Capítulo 21. Fecha límite

Roger jugueteó malhumorado con su filete.

– Por cierto, gracias por la nota que me dejaste ayer. ¿Cómo estaba el arzobispo?

– Había dos. Uno era hipócrita y el otro feo. Háblame de ese registro.

Había quedado con él en el Filigree y me conmovió su aspecto exhausto. Tomamos una copa en el bar antes de cenar y Roger estaba tan cansado que ni siquiera hablaba. Se frotó la frente con cansancio.

– Estoy desconcertado. Completamente desconcertado. He estado en ello todo el día y sigo sin poder entenderlo… Así es la cosa. Si posees el cinco por ciento o más de una compañía, hay que registrarlo en el SEC y decirles lo que pretendes hacer con tu parte. ¿Te acuerdas de que hace una semana más o menos me preguntaste acerca de la compañía Wood-Sage? Pues son ellos los que hicieron el registro.

»Lo hicieron ayer, para no tener que contestar a un montón de preguntas ni salir en el Journal ni nada. Pero, naturalmente, nuestros abogados consiguieron todo el material. Al parecer, Wood-Sage no es una compañía que haga nada a las claras. No son más que un grupo de personas que compran y venden acciones para su propio beneficio, suponiendo que uniendo sus inversiones les saldrá mejor que si lo hicieran individualmente. Eso no es raro. Y dicen que compraron tantas acciones de Ajax sólo porque pensaron que la compañía es un buen negocio. El problema es que no podemos conseguir ningún tipo de información para saber quién posee Wood-Sage -se pasó los dedos por el largo pelo y apartó su plato con el filete casi sin tocar.

– Al registrarse en el SEC tendrán que decir quién es el dueño, ¿no? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– Los dueños son los accionistas. Hay un consejo de dirección, pero parece estar formado por brokers, incluyendo a Tilford & Sutton.

– Los compradores deben estar entre sus clientes, entonces -me puse a pensar en mi asalto a sus oficinas-. No tengo la lista de todos sus clientes. Y no sé lo que eso significaría para ti, en cualquier caso. Lo único raro es que hacen negocios con Corpus Christi. Corpus Christi compró varios millones de dólares de certificados el otoño pasado. Tiene que habérselos dado a Wood-Sage.

Roger nunca había oído hablar de Corpus Christi.

– No me extraña. Hacen todo lo posible para permanecer en el anonimato -le dije lo que había leído sobre ellos en el Journal-. Como lo hacen todo en secreto, quizá no quieran dar publicidad al hecho de que posean una compañía como Wood-Sage… Catherine Paciorek es miembro; a su hijo se le escapó inadvertidamente…

Roger jugueteó con el pie de su copa de vino.

– Hay algo que quiero pedirte -dijo al fin de repente-. Me resulta difícil, porque hemos tenido problemas a causa de tu trabajo como detective y mi reacción ante él. Pero me gustaría contratarte para Scupperfield y Plouder. Me gustaría que tratases de descubrir quién está detrás de Wood-Sage. Ahora, este asunto de Corpus Christi y la señora Paciorek… te permite ver las cosas desde dentro.

– Roger, el SEC y el FBI tienen el tipo de medios que necesitas para una investigación así. No yo. El martes o el miércoles tendrán toda la información. Será de dominio público.

– Quizá. Pero puede ser demasiado tarde. Estamos haciendo lo que podemos: mandando cartas a los accionistas pidiéndoles que apoyen a la directiva actual. Nuestros abogados están trabajando como locos. Pero nadie consigue resultados -se inclinó sobre la mesa y me cogió la mano-. Mira. Es pedir mucho, ya me doy cuenta. Pero tú conoces a la señora Paciorek. ¿No podrías hablar con ella y descubrir si Corpus Christi está mezclado en este asunto de Wood-Sage?

– Roger, esa señora no me habla. Ni siquiera sé cómo conseguir que me reciba.

Me miró con seriedad.

– No te estoy pidiendo que me hagas un favor. Te contrato. Sea cual sea tu tarifa habitual, Scupperfield y Plouder la doblan. No puedo correr el riesgo de dejar de lado una estrategia que pueda funcionar. Si nos enteramos de quién son los propietarios, si sabemos por qué quieren comprar la compañía, tendríamos unas posibilidades de mantener las riendas en Ajax muy diferentes.

Pensé en los tres dólares que llevaba en la cartera, en los muebles nuevos que iba a tener que comprar, el sueldo de los hermanos Streeter para proteger al tío Stefan. Entonces me vine abajo. Era culpa mía el que tío Stefan estuviese en el hospital necesitando protección. Tras un par de semanas trabajando con lo de las falsificaciones, no había hecho nada más que perder mi apartamento y todas mis posesiones. Lotty, mi refugio, no me hablaba. Nunca me había sentido tan desanimada ni tan inútil en todos los años que llevaba como investigadora. Intenté torpemente explicar alguno de mis sentimientos.

Roger me apretó la mano.

– Entiendo cómo te sientes -sonrió brevemente-. Yo era el joven brillante que venía a manejar la operación de Ajax y enseñarles cómo hacer su trabajo. Ahora nuestra directiva lucha por nuestras vidas. Sé que no es culpa mía… pero me siento inútil y molesto por no poder hacer nada.

Puse cara de ironía, pero le devolví el apretón de mano.

– ¿Así que vamos a tener que consolarnos mutuamente por nuestras vanidades perdidas? Supongo… Pero la semana que viene tendrás que ir al FBI y al SEC. Arréglame una cita con ellos. De otro modo no querrían hablar conmigo. Como sabes, es un proyecto inútil, pero intentaré encontrar el modo de que Catherine Paciorek hable conmigo.

Sonrió agradecido.

– No sabes qué alivio es esto para mí, Vic. Aunque sólo sea la idea de que alguien en quien confío totalmente esté metido en el asunto. ¿Podrías venir el lunes y conocer a la directiva? Los abogados pueden darte una visión completa de lo que saben; quizá sean tres horas de palabras huecas.

– El lunes no puedo. ¿El martes?

Asintió. A las ocho de la mañana. Me estremecí ligeramente pero apunté la cita en mi agenda.

Dejamos el Filigree a las nueve y fuimos al cine. Llamé al hospital desde el cine para comprobar si el tío Stefan estaba bien. Todo bien. Hubiese deseado que alguien se preocupase lo bastante por mi seguridad como para contratar a unos fornidos guardaespaldas para que me protegiesen. Naturalmente, un curtido detective nunca se asusta. Así que lo que estaba sintiendo no podía ser miedo. Quizá fuese excitación nerviosa por los placeres que se me avecinaban. De todos modos, cuando Roger me preguntó dudando si quería irme con él al Hancock, le contesté que sí sin vacilar.

A la mañana siguiente, el Herald Star y el Tribune recogían la historia de Wood-Sage en sus suplementos dominicales de negocios. Ninguna persona de la directiva de Ajax estaba disponible para hacer comentario alguno. Pat Kollar, el analista financiero del Herald Star, explicaba por qué alguien podría querer comprar una compañía de seguros. No había mucho más que decir acerca de Wood-Sage.

Roger leyó los periódicos de mal humor. Se marchó a las dos para ir a recibir a su socio al avión.

– Él tendrá el Financial Times y el Guardian y yo compraré el New York Times de camino. De ese modo nos espabilaremos como es debido rodeados de malas noticias… ¿Quieres quedarte para conocerlo?

Negué con la cabeza. Godfrey Anstey dormiría en la cama auxiliar del apartamento. Dos son compañía, pero tres son una molestia.

Cuando Roger se fue, me quedé unos minutos más para llamar a mi servicio de contestador. Phyllis Lording había llamado unas cuantas veces alrededor de las doce. Algo sorprendida, marqué el número de su apartamento de la calle Chestnut.

La aguda voz de Phyllis me pareció más agitada de lo normal.

– Oh, hola, Vic, ¿eres tú? ¿No tendrás por casualidad un rato libre esta tarde?

– ¿Qué ocurre?

Soltó una risa nerviosa.

– Puede que no sea nada. Pero es difícil explicarlo por teléfono.

Me encogí de hombros y accedí a ir a verla. Cuando la vi en la puerta, me pareció más delgada que nunca. Su pelo castaño estaba retirado de la cara de forma descuidada, prendido con horquillas. El cuello de cisne parecía tristemente esbelto entre aquella masa de pelo y los delicados rasgos de su cara destacaban con agudeza. Con una camisa demasiado grande y vaqueros ceñidos, parecía sumamente frágil.

Me condujo al salón, donde los periódicos del día estaban desparramados por el suelo. Al igual que Agnes, era una fumadora empedernida y flotaba en el aire una bruma azulada. Estornudé sin querer.

Me ofreció un café de una cafetera eléctrica que estaba en el suelo, junto al repleto cenicero. Cuando vi lo fuerte que estaba, pedí un poco de leche.

– Puedes mirar en la nevera -dijo titubeando, pero creo que no tengo.

El enorme refrigerador no contenía nada más que unas cuantas salsas y una botella de cerveza. Volví al salón.

– ¡Phyllis! ¿Qué comes últimamente?

Encendió un cigarrillo.

– No tengo hambre, Vic. Al principio intentaba hacerme comidas, pero me ponía enferma si comía algo. Ahora ya no tengo hambre.

Me acerqué a ella por el suelo y le puse una mano sobre el brazo.

– Eso no es bueno, Phyl. No es modo de recordar a Agnes.

Parpadeó unas cuantas veces entre el humo.

– Me siento tan sola, Vic. Agnes y yo no teníamos muchos amigos en común. La gente que conozco es toda de la universidad y sus amigos eran brokers e inversores. Su familia no me habla… -la voz se le quebró y hundió sus delgados hombros.

– A la hermana pequeña de Agnes le gustaría mucho hablar contigo. ¿Por qué no la llamas? Tiene veinte años menos que Agnes y no la conocía muy bien, pero la quería y admiraba. Es demasiado joven como para telefonearte sin sentir vergüenza por el modo en que te trató su madre.

No dijo nada durante unos minutos. Luego me mostró su intensa sonrisa y asintió.

– Muy bien. La llamaré.

Volvió a asentir.

– Lo intentaré, Vic.

Hablamos un rato acerca de sus cursos. Pregunté si no habría alguien que pudiera hacerse cargo de ellos para que se fuese a pasar unos días al sur a tomar un poco de sol; me dijo que lo pensaría. Después de un rato, abordó la razón por la que me había llamado.

– Agnes y yo compartíamos una suscripción al New York Times -sonrió tristemente y encendió otro cigarrillo: el quinto desde que llegara cuarenta minutos antes-. Siempre iba derecha a la sección de negocios mientras que yo cogía la de libros. Ella… me hacía rabiar acerca de eso. No tengo mucho sentido del humor y Agnes sí, y siempre me acababa sacando un poco de quicio… Desde que murió, yo… yo… -se mordió el labio y miró a otra parte, intentando esconder las lágrimas que asomaban por las comisuras de los ojos-. Empecé a leer la sección de negocios. Es… es un modo de sentirme aún en contacto con ella.

La última frase le salió en un susurro y tuve que esforzarme para oírla.

– No me parece ninguna tontería, Phyl. Tengo la sensación de que si hubieses sido tú la que hubieses muerto, Agnes se habría enfadado con Proust con la misma sensación.

Se volvió a mirarme de nuevo.

– Tú estabas más cercana a Agnes que yo en algunos sentidos. Tú y ella os parecíais mucho. Es gracioso. Yo la amaba con locura, pero no la entendía muy bien… Estaba siempre un poco celosa de ti porque tú la entendías.

Asentí.

– Agnes y yo habíamos sido amigas durante mucho tiempo. Hubo épocas en que yo me sentí celosa de tu proximidad a ella.

Dejó el cigarrillo y pareció relajarse; sus hombros volvieron a su posición normal.

– Es muy generoso por tu parte, Vic, gracias… El caso es que en el New York Times de esta mañana he visto una historia acerca de la adquisición fraudulenta de Ajax. Ya sabes, la gran compañía de seguros que está en el centro.

– Ya sé. Agnes estaba investigándola antes de morir y yo también ando metida por medio.

– Alicia Vargas, la secretaria de Agnes, me mandó todos sus papeles personales. Cosas en las que escribía notas, cualquier cosa que estuviese escrita a mano y no tuviese relación con la compañía. Los he revisado todos. Sobre todo su último cuaderno de notas. Los guardaba todos, como Jonathan Edwards… o Proust.

Se levantó y se acercó a la mesa baja, sobre la que vi unos cuantos cuadernos de espiral entre montones de Harper's y The New York Review of Books. Había supuesto que pertenecerían a Phyllis.

Cogió el de encima, lo hojeó rápidamente y me lo tendió abierto para mostrarme una página. La desparramada escritura de Agnes era difícil de leer. Había escrito «1 / 12» seguido por «R.F. Ajax». Eso no era muy difícil. Había hablado con Roger Ferrant acerca de Ajax el doce de enero. Otras cuantas anotaciones críticas referentes al parecer a diversas cosas en las que estaba pensando o en las que trabajaba. Una era una nota acerca de una lectura de poesía de Phyllis, por ejemplo. Luego, en el dieciocho, el día en que murió, había subrayado con fuerza: «doce millones de dólares, C-C para Wood-Sage».

Phyllis me miraba muy fija.

– Ya ves, no sabía qué quería decir Wood-Sage. Pero después de leer el periódico esta mañana… Y C-C… Agnes me habló de Corpus Christi. No puedo evitar el pensar…

– Nadie podría. ¿Dónde diablos consiguió esta información?

Phyllis se encogió de hombros.

– Conocía a muchos brokers y abogados.

– ¿Puedo usar tu teléfono? -dije de repente.

Me condujo hasta una réplica de un teléfono antiguo de porcelana y dorados. Marqué el número de los Paciorek. Contesto Bárbara. Se alegró de hablar conmigo; le encantaría hablar con Phyllis; sí, su madre estaba en casa. Se puso unos minutos más tarde para decirme muy confusa que su madre se negaba a hablar conmigo.

– Dile que la he llamado sólo para decirle que el hecho de que Corpus Christi sea el dueño de Wood-Sage saldrá en el Herald Star la semana que viene.

– ¿Corpus Christi? -repitió dudosa.

– Eso es.

Pasaron cinco minutos. Leí en el Times la historia de Ajax: más palabras para decir menos que lo que ponía en los periódicos de Chicago. Eché un vistazo a un poco más de palabrería acerca de AT & T. Miré los anuncios de trabajo doméstico. Quizá pudiese encontrar un trabajo menor. «Profesional curtido al que no asusten los retos.» Eso quería decir mucho trabajo y poca paga. ¿Con qué si no se curten los profesionales?

Finalmente la señora Paciorek se puso al aparato.

– Bárbara me ha dado un mensaje confuso -su voz era tirante.

– La cosa es como sigue, señora Paciorek: el SEC sabe, naturalmente, que Wood-Sage ha comprado el cinco por ciento de Ajax. Lo que no saben es que la mayor parte del dinero lo ha puesto Corpus Christi. Y que la mayor parte del dinero de Corpus Christi viene de usted, la fortuna Savage que les ha entregado. La ley sobre compra-venta de acciones no es mi fuerte, pero si Corpus Christi es la que está poniendo el dinero para que Wood-Sage compre su participación en Ajax, al SEC no le va a gustar que no se mencionase en la operación.

– No sé de qué estás hablando.

– Va a tener que ensayar mejor sus respuestas. Cuando los periódicos vayan a por usted, no se van a creer ésa.

– Si alguien llamado Corpus Christi ha comprado Ajax, yo no sé nada en absoluto.

– Eso es ligeramente mejor -concedí-. El problema es que cuando Agnes, su hija, ya sabe, murió, dejó unas cuantas notas que muestran una conexión entre Corpus Christi y Wood-Sage. Si vuelvo la atención del FBI hacia los abogados de usted, estoy segura de que podrán conseguir el nombre del broker que maneja el dossier de Corpus Christi. Es de suponer que es de ahí de donde Agnes sacó la información. Además, en menor escala, se sentirán interesados en las transferencias de las que Preston Tilford se ocupó.

Hubo un silencio al otro lado mientras la señora Paciorek ponía en orden sus defensas. No debía haber esperado poder forzar a una mujer tan controlada a que soltase alguna indiscreción. Al final dijo:

– Mis abogados sabrán sin duda cómo manejar la investigación, por muy acuciante que sea. Eso no es mi problema.

– Ya veremos. Pero puede que la policía quiera hacerle también algunas preguntas. Quizá quieran saber hasta dónde habría llegado usted para impedirle a Agnes que publicara el intento de adquisición de Ajax por parte de Corpus Christi.

Tras una larga pausa, contestó:

– Victoria, es evidente que estás histérica. Si crees saber algo acerca de la muerte de mi hija, es posible que te permita que vengas a verme.

Empecé a decir algo y luego me lo pensé mejor. Iba a hablar conmigo. ¿Qué más necesitaba en ese momento? Ese día no podía, pero me vería en su casa al día siguiente a las ocho de la noche.

Con mis nervios en el tirante estado en que se encontraban, no me sentía con ánimos de irme al Bellerophon. Le conté a Phyllis lo del incendio y mi apuro, y ella al instante me ofreció su dormitorio de invitados. Me acompañó a visitar al tío Stefan, que ya se sentía lo bastante bien como para aburrirse en el hospital. Para alivio mío, los médicos querían que se quedase unos días más; una vez que estuviese en casa, iba a ser imposible poder vigilarle.

Robert Streeter, el más joven de los hermanos, estaba con él cuando llegué. Al parecer alguien había intentado meterse en la habitación hacia la media noche. Jim, que estaba de guardia en ese momento, tuvo el acierto de no perseguirle, ya que eso habría dejado la habitación sin vigilancia. Cuando pudo despertar al personal de seguridad del hospital, el intruso se había marchado.

Sacudí la cabeza impotente. Un problema más que no podía manejar. Lotty llegó cuando nos íbamos. Al ver a Phyllis, sus espesas cejas negras se alzaron.

– ¡Vaya! ¿Así que Victoria te está mezclando también a ti en su mascarada?

– ¡Lotty! Tú y yo tenemos que hablar -dije vivamente.

Me echó una mirada de arriba abajo.

– Sí. Creo que eso estaría bien… Los tipejos esos que están con Stefan… ¿Han sido idea tuya o suya?

– ¡Llámame cuando te hayas bajado del pedestal! -le solté marchándome.

Phyllis era demasiado educada como para hacerme preguntas acerca del incidente. No hablamos mucho, pero hicimos una comida agradable en un pequeño restaurante de Irving Park Road antes de volver a la calle Chestnut.

El humo de los cigarrillos había impregnado las ropas de cama del cuarto de invitados. El olor, junto con mi tensión nerviosa, me impidieron dormir bien. A las tres me levanté para leer y me encontré a Phyllis sentada en el salón con una biografía de Margaret Fuller. Charlamos amigablemente durante varias horas. Después conseguí dormir hasta que Phyllis entró para despedirse antes de marcharse a su clase de las ocho y media. Me invitó a volver aquella noche. A pesar del aire rancio, acepté agradecida.

Pensé que estaría más a salvo en un coche de alquiler que en el mío, que ya era bastante conocido por todos los malhechores de Chicago que andaban detrás de mí. De camino a la comisaría de policía, me detuve en una agencia de alquiler y me llevé un Toyota cuyo volante debía de haber sido utilizado por el equipo estadounidense de levantamiento de pesas cuando se entrenaban para las Olimpiadas. Me dijeron que no tenían otra cosa de aquel tamaño y que lo cogiese o lo dejase. Lo cogí a regañadientes. No tenía tiempo de andar escogiendo coches.

El teniente Mallory no estaba cuando llegué a Roosvelt Road. Hice mi declaración al detective Finchley. Como no sabía la historia que le conté a Bobby, aceptó lo que le conté y me devolvió la Smith & Wesson. Freeman Cárter, que me había acompañado, me dijo que tendríamos una audiencia por la mañana, pero que mi persona seguía sin tacha: ni siquiera una conmovedora violación en los últimos tres años.

Ya era por la tarde cuando llegué a la tienda del viejo sastre en Montrose. Me había terminado la túnica, que me quedaba perfectamente: el largo adecuado, las mangas también. Le di las gracias efusivamente, pero él me contestó con más palabras acerca de las jovencitas que no son capaces de planificarse; había tenido que trabajar todo el domingo por mi culpa.

Tuve que hacer una parada en el Bellerophon para recoger el resto de mi disfraz. La señora Climzak salió sin aliento tras de mí del mostrador con mis zapatos. Nunca se hubiera hecho cargo de ellos si hubiera sabido que iba a tener que ser responsable de ellos durante dos días. Si iba a resultar que yo era del tipo de inquilino irresponsable, no sabía si podría seguir alojándome. Y sobre todo, si me dedicaba a traer hombres en plena noche.

Me estaba volviendo para subir por las escaleras, pero aquello me pareció algo concreto, no una acusación general.

– ¿Qué hombres en plena noche?

– Oh, no se haga la inocente, señorita Warshawski. Los vecinos le oyeron y llamaron al portero de noche. El llamó a la policía y su amigo se marchó. No haga como que no lo recuerda.

La dejé a mitad de la frase y subí al galope por las escaleras hasta el cuarto piso. No había tenido tiempo aún de desordenar mi pequeña habitación. Pero alguien lo había hecho por mí. Afortunadamente, no había mucho que revolver: ni libros, excepto una Biblia, ni comida. Sólo mi ropa, el colchón de la cama empotrada y los cacharros de la cocina. Contuve el aliento mientras miraba los vasos venecianos. Fuera quien fuese quien había venido, no era del todo vengativo; permanecían intactos sobre la mesita.

– ¡Maldita sea! -grité-. ¡Dejadme en paz! -Recogí las cosas como pude, pero no tenía tiempo de hacer orden como es debido. No me apetecía ponerme a hacer limpieza, la verdad. Lo que me apetecía era meterme en la cama durante una semana. Pero es que ya no tenía cama, una cama mía.

Transporté el pesado colchón hasta la cama y me tumbé encima. Los desconchones del techo formaban un auténtico revoltijo. Me recordaban a mis propios pensamientos incoherentes. Me quedé mirándolos perezosa durante un cuarto de hora antes de obligarme a abandonar la autocompasión y ponerme a pensar. La razón más plausible para que alguien registrase mi habitación era que quisiesen encontrar la prueba que le había dicho a Catherine Paciorek la noche anterior. No me extrañaba que no hubiera querido verme la noche anterior: estaba buscando a alguien que fuese a por mí y encontrara cualquier documento que Agnes hubiese podido dejar. Muy bien. Así sería más fácil conseguir que hablase cuando la viera aquella noche.

Dejé a Catherine y al allanamiento a mi vivienda a un lado. Ahora que lo pensaba de nuevo, podría arreglármelas. Puse la túnica en una bolsa de papel junto con el resto de mi disfraz, rescatando las diversas prendas del jaleo de mi habitación.

Mi sobaquera estaba metida debajo de los cajones del armario. Me llevó más de media hora encontrarla. Miré nerviosa el reloj, no muy segura de qué hora tendría de tope, pero temiéndome que me quedase muy poco tiempo. Tuve aún que detenerme a comprar unas cuantas balas, pero aquel retraso era esencial. No iba a ir ni al baño desarmada mientras todo aquel jaleo no se aclarase.

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