Capítulo 5. Frustración

Nos terminamos el coñac y el resto de la noche en una cama enorme con cabecero escandinavo de madera clara. Cuando nos despertamos, bien pasadas las ocho de la mañana siguiente, Ferrant y yo nos sonreímos mutuamente con placer soñoliento. Él parecía fresco y vulnerable con su pelo colgándole sobre los oscuros ojos azules; le rodeé con el brazo y le besé.

Él me devolvió el beso con entusiasmo y luego se enderezó.

– América es un país de grandes contrastes. Te dan estas camas tan grandes, por las que daría la paga de un mes si pudiera llevarme una a casa, y luego te piden que saltes de ellas a mitad de la noche para ir al trabajo. En Londres ni se me ocurriría estar en la City antes de las nueve y media como pronto, pero aquí, todo mi equipo lleva ya media hora en la oficina. Será mejor que me vaya.

Volví a recostarme en la cama y le miré realizar el ritual masculino de vestirse, que acabó cuando hubo metido el cuello dócilmente por una corbata gris y burdeos. Me tendió una bata de cachemir azul y me levanté a tomarme con él una taza de café, encantada de haber tenido la previsión de cambiar la hora de mi cita con Hatfield para la tarde.

Cuando Ferrant se marchó murmurando maldiciones contra la ética laboral americana, telefoneé a mi servicio de mensajes. Mi primo Albert había llamado tres veces, una vez por la noche y dos esta mañana. La segunda vez dejó el número de su oficina. Mi placer matinal empezaba a evaporarse. Me puse la ropa de la noche anterior y fruncí el ceño al verme en los anchos espejos que servían de puerta al armario. Un conjunto de aspecto sexy por la noche suele verse hortera por la mañana. Iba a tener que cambiarme antes de ir a ver a Hatfield; podía ir a casa y hacerlo antes de llamar a Albert.

Pagué una buena suma para recuperar el Omega del parking del edificio Hancock después de catorce horas. No es que eso me alegrase mucho, y me gané una pitada y un grito de un guardia de tráfico en Oak Street por saltarme los coches que venían en dirección opuesta hacia Lake Shore Drive. Entonces me serené un poco. Mi padre me había repetido sin parar desde mi más tierna infancia lo estúpido que es desahogar la ira con un vehículo en movimiento. Él era policía y se tomaba los coches y los revólveres muy en serio; pasaba mucho tiempo con los restos de los que utilizaban semejantes armas letales en momentos de ira.

Me detuve a comprar un sándwich árabe en un restaurante libanes en la esquina de Halsted y Wrightwood y me lo comí en los semáforos rojos hasta llegar al final de Halsted. La destrucción del Líbano se evidenciaba en Chicago con la aparición de una serie de restaurantes y tiendecitas, igual que la destrucción de Vietnam había sido aquí visible una década antes. Si no lees nunca las noticias pero comes mucho fuera, serás capaz de decir a quién están dando caña por el mundo.

Desde la North Avenue hasta Fullerton, Halsted forma parte de una zona norte recién renovada, donde los jóvenes profesionales pagan doscientos cincuenta mil dólares o más por elegantes casitas de ladrillo. Cuatro manzanas más al norte, en Diversey, los ricos no han extendido aún sus tentáculos rehabilitadores. La mayoría de los edificios, como el mío, están confortablemente hechos polvo. Una de las ventajas son los bajos alquileres; la otra, el espacio para aparcar en la calle.

Detuve el Omega frente a mi edificio y me metí dentro para cambiarme y ponerme el traje azul marino para la cita con Hatfield. En aquel momento ya llevaba demasiado tiempo dejando a un lado la llamada de Albert. Me tomé una taza de café en la sala y me senté en el sillón lleno de cosas mientras llamaba. Me estudié los dedos de los pies a través de las medias. Puede que me pintase las uñas de rojo. No soporto el esmalte de uñas en los dedos de las manos, pero quizá en los pies quedase sexy.

Una mujer contestó en el número del trabajo de Albert. Su amante secreta, pensé: Rosa cree que es su secretaria, pero él le compra en secreto perfumes y zabiglioni. Pregunté por Albert; me dijo con voz nasal y ordinaria que «el señor Vignelli» estaba en una reunión y que si le quería dejar el recado.

– Soy V. I. Warshawski -dije-. Él quiere hablar conmigo. Dígale que éste es el único momento en que podrá hablar conmigo hoy.

Me dijo que esperase. Bebí café y empecé un artículo en el Fortune sobre las trapacerías del ayuntamiento. Me quedé encantada. Nunca olvidé que habían tardado dos años en contestarme a una protesta por un cobro. Estaba empezando a leer sobre manipulaciones ilegales de dinero cuando Albert se puso al teléfono, más petulante al parecer que de costumbre.

– ¿Dónde te has metido?

Alcé las cejas ante el auricular.

– En una orgía de sexo y drogas. El sexo estuvo fatal pero la coca era buenísima. ¿Quieres venir la próxima vez?

– Tenía que haberme imaginado que te burlarías en lugar de tomarte en serio los problemas de mamá.

– No me estoy riendo, Albert. Si lees el periódico, te enterarás de lo difícil que es conseguir buena coca últimamente. Pero dime, ¿ha empeorado el problema de Rosa? Para que veas que tengo buena voluntad, no te cobraré el tiempo que he esperado a que te pusieras.

Veía su cara gorda y redonda fruncida haciendo un puchero de tamaño natural mientras respiraba con dificultad en mi oreja. Finalmente, dijo enfadado:

– Ayer fuiste al convento de San Albertus, ¿verdad?

Asentí.

– ¿Qué descubriste?

– Que va a ser dificilísimo aclarar las cosas. Nuestra mayor esperanza está en que las acciones hubiesen sido falsificadas antes de que el convento se hiciese con ellas. Tengo una cita esta tarde con el FBI y voy a ver si están averiguándolo.

– Bueno, pues mamá ha cambiado de opinión. Ya no quiere que investigues más este asunto.

Me quedé helada durante unos cuantos segundos mientras la ira se formaba en mi cabeza.

– ¿Qué puñetas quieres decir, Albert? No soy una aspiradora que enchufas y desenchufas cuando quieres. No se me hace empezar una investigación y luego se llama dos días después para decirme que habéis cambiado de opinión.

Oía papeles arrugándose al fondo; luego Albert dijo con suficiencia:

– Tu contrato no dice eso. Sólo dice: «La conclusión del caso puede ser requerida por cualquiera de las dos partes, ya hayan sido obtenidos resultados o no. Sea cual sea el estado de la investigación y aunque cualquiera de las partes esté disconforme con los resultados, los honorarios y gastos hasta el momento de la conclusión serán abonados.» Si me mandas la factura, Victoria, te la pagaré de inmediato.

Yo olía el humo de mi cerebro.

– Albert. Cuando Rosa me llamó el domingo, me dejó entender que sería culpable de su suicidio si no iba corriendo y la ayudaba. ¿Qué ha pasado desde entonces? ¿Ha encontrado un detective que le gusta más?

¿O llamó Carroll y le prometió que le devolvería el trabajo si me quitaba de en medio?

Él dijo ausente:

– Anoche me dijo que pensaba que no se estaba portando de un modo muy cristiano preocupándose tanto por esto. Sabe que su nombre quedará limpio; si no, tendrá que resignarse como buena cristiana.

– ¡Qué noble! -dije sarcástica-. Rosa de mártir es una pose que conozco bien. Pero lo de mujer apenada es nuevo.

– Francamente, Victoria, te estás pasando. Mándame la factura y ya está.

Al menos tuve la dudosa satisfacción de ser yo la primera en colgar. Me quedé allí sentada echando humo, maldiciendo a Rosa en italiano y luego en inglés. ¡Qué típico de ella el hacerme dar vueltas inútiles! El hacerme ir hasta Melrose Park dando gritos acerca de Gabriela y mis deberes hacia mi madre muerta, ya que no hacia mi tía viva, me había puesto alerta, y ahora me decían que me olvidara. Me sentía muy tentada de telefonearla y decirle de una vez por todas lo que pensaba de ella, sin omitir detalle, ni el más mínimo. Incluso busqué su número en mi agenda y empecé a marcar antes de darme cuenta de la inutilidad de semejante acción. Rosa tenía setenta y cinco años y no iba a cambiar. Si yo no era capaz de aceptar aquello, estaba condenada a ser víctima de sus manipulaciones para siempre.

Me quedé un rato sentada con el Fortune abierto en el regazo, contemplando a través de la habitación el día gris de afuera. El fuerte viento de la noche pasada se había llevado las nubes al otro lado del río. ¿Cuál sería la verdadera razón para que Rosa quisiera detener la investigación? Era fría, malhumorada, vengativa… una docena de adjetivos desagradables. Pero no una intrigante. No hubiese llamado a una sobrina odiada tras un lapsus de diez años sólo para hacerla saltar por el aro. Busqué el convento de San Albertus en la guía de teléfonos y llamé a Carroll. La llamada llegó a una centralita. Me imaginaba al ascético joven del mostrador de recepción dejando a un lado sin ganas su Charles Williams para contestar el teléfono al sexto timbrazo y volviendo a coger el libro antes de pasar la llamada. Esperé varios minutos antes de que se pusiera el prior. Finalmente, la educada voz de Carroll surgió en la línea.

– Soy V. I. Warshawski, padre Carroll.

Se disculpó por haberme hecho esperar; estaba revisando las cuentas con la cocinera y el recepcionista llamó a la cocina en último lugar.

– No importa -dije-. Me preguntaba si no habría hablado usted con mi tía después de que nos viéramos ayer.

– ¿Con la señora Vignelli? No, ¿por qué?

– Ha decidido de pronto que no quiere que se haga ninguna investigación acerca de las acciones falsificadas, al menos no por encargo suyo. Parece pensar que preocuparse por una cosa así es muy poco cristiano. Me preguntaba si se lo habría aconsejado alguien del convento.

– ¿Poco cristiano? Qué idea más curiosa. No lo sé; supongo que así sería si este problema le hiciese excluir asuntos más fundamentales. Pero es muy humano preocuparse por un fraude que puede dañar la reputación de uno. Y si se piensa en que ser cristiano es un modo de ser más humano, sería un error hacer sentir culpable a alguien por tener sentimientos humanos naturales.

Parpadeé unas cuantas veces.

– ¿Así que no le aconsejó usted a mi tía que abandonase la investigación?

Se rió suavemente.

– No quería usted que le hiciese un reloj; sólo quería saber la hora. No, no he hablado con su tía. Pero me parece que debería haberlo hecho.

– ¿Y alguna otra persona en el convento? Que haya hablado con ella, quiero decir.

No que él supiera, pero podía preguntarlo y decírmelo. Quiso saber si ya había averiguado alguna cosa de utilidad. Le dije que iba a hablar con Hatfield aquella misma tarde, y colgamos con promesas mutuas de mantenernos en contacto.

Me puse a dar vueltas por el apartamento, colgando ropa y metiendo los periódicos acumulados durante una semana en un montón en el porche trasero, de donde mi casero los recogería para reciclarlos. Me hice una ensalada con tacos de queso cheddar y me la comí mientras hojeaba con desgana el Wall Street Journal del día anterior. A las doce y media bajé a buscar el correo.

Pensándolo, seriamente, Rosa era una anciana. La verdad es que probablemente imaginara que podía hacer desaparecer su problema limitándose a fruncir el ceño, igual que hacía con el resto de sus problemas, incluyendo a su marido Cari. Habría pensado que si me llamaba y me ordenaba ocuparme de él, desaparecería. Cuando la realidad se hizo un poco más evidente después de hablar conmigo, decidió que no merecía la pena la energía que había que poner en ello. Mi problema es que estaba tan susceptible por las viejas heridas que sospechaba que todo lo que ella hacía era motivado por el odio y el deseo de venganza.

Ferrant llamó a la una, en parte para charlar y en parte para pedirme unos datos acerca de los bienes de Ajax.

– Parece que una de mis responsabilidades será el departamento de inversiones. Hoy me ha llamado un tal Barrett de Nueva York. Dijo que era el especialista de Ajax en la Bolsa de Nueva York. Yo sé de reaseguros, no del mercado de valores de Estados Unidos, ni siquiera del de Londres, así que tengo ciertas dificultades en entenderme con él. Pero, ¿recuerdas que te dije anoche que nuestras acciones parecían muy activas últimamente? Barrett llamó para decírmelo. Me dijo que estaba recibiendo muchas órdenes de compra de un pequeño grupo de agentes de Chicago que nunca se habían interesado antes por Ajax. No es que haya ningún problema con ellos, no me malinterpretes, pero él pensaba que yo debía saberlo.

– ¿Y?

– Ahora ya lo sabes. Pero no estoy seguro de qué es lo que debo hacer, si es que tengo que hacer algo. Así que me gustaría que me presentases a esa amiga que mencionaste: la que es broker.

Agnes Paciorek y yo nos conocimos en la Universidad de Chicago cuando yo estudiaba derecho y ella era una de las matemáticas que se metió en la Bolsa. Solemos vernos en las reuniones de Mujeres Universitarias. Ella era una inconformista en el estrecho mundo de la Bolsa y mantuvimos nuestra amistad.

Le di a Roger su número. Después de colgar busqué a Ajax en el Wall Street Journal. Su cotización durante el año iba desde 281/4 hasta 521/2 y en este momento cotizaban a lo más alto. Aetna y Cigna, las dos empresas de seguros más fuertes, tenían las cotizaciones bajas similares a las de Ajax, pero sus máximas estaban diez puntos por debajo de las de Ajax. El día anterior habían movido cada una un volumen de unos trescientos mil, mientras que el de Ajax era casi de un millón. Interesante.

Pensé en llamar yo misma a Agnes, pero se acercaba el momento de ir a ver a Hatfield. Me envolví una bufanda de mohair alrededor del cuello, cogí unos guantes de conducir y volví a salir al viento. Las dos es una hora muy buena para conducir por el Loop. El tráfico no está mal. Llegué al Federal Building en Dearborn esquina a Adams a tiempo, dejé el Omega en un garaje al otro lado de la calle y pasé bajo las patas anaranjadas de la escultura de tres pisos que Calder diseñó para el Federal Building de Chicago. En Chicago estamos muy orgullosos de nuestras esculturas al aire libre hechas por famosos artistas. Mi favorita es el carillón de bronce que está frente a la Standard Oil, pero tengo una pasión secreta por los mosaicos de Chagall de la fachada del First National Bank. Mis amigos artistas dicen que son banales.

Eran las dos y media en punto cuando llegué a las oficinas del FBI en el piso dieciocho. La recepcionista llamó al despacho de Hatfield para dar mi nombre, pero él me hizo esperar diez minutos para impresionarme por el modo en que la delincuencia en Chicago descansaba sobre sus hombros. Me entretuve con un informe para un cliente cuyo cuñado había estado birlando materiales, aparentemente a causa de la amargura que le causaban antiguas disensiones familiares. Cuando al fin Hatfield sacó la cabeza por la esquina del pasillo, yo aparenté no oírle hasta que me llamó por mi nombre por segunda vez. Levanté entonces la vista, sonreí, le dije que sólo tardaría un minuto y terminé de escribir una frase con todo cuidado.

– Hola, Derek. ¿Qué tal va la delincuencia?

Por no se sabe qué razón, este alegre saludo le hace siempre torcer el gesto, lo cual es probablemente la razón por la cual lo utilizo. Su cara tiene la blanda belleza requerida por el FBI. Mide aproximadamente uno ochenta y está cuadrado. Me lo imagino perfectamente haciendo cien flexiones todas las mañanas con disciplina férrea, rechazando siempre el segundo martini y saliendo sólo con chicas universitarias para asegurarse de que alguien con una pizca de cerebro le susurrará en la oreja lo guapo y listo que es. Llevaba un traje de cuadros grises -gris apagado sobre un gris ligeramente más pálido, con unas discretas rayas azules tejidas entre medias-, una camisa blanca cuyo almidón podría sujetar mi sostén durante una semana, y corbata azul.

– No tengo mucho tiempo, Warshawski -se echó para atrás un almidonado puño y miró el reloj. Seguramente un Rolex.

– Me siento halagada, pues, de que quieras compartir parte de él conmigo -le seguí por el pasillo hasta una oficina en el ángulo suroeste. Hatfield era la persona a cargo de los delitos burocráticos de la región de Chicago, una posición sin duda importante a juzgar por el mobiliario, todo chapado en madera, y el lugar-. Qué bonita vista de la cárcel metropolitana -dije mirando al edificio triangular-. Debe ser una gran inspiración para ti.

– No mandamos a nadie allí.

– ¿Ni siquiera para pasar una noche? ¿Y qué hay de Joey Lombardo y Alien Dorfmann? Creía que ahí es donde estaban mientras les estaban procesando.

– Déjalo, anda. No sé nada de Dorfmann y de Lombardo. Quiero hablar contigo de las acciones de San Albertus.

– Estupendo -me senté en una incómoda silla cubierta de un material oscuro y puse cara de enorme interés-. Una de las cosas que se me ocurrieron ayer fue que las acciones pudieran estar ya falsificadas antes de que llegaran a San Albertus. ¿Qué sabes del donante y sus albaceas? También es posible que algún ex dominico con afanes de venganza pueda haber estado detrás de esto. ¿Estáis investigando a la gente que dejó la Orden durante los últimos diez años?

– No me interesa hablar del caso contigo, Warshawski. Somos perfectamente capaces de pensar en las pistas y seguirlas. Aquí en el departamento hemos conseguido excelentes resultados en esos asuntos. Esta falsificación es un delito federal y tengo que pedirte que lo dejes.

Me incliné hacia adelante en mi silla.

– Derek, no sólo estoy deseosa; estoy ansiosa de que vosotros resolváis este asunto. Va a ser muy caro hacerlo, y vosotros tenéis los medios y yo no. Estoy aquí sólo para asegurarme de que la multitud no aplaste a una señora de setenta y cinco años. Y me gustaría saber qué pasa con las posibilidades que acabo de mencionarte.

– Estamos siguiendo todas las pistas.

Discutimos en vano sobre aquello durante unos cuantos minutos más, pero era inconmovible y me marché con las manos vacías. Me detuve en la plaza, en un teléfono público cercano a la mantis religiosa y llamé al Herald Star. Murray Ryerson, el reportero jefe de la sección de sucesos, estaba en su oficina. Él y yo hemos sido amigos, a veces amantes y cordiales rivales en el terreno de la delincuencia durante años.

– Hola, Murray. Soy V. I. ¿Son las tres demasiado temprano para tomar una copa?

– No es una pregunta para el departamento de sucesos. Te paso con nuestro especialista de etiqueta -hizo una pausa-. ¿Por la mañana o por la tarde?

– Venga, cretino, vale ya.

– Caramba, Vic, debes estar desesperada. No puedo ir ahora, pero ¿qué te parece que quedemos en el Golden Glow dentro de una hora?

Accedí y colgué. El Golden Glow es mi bar favorito en Chicago; llevé por primera vez a Murray hace ya años. Está encajado en el edificio Du-Sable, un rascacielos de 1890 en Federal, y tiene la barra original de caoba que Cyrus McCormick y el juez Gary seguramente utilizaron para apoyarse.

Pasé por mi oficina para ver si había correo y mensajes y a las cuatro recorrí de nuevo la calle en sentido contrario hasta el bar. Sal, la imponente dueña negra que podría enseñarles una o dos cosas a la policía de Chicago acerca de cómo controlar multitudes, me saludó con una sonrisa y un majestuoso gesto de la mano. Llevaba el pelo peinado estilo afro aquel día y pendientes de aro dorados que le colgaban hasta los hombros. Un vestido de noche azul brillante mostraba su magnífico escote y realzaba su estatura. Me trajo un Black Label doble al reservado en el que me encontraba y se quedó charlando unos minutos antes de volver al creciente grupo de personas que se detenían allí de vuelta a sus casas.

Murray llegó unos minutos más tarde, con el pelo rojo más revuelto que de costumbre a causa del viento de enero. Llevaba un abrigo de piel de cordero y botas vaqueras: el vaquero urbano. Se lo dije a modo de saludo mientras una camarera tomaba su pedido, una cerveza; Sal sólo atiende personalmente a los clientes habituales.

Hablamos del triste espectáculo que estaban dando los Halcones Negros y acerca del proceso Greylord, y de si el alcalde de Washington conseguiría dominar alguna vez a Eddie Vrdolyak.

– Si Washington no tuviera a Vrdolyak, tendría que inventarlo -dijo Murray-. Es la excusa perfecta para que Washington no sea capaz de hacer nada.

La camarera se acercó. Rechacé una segunda copa y pedí un vaso de agua.

Murray pidió otra Beck.

– Bien, ¿qué ocurre, V.I? No diré que cuando apareces como caída del cielo eso siempre significa que va a haber problemas, pero suele querer decir que yo voy a acabar siendo utilizado.

– Murray, apuesto una semana de mi sueldo a que me has sacado tú más historias a mí que clientes te he sacado yo a ti.

– Una semana de tu sueldo no me permitiría seguir tomando cerveza. ¿Qué ocurre?

– ¿Te has enterado de una historia la semana pasada acerca de ciertas acciones falsificadas en Melrose Park? ¿En un convento de dominicos que hay allí?

– ¿Un convento de dominicos? -repitió Murray-. ¿Desde cuándo te dedicas a revolotear por las iglesias?

– Es una obligación familiar -dije con dignidad-. Puede que no lo sepas, pero soy medio italiana y nosotros los italianos nos mantenemos muy unidos, ante lo bueno y ante lo malo. Ya sabes, el romance secreto de la Mafia y todo eso. Cuando uno de los miembros de la familia se halla en dificultades, los demás se apiñan a su alrededor.

No impresioné a Murray.

– ¿Vas a cargarte a alguien en el convento por el honor de tu familia?

– No, pero puede que me desquite con Derek Hatfield gracias a esto.

Murray me apoyó con entusiasmo. Hatfield era tan poco colaborador con la prensa como con los detectives privados.

Murray no conocía la historia de las acciones falsas.

– Quizá no se haya informado de ello. Los federales pueden ser muy discretos con este tipo de cosas, sobre todo Derek. ¿Crees que podría sacarle una buena entrevista a ese prior? Puede que mande a uno de mis chicos a hablar con él.

Le sugerí que mandase a alguien a hablar con Rosa y le di la lista de posibilidades que había dado a Hatfield. Murray podría meterlas en la historia. Seguramente conseguiría que alguien averiguase el nombre del donante original y diese cierta publicidad a sus herederos. Aquello forzaría a Hatfield a hacer algo: o bien eliminarlos como posibles involucrados o anunciar públicamente la antigüedad de las falsificaciones.

– «Los que comen pasteles hechos por el Parsi cometen terribles equivocaciones» -murmuré para mí.

– ¿Qué dices? -dijo Murray con viveza-. ¿Me estás mandando a hacerte el trabajo sucio, Warshawski?

Le eché una mirada que pretendí fuese de límpida inocencia.

– ¡Murray! Qué dices. Sólo quiero asegurarme de que el FBI no empapela a mi pobre y frágil anciana tía -le hice una seña a Sal de que nos íbamos; tengo allí una cuenta que me manda una vez al mes, la única cuenta que siempre pago a tiempo.

Murray y yo nos fuimos hacia el norte a tomar mariscos a La Marea Roja. Por ocho dólares te dan un estupendo cangrejo entero de Dungeness, que te puedes comer sentado en la barra, en un sótano oscuro que es la mitad de mi salón. Más tarde, dejé a Murray en la parada del elevado de Fullerton y me fui sola a casa. Ya he superado la edad en la que andar saltando de cama en cama tenga demasiados atractivos para mí.

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