Jack llegó temprano. Sobre la una y media. Se había tomado el día libre, y dedicado casi toda la mañana a decidir qué se pondría; algo que nunca le había preocupado antes, pero que ahora le parecía de una importancia vital.
Se arregló la americana gris, cosió un botón de la camisa de algodón blanca y se ajustó el nudo de la corbata por enésima vez.
Caminó por el muelle y observó a los marineros baldear la cubierta del Cherry Blossom, una nave de recreo que imitaba los viejos barcos del Mississippi. Kate y Jack habían navegado en él durante su primer año en Washington, en una de las pocas tardes que no habían tenido que trabajar. Intentaban disfrutar de todas las atracciones turísticas. Había sido un día templado como el de hoy, pero más despejado. Ahora llegaban los nubarrones por el oeste; en esta época del año llovía casi todas las tardes.
Se sentó en un banco cerca de la pequeña casilla del capitán del muelle y se entretuvo contemplando el vuelo lento de las gaviotas sobre las aguas revueltas. Desde esta posición privilegiada se veía el Capitolio. La estatua de la Libertad, despojada de la capa de mugre acumulada durante ciento treinta años de vivir al aire libre gracias a una reciente limpieza, se erguía majestuosa en lo más alto de la famosa cúpula. La gente de esta ciudad vivía cubierta de mugre, pensó Jack, venía dada por el lugar.
Los pensamientos de Jack se volvieron hacia Sandy Lord, el más prolífico cuerno de la abundancia, y el ego más grande de Patton, Shaw. Sandy era toda una institución en los círculos legales y políticos de la capital. Los otros socios pronunciaban su nombre como si, en aquel mismo momento, acabara de bajar del Sinaí con su propia versión de los diez mandamientos. El primero decía: «Harás que los socios de Patton, Shaw y LORD ganen todo el dinero posible».
Resultaba irónico, pero Sandy Lord había sido parte del atractivo cuando Ransome Baldwin le mencionó la firma. Lord era uno de los mejores, si no el más destacado ejemplo de los abogados del poder que había en la ciudad, y aquí los había por docenas. Las posibilidades de Jack eran ilimitadas. Si estas posibilidades incluían la felicidad personal, eso estaba todavía por verse.
Tampoco tenía muy claro qué esperaba sacar de esta comida. Sí, estaba seguro de querer ver a Kate Whitney. Lo deseaba con toda el alma. Tenía la sensación de que cuanto más se aproximaba la fecha de la boda, más se apartaba él emocionalmente. ¿Había mejor refugio que la mujer con la que había querido casarse hacía cuatro años? Se estremeció al recordarlo. Le aterrorizaba casarse con Jennifer Baldwin. Le espantaba que su vida se convirtiera en algo irreconocible para él.
Algo le hizo volver la cabeza, sin ningún motivo aparente. Entonces la descubrió mirándole desde el borde del muelle. El viento le apretaba la falda larga contra las piernas, el sol luchaba contra los nubarrones, pero daba luz suficiente para brillar sobre su rostro cuando ella se apartó el mechón de pelo de los ojos. Tenía las pantorrillas bronceadas y la blusa amplia dejaba al descubierto los hombros con las pecas y la pequeña marca de nacimiento en forma de media luna que Jack tenía la costumbre de recorrer con el dedo después de hacer el amor, cuando ella dormía y él la miraba.
Jack sonrió mientras ella se acercaba. Sin duda había ido a su casa a cambiarse. Era obvio que esas prendas presentaban un lado femenino de Kate Whitney que sus oponentes legales nunca llegarían a conocer.
Entraron en el pequeño restaurante, pidieron y dedicaron los primeros minutos a mirar por la ventana el inicio de la tormenta que azotaba los árboles, y a intercambiar miradas tímidas, como si esta fuese la primera cita y les diera vergüenza mirarse a los ojos.
– Gracias por venir, Kate.
– Me gusta el lugar. -Encogió los hombros-. Hace años que no venía por aquí. Es agradable poder salir. Casi siempre como en el despacho.
– ¿Galletas y café? -Él sonrió y le miró los dientes. El colmillo que se curvaba un poco hacia dentro, como si quisiera abrazar al vecino. Le gustaba ese diente. Era la única imperfección que tenía.
– Galletas y café. -Kate le devolvió la sonrisa-. Pero ahora sólo fumo dos cigarrillos al día.
– Felicidades.
La lluvia llegó al mismo tiempo que el primer plato.
Kate miró por un instante la comida, después a través de la ventana y, por último, con un gesto brusco, a Jack. Le sorprendió mirándola. Jack sonrió con timidez y se apresuró a beber un trago.
Ella dejó la servilleta sobre la mesa.
– El Mall es un lugar muy grande como para tropezar con alguien por casualidad.
– Desde hace un tiempo tengo una racha de buena suerte -replicó él con la cabeza gacha. Pero después se enfrentó a su mirada. Ella esperó. Él hundió los hombros, derrotado.
– Está bien. No fue casual, sino algo premeditado. Pero no puedes discutir el resultado.
– ¿Cuál es el resultado? ¿Comer aquí?
– No miro al futuro. Sólo doy un paso a la vez. Me he prometido cambiar. Cambiar es bueno.
– Al menos ya no defiendes a violadores y asesinos -señaló ella con un tono bastante desdeñoso.
– Ni ladrones -replicó él y lo lamentó en el acto.
El rostro de Kate se puso gris.
– Lo siento, Kate. No quería decir eso.
Ella sacó el paquete de cigarrillos, encendió uno y le lanzó el humo a la cara. Jack apartó la nube con la mano.
– ¿El primero o el segundo del día?
– El tercero. No sé por qué siempre me haces sentir atrevida. -Ella miró al exterior, cruzó las piernas. Uno de sus pies tocó la rodilla de Jack y se apresuró a apartarlo. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se levantó al tiempo que cogía el bolso.
– Tengo que volver al trabajo. ¿Cuánto te debo?
– Te invité a comer. Cosa que no has hecho.
Ella sacó un billete de diez, lo arrojó sobre la mesa y se dirigió hacia la salida.
Jack añadió otros diez y la siguió.
– ¡Kate!
La alcanzó un metro más allá de la puerta. Diluviaba y a pesar deque Jack utilizó la chaqueta a modo de paraguas se empaparon en un segundo. Ella no se dio ni cuenta. Se metió en el coche. Jack dio la vuelta y se sentó en el asiento del pasajero. Ella le miró.
– Tengo que volver a la oficina.
Jack inspiró con fuerza, se enjugó el rostro. En el interior del coche el repiqueteo de la lluvia resultaba atronador. Sintió que la situación se le escapaba de las manos. No sabía qué hacer. Pero tenía que decir algo.
– Venga, Kate, estamos hechos una sopa. Vamos a cambiarnos y después al cine. No, mejor al campo. ¿Recuerdas el Windsor Inn? Ella le miró atónita ante sus palabras.
– Jack, ¿por casualidad se te ha ocurrido discutir esto con la mujer con quien te vas a casar?
Jack agachó la cabeza. ¿Qué debía contestar? ¿Que no estaba enamorado de Jennifer Baldwin aunque le había pedido que se casara con él? Ahora mismo ni siquiera recordaba si había llegado a pedírselo.
– Sólo quiero estar un rato contigo, Kate. Nada más. ¿Qué tiene de malo?
– Todo. Absolutamente todo, Jack. -Kate metió la llave en el contacto, pero él le apartó la mano.
– No quiero convertir esto en una pelea.
– Jack, tú tomaste una decisión. Ahora es un poco tarde para cambiarla.
– Perdona -replicó él asombrado-. ¿Mi decisión? Yo tomé la decisión de casarme contigo hace más de cuatro años. Esa fue mi decisión. Tú decidiste acabar con el asunto.
– Está bien, fue decisión mía. -Kate se apartó el pelo mojado de los ojos. ¿Y ahora qué?
Él se volvió en el asiento, la sujetó por los hombros.
– Escucha, se me ocurrió anoche, así sin más. ¡No, mentira! Lo pienso cada noche desde que te marchaste. Sé que fue un error, ¡maldita sea! Ya no soy un defensor público. Tienes razón. Ya no defiendo a los criminales. Llevo una vida respetable. Yo, nosotros… -Miró el rostro atónito de Kate, y se quedó en blanco. Le temblaban las manos. La soltó y se derrumbó en el asiento.
Se quitó la corbata mojada, la guardó en un bolsillo y miró el reloj del tablero. Ella se fijó en el velocímetro inmóvil, y después miró a Jack. Le habló con dulzura, aunque el dolor era evidente en sus ojos.
– Jack, la comida ha estado muy bien. Me alegró verte. Pero eso es lo más lejos que podemos llegar. Lo siento. -Se mordió el labio inferior, un gesto que él no vio porque se bajaba del coche.
– Te deseo lo mejor, Kate -dijo Jack que asomó la cabeza antes de cerrar la puerta-. Si alguna vez necesitas cualquier cosa, llámame.
Ella se fijó en las espaldas anchas de Jack mientras él se alejaba bajo la lluvia, se metía en el coche y se marchaba. Permaneció inmóvil durante unos minutos. Una lágrima corrió por su mejilla. Se la quitó con un movimiento brusco, arrancó el coche y se alejó en la dirección opuesta.
A la mañana siguiente, Jack cogió el teléfono y después lo volvió a dejar. No tenía ningún sentido. Llevaba en la oficina desde las seis, había sacado todo el trabajo urgente, y ahora se ocupaba de los proyectos que llevaban semanas pendientes. Miró a través de la ventana. El sol se reflejaba en los edificios de cemento y ladrillo. Le molestó el resplandor y bajó la persiana.
Kate no iba a reaparecer de pronto en su vida y tenía que comprenderlo. Había pasado la noche dándole vueltas a todas las situaciones posibles, la mayoría inverosímiles. Se encogió de hombros. Lo mismo le pasaba a hombres y mujeres cada día en todos los países del mundo. Algunas veces las cosas no funcionaban. Aunque se desearan por encima de todo lo demás. No se podía obligar a una persona amar a otra. Había que seguir adelante. Él tenía dónde ir. Quizás era hora de disfrutar del futuro que le esperaba.
Volvió a sentarse y se ocupó de otros dos proyectos: una cuenta de participación que necesitaba un estudio previo, y el otro para su único cliente aparte de Baldwin, Tarr Crimson.
Crimson, propietario de una pequeña compañía audiovisual, era un genio en gráficos e imágenes generadas por ordenador y se ganaba muy bien la vida con las conferencias audiovisuales para compañías de la industria hotelera. Viajaba en moto, vestía tejanos cortados a medida, fumaba de todo, incluido algún canuto de vez en cuando, y parecía el drogata más pasado del mundo.
Se habían conocido cuando un fiscal amigo de Jack acusó a Tarr de ebriedad y desorden en la vía pública, y perdió el caso. Tarr se presentó en el juicio vestido con traje y chaleco, maletín de ejecutivo, y la barba y el pelo bien cortados y peinados. Había argumentado con mucha persuasión que el testimonio del agente de policía era parcial porque le había detenido a la salida de un concierto de los Grateful Dead, que la prueba era inadmisible porque el poli no le había comunicado las advertencias legales pertinentes y, por último, que el alcoholímetro utilizado en la prueba no funcionaba correctamente.
El juez, sobrecargado con más de cien detenciones realizadas en el mismo concierto, archivó el caso después de advertir al policía que en el futuro se atuviera estrictamente a las normas. Jack había contemplado el juicio sin salir de su asombro. Impresionado, Jack salió de la sala en compañía de Tarr, tomó una cerveza con él aquella noche, y no tardaron en hacerse grandes amigos.
Excepto por algún roce ocasional y poco importante con la ley, Crimson era un buen, aunque no bienvenido, cliente en las salas de Patton, Shaw. Había sido parte del trato que a Tarr, que había despedido a su último abogado, se le permitiera seguir a Jack a Patton, Shaw como si la firma hubiese puesto alguna pega a un futuro socio que aportaba cuatro millones de dólares en trabajos.
Dejó la estilográfica y volvió a la ventana mientras sus pensamientos se centraban otra vez en Kate Whitney. Se le pasó una idea por la cabeza. Cuando Kate le dejó, Jack fue a ver a Luther. El viejo no tuvo consejos sabios, ni una solución instantánea al dilema de Jack. En realidad, Luther era la persona menos indicada para aconsejar a nadie sobre cómo llegar al corazón de su hija. Sin embargo, él siempre había podido hablar con Luther. De cualquier cosa. El hombre escuchaba. De verdad. No se limitaba a esperar que el otro hiciera una pausa en el relato para endilgarle sus propios problemas. Jack no sabía muy bien qué le diría. Pero sí estaba seguro de que Luther le escucharía. Con eso ya tendría suficiente.
Una hora más tarde escuchó el zumbido de la agenda electrónica. Jack miró la hora y se puso la chaqueta.
Jack caminó de prisa por los pasillos. Comería con Sandy Lord dentro de veinte minutos. Jack se sentía un poco inquieto por tener que comer con el hombre, a solas. Se comentaban muchísimas cosas de Sandy Lord, casi todas ciertas. La secretaria de Jack se lo había dicho esta mañana: él quería comer con Jack Graham. Y lo que Sandy Lord quería iba a misa, le recordó la secretaria con un cuchicheo que molestó a Jack.
Veinte minutos, pero primero Jack tenía que hablar con Alvis de los documentos de Bishop. Jack sonrió al recordar la expresión de Barry cuando depositó los borradores de la fusión sobre la mesa, treinta minutos antes de la hora límite. Alvis les había echado una ojeada sin disimular el asombro.
«Esto pinta muy bien. Me doy cuenta de que te di un plazo demasiado breve. No es algo que me guste hacer -le había dicho Barry, sin mirarle a la cara-. Te agradezco el esfuerzo, Jack. Lamento haber estropeado tus planes.»
«No sufras, Barry, para eso me pagan.» En el momento que Jack se disponía a marchar, Barry se había levantado.
Jack, en realidad tú y yo nunca hemos tenido ocasión de hablar desde que estás aquí. Es una firma muy grande. Espero que un día de estos podamos ir a comer juntos.»
«Estupendo, Barry. Dile a tu secretaria que le pase a la mía unas cuantas fechas.»
En aquel momento Jack se dio cuenta de que Barry no era mal tipo. Le había estropeado una fiesta, ¿y qué? Comparado cómo trataban los socios a los subordinados, Jack lo había tenido fácil. Además, Barry era un abogado de empresas de primera fila y Jack podía aprender mucho con él.
Jack pasó por delante de la mesa de la secretaria de Barry, pero Sheila no estaba en su puesto.
Entonces Jack vio las cajas amontonadas contra la pared. La puerta del despacho de Barry estaba cerraba. Jack llamó sin obtener respuesta. Abrió la puerta y se quedó de piedra. Cerró los ojos y los volvió a abrir incrédulo. Las librerías estaban vacías, en la pared sólo se veían las manchas más claras donde habían estado colgados los diplomas y certificados.
«¿Qué diablos?» Cenó la puerta y al volverse chocó con Sheila.
La mujer, siempre muy profesional y seria en el trato, sin un pelo fuera de lugar y las gafas bien montadas en el caballete de la nariz, estaba hecha unos zorros. Había sido la secretaria de Barry durante diez años. Miró a Jack con un destello de furia en los ojos que desapareció en un segundo. Le dio la espalda, volvió a su despacho y comenzó a preparar las cajas. Jack la observó atónito.
– Sheila, ¿qué demonios pasa? ¿Dónde está Barry? -Ella no le respondió. Movía las manos cada vez más rápido hasta que llegó un momento en que tiraba las cosas dentro de la caja. Jack se acercó, miró la caja-. ¿Sheila? -repitió- Dime qué está pasando. ¡Sheila!-Él le cogió una mano. Ella le dio una bofetada, algo que la conmovió tanto que se desplomó en la silla. Poco a poco agachó la cabeza hasta apoyarla en la mesa y se echó a llorar.
Jack miró a su alrededor. ¿Barry estaba muerto? ¿Había sufrido un accidente mortal y nadie se había molestado en avisarle? ¿La firma era tan enorme, tan insensible? ¿Se enteraría por una nota interior? Se miró las manos. Estaban temblando.
Se sentó en el borde de la mesa, tocó con suavidad el hombro de Sheila en un intento por consolarla sin resultado. Jack miró indefenso mientras continuaban los sollozos cada vez más fuertes. Por fin aparecieron dos secretarias de un despacho vecino y se llevaron a Sheila. Las dos miraron a Jack con cara de pocos amigos.
¿Qué diablos había hecho él? Miró la hora. Le quedaban diez minutos para la cita con Lord. De pronto le interesó mucho el encuentro. Lord sabía todo lo que pasaba en la firma, casi siempre antes de que ocurriera. Entonces un pensamiento brotó de las profundidades de su mente, un pensamiento terrible. Recordó la recepción en la Casa Blanca y el enojo de su prometida. Él le había mencionado a Barry Alvis por su nombre. Pero ella no hubiera sido capaz… Jack se marchó casi a la carrera, los faldones de la americana ondeando en el aire.
Fillmore’s era el nuevo punto de encuentro obligado de los poderosos. Las puertas eran de caoba maciza con herrajes de latón; las alfombras y cortinas hechas a mano valían una fortuna. Cada mesa era un paraíso autosuficiente de máxima productividad. Había servicios de teléfono, fax y fotocopiadora y se usaban con profusión. En las sillas como tronos, dispuestas alrededor de las mesas talladas, se sentaba la auténtica elite de los círculos políticos y económicos de Washington. Los precios garantizaban que la clientela seguiría así.
El ambiente del restaurante era sosegado aunque estaba lleno; sus ocupantes no estaban acostumbrados a que les diesen prisa, se movían a su ritmo. Algunas veces la sola presencia en una mesa en particular, el movimiento de una ceja, un carraspeo, una mirada, era para ellos todo un día de trabajo, y les reportaría grandes ganancias para ellos o para aquellos a los que representaban. El dinero y poder más puro flotaban por el salón en patrones bien definidos que se unían y separaban.
Los camareros, con pechera y pajarita, aparecían y desaparecían en el momento preciso y con toda discreción. Los clientes eran mimados y servidos, se les escuchaba o dejaba solos de acuerdo con el momento. Y las propinas reflejaban el aprecio del cliente.
Fillmore’s era el lugar preferido de Sandy Lord a la hora de comer. Miró por encima del menú, y sus ojos grises inspeccionaron rápida y metódicamente el amplio comedor en busca de posibles negocios o quizás algo más. Acomodó su pesado corpachón en la silla y pasó la punta de los dedos por encima de la oreja para arreglarse el pelo. El problema era que las caras conocidas desaparecían con el paso del tiempo, arrebatadas por la muerte o el retiro hacia el sur. Quitó una mota de polvo de uno de los puños de la camisa con sus iniciales y suspiró. Lord ya había esquilmado a la gente poderosa de este establecimiento, o quizá de toda la ciudad.
Llamó a su despacho para saber si había algún recado. Walter Sullivan no había llamado. Si el negocio de Sullivan se concretaba, Lord se encontraría con todo un país del antiguo bloque soviético como cliente.
¡Un país entero! ¿Cuánto se le podía cobrar a un país? En condiciones normales una fortuna. Pero el problema estaba en que los ex comunistas no tenían dinero, a menos que se contara como tal los rublos, cupones, copecs o lo que utilizaran ahora, aunque quizá todo eso sólo sirviera como papel higiénico.
Esto no le preocupaba. Los ex comunistas tenían materias primas en abundancia y eso era lo que quería Sullivan. Por esa razón Lord había pasado tres meses en aquel país. Pero habría valido la pena si Sullivan se salía con la suya.
Lord había aprendido a dudar de todo el mundo. Pero si había alguien capaz de sacar adelante este negocio, ese era Walter Sullivan. Todo lo que tocaba parecía multiplicarse a escala mundial, y los despojos que recibían sus cohortes eran verdaderas fortunas. El viejo, casi con ochenta años, no había bajado el ritmo ni un ápice. Trabajaba quince horas al día, se había casado con una nena de veintitantos que era una ricura. Ahora mismo estaba en Barbados con tres políticos de alto nivel para agasajarlos al mejor estilo del oeste y de paso hacer algún pequeño negocio. Sullivan llamaría. La breve y selecta lista de clientes de Sandy aumentaría en uno, pero qué uno.
Lord se fijó en la joven con una falda que apenas le tapaba el culo y tacones altos que cruzaba el comedor.
Ella le sonrió; él le respondió con un movimiento de cejas, uno de sus gestos preferidos por la ambigüedad. La joven trabajaba como enlace con el congreso para una de las grandes asociaciones de la calle Dieciséis, pero a él le importaba muy poco su trabajo. Para él lo único importante era que follaba de maravilla.
Verla le recordó muchas cosas agradables. Tendría que llamarla. Escribió una nota recordatoria en la agenda electrónica. Después volvió su atención, como hicieron la mayoría de las señoras presentes, a la figura alta y atlética de Jack Graham que venía hacia él recto como una flecha.
Lord se puso de pie y le ofreció la mano. Jack no la aceptó.
– ¿Qué diablos ha pasado con Barry Alvis?
Lord adoptó una expresión de desconcierto y se sentó. Apareció un camarero al que Lord despachó con un ademán. Lord miró a Jack, que seguía de pie.
– No le das a uno ni tiempo para respirar. Directo al hígado. A veces no está mal, pero no siempre.
– No bromeo, Sandy, quiero saber qué está pasando. La oficina de Barry está vacía, su secretaria me mira como si hubiese ordenado que lo mataran. Quiero respuestas. -La voz de Jack subió de tono, y aumentaron las miradas desde las otras mesas.
– No sé qué piensas, pero estoy seguro de que podemos discutirlo con un poco más de dignidad. Siéntate y compórtate cómo corresponde a un socio de la mejor firma de abogados de la ciudad.
Durante cinco segundos cruzaron las miradas hasta que Jack se sentó.
– ¿Una copa?
– Cerveza.
Reapareció el camarero y se marchó con el pedido de una cerveza y un gin tonic para Sandy. Lord encendió un Raleigh, miró distraído a través de la ventana, y después a Jack.
– Entonces sabes lo de Barry.
– Sólo sé que no está. Quiero que me digas por qué no está.
– No hay mucho que decir. Se decidió despedirle, con fecha de hoy.
– ¿Por qué?
– ¿Y a ti qué más te da?
– Barry y yo estábamos trabajando juntos.
– Pero no eran amigos.
– Porque todavía no se había presentado la ocasión.
– ¿Por qué demonios querías hacerte amigo de Barry Alvis? El tipo sólo servía para asociado. No daba para más, te lo juro. He conocidos a cientos como él.
– Era un abogado extraordinario.
– No; técnicamente, era un abogado muy competente, con grandes conocimientos en el tema de transacciones de empresa e impuestos, y experto en la compra de mutuas de asistencia médica. Nunca aportó ni un solo cliente, ni lo aportará. Eso no es ser un «abogado extraordinario».
– Coño, no me vengas con esas. Era una persona muy útil para la firma. Necesitas a alguien para que saque adelante el trabajo.
– Tenemos unos doscientos abogados muy bien preparados para sacar adelante el trabajo suficiente. En cambio, sólo tenemos una docena de socios que aportan clientes. Es una proporción a corregir. Demasiados soldados y muy pocos jefes. Tú ves a Barry Alvis como una persona muy útil, nosotros le consideramos un riesgo bastante caro sin el talento suficiente para promocionarse. Facturaba lo suficiente para ganar un buen sueldo. Esto no aporta ningún dinero a los socios. Por lo tanto, se decidió cortar la relación.
– ¿Me estás diciendo que no recibiste ninguna insinuación de Baldwin?
En el rostro de Lord apareció una expresión. de auténtico asombro. Como abogado con más de treinta y cinco años de experiencia en tramoyas y argucias, era un mentiroso consumado.
– ¿Qué coño les importa Barry Alvis a los Baldwin?
Jack escudriñó el rostro obeso por unos instantes y después soltó el aliento poco a poco. Miró a los demás comensales avergonzado por haber hecho el ridículo. ¿Todo esto para nada? ¿Pero y si Lord mentía? Volvió a mirar al hombre impasible. ¿Por qué iba a mentir? Jack pensó en varias razones, pero ninguna tenía mucho sentido. ¿Estaba equivocado? ¿Se había comportado como un burro delante del socio más poderoso de la firma?
– El despido de Barry Alvis forma parte del esfuerzo para quitar lastre en los niveles superiores -añadió Sandy con un tono más suave, casi de consuelo-. Queremos abogados que hagan su trabajo y aporten clientes. Caray, como tú. Es sencillo. Barry no ha sido el primero ni será el último. Llevamos trabajando en esto desde hace tiempo, Jack. Mucho antes de que tú llegaras a la firma. -Lord hizo una pausa, mientras miraba a Jack con mucha atención-. ¿Me ocultas alguna cosa? Dentro de poco seremos socios, no puedes ocultarle cosas a tus socios.
Lord rió para sus adentros. La lista de arreglos secretos con sus clientes era larguísima.
Jack estuvo a punto de morder el cebo, pero se contuvo.
– Todavía no soy socio, Sandy.
– Pura formalidad.
– Las cosas no ocurren hasta que pasan.
Lord se movió incómodo en la silla, apartó el humo del cigarrillo como si fuese una varita mágica. Así que los rumores de que Jack pensaba cambiar de barco eran verdad. Los rumores eran la razón por la que Lord estaba sentado aquí con el joven abogado. Se miraron. En el rostro de Jack apareció la sombra de una sonrisa. Los cuatro millones de dólares en trabajo eran una zanahoria irresistible. Sobre todo porque significaban otros cuatrocientos mil para Sandy Lord; no era que los necesitara, pero tampoco iba a rechazarlos. Tenía fama de gastar mucho. Los abogados no se jubilaban. Trabajaban hasta que se morían. Los mejores ganaban mucho dinero, pero comparado con los presidentes, estrellas del rock y actores cobraban sueldos de miseria.
– Pensaba que te gustaba nuestra tienda.
– Me gusta.
– ¿Y?
– ¿Y qué?
La mirada de Sandy paseó otra vez por el salón. Vio a otra mujer conocida vestida con un elegante y muy caro traje chaqueta, debajo del cual Sandy tenía sus buenas razones para creer que no llevaba nada más. Se bebió el resto del gin tonic, miró a Jack. Lord estaba a punto de estallar. Estúpido mocoso hijo de puta.
– ¿Has estado antes aquí?
Jack sacudió la cabeza mientras leía el menú de varias páginas para saber si servían hamburguesa con patatas fritas. No figuraban. En aquel momento, Lord le arrancó el menú de las manos y se inclinó hacia él, el aliento fuerte y cargado de olor de alcohol.
– Entonces, ¿por qué no echas una ojeada?
Lord levantó un dedo para llamar al camarero y pidió un Dewar’s con agua, que le sirvieron casi al instante. Jack se echó hacia atrás en la silla, pero Lord se acercó más, como si quisiera tumbar la mesa.
– Aunque no te lo creas, Sandy, ya he estado antes en un restaurante.
– Pero no en uno como este, ¿me equivoco? ¿Ves a aquella damita de allá? -Los dedos muy delgados de Lord cortaron el aire. Jack se fijo en la joven enlace-. Me he follado a esa mujer cinco veces en los últimos seis meses-. Lord sonrió al ver la impresión que la joven causaba en Jack.
– Ahora te preguntarás por qué una criatura como ella acepta acostarse con un viejo gordo como yo.
– Quizá le das lástima. -Jack sonrió, pero a Lord no le hizo ninguna gracia.
– Si eso es lo que crees, entonces eres de un ingenuo rayano en la incompetencia. ¿De verdad crees que las mujeres en esta ciudad son más puras que los hombres? ¿Por qué iban a serlo? El hecho de que tengan tetas y vistan faldas no significa que no consigan lo que quieren y que no utilizarán todos los medios a su disposición para conseguirlo.
»Veras, hijo -continuó Lord-, es porque yo tengo lo que quiero, y no me refiero a cuando estamos en la cama. Ella lo sabe, yo lo sé. Puedo abrirle puertas en esta ciudad que sólo un puñado de hombres pueden abrir. La cuestión es que por eso deja que la folle. No es más que una transacción comercial entre dos personas inteligentes y muy sofisticadas. ¿Qué te parece?
– ¿Que me parece qué?
Lord se apartó, encendió otro cigarrillo, y sopló anillos de humo perfectos. Se tironeó del labio mientras se reía.
– ¿Algo gracioso, Sandy?
– Sólo pensaba en que, sin duda, te lo pasaste bomba en la facultad poniendo a parir a la gente como yo. Creías que nunca llegarías a ser como yo. Defenderías a los extranjeros ilegales que reclamaban asilo político o te encargarías de las apelaciones de los pobres hijos de puta condenados a muerte por asesinar a media docena de personas, con la justificación de que sus madres les pegaban cuando eran pequeños y se portaban mal. Dime la verdad, lo hacías, ¿no?
Jack se aflojó el nudo de la corbata, bebió un trago de cerveza. Había visto antes a Lord en acción. Se olía una encerrona.
– Tú eres uno de los mejores abogados que hay por aquí, Sandy, todos lo dicen.
– Mierda, hace años que no ejerzo.
– Pero lo que haces te funciona.
– ¿Y tú qué quieres hacer, Jack?
Jack notó un leve pero perceptible pinchazo en las tripas al escuchar su nombre en boca de Lord. Sugería un próxima intimidad que le sorprendió, aunque sabía que era inevitable. ¿Socio? Jack encogió los hombros.
– ¿Quién sabe lo que querrá ser de mayor?
– Ya eres mayor, Jack, ya tienes edad de pagar billete entero. Por lo tanto, ¿qué quieres hacer?
– No te entiendo.
Lord volvió a inclinarse, con los puños apretados, como un peso pesado en el cuerpo a cuerpo buscando la más mínima abertura. Por un momento, el ataque pareció inminente. Jack se puso tenso. -Crees que soy un crápula, ¿no es así?
– ¿Me recomiendas algún plato en especial? -replicó Jack otra vez con el menú en la mano.
– Venga, no te hagas el tonto. Crees que soy un crápula ambicioso y egocéntrico al que le importa un carajo todo aquello que no me reporte un beneficio. ¿No es así, Jack? -La voz de Lord sonaba cada vez más fuerte a medida que se erguía en la silla. Apartó el menú de Jack de un manotazo.
Jack miró nervioso a su alrededor, pero nadie parecía prestarles atención, prueba evidente de que todas las palabras de la discusión era escuchadas y analizadas. Los ojos enrojecidos de Lord miraron directamente a Jack.
– Lo soy, ¿sabes? Eso es exactamente lo que soy, Jack.
Lord se repatingó en la silla, triunfante. Sonrió. Jack le devolvió la sonrisa a pesar de la repulsión.
Jack se relajó un poco. Como si hubiese notado el pequeño cambio, Lord acercó la silla a la de Jack, hasta casi tocarlo. Por un momento, Jack consideró apartarlo de un puñetazo: todo tenía un límite.
– Así es, soy todas esas cosas, Jack, todas esas cosas y muchas, muchas más. Pero ¿sabes algo, Jack? Así soy,yo. No intento disfrazarlo ni explicarlo. Todos los hijos de puta que me han conocido saben exactamente quién y cómo soy. Creo en lo que hago. No voy por ahí engañando a la gente. -Lord inspiró con fuerza y soltó el aire poco a poco.
Jack sacudió la cabeza en un intento por despejarse.
– ¿Qué me dices de ti, Jack?
– ¿Qué pasa conmigo?
– ¿Quién eres, Jack? ¿En qué crees, si crees en algo?
– Pasé doce años en una escuela católica. Tengo que creer en algo.
– Me desilusionas. -Lord meneó la cabeza en un gesto de cansancio-. Me han dicho que eres un chico brillante. O mis informes mienten, o tú te limitas a sonreír como un tonto porque tienes miedo de lo que puedas decir.
Jack sujetó la muñeca de Lord con dedos de hierro.
– ¿Qué coño quieres de mí?
Lord sonrió y golpeó suavemente la mano de Jack hasta que él le soltó la muñeca.
– ¿Te gustan estos lugares? Con Baldwin como cliente comerás en sitios como éste hasta que tengas las arterias duras como la piedra. Dentro de unos cuarenta años, estirarás la pata en alguna trampa de arena en el Caribe y dejarás atrás a una joven y de pronto muy rica tercera esposa, pero morirás feliz, te lo juro.
– Me da lo mismo un lugar que otro.
Lord descargó un manotazo sobre la mesa. Esta vez unos cuantos les miraron. El maître les espió de reojo mientras intentaba disimular el nerviosismo detrás del mostacho y un discreto aire de competencia.
– Ahí está el problema, hijo, tu maldita ambivalencia. -Bajó la voz, pero insistió en inclinarse sobre Jack-. No da lo mismo un lugar que otro. Tú tienes la llave para entrar aquí. Tu llave es Baldwin y esa bonita hija suya. Ahora la pregunta es: ¿quieres o no abrir la puerta? Algo que nos lleva de vuelta a la pregunta original. ¿En qué crees, Jack? Porque si no crees en esto -Lord abrió los brazos de paren par-, si no quieres convertirte en el Sandy Lord de la próxima generación, si te despiertas por las noches y te ríes o maldices mis pequeñas idiosincrasias, de que sea un crápula, si de verdad crees que estás por encima de todo esto, si odias tirarte a la señorita Baldwin, y no ves en ese menú ni un solo plato que te apetezca, entonces ¿por qué no me mandas a la mierda? ¿Por qué no te levantas y sales por aquella puerta, con la cabeza alta, la conciencia limpia y las creencias intactas? Porque, francamente, este juego es demasiado importante para los que no se comprometen.
Lord se dejó caer contra el respaldo de la silla, con su masa proyectándose hacia el exterior hasta que ocupó todo el espacio.
Fuera del restaurante hacía un precioso día de otoño. Ni la lluvia ni el exceso de humedad habían empañado el azul puro del cielo; la brisa suave empujaba los periódicos abandonados. El ritmo tórrido de la ciudad parecía haber disminuido un poco. Calle abajo, en el parque LaFayette, los fanáticos del sol permanecían acostados en la hierba dispuestos a mantener el bronceado antes de la llegada del frío. Los mensajeros en bicicleta aprovechaban la pausa del mediodía para recorrer el parque atentos a disfrutar del espectáculo de piernas desnudas y escotes amplios.
En el interior del restaurante, Jack Graham y Sandy Lord se miraban a los ojos.
– Ya no peleas, ¿verdad?
– No tengo tiempo para eso, Jack. Al menos en los últimos veinte años. Si no creyera que puedes enfrentarte al enfoque directo, te hubiese dicho unas cuantas mentiras y lo hubiese dejado correr.
– ¿Qué quieres que te diga?
– Lo único que quiero saber es si estás o no con nosotros. En realidad, con Baldwin, puedes ir a cualquier otra firma de la ciudad. Nos escogiste a nosotros, supongo que porque te agradó lo que viste.
– Baldwin te recomendó.
– Es un hombre listo. Muchas personas seguirían su consejo. Llevas con nosotros un año. Si decides quedarte, te convertirás en socio. Francamente, los doce meses de espera sólo fueron una formalidad para ver si encajábamos. A partir de ahora no tendrás más preocupaciones financieras, sin contar la considerable fortuna de tu futura esposa. Tu principal ocupación será mantener contento a Baldwin, aumentar su cuenta, y traernos a cualquier otro cliente que consigas. Seamos sinceros, Jack, la única seguridad que tiene un abogado son los clientes que controla. Nunca lo mencionan en la facultad y es la lección más importante de todas. Nunca jamás lo olvides. Incluso el trabajo en sí queda en segundo plano. Siempre habrá alguien para ocuparse del papeleo. Tendrás carta blanca para conseguir más clientes. Nadie te pedirá explicaciones, excepto Baldwin. No tendrás que controlar el trabajo legal hecho para Baldwin, otros lo harán por ti. En su conjunto, no es una vida tan desagradable.
Jack se miró las manos. Vio en ellas el rostro de Jennifer. Tan perfecto. Se sintió culpable por haber supuesto que ella había hecho despedir a Barry Alvis. Después pensó en las muchas y pesadas horas de trabajo como defensor público. Por último pensó en Kate, y se controló. ¿Qué había allí? Nada. Miró a Lord.
– Una pregunta estúpida. ¿Podré continuar ejerciendo?
– Si quieres. -Lord le miró con atención-. ¿Debo interpretar la pregunta como un sí?
– El pastel de cangrejo suena tentador -contestó Jack con la mirada en el menú.
Sandy soltó una bocanada de humo en dirección al techo y sonrió.
– Me encanta, Jack. Me encanta.
Dos horas más tarde, Sandy estaba en un rincón de su enorme despacho. Miraba a través de la ventana, mientras participaba en una conferencia telefónica que sonaba por el altavoz.
Dan Kirksen entró en el despacho. La pajarita y la camisa almidonada ocultaban su esbelto cuerpo de atleta. Kirksen era el socio gerente de la firma. Tenía un control sobre todos los de la casa excepto Sandy Lord. Y ahora quizá Jack Graham.
Lord le miró con indiferencia. Kirksen se sentó y esperó pacientemente hasta que todos los participantes en la conferencia se despidieron. Lord cortó la comunicación y se sentó en su sillón. Se echó hacía atrás, miró el techo y encendió un cigarrillo. Kirksen, un fanático de la salud, se apartó unos centímetros de la mesa.
– ¿Querías algo? -La mirada de Lord se fijó en el rostro delgado y sin barba de Kirksen. El hombre controlaba desde hacía años una cuenta de seiscientos mil dólares, algo que le garantizaba una larga y segura estancia en PS amp;L, pero esa cifra era calderilla para Lord y él no hacía nada por disimular su desprecio por el socio gerente.
– Nos preguntábamos qué tal había ido el almuerzo.
– Tú te ocupas de los pelotas. Eso es cosa tuya.
– Los rumores eran inquietantes. Además tuvimos que echar a Alvis cuando llamó la señorita Baldwin.
– Todo está resuelto. -Lord hizo un ademán-. Nos quiere. Se queda. Y yo desperdicié dos horas.
– Dada la cantidad de dinero en juego, Sandy, nosotros pensamos que sería para bien si tú podías transmitir la firme impresión de…
– Sí. Yo también entiendo de números, Kirksen, mejor que tú. ¿De acuerdo? El chico se queda. Con un poco de suerte duplicará el volumen del negocio dentro de diez años, y todos nos retiraremos un poco antes. -Lord miró a Kirksen, que parecía cada vez más pequeño ante la mirada del hombretón-. Tiene cojones, sabes. Más cojones que todos mis otros socios.
Kirksen hizo un gesto.
– En realidad, me gusta el chico. -Lord dejó el sillón y se acercó a la ventana, desde donde contempló a un grupo de niños de parvulario cruzar la calle cogidos de una cuerda.
– Entonces, ¿puedo informar al comité de un resultado positivo?
– Puedes informar lo que te salga del pito. Sólo recuerda una cosa: no volváis a molestarme con algo así a menos que sea importante de verdad, ¿está claro?
Lord miró una vez más a Kirksen y después otra vez por la ventana. Sullivan no había llamado. No era una buena señal. Ya podía ver a su país desapareciendo como desaparecían los niños a la vuelta de la esquina.
– Gracias, Sandy.
– Sí.