Ferrant pasó tarde por casa con una copia de la lista de Barrett. Estaba muy serio y formal y rechazó mi ofrecimiento de una copa. No se quedó mucho tiempo, sólo miró conmigo la lista de agentes, me dijo que ninguno de los que estaban registrados como compradores eran clientes de Ajax, y se marchó.
Ninguna de las empresas de la lista me resultaba familiar, ni los nombres de los registradores. De hecho, la mayoría eran los propios agentes. La carta de Barrett a Ferrant explicaba que ése solía ser el caso cuando un capital social cambiaba de manos; solía llevar un mes más o menos que se registrara el nombre del auténtico comprador.
Una compañía aparecía varias veces: Wood-Sage, Inc. La dirección era LaSalle, 120. También tenían allí su dirección tres de los agentes, hecho que aparentemente era más interesante de lo que resultó ser en realidad. Cuando miré en mi plano detallado del Loop, descubrí que aquélla era la dirección de la Bolsa del Medio Oeste.
No había mucho que pudiera hacer con la lista hasta el lunes, así que la puse en un cajón y me concentré en el béisbol. Encargué una pizza para cenar y me pasé la noche intranquila, con la Smith &Wesson cargada junto a la cama.
El Herald Star del domingo contenía una bonita historia acerca de mi quemadura de ácido en la primera página de la sección Chicago Caliente. Usaron una fotografía mía tomada la pasada primavera en Wrigley Field, una toma muy atractiva. Los lectores que pasaban a la Sección III no podían evitar verme. Los anuncios personales incluían numerosas oraciones dando gracias a San Judas y varios amantes pidiendo una reconciliación, pero no había ningún mensaje del tío Stefan.
El lunes por la mañana metí la pistola en la pistolera, bajo una chaqueta suelta de tweed, y me fui en el Omega hasta el Loop para empezar la jornada con los agentes de bolsa. En las oficinas de Bearden & Lyman, miembros de la Bolsa de Nueva York, dije a la recepcionista que tenía seiscientos mil dólares para invertir y que quería ver a un agente. Stuart Bearden salió a atenderme personalmente. Era un hombre atildado de cuarenta y tantos años, con un traje de rayas color carbón y un bigote a lo David Niven.
Me condujo a través de una serie de cubículos donde afanados jóvenes se sentaban con teléfonos en una mano y tecleaban en las terminales de sus ordenadores con la otra, hasta llegar a su propia oficina en una esquina del piso. Me trajo café y me trató con la deferencia que requiere medio millón de dólares. Iba a tener que decirle a más gente que era rica.
Llamándome a mí misma Carla Baines, expliqué a Stuart que Agnes Paciorek había sido mi agente. Estaba a punto de colocar una orden de compra de varios cientos de acciones de Ajax cuando me advirtió de que no lo hiciera. Ahora que había muerto, yo buscaba un nuevo agente. ¿Qué sabían Bearden & Lyman de Ajax? ¿Estaban de acuerdo con la opinión de la señorita Paciorek?
Bearden no pestañeó al oír el nombre de Agnes. En lugar de ello, me dijo que su muerte había sido una gran tragedia; que también era una tragedia el no poder quedarse a trabajar hasta tarde en la propia oficina de uno a salvo. Luego se puso a manipular su ordenador y me dijo que las acciones estaban a 54 1/8.
– Han ido subiendo las últimas semanas. Puede que Agnes tuviese información interna de que los valores estuvieran alcanzando un tope. ¿Sigue interesada?
– No tengo prisa por invertir. Supongo que podría decidirme por Ajax mañana más o menos. ¿Cree usted que podría investigar un poco por ahí y averiguar algo?
Me miró de cerca.
– Si lleva algún tiempo pensándose esta jugada, tiene que saber que se habla mucho de una adquisición encubierta. Si esa es la situación, el precio seguirá subiendo seguramente hasta que el rumor se confirme en un sentido o en otro. Si va a comprar, debe hacerlo ahora.
Extendí las manos.
– Por eso no entiendo el consejo de la señorita Paciorek. Por eso he venido aquí; para ver si usted sabía por qué ella me advirtió de que no comprara.
Bearden llamó al director de investigación. Los dos mantuvieron una corta conversación.
– Nuestro personal no ha oído nada que contraindique una orden de compra. Estaríamos encantados de hacérsela efectiva esta misma mañana.
Le di las gracias pero dije que necesitaba investigar un poco más antes de decidirme. Me dio su tarjeta y me pidió que le llamase en un par de días.
Bearden & Lyman estaba en el piso catorce del edificio de la Bolsa. Bajé once pisos en el ascensor hasta mi siguiente presa: Gilí, Turner & Rotenfeld.
A mediodía, con la boca seca después de haber estado hablando en tres compañías de agentes de cambio, me batí en desanimada retirada hasta el Berghoff a comer. Normalmente no me suele gustar la cerveza, pero su cerveza oscura de barril, hecha en casa, es una excepción. Una jarra y un plato de sauerbraten me ayudaron a recobrar la fuerza para la tarde. Todo el mundo me había dado esencialmente la misma información que me dio Stuart Bearden. Conocían los rumores acerca de Ajax y me apremiaban a comprar. Ninguno de ellos aparentó asustarse al oír el nombre de Agnes o mi interés por Ajax. Me preguntaba si habría tomado un camino equivocado. Puede que hubiera debido usar mi verdadero nombre. Puede que estuviera ladrando bajo un árbol vacío. Quizá un ladrón nocturno, interesado por los ordenadores, se había encontrado con Agnes y la había matado.
Seguí demostrando que una mujer con seiscientos mil dólares que invertir recibe un tratamiento de guante blanco. No hablé más que con socios sénior durante toda la mañana y Tilford & Sutton no fue la excepción: Preston Tilford me recibiría personalmente.
Al igual que las empresas que había visitado por la mañana, ésta era de mediano tamaño. Los nombres de unos veinte socios estaban en la puerta exterior. Una recepcionista me condujo a través de un corto pasillo y de una oficina en la que un puñado de jóvenes agentes frenéticos manejaban teléfonos y terminales. Me abrí paso a través de los montones ya familiares de papelotes hasta llegar a la oficina de Tilford en el extremo opuesto.
Su secretaria, una mujer agradable de pelo rizado de cuarenta y muchos años, me dijo que entrase. Tilford era nervioso, tenía las uñas mordidas hasta la raíz. Eso no era necesariamente un síntoma de que supiese algo que no debía acerca de Agnes; la mayoría de los agentes que había visto aquel día estaban agotados. Tenía que ser extenuante seguir la pista de todo aquel dinero subiendo y bajando.
Garabateaba incesantemente mientras yo le contaba mi historia.
– Ajax, ¿eh? -dijo cuando la terminé-. No sé. Tengo… tenía mucho respeto por las opiniones de Agnes. Resulta que no estamos recomendando a nadie que compre ahora, señora… eh… Baines. Nuestra impresión es que esos rumores de adquisición los ha difundido cuidadosamente alguien que intenta manipular el stock. Todo puede venirse abajo en cualquier momento. Pero si está usted a la búsqueda de una inversión apropiada, tengo aquí varias que podría recomendarle.
Sacó un montón de prospectos del cajón de su escritorio y los hojeó con la velocidad de un jugador de cartas profesional. Me marché con dos interesantes prospectos metidos en el bolso y la promesa de llamarle pronto. Camino del número siete, llamé a mi servicio de contestador y les dije que cogiesen mensajes de cualquiera que llamara preguntando por Carla Baines.
A las cuatro y media había terminado con la lista de Barrett. Excepto Preston Tilford, todos los demás me habían recomendado que comprase Ajax. También había sido el único que no hacía caso de los rumores de adquisición. Eso no demostraba nada acerca de él en ningún sentido. Podía querer decir que era un agente más perspicaz que los demás; después de todo, sólo un hombre en una firma de brokers había recomendado que no se comprase Baldwin cuando el stock estaba hundiéndose, y al final había sido el único de todo el universo de analistas económicos que había tenido razón. La recomendación de Tilford en contra de Ajax era el único incidente inusual de todo el día. Así que por allí tendría que empezar.
De vuelta a casa, me cambié la ropa de trabajo por unos vaqueros y un jersey. Me puse las botas de tacón bajo. Antes de lanzarme a la acción llamé a la Universidad de Chicago y me dediqué al laborioso proceso de encontrar la pista de Phil Paciorek. Alguien me mandó finalmente a un laboratorio en el que se quedaba a trabajar hasta tarde.
– Phil, soy V.I. Había alguien ayer en tu casa cuyo nombre me gustaría conocer. El problema es que no sé qué aspecto tiene, sólo cómo suena su voz. -Le describí la voz lo mejor que pude.
– Eso puede ser un montón de gente diferente -dijo dubitativo.
– No tiene acento en absoluto -repetí-. Probablemente tenor. Ya sabes, todo el mundo tiene algún acento regional. Él no. No tiene el tono nasal del medio oeste, no arrastra las palabras, no tiene las erres de Boston.
– Lo siento, V.I. No me dice nada. Si se me ocurre algo, te llamaré, pero es todo demasiado vago.
Le di mi número de teléfono y colgué. Guantes, chaquetón de marino, ganzúas, y lista para la acción. Metiéndome un sándwich de mantequilla de cacahuete en el bolsillo del chaquetón, bajé a saltos la escalera y me sumergí en la fría noche de enero. De vuelta al edificio de la Bolsa, un guardia de seguridad que estaba en el vestíbulo me pidió que firmase. No me pidió ninguna identificación, así que puse el primer nombre que se me vino a la cabeza: Derek Hatfield. Subí hasta el piso cincuenta, salí, comprobé las puertas de las escaleras para asegurarme de que no eran de esas que se cierran detrás de ti sin que las puedas abrir, y me coloqué allí para esperar.
A las nueve, un guardia de seguridad subió por las escaleras desde el piso de abajo. Me deslicé al pasillo y encontré un servicio de señoras antes de que él llegase al piso. A las once, las luces de la planta se apagaron. Las mujeres de la limpieza, llamándose las unas a las otras en español, empezaron a recoger para marcharse.
Cuando se marcharon, esperé media hora más en la escalera por si acaso alguien hubiera olvidado algo. Al fin abandoné la escalera y me fui por el pasillo hacia las oficinas de Tilford & Sutton, con las botas golpeando ligeramente el suelo de mármol. Me había traído la linterna, pero las luces de las salidas de incendios proporcionaban suficiente iluminación.
En la puerta de fuera, encendí la linterna para iluminar los bordes y asegurarme de que no había alarmas. Las oficinas en un edificio con guardias internos de seguridad no suelen tener alarmas individuales, pero es mejor prevenir que curar. Sacándome los accesorios del perfecto detective del bolsillo, me puse a manipular con las ganzúas hasta que encontré la que servía.
No había ventanas en la oficina exterior. Estaba completamente a oscuras, excepto por los cursores verdes que parpadeaban mensajes urgentes en las pantallas de los ordenadores. Me estremecí involuntariamente y me pasé la mano por la quemadura del cuello.
Usando la linterna lo menos posible, me abrí camino a través de los escritorios cubiertos de papeles hasta el despacho de Preston Tilford. No estaba segura de la frecuencia con la que los guardias de seguridad visitaban cada piso y no quería correr el riesgo de que viesen una luz. La puerta de Tilford también estaba cerrada, y me llevó varios minutos manipularla con las ganzúas en la oscuridad. Me había enseñado a usar las ganzúas uno de mis más simpáticos clientes en la oficina del defensor público, pero nunca había conseguido la velocidad de un auténtico profesional.
La puerta de Tilford era de madera sólida, así que no tuve que preocuparme porque la linterna se viese a través de un panel como me ocurría con la puerta exterior. Cerrándola con suavidad, le di a un interruptor y tomé posiciones. Un escritorio, dos archivadores. Intentar abrirlo todo para ver lo que está cerrado y mirar en los cajones cerrados con llave.
Trabajaba tan rápido como podía, sin quitarme los guantes, no muy segura de lo que buscaba. El archivador cerrado con llave contenía archivos de clientes privados de Tilford. Cogí un par de ellos al azar para mirarlos con más calma. Por lo que podía ver, todo estaba en orden. No saber lo que tendría que poner en la carpeta de un cliente hacía más difícil saber lo que tenía que buscar; quizá balances con grandes columnas de debe. Pero los clientes de Tilford parecían mantener sus cuentas muy al día. Manejaba las páginas con cuidado, dejándolas en el orden en que estaban. Miré los nombres uno por uno para ver si alguno de los clientes me resultaba familiar. Aparte de un puñado de conocidos nombres del mundo de los negocios de Chicago, no vi a nadie a quien conociera personalmente hasta que llegué a la P. Catherine Paciorek, la madre de Agnes, era uno de los clientes de Preston.
Se me aceleró un poco el corazón mientras sacaba la carpeta. También estaba en orden. Sólo una pequeña cantidad de la mítica fortuna Savage amasada por el abuelo de Agnes era manejada por Tilford & Sutton. Me di cuenta de que la señora Paciorek había comprado dos mil acciones de Ajax el dos de diciembre. Eso me hizo alzar ligeramente las cejas. La suya era una carpeta azul con muy pocas transacciones. De hecho, Ajax era la única compañía con la que especuló en 1983. ¿Merecía la pena seguir más allá?
No encontré otros clientes que negociasen con el stock de Ajax. Pero Tilford había registrado muchas más que las dos mil acciones de Catherine Paciorek. Fruncí las cejas y volví al escritorio.
Estaba cuidadosamente hecho, de caoba oscura, y el cerrojo del cajón de en medio era difícil. Acabé arañando la superficie al manipular las ganzúas. Me quedé mirándolo fastidiada, pero era demasiado tarde para preocuparse.
Tilford guardaba una colección poco corriente en su cajón personal: aparte de una botella de Chivas, lo que no era demasiado sorprendente, tenía una estupenda colección de pornografía dura. Era el tipo de cosas que te hacen pensar que deberíamos trabajar la idea de Shaw de una mente sin cuerpo. Hice una mueca, hojeando el conjunto para asegurarme de que no había nada interesante entre las hojas.
Después de aquello, pensé que Tilford me debía un trago y me serví un poco de Chivas. En el cajón de abajo descubrí carpetas de otros clientes, quizá sus cuentas ultrapersonales y secretas. Había nueve o diez, incluyendo una de una organización llamada Corpus Christi. Recordaba vagamente haber leído algo acerca de ella recientemente en el Wall Street Journal. Era un grupo católico romano laico, formado sobre todo por gente rica. El papa actual lo apoyaba porque era conservador en cosas tan fundamentales como el aborto y la importancia de la autoridad clerical, y apoyaba a los gobiernos de derechas con lazos estrechos con la Iglesia. Al papa le gustaba tanto el grupo, según el Journal, que había recomendado a determinado obispo español como su líder y hacía que éste -el español- dependiese directamente de él -el papa-. Eso había ofendido al arzobispo de Madrid porque se suponía que esos grupos laicos debían depender de sus obispos locales. Sólo que Corpus Christi tenía mucho dinero y las misiones polacas del papa se llevaban mucho dinero, y nadie decía nada directamente, pero el Journal sugería ciertas cosas entre líneas.
Hojeé la carpeta, buscando transacciones en la cuenta de Corpus Christi. Había empezado muy poco a poco en marzo pasado. Luego comenzaba un activo programa de transacciones que llegaban a varios millones de dólares a finales de diciembre. Pero no existían apuntes de lo que se estaba comprando y vendiendo. Yo quería que fuese Ajax.
Según la lista de Barrett, Tilford & Sutton habían tomado una posición ventajosa en Ajax. Pero las dos mil acciones que la señora Paciorek había comprado en diciembre eran la única huella de actividad con Ajax que vi en toda la oficina. ¿Dónde estaba la copia del estado de cuentas de Corpus Christi "en la que dijera lo que estaba comprando y vendiendo actualmente? ¿Y por qué no estaba en los archivos, como era el caso en los demás clientes? La oficina de Tilford no tenía caja fuerte. Utilizando la linterna lo menos posible, eché un vistazo a las demás oficinas. Una gran caja fuerte moderna se encontraba en una habitación de servicio, cuya puerta sólo podría ser abierta por alguien que supiese qué dieciocho números apretar en el cerrojo electrónico. Yo no. Si los archivos de Corpus Christi estaban allí, allí se iban a quedar.
Las campanas de la cercana iglesia metodista dieron la hora: las dos. Cogí las carpetas de Corpus Christi y la señora Paciorek y me fui a la oficina principal a buscar una fotocopiadora. Había una gran máquina Xerox en una esquina. Tardó un rato en calentarse. Utilizando la linterna subrepticiamente, copié el contenido de las dos carpetas. Para separar las páginas tuve que quitarme los guantes. Me los metí en el bolsillo de atrás.
Acababa de terminar cuando el vigilante nocturno llegó y miró por el panel de cristal. Como una verdadera imbécil, me había dejado la puerta del despacho de Tilford abierta de par en par. Mientras el vigilante rebuscaba entre sus llaves, apagué la fotocopiadora y miré a mi alrededor buscando desesperadamente un lugar donde esconderme. La máquina tenía debajo un cajón para el papel. Mi metro setenta y dos cabía a duras penas dentro, pero me encogí y cerré la puerta como pude.
El vigilante encendió las luces. A través de una rendija en la puerta, le vi dirigirse al despacho de Tilford. Se pasó allí el tiempo suficiente como para decidir que habían asaltado la oficina. Su voz temblaba un poco cuando se puso a hablar por el walkie-talkie para pedir refuerzos. Hizo un recorrido por la oficina exterior, alumbrando con la linterna los rincones y los armarios. Aparentemente, pensó que la máquina Xerox no contenía nada más que sus propias interioridades. Pasó de largo, deteniéndose exactamente delante de mí, y volvió al despacho.
Esperando que se quedase allí hasta que llegasen los refuerzos, abrí la puerta con mucho cuidado. Desentumeciéndome en el suelo en silencio, me acerqué a gatas a la pared más cercana, en la que se habría una ventana sobre una escalera de incendios. Me deslicé por la ventana tan poco a poco como pude y salí a la noche de enero.
La escalera de incendios estaba cubierta de hielo. Casi termino mi carrera para siempre al resbalar sobre su estrecha plataforma de hierro, salvándome al agarrar la barandilla que quemaba de frío. Llevaba en la mano los originales y las fotocopias de los documentos de Tilford, así como mi linterna. Se cayó todo por el hielo mientras me agarraba a la barandilla. Maldiciendo para mis adentros, gateé como pude por la plataforma para recuperar los documentos, metiéndomelos en la cintura de los vaqueros con dedos entumecidos. Saqué los guantes del bolsillo trasero y me los puse mientras iba bajando tan rápido como pude al piso inferior.
La ventana estaba cerrada. Dudé sólo unos segundos y luego la golpeé. Empujando los pedazos de cristal con la manga del jersey, conseguí en seguida hacer un agujero lo bastante grande como para colarme.
Aterricé encima de un escritorio cubierto de carpetas, que se desparramaron todas a mi paso. Seguí dándome trompazos con escritorios y archivadores mientras corría hacia la puerta lejana. ¿Cómo podía llegar la gente a sus escritorios con tanto desorden bloqueándoles el camino? Abrí la puerta, no oí nada y me fui por el pasillo. Estaba a punto de abrir la puerta de las escaleras cuando oí ruido de pies al otro lado.
Volviendo al pasillo, intenté abrir todas las puertas. Por milagro una cedió bajo mi mano. Me metí dentro cayendo sobre algo peludo y me dieron en la nariz con un palo. Al devolver el golpe, me encontré luchando con una fregona grande.
En el exterior oí las voces de dos policías poniéndose de acuerdo en voz baja sobre las partes del piso que cada uno iba a registrar. Intentando moverme en silencio me dirigí hacia la pared en que estaba el armario de servicio y me metí en un guardarropa. Estaba lleno de ropa: batas de las mujeres de la limpieza. Tanteando en la oscuridad, me quité los vaqueros, metí los documentos en la cinturilla de los leotardos y cogí la bata más cercana. Me llegaba apenas a las rodillas y me quedaba enorme de hombros, pero me cubría.
Deseando no estar cubierta de papel, de trozos de cristal o de sangre, y rogando para que aquellos patrulleros no me hubiesen hecho saltar en sus rodillas hacía treinta años, abrí de golpe la puerta del cuarto.
Los policías estaban a unos veinte pies de donde estaba yo, dé espaldas.
– ¡Eh, ustedes! -chillé, imitando el fuerte acento de Gabriela-. ¿Qué está pasando aquí, eh? ¡Llamo al director! -Me fui muy digna hacia el ascensor.
Se me acercaron al instante.
– ¿Quién es usted?
– ¿Yo? Soy Gabriela Sforzina. Trabajo aquí. Soy de aquí. Pero ¿y ustedes? ¿Qué están haciendo aquí? Empecé a gritar en italiano, deseando que ninguno se supiese la letra de «Madamina» de Don Giovanni.
Se miraron el uno al otro confundidos.
– Tranquila, señora. Tranquila. -El que hablaba tenía cuarenta y tantos años, no lejos de la edad de la jubilación, o sea que no quería líos-. Han asaltado unas oficinas arriba. Creemos que ha escapado por la escalera de incendios. Usted no habrá visto a nadie en este piso, ¿verdad?
– ¿Qué? -chillé, añadiendo en italiano-: ¿Para qué pagamos impuestos, eh, me gustaría saber? ¿Para qué mangantes como ustedes dejen entrar a los ladrones mientras una está trabajando? ¿Y qué me puedan violar y asesinar? -Amablemente se lo traduje al inglés.
El más joven dijo:
– Uh, bueno, mire, señora, ¿por qué no se va a casa? -garabateó una nota en un cuaderno y arrancando la hoja, me la dio-. Déle esto al sargento que está abajo en la puerta y él la dejará salir.
En aquel momento me di cuenta de que mis guantes y mis vaqueros estaban en el suelo del armario de servicio.