El hospital Ben Gurion está cerca de Edens. Visible desde la autopista, era fácil llegar a él. Eran apenas las cinco cuando salí del coche en el aparcamiento del hospital, incluso después de haberme detenido a comprar una cazadora en una tienda de suministros de la Armada. Siempre me parece el colmo de los insultos tener que pagar en los aparcamientos de los hospitales: encarcelan a las amistades y parientes de uno en habitaciones que cuestan seis o siete mil dólares al día y luego te ponen la puntilla añadiendo unos cuantos dólares extra por derechos de visita. Me metí en el bolsillo el ticket de aparcamiento de mal humor y entré en el vestíbulo. Una mujer que estaba en la recepción llamó a la enfermera de guardia en cuidados intensivos y luego me dijo que me esperaban y que subiera.
Las cinco de la tarde es una hora muy tranquila en un hospital. La cirugía y las terapias ya han terminado; los visitantes vespertinos no han empezado a llegar aún. Seguí las flechas rojas pintadas en desérticos pasillos y subí dos pisos hasta llegar a la unidad de cuidados intensivos.
Un policía estaba sentado en el exterior de la unidad. Estaba allí para proteger al tío Stefan, me explicó la enfermera de noche. ¿Podría por favor enseñarle una identificación y dejar que me cachease? La precaución me pareció muy bien. En el fondo de mi mente seguía estando el miedo de que fuera quien fuese el que había apuñalado al anciano, podría volver a terminar su trabajo.
Satisfecho el policía, había que prestarse a las exigencias de la higiene. Me puse una mascarilla estéril y una bata desechable. En el espejo del vestidor me parecí una extraña a mí misma: ojos grises cargados de fatiga, el pelo revuelto por el viento y la mascarilla que disfrazaba mi personalidad. Deseé no aterrorizar al debilitado anciano.
Cuando salí, el doctor Metzinger estaba esperándome. Era un hombre de calvicie incipiente de cuarenta y tantos años. Llevaba mocasines Gucci y un grueso brazalete de oro en la muñeca izquierda. Supongo que en algo hay que gastarse el dinero.
– El señor Herschel insistió tanto en hablar con usted que pensamos que sería lo mejor -dijo en voz baja, como si el tío Stefan pudiese oírlo y ser molestado-. Quiero de todos modos que sea usted muy prudente. Ha perdido mucha sangre y ha sufrido un trauma intenso. No quiero que le diga nada que pueda hacerle recaer.
No podía enfrentarme a otra discusión aquel día. No hice más que asentir y le dije que comprendía. Abrió la puerta de la unidad y me condujo al interior. Me sentí como si fuese a ser conducida a presencia de la realeza. El tío Stefan estaba aislado del resto de la unidad, en una habitación privada. Cuando me di cuenta de que Metzinger me seguía al interior, me detuve.
– Tengo la sensación de que lo que el señor Herschel quiere decirme es confidencial, doctor. Si no quiere perderle de vista, ¿podría hacerlo desde la puerta?
Aquello no le gustó nada e insistió en entrar conmigo. Como no podía romperle un brazo, que era lo que me apetecía en realidad, no era mucho lo que podía hacer para impedírselo.
Al ver a tío Stefan tan pequeño en aquella cama, atado a unas máquinas, a un par de goteros, al oxígeno, se me revolvió el estómago. Estaba dormido; parecía más cercano a la muerte de lo que me había parecido la noche anterior en su apartamento.
El doctor Metzinger le sacudió ligeramente del hombro. Él abrió sus cándidos ojos, me reconoció tras unos segundos de perplejidad y resplandeció débilmente.
– ¡Señorita Warshawski! Mi querida jovencita. ¡Qué ganas tenía de verla! Lotty me ha contado cómo me salvó la vida. Venga aquí, ¿eh?, y déjeme darle un beso. No se preocupe de estas dichosas máquinas.
Me arrodillé junto a la cama y le abracé. Metzinger me dijo fríamente que no le tocase; el fin de la bata y la mascarilla era que no hubiese gérmenes. Me puse de pie.
El tío Stefan miró al doctor.
– Vaya, doctor; así es que es usted mi ángel guardián, ¿eh? Me protege de los gérmenes y me hace sanar pronto. Pero tengo que hablar unas palabras en privado con la señorita Warshawski. ¿Le importaría dejarnos?
Evité deliberadamente la mirada de Metzinger cuando salió de bastante mala gana.
– Tiene usted quince minutos. Recuérdelo, señorita Warshawski: no toque al paciente.
– No, doctor Metzinger, no lo haré. -Cuando el doctor cerró la puerta con un ofendido portazo acerqué una silla a la cama.
– Tío Stefan…, quiero decir, señor Herschel; siento muchísimo haberle mezclado en esto. Lotty está furiosa y no la culpo. Fue algo insensato. Me pegaría a mí misma.
La picara mueca que le hizo parecerse a Lotty apareció.
– Por favor, llámeme tío Stefan. Me gusta. Y no se pegue, que es usted muy bonita, querida nueva sobrina… Victoria, ¿no es así? Ya le dije desde el principio que no me asusta la muerte. Y no estoy asustado. Me proporcionó usted una hermosa aventura, cosa de la que no me arrepiento. No esté triste ni enfadada. Pero tenga cuidado. Por eso quería verla. El hombre que me atacó es muy, muy peligroso.
– ¿Qué ocurrió? No vi su anuncio hasta ayer por la tarde. Yo he tenido una semana de locos. Pero ¿hizo usted un certificado falso?
Cloqueó débilmente.
– Sí, uno estupendo, la verdad. De IBM. Una compañía sólida. Unas mil acciones por participación. Así que el miércoles pasado la terminé. O lo terminé. Lo siento, me falla un poco el inglés con la herida. -Se detuvo y respiró profundamente durante un minuto. Deseaba poder cogerle la mano. Seguramente, un pequeño contacto le haría más bien que todo aquel aislamiento y esterilización.
Sus párpados finos como el papel se abrieron de nuevo.
– Luego llamé a un tipo que conozco. Creo que será mejor que no sepa quién es, querida sobrina. Y él llamó a otro tipo, etc., etc. Y el miércoles, una semana más tarde, recibo una llamada. Hay alguien interesado. Un comprador que vendrá el jueves por la tarde. Me apresuro a poner el anuncio en el periódico.
»Por la tarde, aparece el hombre. Me doy cuenta en seguida de que no es el jefe. Sus maneras son las de un segundón. Puede que ustedes le llamen un lugarteniente.
– Sí. ¿Qué aspecto tenía?
– El de un tarugo -el tío Stefan pronunció la palabra coloquial con orgullo-. Tendría unos cuarenta años. Robusto; no gordo, ya me entiende. De aspecto croata, con fuerte mandíbula y gruesas cejas. De alto como usted, pero no tan guapo. Puede que unos cincuenta kilos más gordo.
Se detuvo de nuevo para tomar aliento y cerró un instante los ojos. Miré de reojo el reloj. Sólo cinco minutos más. No iba a intentar meterle prisa; sólo conseguiría hacerle perder el hilo de sus pensamientos.
– Bien, como no estaba usted allí, yo tuve que jugar a los detectives listos. Así que le digo que sabía lo de las falsificaciones del convento y que quiero participar en este negocio en particular. Pero que tengo que saber quién paga. Quién es el jefe. Así que nos enzarzamos en una…, lucha. Se lleva el certificado de IBM. Se lleva su certificado de Acorn. Dice: «¡Sabe usted demasiado, viejo!» y saca el cuchillo, que veo. Yo tengo ácido a mano, ácido para mis grabados, ya me entiende, y se lo tiro, así que cuando me apuñala, su mano ya no es muy firme.
Me reí.
– Estupendo. Cuando se recobre, quizá quiera incorporarse a mi agencia de detectives. Nunca había querido tener un socio hasta ahora, pero añade usted clase a todo el asunto.
La sonrisa traviesa apareció breve, débilmente; cerró de nuevo los ojos.
– Es un trato, Victoria querida -dijo. Yo tuve que esforzarme para entender sus palabras.
El doctor Metzinger irrumpió en la habitación.
– Va a tener que marcharse ya, señorita Warshawski.
Me levanté.
– Cuando la policía hable con usted, dele una descripción del hombre. Nada más. Un ladrón vulgar que buscaba quizá su plata. Y háblele bien de mí a Lotty. Me quiere despellejar.
Las pestañas se abrieron y sus ojos brillaron débilmente.
– Lotty siempre ha sido una muchacha cabezota, ingobernable. Cuando tenía seis años…
El doctor Metzinger le interrumpió.
– Ahora, a descansar. Más tarde se lo contará a la señorita Warshawski.
– Oh, muy bien. Pregúntele lo de su poni y el castillo en Kleinsee -gritó mientras Metzinger me empujaba fuera de la habitación.
El policía me detuvo en el pasillo.
– Necesito un informe completo de su conversación.
– ¿Para qué? ¿Para sus memorias?
El policía me agarró del brazo.
– Mis órdenes son que si alguien habla con él, tengo que saber lo que le dice.
Sacudí el brazo para soltarme.
– Muy bien. Me dijo que estaba en casa el jueves por la tarde tranquilamente, cuando un hombre subió por la escalera. Él le dejó entrar. El señor Herschel es un anciano solitario y prefiere que le visiten antes que sospechar de la gente. Tiene muchas cosas valiosas en su apartamento y seguramente lo sabía mucha gente. El caso es que entabló una lucha; si es que puede hablarse de lucha en el caso de un maleante peleando con un hombre de ochenta años. El tenía algún tipo de limpiador para joyas en su escritorio, ácido o algo así, y se lo tiró al malhechor, que le apuñaló en el costado. Creo que puedo darle una descripción del tipo.
– ¿Por qué quería verla? -preguntó Metzinger.
Yo quería irme a casa y no ponerme a discutir.
– Soy amiga de su sobrina, la doctora Herschel. Me conoce a través de ella, sabe que soy detective privado. Un anciano como él prefiere hablar con alguien que conoce sus problemas antes que verse atrapado en la impersonal maquinaria de la policía.
El policía insistió en que pusiese por escrito lo que acababa de decirle y que lo firmase antes de dejarme marchar.
– Y su teléfono. Necesitamos un teléfono donde podamos encontrarla.
Aquello me recordó que no había ido a la compañía telefónica. Le di el número de mi oficina y me marché.
El tráfico en Edens era denso cuando llegué allí. Parecía un aparcamiento en el cruce con Kennedy. Salí en Peterson y me dirigí hacia el sur por calles laterales hasta llegar a Montrose. Eran las seis y cuarto cuando llegué al Bellerophon. Puse el despertador a las siete, saqué la cama empotrada de la pared y caí en un sopor sin sueños.
Cuando sonó la alarma, me llevó mucho tiempo despertarme. Al principio pensé que era por la mañana y estaba en mi viejo piso de Halsted. Desconecté el despertador y me dispuse a seguir durmiendo. Pero me llamó la atención el hecho de que la mesilla de noche no estuviese en su sitio. Tuve que inclinarme sobre el costado de la cama para quitar el despertador. Eso me espabiló lo bastante como para darme cuenta de dónde estaba y por qué tenía que despertarme.
Entré tambaleándome al cuarto de baño, me di una ducha fría y me vestí con el vestido nuevo color púrpura con más prisa que gracia. Descargué el maquillaje de mi maleta en el bolso, saqué medias y botas, me metí mis zapatos de Magli bajo el brazo y me dirigí al coche. Podía escoger entre la cazadora de aviador y algo apestando a humo, y escogí la cazadora. Después de todo, estaba recién estrenada.
Llegué sólo con veinte minutos de retraso a Hanover House y dio la casualidad de que llegué al mismo tiempo que Phil. Él fue demasiado bien educado como para mirar de reojo mi atuendo. Besándome levemente en las mejillas, puso mi brazo bajo el suyo y me acompañó al interior del hotel. Cogió mis botas y mi abrigo y los llevó al guardarropa. Todo un caballero.
Me había maquillado a la luz de los demás coches y me había pasado un peine por el pelo antes de salir del mío. Recordando al gran Beau Brummell, que decía que sólo los inseguros se acicalan una vez que han llegado a la fiesta, resistí a la tentación de mirarme en los espejos que cubrían hasta el suelo las paredes del vestíbulo.
La cena se servía en el salón Trident, en el cuarto piso. Más pequeño que el gran salón de baile, albergaba a doscientas personas que habían pagado mil dólares cada una por cenar con el arzobispo. Una dama lúgubre vestida de negro recogía las entradas para acceder al salón. Saludó a Phil por su nombre y su rostro delgado y amargo pareció casi complacido al verle.
– El doctor Paciorek, ¿verdad? Sé lo orgullosos que deben estar de usted sus padres. ¿Y es ésta la afortunada joven?
Phil se sonrojó, pareciendo muy joven de pronto.
– No, no, Sonia… ¿Cuál es nuestra mesa?
Nos sentábamos en la mesa número cinco, en la parte delantera del salón. El doctor y la señora Paciorek estaban en la mesa principal, junto con O'Faolin, Farber y otros católicos acaudalados. Cecilia y su marido, Morris, estaban en nuestra mesa. Ella llevaba un traje de noche negro que hacía destacar sus diez kilos de más y la flaccidez de sus tríceps.
– Hola, Cecilia. ¿Qué hay, Morris? Me alegro de verte -dije alegremente. Cecilia me echó una mirada fría, pero Morris se levantó a darme la mano. Era un inocuo negociante en metales que no compartía las opiniones de su familia acerca de Agnes y sus amistades.
Por mil dólares, nos dieron una sopa de pescado y tomate. Los de nuestra mesa ya habían empezado a comer; los camareros nos trajeron a Phil y a mí la comida mientras yo miraba el programa que estaba junto a mi plato. Los fondos sacados en aquella cena servirían para apoyar al Vaticano, cuyos medios se habían visto mermados por la reciente espiral recesionista y la caída de la lira. El arzobispo O'Faolin, dirigente del comité financiero del Vaticano, estaba allí para agradecernos en persona nuestra generosidad. Después de la cena y los discursos de Farber y O'Faolin, y llevada por la señora Catherine Paciorek, que había tenido la amabilidad de organizar la cena, habría una recepción informal con bar de pago en el salón George IV, junto al comedor.
El grueso caballero que tenía a mi izquierda cogió un segundo panecillo de la cesta que estaba delante de él, pero olvidó ofrecerme uno: acumulaba provisiones. Le pregunté a qué se dedicaba y me contestó brevemente, antes de meterse medio panecillo en la boca:
– Seguros.
– Qué bien -le dije animadamente-. ¿Como agente? ¿En una compañía?
Su esposa, una mujer delgada y gorjeante, con una ristra de diamantes alrededor del cuello, se inclinó por encima de él.
– Harold está al frente de la oficina de Chicago de Burhop y Calends.
– ¡Qué fascinante! -exclamé. Burhop y Calends era una gran empresa nacional, la segunda en tamaño después de Marsh y McLennan-. Resulta que ahora mismo estoy trabajando para Seguros Ajax. ¿Qué opina del impacto que pueda tener en el sector que una empresa externa les absorba?
– No afectaría al sector en absoluto -murmuró, sirviéndose un cuarto de litro de salsa en la ensalada que le acababan de poner.
Phil me dio un codazo.
– Vic, no necesitas convertirte en la personificación de la niña exploradora sólo porque te haya pedido que me acompañes a esta cena. En lugar de eso, cuéntame qué has estado haciendo últimamente.
Le conté lo de mi incendio. Él hizo una mueca.
– He estado de guardia casi toda la semana. No he leído un periódico. A veces pienso que el mundo podría saltar por los aires y la única manera que tendría de enterarme sería por las víctimas que llegasen al servicio de urgencias.
– Pero, ¿te gusta lo que haces?
Su rostro se iluminó.
– Me encanta. Sobre todo, la investigación. He trabajado con epilépticos en el momento de la cirugía para intentar hacer un plano de la actividad neuronal. -Era aún lo bastante joven como para transmitir a una audiencia ignorante la fuerza de sus conocimientos técnicos. Le seguí como pude, más entretenida por su entusiasmo que por lo que decía en realidad. El modo en que se consigue una respuesta verbal de personas cuyos cerebros están siendo operados nos amenizó el filete de pescado, que Phil ignoró mientras dibujaba un diagrama con bolígrafo en su servilleta de papel.
Cecilia intentó llamar su atención varias veces; pensaba que las historias sobre sangre y cirugía no eran las más apropiadas para cenar, aunque la mayoría de los invitados hablaban de sus propias operaciones, así como de sus niños y de los equipos de retirar nieve que poseían.
Cuando los camareros se llevaron los platos del postre, incluyendo los intocados profiteroles de Phil, la estancia quedó en silencio y sólo se oyó su voz.
– Eso es lo que quiere decir realmente un mapa fisiológico -dijo precipitadamente. Un coro de risas le hizo enrojecer y se interrumpió a media frase. También hizo que la atención de la mesa principal recayese sobre él.
La señora Paciorek había estado demasiado ocupada hablando con el arzobispo O'Faolin como para mirar a sus hijos durante la cena. Como ya habían empezado a comer hacía rato cuando Phil y yo llegamos, probablemente ni se había dado cuenta de nuestra llegada. En aquel momento, su comentario y la explosión de risas la hicieron volverse para poder identificar el origen. Le vio a él y luego a mí. Frunció el ceño y su máscara de buena educación flaqueó un poco. Miró con viveza a Cecilia, que hizo un gesto de impotencia.
La señora Paciorek dio un codazo al arzobispo O'Faolin y le susurró algo. Él se volvió también para mirar hacia nuestra mesa, que estaba sólo a unos cuatro o cinco metros, más o menos. Luego, él le susurró algo a su vez a la señora Paciorek, que asintió enérgicamente. ¿Instrucciones para que la Guardia Suiza me echase fuera?
Phil echaba crema en su café con furia. Era también lo bastante joven como para que le importase mucho que se rieran de él. Con el ruido de las sillas al correrse, según la gente se iba levantando para recibir la bendición del cardenal Farber, le palmeé el brazo y le dije:
– Recuerda: el único pecado social auténtico es preocuparse de lo que opinan los demás.
Farber bendijo alegremente los alimentos que acabábamos de comer y siguió hablando de cómo el Reino de los Cielos podría ser alcanzado en la Tierra sólo con ayuda de cosas terrenales, que Dios nos había dado una Creación terrenal para que cuidáramos de ella, y que el trabajo de la Iglesia temporal podría realizarse sólo gracias a los bienes materiales. Se sentía particularmente satisfecho por ser el arzobispo de Chicago, no sólo porque era la archidiócesis más grande del mundo, sino también porque era la más generosa y amante. Se congratulaba por la respuesta que Chicago había dado a las perentorias necesidades del Vaticano, y allí para darnos las gracias en persona estaba el reverendísimo Xavier O'Faolin, arzobispo de Ciudad Isabella y responsable máximo del comité financiero del Vaticano.
Encantada con su discurso, la multitud aplaudió entusiasta. O'Faolin subió al estrado que presidía la sala, encomendó sus palabras a Dios en latín y comenzó a hablar. Una vez más, su acento español resultó tan fuerte que sus palabras eran casi incomprensibles. La gente se esforzaba por escuchar, luego empezaron a sentirse violentos y al final se pusieron a hablar de sus cosas en voz baja.
Phil sacudió la cabeza.
– No sé qué le pasa esta noche -dijo-. El chico habla inglés perfectamente. Mamá debe de haberle trastornado.
Me puse a pensar de nuevo en los susurros que cambiaron ella y O'Faolin. Como era imposible seguir al arzobispo panameño, dejé que mi mente se pusiera a vagar. Los aplausos me sacaron del sopor y sacudí la cabeza para despertarme del todo.
Phil hizo un comentario sarcástico sobre mi siesta y luego dijo:
– Ahora viene lo divertido. Tienes que dar vueltas por ahí a ver si encuentras a tu misterioso interlocutor, y yo miraré mientras tanto.
– Estupendo. Quizá puedas incorporarlo a un artículo acerca de los procesos de búsqueda y selección del cerebro.
Cuando nos levantábamos para seguir a la muchedumbre hacia el salón George IV, la señora Paciorek se abrió paso entre el gentío y se acercó a nosotros.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -me preguntó con brusquedad.
Phil me cogió del brazo.
– Ha venido conmigo, mamá. Pensé que no podría enfrentarme a los Platten ni a los Carruthers sin un poco de apoyo moral.
Ella se quedó allí fulminándome con la mirada, cambiando de color peligrosamente, pero sabía que no podía ordenarme que me marchara del hotel. Al final, se volvió hacia Cecilia y Morris.
– Intentad que no se acerque al arzobispo Farber. No necesita que le insulten -dijo por encima del hombro.
Phil puso mala cara.
– Lo siento, V. I. ¿Quieres que me quede a tu lado? No quiero que nadie más sea grosero contigo.
Yo estaba divertida y emocionada.
– No necesariamente, amigo mío. Si son demasiado groseros, les rompo el cuello o cualquier cosa de ese estilo y luego tú puedes remendarles y salir de aquí como un héroe.
Phil fue a buscarme un coñac mientras yo empezaba a dar vueltas por la sala, deteniéndome junto a los grupos de personas, presentándome, hablando un poco para conseguir que todo el mundo dijese unas palabras y marchándome. Después de haber recorrido la mitad del camino hacia la izquierda, me encontré con el padre Pelly, que estaba con Cecilia y unos desconocidos.
– ¡Padre Pelly! Me alegro de verle.
Él sonrió austero.
– Señorita Warshawski. Me cuesta creer que sea usted una seguidora de la archidiócesis.
Sonreí apreciativamente.
– Cree usted bien. Me trajo el joven Phil Paciorek. ¿Y usted? Me cuesta creer que el convento pueda permitirse este tipo de espectáculos.
– No podemos. Xavier O'Faolin me invitó. Trabajábamos juntos y era su secretario cuando le mandaron al Vaticano hace diez años.
– Y siguieron en estrecho contacto. Qué bien. ¿Visita el convento cuando está aquí? -pregunté distraída.
– La verdad es que estará con nosotros tres días antes de que se marche para Roma.
– Qué bien -repetí. Ante la demoledora mirada de Cecilia, me marché. Phil se unió a mí cuando me acercaba al grupo que rodeaba a O'Faolin.
– Nada como una velada con los viejos amigos para hacerle sentir a uno como en el jardín de infancia -una de cada tres personas recuerda cuando rompí las ventanas de la iglesia con mi tirachinas.
Me presentó a varias personas mientras me iba abriendo paso lentamente hasta O'Faolin. Alguien estaba estrechándole la mano y marchándose justo cuando llegué al grupo, así que Phil y yo pudimos deslizamos junto a él.
– Arzobispo, esta es la señorita Warshawski. Puede que recuerde haberla visto en el funeral de mi hermana.
El gran hombre se dignó a concederme un estático movimiento de cabeza. Llevaba la camisa púrpura episcopal bajo un traje negro de exquisita lana. De su padre irlandés había heredado los ojos verdes. No me había fijado antes.
– Quizá el arzobispo prefiera hablar en italiano -dije, dirigiéndome a él formalmente en dicha lengua.
– ¿Habla italiano? -como en inglés, hablaba italiano con acento español, pero no de modo tan distorsionado. Algo en su voz me resultaba familiar. Me preguntaba si habría salido en televisión o en la radio mientras estaba en Chicago, y así se lo dije.
– La NBC fue tan amable como para hacerme una pequeña entrevista. La gente cree que los del Vaticano somos una organización sumamente adinerada, por lo que nos resulta muy difícil contar la historia de nuestra pobreza y pedir limosna a la gente. Ellos nos ayudaron amablemente.
Asentí. La cadena NBC de Chicago presta mucho apoyo a las causas y los personajes católicos.
– Sí. Las finanzas del Vaticano han salido a menudo en los periódicos de aquí. Sobre todo, tras la desafortunada muerte del Signor Calvi el verano pasado -¿fue mi imaginación o se estremeció levemente?-. ¿Tiene algo que ver su trabajo en el comité financiero del Vaticano con el Banco Ambrosiano?
– El Signor Calvi era un buen católico. Por desgracia, su fervor le hizo sobrepasar los límites de lo apropiado.
Había vuelto a su fuerte acento en inglés. Aunque hice uno o dos intentos más por seguir conversando, la entrevista había terminado.
Phil y yo nos adelantamos para sentarnos en un pequeño sofá. Necesitaba descansar los pies antes de emprender el camino hasta el otro extremo de la habitación.
– ¿Qué decías de Calvi y el Banco Ambrosiano? -preguntó-. Mi español no es lo bastante bueno como para entender del todo el italiano. Tienes que haberle ofendido, para que siguiera hablando tan mal en inglés de nuevo.
– Puede ser. Está claro que no quería hablar del Ambrosiano.
Nos quedamos sentados en silencio durante unos minutos. Reunía valor para un asalto al resto de la concurrencia. De pronto, oí detrás de mí la Voz de nuevo.
– Muchas gracias, señora Addington. Su Santidad unirá sus plegarias a las mías por ustedes, los generosos católicos de Chicago.
Me puse en pie de un salto, derramando el coñac sobre mi vestido nuevo.
Phil se enderezó sobresaltado.
– ¿Qué pasa, Vic?
– Ése era el hombre que me ha estado llamando. ¿Quién era?
– ¿Quién?
– ¿No oíste a alguien prometiendo las plegarias del papa? ¿Quién lo decía?
Phil estaba desconcertado.
– Era el arzobispo O'Faolin. ¿Te ha estado llamando?
– No importa. No me extraña que te sorprendiera su acento, claro -la voz de un hombre que ha aprendido inglés cuidadosamente para evitar ningún acento. Irlandés o español o las dos cosas. Me uní otra vez al grupo que estaba alrededor del arzobispo.
Él se detuvo a mitad de una frase cuando me vio.
– No importa -dije-. No necesita volver al fuerte acento español. Ya sé quién es usted. Lo que no entiendo es la conexión que pueda usted tener con la Mafia.
Me di cuenta de que temblaba tan fuerte que apenas podía sostenerme en pie. Aquél había sido el hombre que intentó cegarme. Me controlé lo suficiente como para no saltarle encima en aquel mismo instante.
– Me debe estar confundiendo con alguien, señorita -O'Faolin hablaba con frialdad, pero con su voz normal. El resto de las personas que estaban a su alrededor permanecían inmóviles como las piedras de Stonehenge. La señora Paciorek surgió de la nada.
– Querido arzobispo -dijo-. El cardenal Farber se va.
– Ah, sí. Voy en seguida. Tengo que darle las gracias por su gran hospitalidad.
Mientras se preparaba para partir, le dije fríamente:
– Recuerde, arzobispo: nadie tiene suerte siempre.
Phil me acompañó de nuevo al sofá.
– Vic, ¿qué pasa? ¿Qué te ha hecho O'Faolin? No le conocías, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
– Creía que sí. Pero debe de tener razón. Le estaría confundiendo con algún otro -pero yo sabía que no. No se olvida la voz de alguien que quiere echarte ácido a los ojos.
Phil se ofreció a llevarme a casa, a traerme más coñac, a hacer cualquier cosa por mí. Le sonreí agradecida.
– Estoy bien. Lo que pasa es que con el incendio de mi casa y todo lo demás, no he dormido mucho últimamente. Me quedaré aquí sentada un rato más y luego me marcharé a mi apartamento -o lo que fuera el Bellerophon.
Phil se sentó junto a mí. Me cogió la mano y habló de cosas generales. Era un joven encantador. Me preguntaba cómo la señora Paciorek podía haber tenido tres hijos tan atractivos como Agnes, Phil y Bárbara.
– Cecilia es el único éxito de tu madre -dije bruscamente.
Sonrió.
– Tú sólo ves la parte peor de mi madre. En muchos sentidos, es una persona estupenda. Todo el bien que hace, por ejemplo. Heredó la enorme fortuna de los Savage, y en lugar de convertirse en una Gloria Vanderbilt o una Bárbara Post, la utilizó casi exclusivamente para obras de caridad. Ha instituido legados para sus hijos, para evitarnos el tener que pasar necesidades. El mío me pagó los estudios de medicina, por ejemplo. Pero la mayoría va a diferentes obras de caridad. Sobre todo para la Iglesia.
– ¿Corpus Christi, quizá?
Me miró vivamente.
– ¿Qué sabes de eso?
– Oh -dije con vaguedad-. Incluso los miembros de las sociedades secretas hablan. Tu madre debe ser un miembro muy activo.
Negó con la cabeza.
– Se supone que no debemos hablar de ello. Ella nos lo explicó a cada uno de nosotros cuando cumplimos veintiún años, por lo que sabemos que no quedará mucho patrimonio que heredar. Bárbara no lo sabe aún. Ni siquiera podemos hablar de ello entre nosotros, aunque Cecilia es miembro.
– ¿Tú no?
El sonrió con tristeza.
– Yo no soy como Agnes. No he perdido mi fe ni he vuelto la espalda a la Iglesia. Lo único que pasa es que, como mi madre es tan activa, he tenido la oportunidad de ver demasiado claramente la venalidad de la organización. No me sorprende; después de todo, los curas y obispos son humanos y tienen su parte correspondiente de tentaciones. Pero no quiero que manejen mi dinero.
– Sí, ya lo entiendo. Alguien como O'Faolin, por ejemplo, buscando oportunidades de despilfarrar el dinero de los creyentes. ¿Forma parte de Corpus Christi?
Phil se encogió de hombros.
– Pero el padre Pelly sí -dije con tranquila seguridad.
– Sí, Pelly es un buen tipo. Tiene mucho temperamento, pero es un fanático como mi madre. No creo que nadie pueda acusarle de actuar en beneficio propio.
La habitación empezaba a parpadear ante mí. Me había enterado de demasiadas cosas, tenía demasiada rabia y la fatiga me estaba haciendo sentir como si fuera a desmayarme.
Tras la partida de Farber y O'Faolin, la sala se iba vaciando rápidamente de gente. Me levanté.
– Necesito irme a casa.
Phil repitió su deseo de llevarme en coche.
– No pareces estar en estado de poder conducir, Vic… Veo demasiadas cabezas y cuellos rotos en urgencias. Déjame llevarte.
Decliné su oferta con firmeza.
– El aire me espabilará. Siempre me pongo el cinturón de seguridad y conduzco con mucha prudencia -tenía que pensar en demasiadas cosas y necesitaba estar sola.
Phil rescató mis botas y mi abrigo y me ayudó a ponérmelos con mucha solicitud. Me acompañó hasta la entrada del aparcamiento e insistió en pagar el ticket. Yo estaba conmovida con su buena educación y no intenté impedírselo.
– Hazme un favor -dijo cuando me dirigía hacia el coche-. Llámame en cuanto llegues. Voy a coger un tren hacia el South Side. Estaré en casa dentro de una hora. Me gustaría saber que has llegado sana y salva a casa.
– Claro que sí, Phil -grité, y volví a dirigirme hacia el coche.
El Omega estaba en el tercer nivel. Subí en el ascensor, alerta por si había merodeadores. Los ascensores son sitios muy malos por la noche.
Cuando me inclinaba para abrir la puerta del coche, alguien me agarró por el brazo. Yo me giré y le di una patada tan fuerte como pude. Mi bota le alcanzó la espinilla y él dio un grito de dolor y cayó hacia atrás.
– Estás rodeada, Warshawski. No intentes resistirte -la voz venía de las sombras, más allá de mi coche. Una luz brilló en el metal. Recordé con desconsuelo que los gilipollas de la policía de Skokie tenían mi pistola. Pero una lucha no es buen momento para nostalgias.
– Vale, estoy rodeada -admití. Dejé caer los zapatos de Magli al suelo y medí las distancias. Le iba a costar matarme en la oscuridad, pero seguramente me alcanzaría.
– Podía haberte matado mientras abrías el coche -dijo el hombre con la pistola como si me hubiera leído el pensamiento. Tenía una voz gruesa, arenosa-. No estoy aquí para dispararte. Don Pasquale quiere hablar contigo. Mi compañero te perdonará la patada; no debería haberte agarrado. Nos dijeron que eras una buena luchadora callejera.
– Gracias -dije muy seria-. ¿Mi coche o el vuestro?
– El nuestro. Tendremos que vendarte los ojos durante el paseo.
Recogí mis zapatos y dejé que los hombres me llevasen hasta un Cadillac limusina que estaba en un extremo del piso con el motor en marcha. No servía de nada resistirse. Me pusieron un pañuelo de seda negra alrededor de los ojos. Me sentía como Julius Schmeese, esperando el pelotón de fusilamiento.
Voz de Arena se sentó en el asiento trasero junto a mí, sosteniendo la pistola a mi lado.
– Puedes retirar eso -dije cansada-. No voy a saltar.
El metal se apartó. Me recliné en el mullido asiento aterciopelado y me dormí. Voz de Arena tuvo que despertarme cuando el coche se detuvo.
– Te quitaremos la venda cuando estés dentro -me condujo deprisa pero no con rudeza por un sendero de piedras y por unos escalones, saludó a un guardia a la entrada y me guió por un pasillo alfombrado. Arena llamó a la puerta. Una voz débil le indicó que entrara.
– Espera aquí -ordenó.
Me apoyé en la pared y esperé. La puerta se abrió a los pocos momentos.
– Entra -me dijo Arena.
Seguí el sonido de su voz y sentí el olor del humo de un cigarrillo y de un fuego. Arena me quitó la venda. Parpadeé unas cuantas veces para adaptarme a la luz. Estaba en una habitación grande, decorada en tonos rojos: alfombra, cortinas y sillas, todo en terciopelos y lanas a juego. Opulento, pero no agobiante.
En un sillón que estaba junto a una gran chimenea se encontraba sentado don Pasquale. Le reconocí en seguida a causa de sus apariciones en los tribunales, aunque ahora me pareció más viejo y frágil. Debía tener unos setenta años o más. Era delgado, con pelo gris y llevaba unas gafas de montura de concha. Llevaba un batín de terciopelo rojo y sostenía un enorme cigarro en la mano izquierda.
– Vaya, vaya, señorita Warshawski. Así que quiere usted hablar conmigo.
Me acerqué al fuego y me senté en el sillón que estaba frente al suyo. Me sentía un poco como Dorothy en Oz, consiguiendo al fin conocer a la cabeza parlante.
– Es usted una joven muy valiente, señorita Warshawski -la voz era vieja pero pesada, como el pergamino-. Ningún hombre se ha dormido nunca cuando venía a verme.
– Me tiene usted agotada, don Pasquale. Sus hombres me han quemado la casa. Walter Novick trató de dejarme ciega. Alguien apuñaló al pobre señor Herschel. Estoy falta de sueño y aprovecho cuando puedo.
Asintió.
– Muy sensato… Alguien me ha dicho que habla usted italiano. ¿Podríamos hablar en ese idioma, por favor?
– Certo -dije-. Tengo una tía, una vieja señora llamada Rosa Vignelli. Hace dos semanas me llamó sumamente preocupada. Se había descubierto que en la caja fuerte del convento de San Albertus, de la cual ella es responsable, había unas acciones falsificadas.
Casi todo el italiano que sé lo aprendí antes de los quince años, cuando murió Gabriela. Así que tuve que rebuscar para encontrar algunas palabras, sobre todo para describir la falsificación. Don Pasquale me suministró una frase.
– Gracias, don Pasquale. El caso es que a mi tía, gracias a los fascistas y a sus amigos los nazis, le queda muy poca familia. De hecho, sólo le quedamos su hijo y yo. Así que se dirigió a mí en busca de ayuda. Como es natural.
Don Pasquale asintió gravemente. En una familia italiana, se buscan los unos a los otros en busca de ayuda en primer lugar. Incluso si la familia somos Rosa y yo.
– Poco después de esto, alguien me telefoneó. Me amenazó con arrojarme ácido y me dijo que me mantuviese apartada del convento. Y de hecho alguien me arrojó ácido. Walter Novick.
Escogí las siguientes palabras con el máximo cuidado.
– Y ahora, naturalmente, tengo curiosidad por esas acciones falsificadas. Pero para ser sincera, si van a ser investigadas y los hechos que las rodean descubiertos, será el FBI el que lo haga. Yo no tengo ni el dinero ni el personal como para hacer un trabajo semejante -miré la cara de don Pasquale. Su expresión de educada atención no había cambiado-. Mi mayor preocupación es mi tía, aunque sea una anciana bastante antipática. Le hice una promesa a mi madre en su lecho de muerte. Pero si alguien me ataca, entonces mi honor está también comprometido -esperaba no estar pasándome.
Don Pasquale miró su cigarro, midiendo la ceniza. Dio unas chupadas y dejó caer con cuidado la ceniza en un cubo de bronce que estaba a su izquierda.
– Sí, señorita Warshawski. Siento simpatía por su historia. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?
– Walter Novick anda… jactándose… de estar bajo su protección. Ahora ya no estoy segura, pero creo que fue él el que apuñaló a Stefan Herschel hace dos días. Como ese hombre es viejo y como estaba ayudándome, me siento obligada a buscar a su asesino. Éstos son dos puntos en contra de Walter Novick.
»Si estuviese claro para todo el mundo que él no está bajo su protección, podría tratar con él con la conciencia limpia en lo que se refiere al apuñalamiento del señor Herschel. Olvidaría su ataque contra mí. Y perdería todo el interés en las acciones. A menos que el nombre de mi tía vuelva a mezclarse en esto de nuevo.
Pasquale sonrió ligeramente.
– Es usted una mujer que trabaja sola. Es usted muy brava, pero está sola. ¿Qué propone como trato?
– El FBI ha perdido interés en el asunto. Pero si sé en qué dirección investigar, su interés puede despertarse de nuevo.
– Si no abandona usted esta casa, el FBI no se enterará nunca -la voz apergaminada era suave, pero sentí que los pelos de la nuca se me ponían de punta.
Me miré las manos. Parecían notablemente pequeñas y frágiles.
– Es un juego, don Pasquale -dije al fin-. Ahora sé quién me llamó para amenazarme. Si los intereses de usted están unidos a los suyos, no hay esperanzas. En cualquier momento, alguien me matará. No siempre conseguiré escapar de mi apartamento en llamas ni podré romperle la mandíbula a mi atacante. Lucharé hasta el final, pero el final estará muy claro para todo el mundo.
»Pero si usted y mi interlocutor son… solamente socios en un negocio… entonces la historia cambia un poco. Tiene usted razón; no tengo nada que ofrecer. El Herald Star, la policía de Chicago y hasta el FBI investigarán a fondo mi muerte. O incluso una historia de falsificaciones, si yo se la cuento. Pero ¿cuántas cosas por el estilo ha evitado usted hasta ahora?
Me encogí de hombros.
– Apelo solamente a su sentido del honor, a su sentido de la familia, para que entienda por qué he hecho lo que he hecho y por qué quiero lo que quiero -por el mito de la Mafia, pensé. Por el mito del honor. Pero a muchos de ellos les gusta creérselo. Mi única esperanza era que don Pasquale fuese uno de ellos.
La ceniza del cigarro volvió a crecer antes de que hablase.
– Ernesto la llevará a casa, señorita Warshawski. Tendrá noticias mías dentro de unos días.
Voz de Arena, o Ernesto, había permanecido en pie silencioso junto a la puerta mientras hablábamos. En ese momento se acercó a mí con la venda.
– No es necesario, Ernesto -dijo Pasquale-. Si la señorita Warshawski decide contar todo lo que sabe, le será imposible decirlo.
Una vez más se me puso la carne de gallina en la nuca. Encogí los dedos de los pies dentro de las botas para controlar el temblor de las piernas. Intentando mantener el volumen de mi voz por todos los medios, le di las buenas noches al don.
Le dije a Ernesto que me llevase al Bellerophon. Lo que había dicho Phil ya se había hecho realidad: no era capaz de conducir un coche. La tensión de hablar con don Pasquale, encima de todas las tensiones de aquel día, me había llevado a la fatiga más extrema. Así que qué más daba si Ernesto descubría dónde vivía. Si Pasquale quisiera averiguarlo, aquello no iba a hacer más que adelantar un día o dos su trabajo.
Dormí durante todo el camino de vuelta. Cuando llegué al Bellerophon, subí medio a rastras las escaleras hasta el cuarto piso, me quité las botas de dos patadas, dejé caer el vestido nuevo en el suelo y caí en la cama.