Capítulo 27. La suerte del arzobispo

A principios de febrero, a las cuatro y media, el cielo está ya oscureciéndose. En el interior de la capilla del convento, las velas creaban cálidos círculos de luz. Detrás de una celosía de madera labrada, que separaba los sitiales del coro de los frailes del personal en general, la estancia se encontraba en penumbra. Apenas podía distinguir la silueta del tío Stefan, pero sabía que estaba allí por el confortante contacto de su mano. Murray estaba a mi izquierda. Más allá estaba Cordelia Hull, una de sus fotógrafas.

Cuando el padre Carroll empezó a cantar el introito con su voz alta y clara de tenor, mi depresión aumentó. No tendría que estar allí. Tras haber hecho locuras de todas las maneras posibles, debería de haberme retirado al Bellerophon y tapado la cabeza con las mantas durante un mes seguido.

El día había empezado mal. Lotty, rabiosa ante la historia de cuatro párrafos que salió en el Herald Star anunciando el repentino empeoramiento y muerte de su tío, no se puso de mejor humor ante la decisión de él de irse a casa de Murray. Según Murray, la discusión había sido breve. El tío Stefan lanzando risitas y llamando a Lotty cabeza dura no fue algo que a ella le hiciera precisamente feliz y se pasó al alemán para poder ventilar su furia. El tío Stefan le dijo que estaba interfiriendo en asuntos que no eran de su incumbencia, con lo que ella se precipitó a su Datsun verde para ir a buscarme. Yo no tenía la ventaja de haber conocido a Lotty siendo una niña obstinada que cabalgaba con su poni por las escaleras del castillo de Kleinsee. Además, sus acusaciones me pusieron los nervios algo de punta. Egocéntrica. Tan centrada en mí misma que sacrificaría al tío Stefan por resolver un problema con el que no habían podido el FBI ni el SEC.

– Pero Lotty, yo también me arriesgué personalmente. El incendio de mi apartamento…

Rechazó desdeñosa mis protestas. ¿No había pedido la policía una información completa? ¿No se la había negado yo con mi habitual estilo arrogante? ¿Y quería ahora que alguien me compadeciese por estar sufriendo las consecuencias?

Cuando traté de sugerirle al tío Stefan que abandonáramos el asunto y nos retirásemos, me apartó a un lado.

– Francamente, Victoria, a estas alturas ya deberías saber que a Lotty no hay que hacerle mucho caso cuando se pone así. Si te estás dejando preocupar, es sólo porque estás muy cansada. -Me palmeó la mano e insistió para que Murray fuese a la panadería y comprase un poco de pastel de chocolate-. Y nada de pasteles de esos Sara Lee o Davidson. Me refiero a uno de verdad, joven. Alguna buena panadería habrá por aquí.

Así que Murray regresó con un pastel de chocolate y avellanas y nata montada. El tío Stefan cortó para mí un buen pedazo, le echó nata encima y se me quedó mirando mientras comía con benevolencia.

– Vamos, Nichtchen, ya te sientes mejor, ¿verdad?

La verdad era que no. De ningún modo podía recrear el terror que había sentido al tratar con O'Faolin. Sólo podía pensar en la posible reacción del padre Carroll ante mis payasadas en la capilla. Pero a las tres y media me uní al tío Stefan en el asiento de atrás del Pontiac Fiero de Murray.

Llegamos a la capilla temprano y conseguimos asientos en la primera fila, tras la celosía de madera. Supuse que Rosa, muy atareada con las finanzas del convento, iría al servicio, pero no quería correr el riesgo de que me reconociera, incluso en la penumbra, si me daba la vuelta y me ponía a mirar.

A nuestro alrededor, otras personas llegaban a la ceremonia, sabiendo qué cánticos permitían el canto en coro y los que eran cantos para solista. Nosotros cuatro estábamos sentados en silencio.

Cuando dieron la comunión, el corazón empezó a latirme más rápido. Vergüenza, miedo y ansiedad todos juntos. Junto a mí, el tío Stefan seguía respirando con calma mientras las palmas de mis manos se humedecían y la respiración se me hacía cada vez más difícil.

A través de la celosía veía a los sacerdotes formando un gran semicírculo alrededor del altar. Pelly y O'Faolin estaban juntos; Pelly bajito y atento y O'Faolin alto y seguro de sí mismo: el ejecutivo jefe en una excursión de la oficina. O'Faolin llevaba una sotana negra en lugar del hábito blanco de los dominicos. No formaba parte de la Orden.

La comunidad en fila pasaba junto a nosotros para recibir la comunión. Cuando la tiesa espalda y el pelo acerado de Rosa pasaron a nuestro lado, empujé suavemente al tío Stefan. Nos levantamos al mismo tiempo y nos unimos a la procesión.

Una media docena de curas distribuía las hostias. En el altar la procesión se dividía cuando la gente se dirigía al cura con menos comulgantes ante él. El tío Stefan y yo nos colocamos detrás de Rosa para ir hacia el arzobispo O'Faolin.

El arzobispo no miraba los rostros de la gente. Había ejecutado ese ritual tantas veces que su mente estaba lejos de la benevolente superioridad de su cara. Rosa se volvió para ir de nuevo hacia su asiento. Me vio cerrándole el camino y dio un grito ahogado. Eso trajo bruscamente a O'Faolin al presente. Su mirada de asombro se trasladó de mí al tío Stefan. El grabador me agarró la manga y dijo en voz alta:

– ¡Victoria! Ése fue el cómplice del que me apuñaló.

El arzobispo dejó caer el copón. Sus ojos relucieron.

– Está usted muerto. Que Dios me ayude, ¡si está usted muerto!

Brilló un flash. Cordelia Hull trabajando. Murray, sonriendo, nos tendió un micrófono.

– ¿Algún otro comentario para la posteridad, arzobispo?

Para entonces, la misa se había detenido completamente. Uno de los jóvenes hermanos más espabilados se precipitó a recuperar las hostias caídas por el suelo antes de que las pisaran. Los pocos comulgantes que quedaban estaban con la boca abierta. Carroll se encontraba junto a mí.

– ¿Qué significa esto, señorita Warshawski? Esto es una iglesia, no un circo romano. Saque a estos periodistas para que podamos terminar la misa. Luego me gustaría verla en mi oficina.

– Desde luego, padre prior -sentía la cara roja pero hablé con calma-. Me gustaría que trajese también al padre Pelly. Y Rosa estará allí. -Mi tía, inmóvil a mi lado, comenzó entonces a moverse hacia la puerta. Sujeté su brazo delgado como un alambre lo bastante fuerte como para hacerle dar un respingo-. Vamos a hablar, Rosa, así que no intentes marcharte.

O'Faolin empezó a justificarse con Carroll.

– Está loca, padre prior. Ha sacado de no sé dónde a un anciano para acusarme. Cree que he intentado matarla y me ha estado persiguiendo desde que llegué al convento.

– Eso es mentira -saltó el tío Stefan-. No sé si este hombre es un arzobispo o no. Pero que robó mis acciones y vino con un canalla que intentó matarme, de eso estoy seguro. ¡Escúchenle ahora!

El prior levantó los brazos.

– ¡Ya es suficiente! -No hubiera imaginado que una voz tan suave pudiese tener tanta autoridad-. Estamos aquí para honrar al Señor. Esas acusaciones son una burla a la Eucaristía. Arzobispo, tendrá oportunidad de hablar. Más tarde.

Llamó a la congregación al orden y pronunció una concisa homilía acerca de cómo el demonio puede estar a nuestro lado para tentarnos incluso a las mismas puertas del cielo. Sujetando aún a Rosa, me trasladé del centro de la capilla hacia un lateral. Mientras la congregación oraba, vi cómo O'Faolin se dirigía hacia una salida que estaba tras el altar. Pelly, de pie junto a él, parecía hecho polvo. Si se marchaba ahora con O'Faolin, hacía una declaración pública de su complicidad. Si se quedaba atrás, el arzobispo nunca le perdonaría. Su rostro móvil e intenso dejaba traslucir las contradicciones que pasaban por su mente con una claridad de pantalla electrónica mostrando las cotizaciones en bolsa. Al final, con las mejillas llenas de rubor, se unió a sus hermanos en el rezo final y salió en silencio junto a ellos de la capilla.

Tan pronto como Carroll estuvo fuera de la vista, la congregación estalló en una serie de comentarios en voz alta. Por encima del jaleo, escuché para oír un sonido diferente. Éste no llegó.

Rosa empezó a murmurar invectivas contra mí en tono bajo.

– Aquí no, tiíta querida. Ahórratelo para el despacho del padre prior. -Con Stefan y Murray pisándome los talones, guié con firmeza a mi tía por entre la multitud bulliciosa hacia la puerta. Cordelia se quedó atrás para hacer unas cuantas fotos de grupo.

Pelly estaba sentado con Carroll y Jablonski. Rosa empezó a decir algo cuando le vio, pero él hizo un movimiento negativo con la cabeza y ella se calló. Qué poder. Si seguíamos todos vivos al final de la sesión, le contrataría para que cuidara de ella.

Tan pronto como estuvimos sentados, Carroll quiso saber por qué el tío Stefan y Murray estaban allí. Le dijo a Murray que podía quedarse con la única condición de que nada de lo que se dijese fuese grabado ni escrito. Murray se encogió de hombros.

– Entonces no tiene sentido que me quede.

– Traté de que Xavier se uniese a nosotros, pero se está preparando para marcharse al aeropuerto y se niega a decir nada. Quiero una explicación ordenada por parte del resto de ustedes. Empezando por la señorita Warshawski.

Hice una respiración profunda. Rosa dijo:

– No la escuche, padre. No es más que una rencorosa…

– Espere su turno, señora Vignelli -Carroll hablaba con una autoridad tal que Rosa se sorprendió a sí misma callándose.

– Esta historia tiene sus raíces hace treinta y cinco años en Panamá -dije a Carroll-. En aquel tiempo, Xavier O'Faolin era un sacerdote que trabajaba en los arrabales. Era miembro de Corpus Christi y un hombre de enorme ambición. Catherine Savage, una joven idealista con una vasta fortuna, se unió a Corpus Christi persuadida por él y donó la mayor parte de su dinero a un trust para provecho de Corpus Christi.

«Conoció y se casó con Thomas Paciorek, un joven doctor que hacía el servicio militar. Pasó cuatro años más en Panamá y se preocupó por crear un seminario donde los dominicos pudieran continuar el trabajo que ella y O'Faolin habían empezado a favor de los pobres.

Al ir adentrándome en mi historia, comencé a sentirme relajada al fin. Mi voz salía sin un temblor y la respiración volvía a ser normal. No quitaba la vista de encima a Rosa.

– Hacia el final de su estancia en Panamá, un joven llegó al convento de Santo Tomás, compartiendo su pasión y su idealismo. Como es evidente, éste era Augustine Pelly. El también se unió a Corpus Christi. Él también cayó bajo la influencia de Xavier O'Faolin. Cuando las ambiciones y la agudeza de O'Faolin le llevaron a conseguir una acomodada posición en Roma, Pelly le acompañó y le sirvió de secretario durante varios años… No fue una actividad muy típica para un fraile dominico.

»Cuando volvió junto a sus hermanos, en Chicago esta vez, conoció a la señora Vignelli, otra alma ardiente, aunque amargada. Ella también se unió a Corpus Christi. Aquello daba cierto sentido a una vida de otro modo estéril.

Rosa hizo un gesto de rabia.

– Y si es estéril, ¿de quién es la culpa?

– Llegamos a eso en seguida -dije fríamente-. El siguiente incidente importante en esta historia tiene lugar tres años antes, cuando Roberto Calvi, empujado por sus propios demonios internos, creó unas cuantas sucursales en Panamá del Banco Ambrosiano, utilizando más de mil millones de dólares del capital del banco. Cuando murió ese dinero había desaparecido completamente. Seguramente no sabremos nunca para qué lo quería utilizar. Pero lo que sí sabemos es dónde está ahora la mayoría.

Mientras hacía una somera descripción de las transacciones entre Figueredo y O'Faolin, y el esfuerzo por adquirir fraudulentamente Ajax, seguía intentando oír determinados ruidos de fondo. Eché un vistazo al reloj. Las seis. Seguramente…

– Esto me lleva hasta las falsificaciones, padre prior. Estoy segura de que jugaron un papel en la adquisición. Pues fue para detener mi investigación por lo que O'Faolin contrató a un siniestro matón llamado Walter Novick. Le mandó echarme ácido encima y quemar el edificio de mi apartamento. La verdad es que fue pura suerte el que siete personas no murieran a causa de la manía por detener la investigación acerca de las falsificaciones.

»Lo que me confunde es el papel de Rosa y el que jugó su hijo, Albert. Sólo me queda pensar que Rosa no supo que las falsificaciones las había puesto en la caja fuerte alguien de Corpus Christi hasta después de llamarme a mí para que investigara. De repente, y con una humildad muy poco característica en ella, intentó apartarme del caso.

Rosa no se pudo contener más.

– ¿Por qué te pediría ayuda? ¿No sufrí ya bastante en manos de esa puta que se llamaba a sí misma tu madre?

– Rosa -era Pelly-. Rosa, cálmese. No hace ningún favor a la Iglesia con esas acusaciones.

Rosa ya estaba más allá de su influencia. El demonio que había amenazado su cordura dos semanas antes volvía a estar junto a ella.

– Yo la acogí. ¡Oh, qué traicionada me sentí! La dulce Gabriela. La hermosa Gabriela. La inteligente Gabriela -su rostro se contrajo en una amarga mueca-. Oh, sí, el encanto de la familia. ¿Sabes lo que hizo la maravillosa Gabriela? ¿Tuvo alguna vez la valentía de decírtelo? Claro que no, la puta asquerosa.

»Vino a mí. La acogí con todo el cariño. ¿Y cómo me lo agradeció? Mientras trabajaba hasta agotarme para ella, ella sedujo a mi marido. Si yo me hubiera divorciado, él se habría llevado a mi hijo. Me hubiera mantenido. Sólo para que le dejara vivir con su dulce e inteligente Gabriela.

Le caía baba de los labios. Todos nos quedamos allí sentados, incapaces de pensar en nada que pudiera detenerla.

– Así que la eché a la calle. ¿Quién no lo hubiera hecho? Le hice prometer que desaparecería sin dejar huella. Sí, al menos tuvo esa vergüenza. ¿Y qué hizo Cari? Se pegó un tiro. Se pegó un tiro por culpa de una puta de la calle. Me dejó sola con Albert. ¡Esa puta sinvergüenza!

Gritaba cada vez más fuerte, repitiéndose. Me precipité al pasillo en busca de un lavabo. Al salir dando traspiés, sentí el brazo de Carroll sosteniéndome, guiándome hacia una minúscula habitación oscura con un fregadero. No podía hablar, no podía pensar. Jadeando, intentando tragar aire, recreando imágenes de Gabriela. Su rostro hermoso y mágico. ¿Cómo pudo pensar que mi padre y yo no la íbamos a perdonar?

Carroll me secó la cara con toallas frías. Desapareció unos minutos y volvió con una taza de té verde. Me lo tragué agradecida.

– Necesito terminar esta conversación -dijo-. Necesito descubrir por qué Augustine hizo lo que hizo. Pues tuvo que ser él el que puso las falsificaciones en la caja fuerte. Su tía no es más que una criatura lamentable. ¿Será usted capaz de ser lo bastante fuerte como para no olvidarse de eso y ayudarme a acabar con esta historia lo más rápido posible?

– Oh, sí -mi voz estaba ronca de vomitar-. Sí. -Me asustó mi propia debilidad. Si alguna vez podía olvidar aquel día… Y cuando antes acabara, antes podría intentar olvidarlo. Me incorporé y me solté del brazo de Carroll. Le seguí al estudio.

Pelly, Murray y Stefan seguían aún allí. Desde el interior del despacho trasero cerrado del prior, los gritos de Rosa salían en un torrente insoportable.

El tío Stefan, pálido y tembloroso, se apresuró a acudir a mi lado y empezó a murmurarme palabras consoladoras en alemán. Creí oír la palabra «chocolate» y sonreí a mi pesar.

Murray le dijo a Carroll:

– Jablonski está ahí dentro con ella. Ha llamado a una ambulancia.

– Muy bien. -Carroll nos trasladó a la pequeña habitación en la que me había preparado el té. Pelly apenas podía andar. Su rostro habitualmente moreno estaba pálido y sus labios no dejaban de moverse sin decir nada. El demencial estallido de Rosa había destruido los restos de su autodominio. La historia que contó a Carroll confirmó mis deducciones.

O'Faolin había visto a Pelly en Santo Tomás el invierno anterior y le había dicho que necesitaban que Corpus Christi comenzase a comprar acciones de Ajax. Pelly no supo la razón hasta más tarde; estaba acostumbrado a hacer lo que le decía el arzobispo. En el otoño, O'Faolin le dijo que no estaban comprando lo bastante deprisa y metió en el asunto a la señora Paciorek. Pelly, ansioso por demostrar su celo, pensó en las acciones de la caja fuerte del convento. Escribió a O'Faolin, exagerando la cuantía de su valor y diciendo que necesitaría cierta cobertura para ocultar su desaparición. Unas semanas más tarde, recibió una llamada de un socio de don Pasquale que llegó con las falsificaciones. Pelly las sustituyó por las auténticas. Después de todo, las acciones no se utilizaban desde hacía más de una década. Había bastantes posibilidades de que la compra de Ajax se hubiera realizado antes de que nadie se diese cuenta de la desaparición.

Por desgracia, él estaba fuera de la ciudad cuando el capítulo decidió vender las acciones para construir un tejado nuevo. Cuando volvió de su retiro anual en Panamá, encontró al convento revolucionado y a Rosa expulsada de su puesto de tesorera. Llamó a Rosa y le dijo que me despidiera y que Corpus Christi sabía todo lo de las falsificaciones y que la protegería.

– Xavier vino a Chicago unos días más tarde -murmuró miserable, incapaz de mirarme ni a mí ni a Carroll-. Él… él se hizo cargo de todo en seguida. Estaba furioso porque yo hubiese permitido que surgiese tanta publicidad alrededor de las falsificaciones, sobre todo porque dijo que la cantidad era mínima en comparación con lo que él necesitaba. Además estaba molesto porque… porque Warshawski seguía metiendo las narices en el asunto. Me dijo que iba a realizar la adquisición y que… y que iba a asegurarse de que ella lo dejara. Supuse que sería católica, ya sabe, por lo de Warshawski, y que un arzobispo la convencería. No sabía lo del ácido. Ni lo del incendio. Vamos, no hasta mucho más tarde.

– La investigación del FBI… -grazné-. ¿Cómo pudo poner O'Faolin freno a eso?

Pelly sonrió con maldad.

– Él y Jerome Farber son buenos amigos. Y la señora Paciorek, claro. Entre todos tienen mucha influencia en Chicago.

Nadie habló. Más allá del pesado silencio, oímos las sirenas de la ambulancia de Rosa.

El rostro de Carroll, tenso y apenado, impedía cualquier comentario.

– Augustine; hablaremos más tarde. Vaya a su habitación y medite. Tendrá que hablar con el FBI. Después no sé lo que ocurrirá.

Mientras Pelly se envolvía en toda la dignidad que pudo, oí el sonido que había estado esperando. Un rugido sordo, una explosión sofocada por la distancia y los muros de piedra.

Murray me miró con viveza.

– ¿Qué ha sido eso?

Él y Carroll se levantaron y miraron confundidos hacia la puerta. Yo me quedé donde estaba. Unos minutos más tarde, un hermano joven de cabello rojo llegó jadeando y se precipitó dentro de la habitación. La parte delantera de su hábito blanco estaba manchada de ceniza.

– ¡Padre prior! -gritó precipitadamente-. ¡Padre prior! Será mejor que venga. A la verja de entrada. ¡Rápido!

Murray siguió al prior fuera de la habitación. Una historia que podría contar. No sabía qué habría pasado con Cordelia Hull y su cámara, pero seguro que no andaban muy lejos.

El tío Stefan me miró titubeando.

– ¿Vamos, Victoria?

Negué con la cabeza.

– No a menos que tenga interés por lugares en los que ha explotado una bomba. Alguien acaba de colocar una bomba activada a distancia en el coche de O'Faolin.

Pedí a Dios que estuviera solo y que no fuera con él ningún hermano. Sí, arzobispo. Nadie tiene suerte siempre.

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