Capítulo 11. Prueba de ácido

El Fort Dearborn Trust, el mayor banco de Chicago, tiene edificios en cada una de las cuatro esquinas de Monroe y LaSalle. La Tower, su más reciente construcción, es un edificio de setenta y cinco pisos en la parte suroeste del cruce. Sus costados curvos de cristal ahumado representan lo más nuevo de las tendencias arquitectónicas de Chicago. Las cajas de los ascensores están construidas alrededor de una pequeña jungla. Esquivé unos cuantos árboles y vides trepadoras hasta que encontré los ascensores que subían a la planta sesenta, donde Feldstein, Holtz y Woods, la firma de la que Agnes era socia, ocupaba la mitad norte. Estuve allí por primera vez cuando la firma se trasladó al edificio tres años antes. Agnes acababa de ser nombrada socia y Phyllis Lording y yo estuvimos ayudándola a colgar cuadros en su enorme despacho nuevo.

Phyllis enseñaba inglés en la Universidad de Chicago. La había llamado desde el restaurante de Ajax antes de acercarme a la Fort Dearborn Tower. Fue una conversación triste. Phyllis intentaba sin éxito no llorar. La señora Paciorek se negaba a decirle nada acerca de los preparativos para el funeral.

– Si no estás casada, no tienes ningún derecho cuando tu amante muere -dijo amargamente.

Le prometí ir a verla aquella tarde y le pregunté si Agnes había dicho algo, ya fuese acerca de Ajax o acerca de querer verme.

– Me dijo que había comido contigo el viernes pasado, contigo y con un inglés… Sé que dijo que él le había hablado de algún problema interesante… Ahora mismo no puedo acordarme de nada más.

Si Phyllis no lo sabía, la secretaria de Agnes quizá sí. No me había preocupado de telefonear antes de ir a Feldstein, Holtz y Woods, y me encontré con un caos increíble. En el interior de una firma de brokers siempre parece que acaba de pasar un huracán; los brokers se desenvuelven entre peligrosas pilas de documentos: prospectos, informes de investigaciones, informes anuales. La maravilla es que consigan acceder a los papeles suficientes como para enterarse de algo acerca de la compañía en la que trabajan.

Una investigación de asesinato superpuesta a aquel maremágnum era el colmo, incluso para una persona con mis cualidades de ama de casa. Un polvo gris cubría las pocas superficies que no estaban abarrotadas de papeles. Los escritorios y terminales estaban reunidos en un espacio ya desbordado para que el trabajo pudiese continuar mientras la policía mantenía acordonadas partes del piso en las que pensaban que podía haber pistas.

Mientras me abría paso a través de la zona abierta hasta el despacho de Agnes, un joven patrullero me detuvo, preguntándome qué quería.

– Tengo aquí una cuenta. Voy a ver a mi agente. -Él intentó detenerme con más preguntas, pero alguien le ladró una orden desde el otro extremo de la sala y él me dio la espalda.

La oficina de Agnes estaba cerrada con una cuerda, aunque el asesinato hubiese tenido lugar en el otro extremo del piso. Una pareja de detectives revisaba cada papel uno por uno. Supuse que acabarían en Pascua.

Alicia Vargas, la joven secretaria de Agnes, estaba tristemente refugiada en un rincón con tres operadores de procesadores de textos; la policía le había requisado el escritorio de palo de rosa también. Me vio llegar y se puso en pie de un salto.

– ¡Señorita Warshawski! ¿Ha oído usted las noticias? Es terrible, terrible. ¿Quién puede haber hecho una cosa así?

Los tres operadores de los procesadores de textos estaban sentados con las manos en el regazo, con los cursores verdes parpadeando inoportunos en las pantallas vacías que había ante ellos.

– ¿Podríamos ir a hablar a alguna parte? -pregunté, señalando con la cabeza hacia los fisgones.

Ella recogió su bolso y la chaqueta y me siguió rápidamente. Bajamos en el ascensor hasta la cafetería escondida en uno de los rincones de la jungla del vestíbulo. Me había vuelto el apetito. Pedí un bocadillo de pan de centeno con carne en conserva; calorías extra por haberme saltado la comida en el comedor de ejecutivos.

La cara rellenita y oscura de la señorita Vargas estaba hinchada de tanto llorar. Agnes la había sacado del equipo de mecanógrafas cinco años antes, cuando la señorita Vargas tenía dieciocho y acababa de empezar a trabajar. Cuando Agnes se convirtió en socia, la señorita Vargas se convirtió en su secretaria personal. Las lágrimas indicaban una pena sincera, pero también probablemente preocupación por su futuro incierto. Le pregunté si alguno de los demás antiguos socios le habían hablado acerca de su trabajo.

Negó tristemente con la cabeza.

– Tendré que hablar con el señor Holtz, seguro. No pensarán en ello hasta que lo haga. Se supone que tengo que trabajar para el señor Hampton y el señor Janville, dos de los socios más jóvenes, hasta que las cosas se arreglen -frunció el ceño orgullosa, luchando con más lágrimas-. Si tengo que volver al equipo o trabajar para mucha gente, tendré… bueno, tendré que buscar trabajo en otra parte.

Para mis adentros, yo pensaba que sería lo mejor que podía hacer, pero el estado de shock no es el mejor estado para hacer planes. Concentré mi energía en tranquilizarla y preguntarle acerca del interés que Agnes pudiera tener en la adquisición de Ajax.

Ella no sabía nada de Ajax. ¿Y los nombres de agentes que Ferrant le había dado a Agnes? Negó con la cabeza. Si no habían llegado por correo, normalmente no tenía por qué haberlos visto. Suspiré de exasperación. Iba a tener que decirle a Roger que le pidiese a Barrett un duplicado de la lista si no aparecía en el despacho.

Le expliqué la situación a la señorita Vargas.

– Hay muchas posibilidades de que alguna de las personas de la lista viniese a ver a Agnes anoche. Si es así, habría sido la última persona que la hubiera visto viva. Puede incluso haber sido el asesino. Puedo conseguir otra copia de la lista, pero me llevará tiempo. Si pudiese usted buscar entre sus papeles y encontrarla, sería una gran ayuda. No estoy segura de cómo saber cuál es. Tiene que estar en un papel de cartas con el membrete de Andy Barrett, el especialista de Ajax. Puede que sea parte de una carta a Roger Ferrant.

Ella accedió bastante rápido a buscar la lista, aunque no tenía muchas esperanzas de encontrarla en el barullo de papeles del despacho de Agnes.

Pagué la cuenta y volvimos a la zona del desastre. La policía se lanzó sobre la señorita Vargas suspicaz: ¿Dónde había estado? Necesitaban revisar cierto material con ella. Me miró impotente: le dije que esperaría.

Mientras ella hablaba con la policía, conseguí descubrir al director de investigaciones de Feldstein y Holtz, Franz Bugatti. Era un joven y emprendedor economista. Le dije que había sido cliente de la señorita Paciorek. Había estado haciendo averiguaciones acerca de valores para mí.

– Detesto comportarme como un buitre; ya sé que ha muerto hace sólo unas horas. Pero en el periódico de esta mañana he visto que alguien está tratando de hacerse con Ajax. Si eso es verdad, el precio debería mantenerse en alza, ¿no es verdad? Puede que fuese un buen momento para comprar. Estaba pensando en diez mil acciones. Agnes iba a hablarlo con usted y ver lo que sabía del asunto.

A los precios de hoy día, un cliente que compra diez mil acciones tiene un buen medio millón con el que no sabe qué hacer. Bugatti me trató con enorme respeto. Me condujo a un despacho que parecía pequeño a causa de los montones de papel que tenía dentro y me contó todo lo que sabía acerca de una posible adquisición de Ajax: nada. Después de veinte minutos de discursear acerca de la industria del seguro y otras cosas sin interés, se ofreció a presentarme a uno de los otros socios que estaría encantado de hacer negocios conmigo. Le dije que necesitaba algo de tiempo para reponerme del golpe de la muerte de la señorita Paciorek, pero le agradecí profusamente su ayuda.

La señorita Vargas había vuelto a su improvisado escritorio cuando volví a su piso. Sacudió la cabeza tristemente cuando aparecí.

– No encuentro ninguna lista como la que usted busca. Al menos, encima de su escritorio. Seguiré buscando si la policía me deja volver a su despacho -puso cara dudosa-, pero tal vez debería usted buscar los nombres en otra parte si puede.

Le dije que sí y llamé a Roger desde su teléfono. Estaba en una reunión. Le dije a la secretaria que aquello era más importante que cualquier reunión en la que pudiera estar y finalmente conseguí que le trajera al teléfono.

– No te entretendré, Roger, pero me gustaría conseguir otra copia de los nombres que le diste a Agnes. ¿Podrías llamar a Barrett y pedirle que te la mande por correo urgente? ¿O que me la mande a mí? Podría tenerla el sábado si me la manda mañana por la mañana.

– ¡Claro! Tendría que habérseme ocurrido. Le llamaré ahora mismo.

La señorita Vargas me miraba esperanzada. Le di las gracias por su ayuda y le dije que me mantendría en contacto con ella. Cuando pasé junto a la oficina acordonada de Agnes, vi a los detectives que seguían ordenando papeles. Me alegré de ser detective privado.

Eso debía ser lo único de lo que me alegraba aquel día. Eran las cuatro y nevaba cuando abandoné la Dearborn Tower. Cuando me metí en el Omega, el tráfico estaba congelado; los trabajadores que se marchaban temprano para intentar escaparse del atasco de la autopista habían colapsado el Loop.

Deseé no haber quedado en pasar por casa de Phyllis Lording. Había empezado el día agotada; en el momento en que dejé la oficina de Mallory estaba como para irme a la cama.

Pero tal como fueron las cosas, me alegré de haber ido. Phyllis necesitaba ayuda para arreglárselas con la señora Paciorek. Yo era una de sus pocas amistades que conocía a la madre de Agnes, y estuvimos hablando largo y tendido del modo de tratar a las personas neuróticas.

Phyllis era una mujer delgada y tranquila, varios años mayor que Agnes y que yo.

– No es que me sienta posesiva con respecto a Agnes. Sé que me quería; no necesito poseer su cuerpo muerto. Pero tengo que ir al funeral. Es el único modo de hacer que su muerte me parezca real.

Entendí la verdad que había en esto y le prometí conseguir los detalles de la policía si la señora Paciorek no quería revelármelos.

El apartamento de Phyllis estaba en la esquina de Chestnut y el Drive, un vecindario muy elegante al norte del Loop, dominando el lago Michigan. Phyllis también se sentía deprimida porque no sabía cómo poder mantener el lugar con su salario de profesora. La consolé pero estaba segura de que Agnes le habría dejado un legado sustancial. Me lo dijo un día del verano pasado poco después de haber modificado su testamento. Me pregunté distraída si los Paciorek intentarían impugnarlo.

Eran cerca de las siete cuando al fin me marché, declinando la invitación a cenar de Phyllis. Había visto a demasiada gente por aquel día y necesitaba estar sola. Además, Phyllis pensaba que comer era simplemente un deber para con tu propio cuerpo para mantenerlo vivo. Mantenía el suyo con queso fresco, espinacas y algún huevo duro de vez en cuando. Yo necesitaba comida más confortante aquella noche.

Conduje lentamente hacia el norte. La espesa nieve que caía coagulaba el tráfico de la hora punta. Toda la comida que empieza con p es comida confortante, pensé: pasta, pizza, patatas fritas, pretzels, pasteles, pan… Cuando llegué a la salida de Belmont ya tenía una buena lista y había conseguido eliminar la primera capa de agotamiento de mi mente.

Me di cuenta de que necesitaba llamar a Lotty. Ahora ya habría oído lo de Agnes y querría comentarlo. Al recordar a Lotty me acordé además del tío Stefan y los certificados falsificados. Eso me hizo pensar también en mi comunicante anónimo. Sola en la nevada noche, su voz culta, cuidadosamente desprovista de cualquier acento regional, me parecía llena de amenazas. Mientras aparcaba el Omega y me encaminaba a mi apartamento, me sentí frágil y muy sola.

Las luces de la escalera estaban apagadas. No era raro; el portero era descuidado en el mejor de los casos y estaba borracho en el peor. Si no venía su nieto a echar un vistazo, una bombilla fundida se quedaba así hasta que a uno de los inquilinos se le ocurría cambiarla exasperado.

Normalmente, habría subido las escaleras a oscuras, pero los fantasmas de aquella noche eran demasiado para mí. Volví al coche y saqué la linterna de la guantera. Mi pistola nueva estaba dentro del apartamento, donde no iba a servirme de nada. Pero la linterna era pesada. Podría servir de arma si fuera necesario.

Una vez dentro del edificio, seguí un sendero de huellas mojadas hasta la segunda planta, donde vivían un grupo de estudiantes de De Paul. La nieve derretida terminaba allí. Evidentemente me había dejado llevar por los nervios, una mala costumbre para un detective.

Emprendí la subida del último tramo a buena marcha, iluminando los brillantes escalones desgastados. A mitad del descansillo del tercer piso, vi una pequeña mancha húmeda. Me quedé helada. Si alguien había subido con los pies mojados y había ido limpiando las escaleras detrás de él, podía haberse dejado perfectamente aquella manchita tan pequeña.

Apagué la linterna y me envolví bien la bufanda alrededor del cuello y la cara con una mano. Corrí deprisa escaleras arriba, muy inclinada. Al acercarme arriba, sentí olor a lana mojada. Me agarré a ella, manteniendo la cabeza muy pegada al pecho. Encontré un cuerpo casi el doble de grande que el mío. Caímos hechos un ovillo; él estaba debajo. Usando la linterna, le golpeé donde creí que tendría la mandíbula. Di en hueso. Soltó un grito ahogado y se apartó. Me eché hacia atrás y empecé a dar patadas cuando sentí su brazo acercarse a mi cara. Vacilé y caí rodando y sentí un líquido por detrás del cuello, bajo la bufanda. Le oí precipitarse escaleras abajo, casi deslizándose.

Me puse de pie dispuesta a seguirle cuando la parte de atrás del cuello empezó a arderme como si me estuvieran picando cincuenta avispas. Saqué las llaves y me metí en el apartamento tan deprisa como pude. Cerrando el cerrojo con doble vuelta tras de mí, me precipité al baño dejando caer las ropas mientras corría. Me quité las botas pero no me preocupé de las medias ni de los pantalones y me metí en la bañera. Abrí la ducha a tope y me lavé durante cinco minutos antes de tomar aliento.

Goteando y temblando salí de la bañera; las piernas apenas me sostenían. La bufanda de mohair estaba llena de enormes agujeros. El cuello de la chaqueta de crepé de China se había disuelto. Me di la vuelta para mirarme la espalda en el espejo. Un fino anillo rojo aparecía donde la piel había sido agredida. Un grueso dedo rojo bajaba por mi columna vertebral. Quemadura de ácido.

Estaba temblando fuertemente. El shock, pensó clínicamente la mitad de mi mente. Me obligué a quitarme los pantalones mojados y los leotardos y me envolví en una gran toalla que me irritó horriblemente el cuello. El té es bueno en caso de shock, pensé, pero odio el té: no lo había en casa. Leche caliente; eso podía valer; leche caliente con cantidades de miel. Temblaba tanto que se me cayó la mayor parte mientras trataba de ponerla en un cazo; luego me costó un buen rato encender el fuego. Me tambaleé hasta llegar al dormitorio, quité la colcha de encima de la cama y me envolví en ella. De vuelta a la cocina conseguí meter la mayor parte de la leche en una taza. Tuve que sujetar la taza muy cerca del cuerpo para no vertérmela toda por encima. Me senté en el suelo de la cocina envuelta en trapos y me bebí el líquido hirviente. Después de un rato los temblores cesaron un poco. Tenía frío, los músculos tensos y doloridos, pero lo peor había pasado.

Me puse de pie rígidamente y caminé con piernas de plomo hasta el dormitorio. Como pude froté vaselina sobre las quemaduras de la espalda y me vestí. Me puse capas y capas de ropa, pero seguía helada. Conecté el radiador y me senté delante de él mientras se ponía en marcha metiendo ruido.

Cuando el teléfono sonó, di un salto: el corazón me latía con furia. Me puse de pie temerosa con las manos temblando ligeramente. Al sexto timbrazo contesté al fin. Era Lotty.

– ¡Lotty! -mascullé.

Me había llamado por lo de Agnes, pero me preguntó en seguida qué me pasaba. Insistió en venir, rechazando bruscamente mis débiles protestas de que el atacante pudiera estar todavía fuera esperando.

– No en una noche como ésta. Y con la mandíbula rota.

Estaba en la puerta veinte minutos más tarde.

– Vamos, vamos, Liebchen. Ya has vuelto a entrar en batalla.

Me agarré a ella durante unos minutos. Me acarició el pelo y murmuró unas palabras en alemán; finalmente conseguí entrar en calor. Cuando vio que ya había dejado de temblar, me dijo que me quitara todo el montón de envolturas. Sus fuertes dedos se movieron con suavidad a lo largo de mi cuello y parte de arriba de la espalda, limpiando la vaselina y untando una pomada apropiada.

– Bueno, querida. No es nada serio. El shock ha sido lo peor. No has bebido, ¿verdad? Bien. Es lo peor para un shock. ¿Leche caliente con miel? Muy bien. No te pega nada ser tan razonable.

Sin dejar de hablar se fue a la cocina conmigo, limpió la leche del suelo y de la cocina y se puso a hacer una sopa. Puso lentejas con zanahorias y cebollas; el delicioso olor llenó la cocina y empecé a revivir.

Cuando el teléfono volvió a sonar, estaba preparada para cogerlo. Dejé que sonara tres veces y luego lo cogí, con la grabadora en marcha. Era mi amigo el de la voz suave.

– ¿Qué tal sus ojos, señorita Warshawski? ¿O debo decir Vic? Me parece conocerla ya muy bien.

– ¿Cómo está su amigo?

– Oh, Walter sobrevivirá. Pero estamos preocupados por usted, Vic. Puede que la próxima vez no sobreviva, ¿sabe? Ahora sea buena chica y manténgase apartada de Rosa y de San Albertus. Se sentirá usted mucho mejor.

Le puse la cinta a Lotty. Ella se me quedó mirando.

– ¿No reconoces la voz?

Negué con la cabeza.

– Pero es alguien que sabe que estuve en el convento ayer. Y eso sólo puede querer decir una cosa: que uno de los dominicos está implicado.

– ¿Por qué crees eso?

– Me dicen que no vaya al convento -dije impaciente-. Sólo ellos saben que estuve allí -un pensamiento terrible me pasó por la mente y empecé a temblar de nuevo-. Sólo ellos y Roger Ferrant.

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