Capítulo 18. En la trena

El fiscal del distrito se puso furioso conmigo. Cosa que no me importó demasiado. Mallory estaba rabioso; había leído lo del ácido en el Herald Star. Estaba acostumbrada al furor de Mallory. Cuando Roger supo que había pasado la noche en los calabozos de Skokie, su preocupación se convirtió en furia frustrada. Me pareció que podría arreglarlo. Pero Lotty… Lotty no quería hablar conmigo: Eso sí que me dolía.

Había sido una noche muy confusa. Viruelas y Gordi me detuvieron alrededor de las nueve y media. Llamé a mi abogado, Freeman Cárter, que no estaba en casa. Contestó su hija de trece años. Su voz sonaba eficiente y educada, pero no había manera de estar segura de si se acordaría de darle el recado a su padre.

Después de eso, nos metimos de lleno en un sesudo interrogatorio. Decidí no decir nada, ya que no tenía preparada ninguna historia que quisiese contar. No podía decir la verdad y con el humor de que estaba Lotty, desbarataría cualquier historia que yo urdiese.

Viruelas y Gordi dieron paso a unos cuantos policías más veteranos a primeras horas de la noche. Serían alrededor de las doce cuando llegó Charles Nicholson, de la oficina del fiscal del distrito. Era un personaje entre los magistrados del Cook Country. Charles es el tipo de persona a quien gusta descubrir a sus empleados haciendo llamadas personales en tiempo de trabajo. Nunca fuimos lo que se dice íntimos.

– Bien, bien, Warshawski. Como en los viejos tiempos. Tú y yo, unas cuantas diferencias y una mesa entre los dos.

– Hola, Charlie -dije tranquilamente-. Como en los viejos tiempos. Incluso en lo que se refiere a tu camisa: el sexto botón no te abrocha.

Se miró el estómago y tiró de la camisa intentando cerrarla; luego me miró furioso.

– Sigues tan impertinente, ya lo veo. Incluso ante una acusación de asesinato.

– Si es de asesinato, han cambiado los cargos sin decírmelo -dije irritada-. Y eso viola mis derechos. Mejor será que leas la hoja de cargos y lo compruebes.

– No, no -dijo con su voz untuosa-. Tienes razón, no es más que una forma de hablar. La acusación era y es por obstrucción. Hablemos de lo que estabas haciendo en el apartamento del viejo, Warshawski.

Negué con la cabeza.

– No hasta que tenga asistencia legal. En mi opinión, cualquier cosa que pueda decir sobre el asunto puede incriminarme, y como no tengo ningún conocimiento de primera mano del crimen, no hay nada que pueda hacer para colaborar en la investigación policial.

Fue la única frase que pronuncié en un buen rato.

Charlie intentó poner en práctica una serie de tácticas diferentes: insultos, camaradería, raudales de teorías acerca de la delincuencia para sugerirme comentarios. Comencé haciendo unos cuantos ejercicios: levantar la pierna derecha, contar hasta cinco, levantar la pierna izquierda. Contar me distraía y no hacía caso a Charlie, y los ejercicios le ponían frenético. Había conseguido llegar a setenta y cinco con cada pierna cuando lo dejó.

Las cosas cambiaron a las dos y media, cuando entró Bobby Mallory.

– Te vamos a llevar al centro -me informó-. Estoy hasta aquí -se señaló el cuello- de ti. De que cuentes la verdad cuando te dé la gana. ¿Cómo te has atrevido…, cómo te has atrevido a contarle a Ryerson tu historia del ácido y no contárnosla esta mañana? Hemos hablado con tu amigo Ferrant hace unas horas. No soy tan tonto como para no haberme dado cuenta de que le cortaste esta mañana cuando empezó a preguntar si no sería la misma persona que te había tirado no sé qué. Ácido. Tendrías que estar en el psiquiátrico. Y antes de que acabe la noche, vas a tener que largar lo que sabes o tendremos que mandarte allí y hacer que te quedes.

Aquello no era más que un modo de hablar y Bobby lo sabía. Una parte de él estaba furiosa conmigo por ocultar pruebas y la otra parte estaba frenética porque yo era la hija de Tony y podía haber hecho que me matasen o que me dejasen ciega.

Me puse en pie.

– Vale. Ya lo sabes. Aunque Murray publicó la historia del ácido cuando ocurrió. Sácame del extrarradio y lejos de Charlie y hablaré.

– Y la verdad, Warshawski: me ocultas cualquier cosa, cualquier cosa, y te meto en la cárcel. No me importa si tengo que acusarte de posesión de drogas.

– No trafico con drogas, Bobby. Si encuentran drogas en mi casa, las ha puesto alguien. Además, ya no tengo casa.

Su rostro redondo enrojeció.

– No voy a tragar, Warshawski. Estás a dos pasos del psiquiátrico. Nada de pasarte de lista ni de mentiras. ¿Te enteras?

– Me entero.

Bobby consiguió que los de Skokie retirasen los cargos y me llevó con él. Técnicamente no estaba detenida y no tenía por qué ir con él. Tampoco me hacía ilusiones.

El conductor era un joven agradable que parecía deseoso de charlar. Le pregunté si creía que los Cubs iban a dejar marchar a Rick Sutcliffe. Un mordaz comentario de Bobby le hizo callar, así que me puse a hablar sola del tema.

– Yo creo que Sutcliffe dio la vuelta al equipo después de la derrota del All-Stars. Por eso quiere cinco o seis millones. Merece la pena si vuelven a dar el golpe en las World Series.

Cuando llegamos a la calle Once, Bobby me empujó al interior de una sala de interrogatorios. El detective Finchley, un joven policía negro que llevaba uniforme cuando le conocí, se reunió con nosotros y se dispuso a tomar notas.

Bobby mandó a buscar café, cerró la puerta y se sentó tras su viejo escritorio.

– Ni una palabra más acerca de Sutcliffe y Gary Matthews. Sólo los hechos.

Le conté los hechos. Le conté lo de Rosa y las acciones, y lo de las llamadas de teléfono amenazadoras. Le conté lo del ataque en el descansillo y cómo Murray pensó que quizá pudiera ser Walter Novick. Y le conté lo de la llamada telefónica aquella mañana cuando había vuelto a buscar la ropa.

«Nadie tiene suerte siempre.»

– ¿Y qué pasa con Stefan Herschel? ¿Qué hacías allí ayer, precisamente el día en que le apuñalaron?

– Fue casualidad. ¿Cómo está?

– Nada, Warshawski. Soy yo el que hace las preguntas esta noche. ¿Qué hacías en su casa?

– Es tío de una amiga mía. Conoces a la doctora Herschel… Es un anciano muy interesante y se encuentra solo; quería que fuese a tomar el té con él.

– ¿El té? ¿Y te colaste dentro?

– La puerta estaba abierta cuando llegué y eso me preocupó.

– Ya. La chica de enfrente dice que la puerta estaba cerrada y eso le preocupó.

– No es que estuviera abierta de par en par. Sólo que no estaba cerrada con llave.

Bobby alzó mi colección de ganzúas.

– ¿No habrías utilizado éstas por un casual?

Negué con la cabeza.

– No sé cómo se usan. Son un recuerdo de uno de mis clientes, de cuando yo era abogado de oficio.

– Y las llevas encima por puro sentimentalismo desde entonces…, ocho años después. Vamos, hombre, que me lo voy a creer.

– Eso es, Bobby. Ya sabes lo del ácido, ya sabes lo de Novick y lo de Rosa. ¿Por qué no hablas con Derek Hatfield? Me encantaría saber qué es lo que hizo desistir al FBI de investigar lo de esas acciones.

– Estoy hablando contigo. Y a propósito de Hatfield, no sabrás por casualidad por qué estaba su nombre en el registro del edificio de la Bolsa la noche en la que alguien asaltó las oficinas de Tilford & Sutton, ¿verdad?

– ¿Le preguntaste a Hatfiel qué estaba haciendo allí?

– Él dice que no estuvo.

Me encogí de hombros.

– Los federales nunca cuentan nada. Lo sabes perfectamente.

– Bueno, ni tú tampoco, y tú tienes menos excusas para no hacerlo. ¿Por qué fuiste a ver a Stefan Herschel?

– Él me invitó.

– Sí, ya. Te queman anoche el apartamento y, como hoy te sentías muy animada, te vas a tomar el té a Skokie. Coño, Vicki, no juegues conmigo. -Mallory estaba enfadado de verdad. No suele decir tacos cuando habla con mujeres. Finchley parecía preocupado. Yo también lo estaba, pero no podía soltar prenda de ninguna manera acerca de Stefan Herschel. Habían matado al anciano, o casi, por culpa de la falsificación. No quería que además le detuvieran.

A las cinco, Bobby me acusó de ocultar pruebas en un delito. Me tomaron las huellas, me hicieron fotos y me llevaron a los calabozos de la esquina de las calles Veinticinco y California con unas cuantas prostitutas contrariadas. La mayoría llevaban botas de tacón alto y faldas cortísimas. Al menos la cárcel debía ser un lugar más caliente en enero que las calles Rush y Oak. Hubo una cierta hostilidad al principio mientras intentaban asegurarse de que no estaba trabajando en sus territorios.

– Lo siento, señoras; estoy aquí sólo bajo acusación de asesinato. Sí, mi hombre -expliqué-. Sí, el muy bastardo me pegaba. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando intentó quemarme. -Les enseñé los brazos, donde el fuego me había levantado la piel.

Recibí un montón de comentarios simpatizantes,

– Oh, cariño, hiciste bien… Un tío me toca a mí así y lo dejo tieso.

– Oh, sí, ¿te acuerdas cuando Freddie intentó rajarme? Le eché agua hirviendo encima.

En seguida me olvidaron, contándose unas a otras historias a cual mejor sobre violencia masculina y su valentía al enfrentarse con ella. Las historias me pusieron los pelos de punta. Pero a las ocho, cuando los Freddies y los Slim y los JJ aparecieron a recogerlas, parecieron encantadas de verles. El hogar es el hogar, pensé.

Freeman Cárter vino a buscarme a las nueve. Es uno de los socios de Crawford y Meade, la prestigiosa firma en la que trabaja mi ex marido, y les lleva los asuntos criminales. Para Dick -mi ex- es una constante espina el que Freeman se ocupe de mis asuntos legales. Pero él no sólo es una buena persona, de un modo suave y WASP (blanco, anglosajón y protestante), sino que además, le caigo bien.

– Hola, Freeman. A las otras chicas las vinieron a buscar sus chulos hace una hora. Creo que no soy una mercancía muy valiosa.

– Hola, Vic. Si tuvieras un espejo, verías hasta dónde ha caído tu valor en la calle. Tienes que presentarte en el tribunal a las once. No es más que una formalidad, y te dejarán salir bajo juramento. -Se permite prestar este juramento a personas que el tribunal considera ciudadanos responsables. Como yo, por ejemplo. Freeman me prestó un peine y me puse tan presentable como me fue posible.

Caminamos por el pasillo hasta llegar a una pequeña sala de reunión. Freeman estaba tan elegante como siempre, con un traje azul marino de corte perfecto que le sentaba como un guante. Si yo estaba la mitad de sucia de lo que me sentía, debía estar horrorosa. Freeman echó un vistazo a su reloj.

– ¿Quieres que hablemos? Dicen que te han detenido por ocultar pruebas en el asunto de Stefan Herschel.

– Así es -admití-. ¿Cómo está él?

– Llamé al hospital de camino hacia aquí. Está en cuidados intensivos, pero parece estable.

– Ya. -Me sentí mucho mejor de pronto-. ¿Sabes que cumplió una condena por falsificación en los cincuenta? Bueno, pues me temo que alguien le acuchilló porque estaba jugando a los detectives con unas acciones falsificadas. Pero no se lo puedo contar a Bobby Mallory hasta que hablemos con el anciano. No quiero que se meta en líos con la policía ni con los federales.

Freeman puso una cara muy seria.

– Si fuese tu chulo, te daría una paliza con una percha. Como no soy más que tu abogado, ¿puedo aconsejarte que le cuentes lo antes posible a Mallory todo lo que sabes? Es un buen policía. No va a encarcelar a un hombre de ochenta años.

– Puede que él no, pero Derek Hatfield sí lo haría en menos de treinta segundos. Y una vez que los federales se han puesto en marcha, nada vale lo que diga Bobby ni lo que diga yo, ni siquiera lo que digas tú.

Freeman seguía sin estar convencido cuando le conté lo de las falsificaciones y el papel que jugaba en todo ello el tío Stefan, pero me sacó las castañas del fuego en la audiencia con mucho aplomo. Después me dio un beso de despedida cuando me dejó en la parada del elevado de Roosvelt Road.

– Esto sí que es una prueba de afecto, Vic. Necesitas un baño urgente.

Fui en el elevado hasta la calle Howard, cogí el metro de Skokie y caminé las diez manzanas que había hasta mi coche. Un baño, una siesta, Roger, Lotty y el tío Stefan. Ésas eran las prioridades en orden inverso. Pero necesitaba ponerme limpia antes.

Las prioridades se tergiversaron un poco. Roger estaba esperándome cuando volví al Hancock. Estaba hablando por teléfono, al parecer con Ajax. Le saludé con la mano y me dirigí al baño. Él entró diez minutos más tarde, mientras yo estaba a remojo en la bañera. Intentando estar a remojo en la bañera. Era uno de esos antipáticos artilugios modernos en los que las rodillas te dan en la barbilla. Mi apartamento tenía una maravillosa bañera de los años treinta, lo bastante larga como para que una persona de mi altura cupiese tumbada dentro.

Roger cerró el retrete y se sentó.

– La policía me despertó esta mañana para preguntarme por tus quemaduras de ácido. Les dije todo lo que sabía, lo que era francamente poco. No tenía ni idea de dónde estabas, lo que estabas haciendo y en qué peligros podías estar metida. Ayer por la mañana te supliqué que no hicieras nada estúpido. Pero cuando me desperté a la una de la mañana y tú no estabas… Ni una nota. Maldita sea, ¿por qué hiciste eso?

Me senté en la bañera.

– He tenido una velada llena de incidentes. Salvé la vida de un anciano, luego me pasé cinco horas en la comisaría de Skokie y cuatro en una de Chicago. No podía hacer más que una llamada de teléfono y la necesitaba para llamar a mi abogado. Como no estaba en casa, pero su hija sí, no pude mandar ningún mensaje a mis amigos y parientes.

– Pero, maldita sea, Vic, ya sabes que me preocupo muchísimo por ti y por todo este dichoso asunto -movió un brazo para expresar frustración e incoherencia-. ¿Por qué demonios no me dejaste una nota?

Negué con la cabeza.

– No creí que fuese a estar fuera tanto tiempo. Caramba, Roger, si hubiera sabido con lo que me iba a encontrar, te hubiese escrito una novela.

– No es ésa la cuestión. Ya sabes que no. Hablamos de esto la noche pasada o hace dos noches, cuando diablos sea que ardió tu apartamento. No puedes largarte tranquilamente y dejar a los demás con tres palmos de narices.

Yo también estaba empezando a enfadarme.

– No eres mi dueño, Ferrant. Y si el que me quede aquí te hace pensar que lo eres, me iré inmediatamente. Soy detective. Me pagan para detectar cosas. Si le cuento a todo el mundo en qué estoy metida, no sólo mis clientes perderían la confianza en mí, sino que me darían de cachiporrazos allá donde fuera. Le contaste a los policías todo lo que sabías. Si hubieses sabido todo lo que sabía yo, un pobre anciano estaría ahora mismo detenido, además de estar en cuidados intensivos.

Roger me miró inexpresivamente, con el rostro pálido.

– Puede que debas marcharte, Vic. No tengo el aguante suficiente para pasar más noches como ésta. Pero déjame decirte una cosa, Supermujer: si hubieses compartido conmigo lo que estabas haciendo, no le habría contado nada a la policía. Habría sabido que tú no necesitabas su particular ayuda. No les hubiera dicho que acabasen contigo, sino que te protegieran.

La rabia me tensaba las cuerdas vocales.

– A mí nadie me protege, Roger. No vivo en esa clase de mundo. Tú no dejarías un negocio que estuvieras ultimando sólo porque hay por ahí mucha gente peligrosa y poco escrupulosa en tu mundo. Si quieres hablarme de tu trabajo, te escucharé y te haré las sugerencias que quieras. Pero nunca intentaría protegerte. -Salí de la bañera-. Bien, pues respétame del mismo modo. Sólo porque la gente con la que trato juega con fuego en lugar de con dinero, no quiere decir que necesite o quiera protección. Si así fuera, ¿cómo crees que habría sobrevivido todos estos años?

Estaba cerrando y abriendo los puños, intentando mantener la rabia bajo control. Protección. El sueño de la clase media. Mi padre protegiendo a Gabriela en un bar de Milwaukee Avenue. Mi madre ofreciéndole su lealtad y encadenando su apasionada creatividad en un cuchitril del sur de Chicago por gratitud.

Roger cogió una toalla y empezó a secarme la espalda muy serio. La envolvió alrededor de mis hombros y me abrazó. Intenté relajarme, pero no pude.

– Vic, yo tengo que desenvolverme en ciertos negocios… Tienes razón. Me encanta imaginar que salgo triunfante en una melé. Si tú te metieras y le rompieras la cabeza a alguien, o cualquier cosa por el estilo, me pondría furioso… No pienso que soy tu dueño. Pero cuanto más te alejas, más necesito algo a lo que agarrarme.

– Ya -me di la vuelta-. Sigo creyendo que sería más fácil para los dos que encontrase algún otro lugar en el que quedarme. Pero… Pero intentaré que a partir de ahora nos llevemos mejor -me puse de puntillas y le di un beso.

Sonó el teléfono. Fui a la secadora, donde había dejado la ropa y saqué unos vaqueros limpios y otra camisa mientras Roger cogía el teléfono del cuarto de baño.

– Es para ti, Vic.

Lo cogí en el dormitorio. Roger dijo que se marchaba y colgó. El que llamaba era Phil Paciorek.

– ¿Sigues buscando al hombre sin acentos? Esta noche hay una cena archidiocesana en el hotel Hanover House. Farber da una fiesta para O'Faolin. Como mamá dona un millón al año más o menos a la Iglesia, estamos invitados. La mayoría de la gente que estaba en el funeral va a ir. ¿Quieres ser mi acompañante?

Una cena archidiocesana. Qué nervios. Eso significaba ir con vestido y medias. Lo que significaba a su vez ir de tiendas, pues cualquier cosa lejanamente adecuada al Hanover House yacía ahumada en mi maleta. Como Phil no podría dejar el hospital antes de las siete, me preguntó si no me importaría encontrarme con él en el hotel; estaría allí tan cerca de las siete y media como le fuera posible.

– … y he llamado a la archidiócesis. Si no estoy allí, no tienes más que dar tu nombre a la mujer que habrá en la entrada.

Después de aquello intenté echar un sueñecito, pero no podía dormir. Lotty, el tío Stefan y don Pasquale daban vueltas en el fondo de mi cabeza. Junto con Rosa, Albert y Agnes.

A las doce me di por vencida y traté de hablar con Lotty. Carol Alvarado, la enfermera de la clínica de Lotty, contestó al teléfono. Fue a buscar a la doctora, pero volvió con el mensaje de que estaba demasiado ocupada para hablar conmigo en aquel momento.

Caminé por la calle hasta Water Tower y encontré un elegante vestido de crepé de seda color púrpura de rebajas en Lord & Taylor. Por delante tenía un escote festoneado; por detrás el cuello bajaba en V hasta justo encima de la tira de mi sujetador. Podía llevar los pendientes de diamantes con él y ser la más bella del baile.

De vuelta en el Hancock, intenté hablar con Lotty de nuevo. Seguía estando demasiado ocupada para hablar. Cogí el periódico de la mañana y busqué un apartamento amueblado en los anuncios por palabras. Después de pasarme una hora llamando, encontré un lugar entre Racine y Montrose que ofrecía alquileres por dos meses. Hice otra vez la maleta mezclando las ropas lavadas con las ahumadas y dejé una larga nota a Roger explicándole a dónde me mudaba, lo que iba a hacer a la hora de cenar y si por favor podríamos seguir en contacto, y llamé a Lotty por última vez. Seguía demasiado ocupada.

El Bellerophon había visto tiempos mejores, pero estaba bien cuidado. Por doscientos cincuenta al mes, entré en posesión de un cuarto de estar con una cama, un confortable sillón, una televisión pequeña y una mesa respetable. La cocina incluía un refrigerador minúsculo y dos quemadores de gas; no había horno, pero el baño tenía dentro una bañera de verdad. Bastante bien. La habitación tenía enchufes de teléfono. Si los vándalos del vecindario no se habían llevado mis teléfonos, podría conseguir que me dieran línea. Le di un cheque a la señora Climzak por la renta del primer mes y me marché.

Mi viejo apartamento tenía un aspecto muy desolado a la luz del sol invernal. Como Manderley quemado. Cristales rotos en las ventanas, las cortinas estampadas de los Takamoku colgando a jirones de sus rieles. Subí a través de los escombros por las escaleras y atravesé el agujero de la pared del salón. El piano seguía allí: demasiado grande para que se lo llevaran, pero el sofá y la mesita habían desaparecido. Ejemplares carbonizados de Forbes y del Wall Street Journal se desparramaban por toda la habitación. El teléfono del salón había sido arrancado de la pared. En el comedor, alguien se había bebido todos los licores. Normal. La mayoría de los platos habían desaparecido. Menos mal que nunca tuve dinero como para comprarme una vajilla Crown Derby.

La extensión del dormitorio seguía allí, enterrada bajo un montón de escayola desprendida. La desenchufé de la pared y me marché. Me detuve en la oficina de correos de Lincoln Park para cambiar mi dirección y recogí lo que me habían guardado desde el incendio. Después, apretando los dientes, conduje hacia el norte hasta Sheffield, hasta llegar a la entrada de la clínica de Lotty.

La sala de espera estaba llena de mujeres y de niños pequeños. Un guirigay compuesto por gritos en español, coreano y libanes hacía que el pequeño espacio pareciese aún más pequeño de lo que era. Los bebés gateaban por el suelo con grandes cubos de madera en la mano.

La recepcionista de Lotty era una mujer de sesenta años que había tenido siete hijos. Su principal virtud era la de ser capaz de mantener el orden en la sala de espera y asegurarse de que la gente entraba por orden de llegada o de urgencia. Nunca perdía la calma, pero conocía a su clientela como un buen barman y mantenía el orden del mismo modo.

– ¡Señorita Warshawski! Me alegro de verla. Hoy tenemos el completo; montones de gripes y de catarros. ¿La está esperando la doctora Herschel?

La señora Coltrain no llamaba a nadie por su nombre de pila. Después de años de haberle dicho que lo hiciera, Lotty y yo abandonamos.

– No, señora Coltrain. He pasado a ver cómo estaba su tío y averiguar si podía visitarle.

La señora Coltrain desapareció en la parte trasera. Volvió con Carol Alvarado unos minutos más tarde. Carol me dijo que Lotty estaba con un paciente, pero que me vería en unos minutos si pasaba a su despacho.

El despacho de Lotty, al igual que la sala de espera, estaba amueblado para hacer sentirse a gusto a las madres preocupadas y a los niños asustados. No necesitaba escritorio, decía; después de todo, la señora Coltrain guardaba todos los expedientes en un archivador. En lugar de ello, había sillas cómodas, cuadros, una gruesa alfombra y los omnipresentes cubos de arquitectura, que hacían del lugar un sitio alegre. Aquel día no me pareció muy relajante.

Lotty me hizo esperar media hora. Estuve hojeando el Diario de Cirugía Obstétrica. Tamborileé con los dedos en una mesita que estaba junto a mi silla, hice ejercicios de piernas y unos cuantos estiramientos.

A las cuatro, Lotty llegó muy silenciosa. Por encima de su bata blanca, su rostro mostraba un gesto poco comprometido.

– Estoy casi demasiado enfadada como para hablar contigo, Vic. Afortunadamente, mi tío ha sobrevivido. Y ahora te debe la vida. Pero casi te debe también la muerte.

Estaba demasiado cansada para tener otra pelea aquel día. Me pasé las manos por el pelo intentando estimularme el cerebro.

– Lotty, no hace falta que te esfuerces para hacerme sentir culpable; ya lo hago. Nunca tendría que haberle mezclado en un asunto tan demencial y peligroso. Todo lo que puedo decir es que me he llevado mi parte en los golpes. Si hubiese sabido lo que se avecinaba, hubiese hecho lo imposible para evitarle el ser atacado -me reí sin alegría-. Hace unas horas he tenido una pelea de miedo con Roger Ferrant. Quiere protegerme de los incendiarios y de gente de ese estilo. Ahora tú te peleas conmigo porque no protegí a tu tío.

Lotty no sonrió.

– Quiere hablar contigo. Intenté prohibirlo; no necesita más nervios ni tensiones. Pero parece que resultará peor si no vas a verle. La policía quiere interrogarle y él se niega hasta que te vea.

– Lotty, es un anciano, pero está cuerdo. Toma sus propias decisiones. ¿No crees que tu enfado proviene en parte de ahí? ¿Y por haberme ayudado a mezclarle en esto? Hago lo que puedo por mis clientes, pero no puedo ayudarles a todos, al menos en un cien por cien.

– El doctor Metzinger está a cargo de su caso. Le llamaré y le diré que te deje entrar… ¿cuándo?

Dejé a un lado la discusión y miré el reloj. Tendría el tiempo justo de ir y vestirme para cenar si iba en ese momento.

– Dentro de media hora. -Ella asintió y se fue.

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