y del SEC. Me dijo que una aficionada como usted podría enturbiar las aguas y hacer más difícil la investigación.
Me froté el labio superior pensativa. Me había olvidado de la barra de labios y vi la mancha en el dedo. Tranquila, Vic. Si hubiese actuado con lógica, hubiese sonreído con educación al padre Carroll y me hubiese marchado. Después de todo, había estado maldiciéndole a él, a Rosa y a mi tarea durante todo el camino desde Chicago. Pero no hay nada como una cierta oposición para hacerme cambiar de opinión, sobre todo si la oposición viene de Derek Hatfield.
– Eso es en cierto modo lo que le dije a mi tía cuando hablé ayer con ella. El FBI y el SEC están especializados en manejar este tipo de investigaciones. Pero ella es vieja y está asustada y quiere ver a alguien de la familia ocupándose del asunto.
»Hace unos diez años que soy detective privado. He trabajado en muchas investigaciones financieras y he conseguido una buena reputación. Puedo darle el nombre de varias personas de esta ciudad para que las llame y así tendrá otra opinión que no sea solamente la mía.
Carroll sonrió.
– Tranquilícese, señorita Warshawski. No tiene que convencerme. Le dije a su tía que hablaría con usted y creo que a ella le debemos algo aquí, aunque no sea más que una charla con usted. Ha trabajado para San Albertus muy a conciencia durante mucho tiempo. Se sintió muy herida cuando le pedimos que se tomase unas vacaciones. Detesté tener que hacerlo, pero lo hice con todas las personas que tenían acceso a la caja fuerte. Tan pronto como aclaremos este asunto, ella sabe perfectamente que queremos que vuelva. Es sumamente competente.
Asentí. Me imaginaba a Rosa como una competente tesorera. Se me ocurrió que hubiese sido menos desagradable si hubiese podido canalizar su energía en una carrera. Podría haber sido una eficiente ejecutiva financiera.
– No sé lo que en realidad ocurrió -le dije a Carroll-. ¿Por qué no me cuenta la historia entera: dónde está la caja fuerte, cómo descubrió usted la falsificación, cuánto dinero está en juego, quién pudo acceder a él, quién conocía su existencia y todo lo demás? Le interrumpiré cuando no comprenda algo.
Volvió a sonreír con una dulce sonrisa tímida y se levantó para enseñarme la caja fuerte. Estaba en un almacén que había detrás de su despacho; uno de esos viejos modelos de hierro fundido con una cerradura de combinación. Estaba empotrada en una esquina en medio de montones de papeles, una antigua máquina copiadora y pilas de libros de oraciones.
Me arrodillé para mirarla. Por supuesto el convento llevaba años utilizando la misma combinación, lo que quería decir que cualquiera que hubiese estado allí durante un tiempo podía haberla descubierto. Ni el FBI ni la policía de Melrose Park habían descubierto señales de que la cerradura hubiera sido forzada.
– ¿Cuántas personas tienen ustedes aquí en el convento?
– Hay veintiún estudiantes en la Casa de Estudios y once sacerdotes profesores. Pero también hay gente como su tía, que viene y trabaja aquí durante el día. Tenemos personal de cocina, por ejemplo; los hermanos lavan los platos y sirven las mesas, pero hay tres mujeres que vienen a cocinar. Tenemos dos recepcionistas; el joven que seguramente le indicó cómo venir a mi despacho y una señora que se ocupa del turno de tarde. Y naturalmente, mucha gente del vecindario que comparte con nosotros los cultos de la capilla -sonrió de nuevo-. Nosotros los dominicos nos dedicamos al rezo y al estudio. No solemos llevar parroquias, pero mucha gente considera esto como su parroquia.
Sacudí la cabeza.
– Tienen ustedes por aquí a mucha gente y no será fácil resolver el asunto. ¿Quién tenía acceso oficial a la caja fuerte?
– Pues la señora Vignelli, naturalmente -ésa era Rosa-. Yo. El procurador; maneja los asuntos financieros. El jefe de estudios. Tenemos una auditoría una vez al año y nuestros contables examinan siempre los haberes y los demás bienes, pero creo que no conocen la combinación de la caja.
– ¿Por qué guardan las cosas aquí y no en una caja de seguridad de un banco?
Se encogió de hombros.
– Me estaba haciendo la misma pregunta. Me eligieron en mayo pasado -la sonrisa retrocedió hacia sus ojos-. No era un puesto que desease. Soy como Juan Roncalli. El candidato seguro que no pertenece a ninguno de los bandos que hay aquí. De cualquier modo, nunca estuve interesado en dirigir éste ni ningún otro convento. No sé nada del asunto. No sabía que guardábamos cinco millones de dólares en acciones en este lugar. Si quiere que le sea sincero, ni siquiera sabía que las teníamos.
Me estremecí. Cinco millones de dólares por allí sueltos esperando a que cualquiera pasase y los cogiera. Lo extraordinario era que no los hubiesen robado hacía muchos años.
El padre Carroll estaba explicando la historia de las acciones con su voz eficiente y suave. Eran acciones de compañías de comunicaciones, AT & T, IBM y Standard de Indiana principalmente. Hacía diez años, un rico caballero de Melrose Park se las había dejado en herencia al convento.
Los edificios del convento tenían cerca de ochenta años y necesitaban un montón de reparaciones. Señaló unas grietas en la escayola de la pared y yo seguí la línea con los ojos hasta una gran mancha marrón en el techo.
– Los problemas más urgentes son el tejado y la caldera. Parecía razonable vender unas cuantas acciones y utilizar el dinero para reparar el lugar que es, a fin de cuentas, nuestro mayor bien. Incluso aunque sea feo e incómodo, no podríamos sustituirlo hoy día. Así que saqué el tema en la reunión del capítulo y conseguí un acuerdo. Al siguiente lunes, fui al Loop y vi a un agente de bolsa. Él accedió a vender acciones por valor de ochenta mil dólares. Se las llevó entonces.
Aquello había sido todo lo que se supo del asunto durante una semana. Entonces, el agente les llamó. El Fort Dearborn Trust, agente de ventas de la compañía, había examinado los títulos y había descubierto que eran falsos.
– ¿Hay alguna posibilidad de que el agente de bolsa o el banquero hicieran el cambio?
Sacudió la cabeza tristemente.
– Eso es lo primero en lo que pensé. Pero comprobamos todas las acciones que quedaban. Y son todas falsas.
Nos quedamos un rato en silencio. Vaya panorama más desalentador.
– ¿Cuándo fue la última vez que se comprobó la autenticidad de las acciones? -pregunté al fin.
– No lo sé. He llamado a los administradores, pero ellos lo único que hacían era comprobar que las acciones estaban en su sitio. Según el hombre del FBI, las falsificaciones están muy bien hechas. El fraude sólo pudo descubrirse porque los números de serie no los habían utilizado las compañías emisoras. Hubiesen engañado a cualquier persona corriente.
Suspiré. Probablemente tendría que hablar con el prior anterior, con el jefe de estudios y el procurador. Le pregunté a Carroll por ellos. Su predecesor estaba pasando un año en Pakistán, a cargo de una escuela de dominicos. Pero el jefe de estudios y el procurador estaban ambos en el edificio y asistirían a la comida.
– Si quiere usted unirse a nosotros, es bienvenida. Normalmente, el refectorio de un convento es de clausura; esto quiere decir que sólo los frailes pueden usar la sala -me explicó como respuesta a mi mirada sorprendida-. Y sí. Nosotros los frailes llamamos convento a esto. O una abadía. En cualquier caso, hemos levantado la clausura aquí en la escuela para que los jóvenes puedan comer con sus familias cuando vienen a visitarlos… La comida no es lo que se dice muy interesante, pero es más fácil conocer así a Pelly y a Jablonski que intentar localizarlos más tarde -se retiró una manga amarilleada para revelar una fina muñeca con una ancha correa de reloj de cuero en ella-. Son casi las doce. La gente debe estar reuniéndose ya en el exterior del refectorio.
Miré mi propio reloj. Eran las doce menos veinte. El deber me había llevado a enfrentarme a cosas peores que la cocina poco selecta. Acepté. El prior cerró con cuidado el almacén tras él.
– Otro ejemplo de descuido -dijo-. No había cerrojo en esta puerta hasta que descubrimos la falsificación.
Nos unimos a una procesión de hombres con hábitos blancos que caminaban por el pasillo ante el despacho de Carroll. La mayoría le saludaron, mirándome de reojo. Al final del pasillo había dos puertas batientes. A través de la parte de arriba de cristal vi el refectorio, que parecía el gimnasio de una universidad convertido en comedor: largas mesas de tablones, sillas plegables metálicas, nada de manteles, paredes color verde hospital.
Carroll me condujo del brazo a través del grupo hasta un hombre rechoncho de mediana edad cuya cabeza emergía de un puñado de pelo gris, como un huevo pasado por agua en una huevera.
– Stephen, quiero que conozcas a la señorita Warshawski. Es la sobrina de Rosa Vignelli, pero es también detective privado. Está investigando el delito que nos ocupa en calidad de árnica familiae -se volvió hacia mí-. Éste es el padre Jablonski, que es jefe de estudios desde hace siete años… Stephen, ¿por qué no nos buscas a Augustine y se lo presentas a la señorita Warshawski? Necesita hablar también con él.
Estaba a punto de murmurar una cortesía banal cuando Carroll se volvió hacia la multitud y dijo algo en latín. Los demás contestaron y él murmuró algo que supuse sería una bendición; todo el mundo se persignó.
La comida, desde luego, no tenía el menor interés: cuencos de sopa de tomate Campbell, que odio, y sándwiches de queso tostados. Metí pepinillos y cebollitas en mi sándwich y acepté un café que me ofreció un atento joven dominico.
Jablonski me presentó a Augustine Pelly, el procurador, y a la media docena más o menos de hombres que había en nuestra mesa. Todos eran «hermanos», no «padres». Como todos se parecían con sus blancos hábitos, olvidé rápidamente sus nombres.
– La señorita Warshawski cree poder tener éxito donde el FBI y el SEC han fracasado -dijo Jablonski jovialmente con su acento nasal del medio oeste resonando a través del comedor.
Pelly me midió con la vista y luego sonrió. Era casi tan delgado como el padre Carroll y estaba muy moreno, lo que me sorprendió. ¿A dónde iba un monje a tomar el sol en pleno invierno? Sus ojos azules se veían perspicaces y alerta en medio de su oscuro rostro.
– Lo siento, señorita Warshawski; conozco lo bastante a Stephen como para saber que está bromeando, pero me temo que no entiendo la broma.
– Soy detective privado -expliqué.
Pelly alzó las cejas.
– ¿Y va a investigar lo de nuestras acciones desaparecidas?
Asentí.
– La verdad es que no tengo los recursos del FBI en esta clase de asuntos. Pero también soy la sobrina de Rosa Vignelli; ella quiere que alguien de la familia esté de su lado en las investigaciones. Mucha gente ha tenido acceso a la caja fuerte durante años, estoy aquí para recordárselo a Derek Hatfield si empieza a ponerse demasiado pesado con Rosa.
Pelly volvió a sonreír.
– No me parece la señora Vignelli el tipo de mujer que necesita protección.
Le sonreí a mi vez.
– Desde luego que no lo es, padre Pelly. Pero no dejo de recordarme a mí misma que Rosa cumple años como cualquier ser humano. De todos modos, ella parece algo asustada, sobre todo por el hecho de que no pueda trabajar más aquí -comí un poco más de sándwich. Queso Kraft americano. Junto al Stilton y el brie, mi queso favorito.
Jablonski dijo:
– Espero que ella sepa que también a Augustine y a mí nos han prohibido el acceso a las finanzas del convento hasta que este asunto se aclare. No se la está tratando de forma diferente a la de cualquiera de nosotros.
– Puede que alguno de ustedes pudiera llamarla -sugerí-. Quizá eso la hiciera sentirse mejor… Estoy segura de que la conocen lo bastante bien como para darse cuenta de que no es una mujer con muchos amigos. Gran parte de su vida está centrada en esta iglesia.
– Sí -asintió Pelly-. No sabía que tuviese familia aparte de su hijo. Nunca la mencionó a usted, señorita Warshawski. Ni que tuviera familiares polacos.
– La hija de su hermano era mi madre, que se casó con un policía de Chicago llamado Warshawski. Nunca he entendido demasiado bien las leyes de parentesco. ¿Significa eso que ella tiene parientes polacos porque yo soy medio polaca? No pensará que estoy diciendo que soy sobrina de Rosa para colarme en el convento, ¿verdad?
Jablonski lanzó su sonrisa sardónica.
– Ahora que las acciones han desaparecido, no hay nada por lo que merezca la pena colarse aquí. A menos que tenga usted una obsesión secreta por los frailes.
Me reí, pero Pelly dijo muy serio:
– Me imagino que el prior habrá comprobado sus credenciales.
– No tenía ninguna razón para hacerlo, no era él el que me contrataba. Tengo conmigo una copia de mi licencia de investigadora privada, pero no llevo ninguna documentación que me identifique como la sobrina de Rosa Vignelli. Naturalmente, puede usted llamarla.
Pelly levantó una mano.
– No estoy dudando de usted. Sólo me preocupo por el convento. Nos están haciendo una publicidad que ninguno de nosotros deseamos y que va en verdadero detrimento de los estudios de estos jóvenes -señaló a los jóvenes hermanos de nuestra mesa, que no se perdían una palabra. Uno de ellos enrojeció de vergüenza-. La verdad es que no quiero que nadie, aunque sea la sobrina del papa, revuelva más aún las cosas aquí.
– Lo entiendo. Pero también entiendo el punto de vista de Rosa. Es muy conveniente dejarla a ella fuera del convento apechugando con todo. No tiene detrás a una gran organización con montones de conexiones políticas. Ustedes sí.
Pelly me echó una mirada glacial.
– No voy a pretender haber entendido eso, señorita Warshawski. Supongo que se referirá usted a la popular leyenda del poder político de la Iglesia católica, la línea directa del Vaticano que iba a controlar a John Kennedy y a ese tipo de cosas. Está más allá de toda discusión.
– Creo que podemos tener una discusión muy animada acerca de ello -objeté-. Podemos hablar de la política del aborto, por ejemplo. El modo en que los párrocos locales intentan influenciar a sus congregaciones para que voten a candidatos antiabortistas a pesar de que puedan ser unos ineptos. O puede que quiera hablar de las relaciones entre el arzobispo Farber y el superintendente de policía Bellamy. O entre aquél y el alcalde.
Jablonsky se volvió hacia mí.
– Creo que los párrocos relajarían mucho sus deberes morales si no intentasen oponerse al aborto de todos los modos posibles, incluso conminando a sus feligreses a votar a los candidatos pro-vida.
Sentí que la sangre me subía a la cabeza, pero sonreí.
– Nunca nos pondremos de acuerdo acerca de si el aborto es una cuestión moral o una cuestión privada entre una mujer y su médico. Pero una cosa está clara: es una cuestión sumamente política. Mucha gente investiga a fondo la implicación de la Iglesia católica en este asunto.
»Ahora mismo, Hacienda especifica claramente lo alejados de la política que deben mantenerse para seguir exentos de impuestos. Así que cuando los obispos y arzobispos utilizan sus despachos para empujar a candidatos políticos, están cruzando la fina línea de su imparcialidad. Sin embargo, ningún juez ha sido capaz de llevar a la Iglesia católica a los tribunales, lo que ya es un argumento bastante claro de por dónde van los tiros.
Pelly se puso rojo oscuro por debajo de su bronceado.
– No creo que tenga usted la menor idea de lo que está hablando, señorita Warshawski. Quizá sea mejor que se limite usted a discutir los puntos que le indicó el prior.
– Estupendo -dije-. Concentrémonos en el convento. ¿Hay alguien que pueda tener alguna razón para acercarse a cinco millones de dólares?
– Nadie -dijo Pelly brevemente-. Hacemos voto de pobreza.
Uno de los hermanos me ofreció más café. Era tan flojo que casi no se podía beber, pero lo acepté distraída.
– Se hicieron ustedes con las acciones hace diez años. Desde entonces, casi cualquiera que tuviese acceso al convento podía haberse llevado el dinero. Quitando a los extraños que entrasen desde la calle, eso significa alguien que tuviese relación con este lugar. ¿Qué tipo de rotación tienen ustedes con sus monjes?
– Se les llama frailes -dijo Jablonski-. Los monjes permanecen en el mismo lugar; los frailes se desplazan. ¿Qué quiere decir con rotación? Cada año nos dejan algunos estudiantes. Unos se ordenan, otros encuentran que la vida conventual no les conviene por la razón que sea. Y también hay bastante movimiento entre los padres. Personas que enseñan en otras instituciones dominicas vienen aquí, o viceversa. El padre Pelly, por ejemplo, acaba de volver de una estancia de seis meses en Ciudad Isabella. Estudió en Panamá y le gusta pasar allí algunas temporadas.
Eso explicaba su bronceado, pues.
– Seguramente podremos eliminar a las personas que se desplazan entre conventos dominicos. Pero, ¿qué me dice de los jóvenes que han dejado la Orden durante los últimos diez años? ¿Podría averiguar si alguno dijo que acababa de heredar?
Pelly se encogió de hombros con desdén.
– Supongo, pero no me gustaría hacerlo. Cuando Stephen dice que la vida religiosa no les conviene, no se refiere a la falta de lujo. Hacemos una cuidada selección de nuestros aspirantes antes de dejarles convertirse en novicios. Creo que habríamos detectado a un tipo que fuera capaz de robar.
El padre Carroll se unió a nosotros en aquel momento. El refectorio estaba vaciándose. Grupos de hombres se quedaban charlando junto a la puerta, algunos mirándome. El prior se volvió hacia los hombres que permanecían aún en nuestra mesa.
– ¿No tienen exámenes la semana que viene? Puede que debieran ponerse a estudiar.
Se levantaron un poco avergonzados y Carroll se sentó en uno de los asientos vacíos.
– ¿Avanza algo?
Pelly frunció el ceño.
– Hemos avanzado desde unas fuertes acusaciones a la Iglesia en general hasta un ataque concentrado a los jóvenes que abandonaron la Orden durante la pasada década. No es precisamente lo que hubiera esperado de una jovencita católica.
Levanté una mano.
– No, padre Pelly. No soy ninguna jovencita, ni soy católica… Estamos en un punto muerto. Tendré que hablar con Derek Hatfield y ver si comparte las ideas del FBI conmigo. Lo que necesitan es encontrar a alguien con una cuenta bancaria secreta. Quizá uno de sus hermanos, puede que mi tía. Aunque si ella robó el dinero, desde luego no es para gastárselo en sí misma. Vive muy frugalmente. Quizá, sin embargo, sea fanática de alguna causa de la que no sé nada y robó para apoyarla. Lo cual puede ser igualmente posible en el caso de cualquiera de ustedes.
Rosa como una secreta Torquemada era una idea que me atraía, pero no tenía ninguna prueba real de ello. Era difícil imaginársela preocupándose por alguien; menos aún robando por alguien.
– Como procurador, padre Pelly, puede que sepa usted si las acciones fueron autentificadas alguna vez. Si no se hizo cuando llegaron a sus manos, puede que hubieran sido siempre falsas.
Pelly negó con la cabeza.
– Nunca se nos ocurrió. No sé si éramos demasiado ingenuos como para manejar valores, pero no nos pareció que fuera necesario.
– Puede que no -asentí. Les pregunté a él y a Jablonski algunas cosas más, pero ninguno de los dos me sirvió de mucha ayuda. Pelly parecía seguir molesto conmigo por lo de la Iglesia y la política. Como había agravado mi pecado no siendo católica, sus respuestas eran gélidas. Incluso Jablonski lo comentó.
– ¿Por qué estás tan antipático con la señorita Warshawski, Gus? No es católica. Ni tampoco lo es el ochenta y cinco por ciento de la población del mundo. Eso debería hacernos ser más caritativos, no menos.
Pelly volvió su fría mirada hacia él y Carroll señaló:
– Dejemos la crítica de grupo para el capítulo, Stephen.
Pelly dijo:
– Lo siento si parezco antipático, señorita Warshawski. Pero este asunto es muy preocupante, especialmente al haber sido yo el procurador desde hace ocho años. Y me temo que mis experiencias en Centroamérica me hacen muy sensible a las críticas acerca de la Iglesia y la política.
Parpadeé unas cuantas veces.
– ¿Por qué sensible?
Carroll intervino de nuevo.
– Dos de nuestros sacerdotes fueron asesinados a tiros en El Salvador la primavera pasada; el gobierno sospechó que encubrían a unos rebeldes.
No dije nada. Si la Iglesia trabajaba para los pobres, como en El Salvador, o apoyaba al gobierno, como en España, para mí no dejaba de ser meterse en política. Pero no parecía correcto seguir con la discusión.
Jablonski pensaba de otro modo.
– Basura, Gus, y tú lo sabes. Sólo estás molesto porque el gobierno y tú no os podéis ver. Pero si tus amigos se lo montasen bien, sabes perfectamente que la Hermandad de Santo Tomás podría tener aliados muy poderosos. -Se volvió a mí-. Ése es el problema con las personas como usted y como Gus, señorita Warshawski; cuando la Iglesia está de su parte, ya esté luchando contra el racismo o la pobreza, es que es sensible, no política. Cuando se pone en contra de la posición de uno, entonces es política y no lleva a nada bueno.
Carroll dijo:
– Creo que nos estamos alejando mucho del asunto por el cual está aquí la señorita Warshawski. Stephen, ya sé que se supone que los dominicos somos predicadores, pero viola ciertas normas de la hospitalidad el que prediquemos a una invitada durante la comida, por muy escueta que sea ésta.
Se levantó y los demás le imitamos. Mientras salíamos del refectorio, Jablonski dijo:
– Sin rencores, señorita Warshawski. Me gustan los buenos luchadores. Siento si la ofendí en calidad de invitada.
Para mi propia sorpresa, me encontré sonriéndole.
– Sin rencores, padre. Me temo que me he dejado llevar.
Me estrechó la mano rápidamente y se marchó por el pasillo en dirección opuesta a Carroll, que dijo:
– Bien, me alegro de que Stephen y usted hayan encontrado un terreno común. Es un buen hombre, sólo que un poco agresivo en algunas ocasiones.
Pelly frunció el ceño.
– ¡Agresivo! No tiene el menor… -de pronto recordó que debía reservar la crítica de grupo para el capítulo y se calló-. Lo siento, prior. Puede que debiese volver a Santo Tomás; creo que allí es donde tengo la cabeza últimamente.