Los enfermeros nos llevaron corriendo al hospital St. Vincent en un par de ambulancias. Un joven interno de pelo rizado, exhausto, nos sometió a unos cuantos rituales médicos. Nadie estaba gravemente herido, aunque Ferrant y yo nos sorprendimos ambos al ver quemaduras y cortes en nuestras manos. Estábamos demasiado emocionados durante nuestra huida como para darnos cuenta.
Los Takamoku estaban muy afectados por el fuego. Habían vivido tranquilamente en Chicago tras haber estado en un campo de concentración en la segunda guerra mundial y la destrucción de su pequeño islote de seguridad había sido un golpe bajo. El interno decidió ingresarlos durante un día o dos hasta que su hija pudiera venir desde Los Angeles para arreglar la cuestión de su realojo.
Los estudiantes estaban muy nerviosos, demasiado. No podían dejar de hablar y chillar. Reacción nerviosa lógica, pero difícil de soportar. Cuando llegaron las autoridades a las seis para interrogarnos, siguieron hablando e interrumpiéndose los unos a los otros en su ansiedad por contar la historia.
Dominic Assuevo estaba en el departamento de incendios premeditados. Era un hombre del tamaño de un toro: cabeza cuadrada, cuello corto y grueso y un cuerpo que se estrechaba hacia abajo hasta llegar a unas caderas sorprendentemente estrechas. Quizá fuera ex boxeador o ex jugador de fútbol. Con él iban bomberos uniformados y Bobby Mallory.
Yo estaba allí sentada con una especie de sopor, angustiada ante la desaparición de mi apartamento, sin ganas de pensar en nada. Ni de moverme. Al mirar a Bobby, me di cuenta de que iba a tener que reunir todo mi coraje. Respiré hondo. Casi no me mereció la pena.
El fatigado interno dio su exhausto consentimiento a la policía para que nos interrogara, excepto en el caso de los Takamoku, que ya habían sido conducidos al interior del hospital. Fuimos a un pequeño despacho junto a la sala de urgencias, el cuarto del personal de seguridad del hospital, que un par de guardias soñolientos dejaron libre amablemente. Los ocho hicimos lo posible por acomodarnos allí, los policías y uno de los estudiantes de pie y el resto en las sillas que había en la habitación.
Mallory me miró disgustado y dijo:
– Si supieras la pinta que tienes, Warshawski. Medio desnuda. Y tu novio no está mucho mejor. Nunca creí que llegara el día en que me iba a alegrar de que Tony estuviera muerto, pero doy gracias de que no pueda verte ahora.
Sus palabras actuaron sobre mí como un tónico. El caballo guerrero moribundo se alza en pie cuando oye la corneta. Las acusaciones de la policía suelen espabilarme.
– Gracias, Bobby. Te agradezco tus desvelos.
Assuevo intervino rápidamente.
– Quiero la historia completa de lo que ha ocurrido esta noche. Cómo se dio usted cuenta de que había fuego, qué estaba haciendo, etcétera.
– Estaba durmiendo -expliqué-. El fuego me despertó. El señor Ferrant estaba conmigo; nos dimos cuenta de que la cocina estaba en llamas; traté de llegar a la puerta principal, pero también ardía. Salimos por la escalera de incendios. Desperté a estos chicos y Roger al señor y a la señora Takamoku. Eso es todo lo que sé.
Roger confirmó mi historia. Ambos juramos que la gente a la que habíamos despertado estaba profundamente dormida cuando lo hicimos. ¿Podían estar fingiendo?, quiso saber Assuevo.
Ferrant se encogió de hombros.
– Podría ser, pero a mí me parecieron dormidos y bien dormidos. No pensaba en nada parecido, señor Assuevo; sólo en que se levantasen y salieran.
Tras descubrir eso, Assuevo se puso a investigar nuestros sentimientos hacia el casero. ¿Alguno de nosotros tenían algún problema con él? ¿Qué tipo de problemas habíamos tenido con el apartamento? ¿Cómo había respondido el casero? Comprobé aliviada que incluso los sobreexcitados estudiantes se dieron cuenta de hacia dónde apuntaban aquellas preguntas.
– Es un casero -dijo una de las chicas, la delgada de pelo largo que estaba en el salón. Los otros dos asintieron-. Ya sabe, el sitio es limpio y el alquiler bajo. No nos importa nada más.
Tras un rato más de estas preguntas, Assuevo se puso a cuchichear con Bobby junto a la puerta. Volvió y dijo a los estudiantes que podían marcharse.
– ¿Por qué no te vas tú también? -le dije a Roger-. Ya es hora de que vayas a Ajax, ¿verdad?
Ferrant me agarró por el hombro.
– No seas idiota, V. I. Llamaré a mi secretaria dentro de un momento; no son más que las siete. Acabaremos juntos esto.
– Gracias, señor Ferrant -dijo Assuevo rápidamente-. Ya que estaba usted en el apartamento en el momento en que se declaró el incendio, tendríamos que pedirle que se quedase de todos modos.
Bobby dijo:
– ¿Por qué no nos explican ustedes dos cómo se conocieron y por qué?
Miré fríamente a Mallory.
– Ya veo a dónde va esto y no me gusta un pelo. Si quieres decir que el señor Ferrant o yo sabemos algo del origen del fuego, vamos a tener que insistir en que se presenten los cargos antes de contestar a ninguna pregunta más. Y mi abogado tendrá que estar presente.
Roger se rascó la barbilla.
– Yo contestaré cualquier pregunta que ayude a resolver este asunto. Supongo que todo el mundo estará de acuerdo en que el apartamento fue incendiado por un pirómano. Pero si pretende usted que yo haya quebrantado alguna ley, será mejor que llame al cónsul británico.
– ¡Oh, basta de grandilocuencias! Sólo quiero saber qué estabais haciendo anoche.
– No, Bobby, no creo. Te pondrías colorado.
Assuevo intervino de nuevo.
– Alguien ha intentado matarla, señorita Warshawski. Rompieron el cerrojo de la puerta del portal para introducirse en el edificio. Vertieron gasolina ante la puerta de su apartamento y le prendieron fuego. Si quiere que le dé mi opinión, tiene usted suerte de estar con vida. El teniente y yo tenemos que estar seguros, señorita Warshawski, de que no habrá por ahí unos malos chicos -sus cejas subrayaron la observación «malos chicos» para hacerme saber que se pretendía gracioso- que hayan ido personalmente a por usted. Puede que no sea más que alguien que tiene una cuenta pendiente con el casero y ha ido a por usted de refilón. Pero puede que sea con usted directamente, ¿vale? Y también puede que el señor Ferrant aquí presente -esbozó un gesto hacia Roger- haya sido designado para asegurarse de que se quedaba usted esta noche en el apartamento. Así que no se ponga tan antipática. El teniente y yo nos limitamos a hacer nuestro trabajo. Tratamos de protegerla. A menos que no haya sido usted misma la que haya provocado el fuego, ¿eh?
Miré a Roger. Se retiró el pelo de los ojos e intentó colocarse bien una corbata inexistente antes de hablar.
– Supongo que tendrá usted que investigar todo esto, señor Assuevo. He hecho unas cuantas investigaciones en lo que se refiere a reclamaciones por incendios y le aseguro que sé que tiene usted que agotar todas las posibilidades. Mientras lo hace, puede que nosotros podamos averiguar quién prendió el fuego en realidad -se volvió hacia mí-. Señorita Warshawski, no habrá pensado usted que haya podido ser la misma persona que le tiró…
– No -interrumpí con firmeza antes de que pudiera completar la frase-. En absoluto.
– ¿Quién entonces? Si fue algo personal… ¿quizá la gente que mató a Agnes? -Roger miró a Mallory-. La señorita Paciorek fue asesinada hace poco mientras investigaba un intento de adquisición encubierta por encargo mío. Ahora la señorita Warshawski trataba de retomar la investigación. Deberían buscar por ahí.
Roger, serás idiota, pensé. ¿Se te ha ocurrido a ti sólito? Mallory y Assuevo hablaron al unísono.
– ¿Tirar qué? -preguntó Bobby, mientras Assuevo decía:
– ¿Quién es la señorita Paciorek?
Cuando se callaron, le dije a Bobby:
– ¿Quiere explicarle al señor Assuevo quién era Agnes Paciorek, teniente?
– No me provoques, Warshawski -me advirtió-. Ya hemos hablado de eso. Si el señor Ferrant o tú tenéis alguna prueba sólida de que fue asesinada por estar investigando lo de los compradores de Ajax, dádmela y la seguiré hasta el final. Pero por lo que me habéis contado hasta ahora, no encuentro mucho más que la culpabilidad que suelen sentir los amigos y parientes: la mataron porque no hice tal cosa o porque le pedí que se quedase a trabajar hasta tarde o lo que sea. ¿Tiene algo que añadir, señor Ferrant?
Roger negó con la cabeza.
– Pero me dijo que se quedaba hasta tarde para hablar con alguien acerca de la venta.
Bobby suspiró con paciencia exagerada.
– Eso es exactamente lo que quiero decir. Tú eres la universitaria, Vicki. Explícale lo que es la lógica y lo que es ir de un argumento a otro. Se quedó a trabajar para Ajax y la mataron. ¿Dónde está la relación?
– ¡Ah! -dijo Assuevo-. La broker que mataron. La sobrina del marido de mi hermana es prima de su secretaria… ¿Cree usted que esto tiene algo que ver con el fuego, señorita Warshawski?
Me encogí de hombros.
– Hábleme del incendio. ¿Tiene alguna característica que usted reconozca?
– Podría ser el trabajo de cualquier profesional. Rápido, limpio, un mínimo de gasolina, nada de huellas. No es que esperásemos encontrar huellas en pleno enero. No ha quedado ninguna pista. Estaba preparado, señorita Warshawski. Preparado. Así que queremos saber quién le ha preparado esto a usted. ¿Quizá los enemigos de la señora Paciorek?
Mallory me miró pensativo.
– Te conozco, Vicki. Eres lo bastante arrogante como para meterte en esto sin decirme nada. ¿Qué has descubierto?
– No es arrogancia, Bobby. Hiciste unas acusaciones francamente desagradables tras la muerte de Agnes. Creo que no te debo nada; ni un nombre ni una idea.
Su rostro redondo se volvió rojo.
– No me hables así, jovencita. Si obstruyes la labor de la policía en cumplimiento de su deber, puedo arrestarte. Así que ¿qué es lo que has descubierto?
– Nada. Sé cuáles de los brokers de Chicago estaban al corriente de las ventas de Ajax durante las últimas seis o siete semanas. Puedes preguntarle los nombres al señor Ferrant. Eso es todo lo que sé.
Frunció los ojos.
– ¿Conoces la firma Tilford & Sutton?
– ¿Agentes de bolsa? Sí. Están en la lista del señor Ferrant.
– ¿Has estado alguna vez en sus oficinas?
– No tengo nada que invertir.
– No habrás estado allí hace dos noches, ¿verdad?, investigando sus negocios con Ajax.
– ¿De noche? Los agentes trabajan de día. Hasta yo sé eso…
– Sí, hazte el payaso. Alguien asaltó sus oficinas. Quiero saber si fuiste tú.
– Hay ocho o nueve agentes en la lista del señor Ferrant. ¿Asaltaron a todos?
Dio un puñetazo en la mesa para no soltar un juramento.
– Fuiste tú, ¿verdad?
– ¿Por qué, Bobby? No haces más que decirme que no hay nada que averiguar por ese camino. Así que ¿por qué iba a asaltar un sitio para investigar algo que no existe?
– Porque eres una orgullosa, arrogante y maleducada. Siempre dije a Tony y a Gabriela que deberían tener más hijos…, te maleducaron completamente.
– Bueno, es demasiado tarde ya para lamentarse por eso… Mira, hemos pasado muy mala noche. Quiero encontrar un sitio en el que quedarme y poder volver a poner mi vida en marcha. ¿Puedo volver a mi apartamento a ver si algo de mi ropa es aprovechable?
Assuevo negó con la cabeza.
– Tenemos mucho que hablar aquí aún, señorita Warshawski. Necesito saber en qué está trabajando ahora.
– ¡Ah, sí! -intervino Bobby-. Ferrant empezó a preguntar si habría sido la misma persona que tiró algo y tú le cortaste. ¿Quién tiró qué?
– Oh, unos niños de Halsted tiraron una piedra al coche la otra noche; violencia urbana corriente. No creo que pegaran fuego a mi apartamento sólo porque le fallaron al coche.
– ¿Les persiguió usted? -preguntó Assuevo-. ¿Les hizo daño de un modo u otro?
– Olvídelo -dijo Bobby-. Es mentira. Ella no persigue niños. Cree que es Paladín o el Llanero Solitario. Se ha metido en algo lo bastante gordo como para que contraten a un incendiario profesional y ahora va a ser una heroína y no va a contar nada de nada -me miró con sus grises ojos serios y la boca convertida en una línea-. ¿Sabes? Tony Warshawski fue uno de mis mejores amigos. Si te ocurre algo, su fantasma y el de Gabriela me perseguirán hasta el fin de mis días. Pero no hay nadie que pueda hablar contigo. Desde que murió Gabriela, no hay persona en este mundo que pueda hacerte hacer lo que no quieres hacer.
Yo no dije nada. No había nada que pudiera decir.
– Vamos, Dominic. Vámonos. Voy a hacer seguir a la Juana de Arco ésta; es lo mejor que podemos hacer en este momento.
Cuando se marchó, el cansancio me invadió de nuevo. Sentí que si no me marchaba en ese momento, me dormiría en la silla. Envuelta aún en la manta, me obligué a ponerme de pie, aceptando agradecida la mano que Roger me tendía. En el pasillo, Assuevo se rezagó un momento para hablarme.
– Señorita Warshawski; si sabe usted cualquier cosa acerca de este incendio premeditado y no nos lo dice, puede ser perseguida judicialmente -me empujaba con el dedo mientras hablaba. Yo estaba demasiado cansada hasta para enfadarme. Me quedé allí con mis vasos y le vi correr para alcanzar a Bobby.
Roger me rodeó con el brazo.
– Estás agotada, chiquilla. Ven conmigo al Hancock y date un baño caliente.
Cuando nos acercábamos a la puerta de fuera, se palpó los bolsillos.
– Me dejé la cartera en tu dormitorio. No tengo dinero para un taxi. ¿Tienes tú?
Negué con la cabeza. Corrió a través del aparcamiento hasta donde Bobby y Assuevo subían al coche de policía de Bobby. Le seguí tambaleándome como una borracha. Roger les pidió que nos acercaran hasta mi apartamento para que pudiéramos buscar algo de dinero. Y quizá algo de ropa.
El paseo hasta Halsted fue tenso y silencioso. Cuando llegamos a los chamuscados restos de mi edificio, Assuevo dijo:
– Quiero que tengan ustedes muy claro que este edificio puede no ser seguro. Son ustedes responsables de cualquier accidente que pueda ocurrirles.
– Gracias -dije débilmente-. Son ustedes una gran ayuda, chicos.
Roger y yo nos abrimos camino a través de montañas de hielo formadas por los helados chorros de agua de los camiones cisterna. Era como caminar por una pesadilla: todo era familiar, pero distinto. La puerta delantera, rota por los bomberos, colgaba absurda de sus goznes. Las escaleras estaban casi inaccesibles, cubiertas de hielo y barro y trozos de muro que habían caído allí.
En el descansillo del segundo piso, decidimos separarnos. Las escaleras y el suelo podrían quizá soportar el peso de una persona, pero no de dos. Empeñada en aferrarme a los vasos de vino de mi madre aún intactos, permití a Roger que fuese delante y me quedé allí agarrada a ellos, temblando con las zapatillas, envuelta en la manta.
El se abrió camino con cuidado hasta el tercer piso. Le oí entrar en mi apartamento, el ocasional golpe de un ladrillo o trozo de madera al caer, pero no ruidos fuertes ni gritos. Tras unos minutos, salió de nuevo al pasillo.
– Creo que puedes subir, Vic.
Me agarré a la pared con una mano y caminé por el hielo. Los últimos escalones tuve que subirlos a gatas, poniendo los vasos en el escalón de arriba cada vez y luego subiendo yo, así hasta que llegué al descansillo.
La parte delantera de mi apartamento había sido prácticamente destruida. De pie en el vestíbulo se podía ver el salón a través de los agujeros de la pared. La parte que rodeaba a la puerta principal estaba quemada, pero metiéndose por un agujero que había en la pared del salón, podía uno ponerse de pie sobre unas vigas.
Todo el mobiliario que poseía estaba destruido. Ennegrecido por las llamas y empapado de agua, era irrecuperable. Intenté sacar una nota del piano y conseguí un sonido mortecino. Me mordí el labio y me dirigí resueltamente hacia el dormitorio. Como el dormitorio y el comedor estaban a los lados del vestíbulo principal, los daños eran menores. Nunca volvería a dormir en aquella cama, pero era posible, escogiéndolas cuidadosamente, seleccionar unas cuantas prendas válidas. Saqué un par de botas, pesqué un jersey que olía a humo y conseguí hacerme con un conjunto que me permitiría seguir durante toda la mañana.
Roger me ayudó a guardar lo que parecía recuperable en dos maletas, forzando las cerraduras congeladas.
– Ya me puedo despedir de lo que no nos llevemos ahora. El vecindario estará rebuscando entre los restos antes de que pase mucho tiempo.
Esperé hasta que estuvimos listos para irnos antes de mirar en el compartimento trasero de mi armario. Tenía demasiado miedo de lo que pudiera encontrar. Con dedos temblorosos, saqué la puerta de las bisagras que se caían. Los vasos estaban cuidadosamente envueltos en trozos de sábana vieja. Los desenvolví despacio. El primero que saqué tenía un trozo roto. Me volví a morder el labio y desenvolví los otros cuatro. Parecían estar en perfecto estado. Los sujeté a la tenue luz de la mañana y les di una vuelta. Ni roturas ni burbujas.
Roger no decía nada. Se abrió camino por entre los destrozos.
– ¿Todo bien?
– Uno está roto. Pero quizá se pueda pegar; es un trozo grande. -Las demás cosas de valor que había en el compartimento eran los pendientes de diamantes de Gabriela y un collar. Me los puse en el bolsillo, envolví de nuevo los vasos, los metí en una de las maletas y me puse la sobaquera con la Smith & Wesson dentro. No se me ocurría nada más que necesitase desesperadamente. Contrariamente a Peter Wimsey, no colecciono primeras ediciones. Los aparatos de cocina que poseía podrían ser reemplazados sin muchos problemas.
Cuando comenzaba a meter las maletas por el agujero del salón, sonó el teléfono. Roger y yo nos miramos, sobresaltados. No se nos hubiera ocurrido nunca que la compañía pudiera mantener los cables en marcha tras un incendio. Conseguí encontrar el aparato del salón enterrado bajo un montón de escayola.
– ¿Sí?
– ¿Señorita Warshawski? -era mi amigo el de la voz suave-. Tuvo usted suerte, señorita Warshawski. Pero nadie tiene suerte siempre.