Capítulo 6. La profesión del tío Stefan

A la mañana siguiente nevaba mientras corría mis cinco millas hasta Belmont Harbor y vuelta. El agua helada estaba en perfecta calma. Al otro lado del rompeolas veía el lago que también estaba inmóvil. No pacífico sino amenazadoramente tranquilo, con sus dioses de la ira sujetos firmemente con cintas de frío.

Un voluntario del Ejército de Salvación golpeaba con los pies en el suelo y gritaba alegres bendiciones a los viandantes en la esquina de Belmont y Sheridan. Me lanzó un sonriente «Dios la bendiga» al pasar yo corriendo. Tiene que ser agradable que todo sea tan simple y tranquilo. ¿Qué habría hecho él con una tía Rosa? ¿Habría alguna sonrisa lo bastante ancha como para hacerla a ella sonreír a su vez?

Me detuve en la pequeña panadería que hay en Broadway para tomarme un cappuccino y un croissant. Mientras me los tomaba en uno de los veladores, reflexioné sobre mis próximas acciones. Había ido a ver a Hatfield el día anterior más por bravata que por cualquier otra cosa; me producía cierto placer perverso irritar su perfecta fachada de Brooks Brothers. Pero él no iba a ayudarme. Yo no tenía medios para meterme a fisgonear en el convento. Además, si Murray Ryerson sacaba algo en limpio, ¿qué podía hacer yo si Rosa no quería que siguiese adelante con la investigación? ¿No había acabado mi misión una vez me llegó su brusca orden de interrupción?

Me di cuenta de que estaba manteniendo un monólogo interior como si fuese una discusión con Gabriela, que no parecía alegrarse de que yo me desentendiese tan pronto del asunto. «Maldita sea, Gabriela», maldije en silencio. «¿Por qué me obligaste a hacer esa promesa tan absurda? Ella te odiaba. ¿Por qué tengo que hacer nada por ella?»

Si mi madre viviera, me hubiese hecho encogerme en el acto por maldecir delante de ella. Y después hubiese vuelto sus bravos e inteligentes ojos hacia mí: ¿Así que Rosa te ha despedido? ¿Ibas a hacerlo sólo porque ella te hubiera contratado?

Me terminé el cappuccino despacio y volví a la tenue ventisca. Hablando propiamente, Rosa no me había despedido. Albert había llamado para decirme que ella no quería que siguiera con el trabajo. Pero, ¿era Albert o era Rosa quien lo decía? Al menos tendría que aclarar eso antes de decidir qué hacer a continuación. Lo que significaba volver a Melrose Park. Hoy no; las carreteras estarían fatal con la nieve: el tráfico inmóvil, la gente cayéndose en las cunetas. Pero al día siguiente era sábado. Incluso aunque siguiese haciendo mal tiempo, no habría tanto tráfico.

En casa, me fui quitando capas y capas de camisetas y leotardos y me quedé un rato a remojo en un baño caliente. Como soy mi propia jefa, puedo pasar revista a mis actividades en cualquier parte. Eso significa que el tiempo que paso pensando en el baño es tiempo de trabajo. Por desgracia, mi asesor fiscal no cree que eso quiera decir que los gastos de agua y sales de baño sean desgravables.

Mi teoría de la investigación se parece al modo de cocinar de Julia Child: coge un montón de ingredientes de las estanterías, ponlos en una cazuela, revuelve y observa lo que ocurre. Yo había revuelto en el convento y en el FBI. Puede que fuese el momento de dejar las cosas reposar un poco y ver si el olor del guiso me daba ideas nuevas.

Me puse un traje de crepé de lana con una blusa de rayas rojas de cuello alto y botas negras sin tacón. Eso sería lo bastante abrigado como para ir andando si me quedaba tirada en la nieve por alguna parte. Envolviéndome la bufanda de mohair por el cuello y la cabeza, salí de nuevo a la tormenta, incorporando el Omega a la cola de coches lentos que intentaban meterse en Lake Shore Drive desde Belmont.

Marché poco a poco hasta el centro, apenas capaz de ver los coches que estaban junto a mí, y me escapé por Jackson. Dejé el Omega junto a un montón de nieve detrás del Instituto de Arte y caminé las seis manzanas que me separaban del edificio Pulteney, que tenía peor aspecto del que solía tener con aquel tiempo invernal. Los inquilinos habían metido nieve y barro en el vestíbulo. Tom Czarnik, el antipático viejo que se llama a sí mismo superintendente del edificio, se niega a fregar el suelo las mañanas de tormenta. Su teoría es que a la hora de comer estará igual de sucio, así que ¿para qué molestarse? Debería aplaudir a un hombre cuyas teorías sobre la limpieza de la casa coinciden de ese modo con las mías, pero le maldije en silencio mientras las botas se me escurrían en el aguanieve del vestíbulo. El ascensor tampoco funcionaba ese día, así que me subí andando los cuatro pisos que hay hasta mi oficina.

Tras encender las luces y recoger el correo del suelo, telefoneé a Agnes Paciorek a su oficina. Esperando a que se pusiera mientras vendía un millón de acciones de AT & T, me puse a echar un vistazo a las facturas y las peticiones de caridad. Nada que no pudiese esperar hasta el mes que viene. Finalmente, su voz profunda me llegó por el auricular.

– Agnes, soy V. I. Warshawski.

Intercambiamos bromas durante unos minutos y luego le expliqué quién era Roger Ferrant y le dije que le había dado su número.

– Ya lo sé. Llamó ayer por la tarde. Hemos quedado a comer en el Club Mercantil. ¿Estás en el centro? ¿Quieres venir con nosotros?

– Claro. Estupendo. ¿Te parece que hay algo raro?

– Depende de lo que tú llames raro. A los brokers no les parece que comprar y vender acciones sea raro, pero puede que a ti sí. Tengo que darme prisa. Te veo a la una.

El Club Mercantil se encuentra en lo alto del viejo edificio Bletchey Iron, en el distrito financiero. Es un club de hombres de negocios, que de mala gana abrió sus puertas a las mujeres cuando la señora Gray llegó a presidenta de la Universidad de Chicago, ya que la mayoría de las reuniones del consejo de administración tenían lugar allí. Una vez que hubieron admitido a una mujer, se encontraron con otras que se colaban detrás. La comida es excelente y el servicio impecable, aunque algunos de los viejos camareros se niegan a servir las mesas en las que haya señoras.

Ferrant se encontraba ya sentado junto al fuego en la sala de lectura, adonde me mandó el maître d'hótel a esperar a Agnes. Estaba muy elegante, con un traje azul marino, y se levantó con una sonrisa cálida cuando me vio entrar en la habitación.

– Agnes me invitó a que me uniera a vosotros; espero que no te importe.

– Por supuesto que no. Estás muy elegante hoy. ¿Cómo va tu asunto de las falsificaciones?

Le hablé de mi inútil conversación con Hatfield.

– Y los dominicos tampoco saben nada. Necesito empezar por el otro extremo. Para empezar, ¿quién los creó?

Agnes llegó por detrás de mí.

– ¿Creó qué?

Se volvió hacia Ferrant y se presentó: una dinamo baja y compacta con un traje de cuadros marrones cuyo perfecto corte requiriese probablemente una inversión de unos ochocientos dólares. Para Agnes, medio día de trabajo.

Nos condujo hacia el comedor, donde el maître d'hótel la saludó por su nombre y nos sentó junto a la ventana. Miramos hacia el brazo sur del río Chicago y pedimos las bebidas. Pocas veces bebo whisky al mediodía y pedí un jerez oloroso. Ferrant pidió una cerveza y Agnes tomó una Perder con lima; la Bolsa no cerraba hasta dentro de dos horas y ella piensa que los agentes sobrios negocian mejor.

Una vez nos hubimos instalado, repitió su pregunta inicial. Le conté lo de la falsificación.

– Por lo que yo sé, el Fort Dearborn Trust lo descubrió porque los números de serie no habían salido todavía. El FBI se ha puesto muy digno y no abre la boca, pero sé que la falsificación era de muy buena calidad; lo bastante buena como para pasar una revisión superficial por parte de los auditores, en cualquier caso. Me gustaría hablar con alguien que supiese algo de falsificaciones; intentar descubrir quién tiene la habilidad suficiente como para conseguir un producto tan bueno.

Agnes alzó una gruesa ceja.

– ¿Me lo preguntas a mí? Yo no hago más que verderlas; no las imprimo. El problema de Roger es de la clase de los que yo puedo solucionar. Quizá -se volvió hacia Ferrant-. ¿Por qué no me cuentas lo que has sabido hasta este momento?

Él encogió sus delgados hombros.

– Te conté por teléfono lo de la llamada de nuestro especialista en Nueva York, Andy Barrett. Tal vez puedas empezar por decirme qué clase de especialista es. Creo que no trabaja para Ajax.

– No. Los especialistas son miembros de la Bolsa de Nueva York, pero no son agentes públicos. Normalmente, son miembros de una firma que consigue una franquicia de la Bolsa para ser especialistas; gente que organiza las órdenes de compra y venta para que el negocio siga en marcha. Barrett trabaja con vuestros valores. Alguien quiere vender mil acciones de Ajax. Me llaman a mí. Yo no voy por el parqué de la Bolsa de Chicago agitándolas hasta que aparece un comprador; telefoneo a nuestro agente de Nueva York y él va al puesto de Barrett en el parqué. Barrett compra las acciones y hace un trato con alguien que busca mil acciones. Si hay demasiada gente que quiere deshacerse de las acciones de Ajax al mismo tiempo y nadie quiere comprarlas, las compra por su cuenta; tiene la obligación ética de hacerlo. Muy de vez en cuando, si el mercado se desbarajusta totalmente, él pediría a la Bolsa que detuviese las compraventas hasta que las cosas se estabilizasen.

Hizo una pausa para que pudiéramos pedir, lenguado de Dover para mí, filetes poco hechos para ella y Roger. Encendió un cigarrillo y comenzó a puntuar sus comentarios con columnillas de humo.

– Por lo que voy entendiendo, alguien de la competencia ha estado ocupándose de Ajax durante las últimas semanas. Ha habido una gran cantidad de compras. Unas siete veces el volumen normal, lo bastante como para que el precio haya empezado a subir. No mucho; las compañías de seguros no son las inversiones favoritas, así que puede haber mucho movimiento sin que se note gran cosa. ¿Te dio Barrett el nombre de los agentes que dan las órdenes?

– Sí. No me suenan de nada. Me manda una lista por correo… Me pregunto, si no fuera mucho pedir, señorita Paciorek, si no podría usted echar un vistazo a los nombres cuando me lleguen. A ver si le dicen algo. Así que ¿qué debo hacer ahora?

Para mi disgusto, Agnes encendió un segundo cigarrillo.

– No, no es mucho pedir. Y por favor, llámame Agnes. Señorita Paciorek suena muy empingorotado… Supongo que estamos imaginando, para decirlo con palabras, que alguien puede estar pretendiendo hacer un intento de adquisición encubierta. Si es así, no puede haber ido muy lejos; cualquiera que tenga el cinco por ciento o más de las acciones tiene que rendir cuentas al SEC y explicar lo que está haciendo con sus acciones. Él… o ella -me sonrió.

– ¿Qué cantidad de acciones necesitaría alguien para hacerse con Ajax? -pregunté. Llegó la comida y, gracias a Dios, Agnes apagó su cigarrillo.

– Depende. ¿Quién, de los de tu compañía, posee cantidades jugosas?

Ferrant sacudió la cabeza.

– La verdad es que no lo sé. Gordon Firth, el presidente. Alguno de los directores. Poseemos el tres por ciento, y Edelweiss, los reaseguradores suizos, tienen el cuatro por ciento. Creo que ellos son los mayores accionistas. Firth puede que posea el dos. Alguno de los otros directores puede tener un uno o un dos por ciento.

– Así que la dirección actual posee alrededor del quince por ciento. Cualquiera puede tener mucha importancia si tiene un dieciséis. No es que esté garantizado, pero sería un buen punto de partida, especialmente si vuestra dirección no sabía lo que estaba ocurriendo.

Hice un poco de cálculo mental. Cincuenta millones de acciones a la venta. Dieciséis por ciento serían ocho millones.

– Se necesitarían unos quinientos millones para hacerse con la compañía, entonces.

Ella se quedó pensando un instante.

– Más o menos. Pero no olvides que no necesitas tener en el acto tanto capital. Una vez que hayas comprado una buena cantidad, puedes comerciar con el resto: puedes utilizar las acciones que tienes como garantía para comprar más acciones. Luego pones ésas como garantía, y así sucesivamente. Esto es una simplificación, naturalmente, pero es la idea básica.

Comimos en silencio durante un minuto. Luego dijo Ferrant:

– ¿Qué puedo hacer para averiguarlo con seguridad?

Agnes frunció su rostro cuadrado mientras lo pensaba.

– Puedes llamar al SEC y pedir una investigación en regla. Entonces tendrás que asegurarte de conseguir los nombres de las personas que están haciendo la compra. Éste es un paso extremo, sin embargo. Una vez que los hayas llamado, examinarán con lupa cada transacción y a cada agente. Puede que quieras hablar con tu gente antes de hacerlo. Puede que a alguno de tus directores no les encante que sus transacciones salgan a la cruda luz del día.

– Bueno, ¿entonces?

– Cada firma de agentes tiene lo que llamamos un funcionario de conformidad. Cuando consigas la lista de nombres de Barrett, puedes intentar llamarles y descubrir para quién trabajan. Pero no hay razón para que te lo digan; y no hay nada ilegal en intentar comprar una compañía.

Los camareros se arremolinaban alrededor de nuestra mesa. ¿Postre? ¿Café? Ferrant escogió distraído un trozo de tarta de manzana.

– ¿Cree que hablarían con usted, señorita… Agnes? Los funcionarios de conformidad, quiero decir. Como le dije a Vic, estoy un poco al margen de todo este mundo de la Bolsa. Incluso si me dijeras lo que tengo que preguntar, no sabría si las respuestas que me dieran serían las correctas.

Agnes puso tres terrones de azúcar en su café y revolvió con vigor.

– No sería algo habitual. Déjame ver la lista de los agentes antes de que te diga en qué sentido debes actuar. Lo que puedes hacer es llamar a Barrett y pedirle que te mande una lista de los nombres a los que se pusieron las acciones cuando las vendió. Si conozco bien a alguno, ya sea a algún agente o a algún cliente, supongo que podría llamarles.

Miró su reloj.

– Voy a tener que volver a la oficina -hizo una seña a un camarero y firmó la cuenta-. Vosotros quedaos, por favor.

Ferrant negó con la cabeza.

– Será mejor que llame a Londres. Allí serán más de las ocho. Mi director general debe estar en casa.

Me marché con ellos. Había dejado de nevar. Uno de los termómetros de la costa indicaba diez grados bajo cero. Caminé con Roger hasta Ajax. Mientras nos despedíamos me invitó a ir con él al cine el sábado por la noche. Acepté y seguí por Wabash hasta mi oficina para acabar el informe acerca de los suministros birlados.

Durante el lento camino hacia casa aquella noche, me pregunté cómo encontrar a alguien que entendiese de acciones falsificadas. Los falsificadores son grabadores que han ido por mal camino. Y yo conocía a un grabador. Al menos, conocía a alguien que conocía a un grabador.

La doctora Charlotte Herschel, Lotty para mí, había nacido en Viena, se había educado en Londres, donde se graduó en medicina en la universidad, y vivía a una milla más o menos de mi casa, en Sheffield Avenue. El hermano de su padre, Stefan, un grabador, había emigrado a Chicago en los años veinte. Cuando Lotty decidió ir a los Estados Unidos en 1959, escogió Chicago en parte porque su tío Stefan vivía allí. Yo no le conocía; ella le veía poco, pero decía que le hacía sentirse más enraizada el saber que tenía a alguien de la familia viviendo cerca.

Mi amistad con Lotty viene de muy atrás, de mis días de estudiante en la Universidad de Chicago, cuando ella era uno de los médicos que trabajaba en un aborto ilegal en el que yo estuve mezclada. También conocía a Agnes Paciorek de aquella época.

Me detuve en una tienda Treasure Island en Broadway para comprar comida y vino. Eran las seis y media cuando llegué a casa y llamé a Lotty. Ella acababa de llegar tras una larga jornada en la clínica que dirige en Sheffield, cerca de su apartamento. Saludó con júbilo mi oferta de invitarla a cenar y dijo que se acercaría tras darse un baño caliente.

Limpié lo peor de mi salón y cocina. Lotty nunca critica mi manera de cuidar la casa, pero ella es un ama de casa impecable y no me parecía justo sacarla de casa en una noche tan fría y luego hacer que la pasase entre mugre.

Pollo, ajo, champiñones y cebollas rehogadas en aceite de oliva y luego flambeados con coñac eran un guiso fácil y atractivo. Una botella de Ruffino ponía punto final al plato. En el momento en que el agua hervía para los fettucine, sonó el timbre.

Lotty subió los escalones con viveza y me saludó con un abrazo.

– Menos mal que me llamaste, querida. Ha sido un día largo y deprimente: una niña muerta de meningitis porque su madre no quería traerla. Le había colgado un amuleto alrededor del cuello y creía que eso iba a hacerle bajar una fiebre de cuarenta y uno. Tiene tres hermanas, las hemos puesto en observación en St. Vincent, pero, ¡oh, Dios mío!

La abracé un minuto antes de que entrásemos en el apartamento, preguntándole si quería una copa. Lotty me recordó que el alcohol es veneno. Piensa que el brandy puede permitirse en situaciones extremas, pero no le parecía que las penas de hoy lo fueran. Yo me serví un vaso de Ruffino y puse agua a hervir para su café.

Comimos a la luz de las velas en el comedor mientras Lotty se desahogaba. Cuando terminamos la ensalada, se sentía más relajada y me preguntó en qué estaba trabajando.

Le conté lo de Rosa, los dominicos y la llamada de Albert para decirme que dejase el trabajo.

La luz de las velas se reflejaba en sus ojos negros mientras me miraba fijamente.

– ¿Y qué vas a tratar de demostrar siguiendo con ello?

– Fue Albert el que llamó. Puede que Rosa no esté de acuerdo -dije a la defensiva.

– Sí. A tu tía no le gustas. Ella ha decidido -por la razón que sea- que dejes de hacer el esfuerzo de protegerla. Así que ¿qué es lo que estás haciendo? ¿Demostrando que tú eres más fuerte, o más lista, o sencillamente mejor de lo que ella es?

Me quedé pensándolo. Lotty es a veces tan agradable como un abrelatas, pero me anima. Me conozco mejor a mí misma cuando hablo con Lotty.

– Ya sabes que no paso demasiado tiempo hablando de Rosa. No es como si fuera una obsesión; no controla mi mente hasta ese punto. Pero me siento muy protectora con mi madre. Rosa la hirió y eso me enferma. Si puedo demostrarle a Rosa que estaba equivocada al querer detener la investigación, que yo puedo resolver el problema a pesar del fracaso del FBI y el SEC, podré demostrar que estaba equivocada en todo lo demás. Y va a tener que creérselo -me reí y terminé el vaso de vino-. No lo hará, claro. Mi parte racional lo sabe. Pero mi parte emocional piensa de otro modo.

Lotty asintió.

– Perfectamente lógico. ¿Tiene tu parte racional algún modo de resolver este problema?

– Hay montones de cosas que puede hacer el FBI y yo no, pues ellos tienen mucha gente. Pero una cosa que puedo intentar averiguar es quién hizo las falsificaciones. Dejemos que Derek se concentre en quién las colocó allí y qué ex dominicos viven ahora en medio del lujo.

»No conozco a ningún falsificador. Pero pienso que un falsificador es una especie de grabador. Y estaba pensando en tu tío Stefan.

Lotty me había estado mirando con una expresión de divertida perspicacia. Pero su rostro cambió de pronto. Tensó la boca y sus ojos negros se fruncieron.

– ¿Es esa una suposición inspirada? ¿O te has pasado tu tiempo libre investigándome?

La miré desconcertada.

– ¿Te preguntas por qué no has conocido a mi tío Stefan? ¿Aunque sea mi único pariente que vive en Chicago?

– No -dije mansamente-. No lo he pensado en mi vida. Tú no has conocido a mi tía Rosa. Aunque no fuese una arpía, probablemente no la habrías conocido nunca; los amigos pocas veces tienen mucho en común con los parientes.

Ella siguió mirándome fijamente. Me sentía muy herida pero no se me ocurría nada que decir para romper el silencio suspicaz de Lotty. La última vez que me había sentido así fue la noche en que me di cuenta de que el hombre con el que me había casado y creía amar me resultaba tan extraño como Yaser Arafat. ¿Podía evaporarse una amistad en la misma niebla que el matrimonio?

Tenía la garganta seca, pero me obligué a hablar.

– Lotty. Me conoces desde hace cerca de veinte años y nunca he hecho nada a espaldas tuyas. Si crees que voy a empezar a hacerlo ahora… -la frase no iba en la dirección que debía-. Hay algo que no quieres que sepa acerca de tu tío. No tienes que contármelo. Llévatelo contigo a la tumba. Pero no actúes como si todo lo que sabías de mí hasta ahora no tuviese fundamento -de pronto se me encendió una bombillita en el cerebro-. ¡Oh, no! ¡No me digas que tu tío es un auténtico falsificador!

La tensa mirada se mantuvo unos segundos en el rostro de Lotty y luego se quebró en una sonrisa forzada.

– Tienes razón, Vic. Acerca de lo de mi tío. Y acerca de ti y de mí. Lo siento de veras, querida. No quiero excusarme…, no tengo excusa. Pero Stefan… Cuando terminó la guerra, descubrí que de mi familia sólo quedaba mi hermano y los primos lejanos que nos habían acogido durante la guerra. Hugo -mi hermano- y yo gastamos todo el tiempo y el dinero que teníamos buscando parientes. Y encontramos al hermano de papá, Stefan. Cuando Hugo decidió irse a Montreal, yo vine a Chicago; tenía una oportunidad para hacer una residencia quirúrgica en el Northwestern, una suerte demasiado grande para dejarla escapar -hizo un gesto de rechazo con la mano izquierda-. Así que me dediqué a buscar al tío Stefan. Y le descubrí en una prisión federal en Fort Leavenworth. El papel moneda era su especialidad, aunque tenía cierta conciencia social; también falsificaba pasaportes para vender a los múltiples europeos que intentaban venir a América en aquella época.

Me sonrió con la vieja sonrisa de Lotty. Me incliné sobre la mesa y le apreté la mano. Me devolvió la presión, pero siguió hablando. Los detectives y los médicos conocen el valor de la charla.

– Fui a verle. Es muy agradable. Como mi padre, pero sin los principios morales. Y dejé que se quedase conmigo durante seis meses cuando le soltaron, en 1959. Además, yo era su única familia.

«Consiguió trabajo haciendo tareas rutinarias para un joyero; al fin y al cabo, no era un ladrón, así que nadie temía que se llevase la plata. Por lo que sé, no volvió a caer en la tentación. Pero, naturalmente, nunca se lo he preguntado.

– Claro, claro. Bueno, intentaré encontrar a otro grabador.

Lotty sonrió de nuevo.

– Oh, no. ¿Por qué no le llamas a él? Tiene ochenta y dos años, pero sigue estando en sus cabales y más. Puede que sea la única persona que pueda ayudarte.

Iba a hablar con él al día siguiente y concertar una cita para que yo tomase el té con él. Tomamos café y peras en el salón y jugamos al scrabble. Como de costumbre, Lotty ganó.

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