10

Bill Burton estaba en el puesto de mando del servicio secreto en la Casa Blanca. Dejó el periódico sobre la mesa, el tercero que leía esta mañana. Todos se ocupaban del asesinato de Christine Sullivan, pero no aportaban ningún dato nuevo. Al parecer, las investigaciones de la policía no avanzaban.

Había hablado con Varney y Johnson. El fin de semana, durante una comida al aire libre en su casa. Sólo él, Collin y los dos colegas. El tipo estaba en la caja fuerte, había visto al presidente y a la señora. Había salido, golpeado al presidente, matado a la señora y huido a pesar de los esfuerzos de Burton y Collin. La historia no concordaba mucho con la secuencia real de los hechos de aquella noche, pero los dos agentes habían aceptado de buena fe la versión de Burton sobre lo ocurrido. Los dos también habían manifestado su enojo e indignación ante el hecho de que alguien le hubiera puesto la mano encima al hombre que debían proteger. El atacante se merecía lo que le esperaba. Nadie sabría por boca de ellos que el presidente estaba involucrado.

Después de la marcha de los agentes, Burton se sentó en el patio trasero a beber una cerveza. Si ellos supieran. El problema consistía en que él sí lo sabía. Bill Burton, un hombre honesto durante toda su vida, no disfrutaba con su actual condición de prevaricador.

Burton se bebió la segunda taza de café y miró la hora. Se sirvió otra taza mientras echaba un vistazo a las dependencias del servicio secreto en la Casa Blanca.

Siempre había deseado pertenecer a la elite del cuerpo de seguridad encargado de la protección del individuo más importante del planeta. Poseía la fuerza, la inteligencia y la capacidad necesaria para ser agente del servicio secreto. Saber que en cualquier instante se esperaba de él que sacrificara su vida por la de otro hombre, y de hecho estaba a dispuesto a hacerlo, en aras del bien común, estar preparado para realizar un acto de nobleza suprema en un mundo carente cada día más de virtud, había permitido al agente William James Burton levantarse por las mañanas con una sonrisa y dormir con la conciencia tranquila cada noche. Ahora esta sensación había desaparecido. Él había hecho su trabajo, y la sensación había desaparecido. Sacudió la cabeza mientras encendía un cigarrillo.

Estaba sentado sobre un barril de dinamita. Todos lo estaban. Cuanto más se lo explicaba Gloria Russell, más imposible le parecía.

Lo del coche había sido un desastre. Las averiguaciones realizadas con el máximo de discreción lo habían ubicado en un aparcamiento de la policía para vehículos incautados. Era demasiado peligroso pretender averiguar nada más. Russell se había cabreado. Allá ella. Había dicho que lo tenía todo controlado. Y una mierda.

Dobló el periódico y lo dejó a un lado para el próximo agente.

Que le dieran por el culo a Russell. Cuanto más pensaba en el tema más se cabreaba Burton. Pero ahora era demasiado tarde para echarse atrás. Palpó el lado izquierdo de la chaqueta. Su pistola, rellena de cemento, junto con la 9 mm de Collin estaban en el fondo del río Severn, en el lugar más remoto que pudieran encontrar. Para la mayoría quizá se trataba de una precaución innecesaria, pero para Burton ninguna precaución era innecesaria. La policía tenía una bala inútil y nunca encontraría la otra. Incluso si la encontraba, el cañon de su pistola nueva estaba impecable. El laboratorio de balística de la policía de Virginia no tenía cómo pillarle.

Burton agachó la cabeza mientras los sucesos de aquella noche desfilaban por su memoria. Resumiendo, el presidente de Estados Unidos era un adúltero que le había dado tal paliza a su ligue que ella había intentado matarlo, y los agentes Burton y Collin habían tenido que cargársela.

Y después lo habían tapado todo. Esto era lo que le martirizaba cada vez que se miraba al espejo. El encubrimiento. Habían mentido. Con su silencio habían mentido. Pero ¿él no había mentido todo el tiempo? ¿Cuando escoltaba a su jefe en las citas nocturnas? ¿Cuando saludaba a la primera dama cada mañana? ¿Cuando jugaba con los dos hijos del presidente en el jardín trasero? ¿Cuando no le decía a ellos que el esposo y padre no era tan bueno, agradable ni bondadoso como creían que era? Como creía todo el país.

El servicio secreto. Burton hizo una mueca. Era un buen título para tapar muchos trapos sucios. Las cosas que había visto pasar a lo largo de los años. Y Burton había hecho la vista gorda. Todos los agentes lo habían hecho en un momento u otro. Todos bromeaban o se quejaban en privado, pero nada más. Formaba parte del trabajo, aunque no les gustara. El poder enloquecía a la gente; les hacía sentirse invencibles. Y cuando pasaba algo malo, le tocaba a los del servicio secreto arreglar el desaguisado.

En varias ocasiones Burton había cogido el teléfono para llamar al director del servicio secreto y contarle toda la historia, en un intento por reducir las consecuencias. Pero en cada ocasión había colgado, incapaz de pronunciar las palabras que acabarían con su carrera y, en esencia, con su vida. Con el paso de los días, aumentaban las esperanzas de salir bien librado, aunque el sentido común le decía que no podía ser. Sentía que ya era demasiado tarde para decir la verdad. Hubiese podido explicar la demora de uno o dos días en informar de lo ocurrido, pero ahora no.

Volvió a pensar en la investigación del asesinato de Christine Sullivan. Burton había leído con mucho interés el informe de la autopsia, una cortesía de la policía local ante la petición del presidente, conmovido por la tragedia. Que también a él le dieran por el culo.

La mandíbula rota y las marcas de estrangulación. Los disparos hechos por él y Collin no habían producido esas lesiones. Ella había tenido una buena razón para intentar matarlo. Pero Burton no podía permitir que sucediera, no podía permitirlo en ninguna circunstancia. Había muy pocas cosas inmutables, pero esa era una de ellas.

Había actuado correctamente, se repitió Burton por enésima vez. El cometido para el que le habían entrenado durante casi toda su vida adulta. La gente común no podía comprender, nunca conseguiría entender cómo se sentiría o pensaría un agente si algo salía mal durante su turno.

En una ocasión, hacía ya años, había hablado con uno de los agentes de Kennedy. El hombre nunca había superado lo de Dallas. Caminaba junto a la limusina presidencial, no pudo hacer nada. El presidente había muerto. Delante mismo de sus ojos. Él no pudo hacer nada, pero siempre estaba la duda. Una última precaución. Volverse a la izquierda y no a la derecha, mirar un poco más un edificio. Vigilar mejor a la multitud. Aquel tipo nunca más volvió a ser el mismo. Dejó el servicio, se divorció, acabó su existencia en un agujero del Mississippi, pero sin dejar de vivir en Dallas durante los últimos veinte años de su vida.

Esto nunca le ocurriría a Bill Burton. Por eso había saltado delante del antecesor de Alan Richmond hacía seis años y había sufrido el impacto de dos proyectiles del calibre 38 a pesar del chaleco antibalas; uno en el hombro y el otro en el antebrazo. Por un milagro, ninguno de los dos alcanzó un órgano vital o alguna arteria, dejando a Burton sólo con las cicatrices y la gratitud más sincera de toda la nación. Y, lo más importante, la admiración de sus camaradas.

Por eso había disparado contra Christine Sullivan. Y volvería a hacerlo hoy. La mataría todas las veces que fuese necesario. Apretaría el gatillo, miraría cómo el proyectil de noventa y seis gramos chocaba con el costado de su cabeza a una velocidad superior a los cuatrocientos metros por segundo. La vería morir. Había sido decisión de ella, no suya.

Volvió al trabajo. Ahora que podía.


Russell caminó con paso enérgico por el pasillo. Acababa de instruir al jefe de prensa del presidente sobre el enfoque que debía dar al conflicto entre Rusia y Ucrania. Las razones políticas aconsejaban respaldar a Rusia, pero las razones exclusivamente políticas pocas veces influían en la toma de decisiones de la administración Richmond. El oso ruso tenía todas las fuerzas nucleares intercontinentales, pero Ucrania estaba en mejor posición para ser un aliado comercial de los países occidentales. La balanza se inclinaba a favor de Ucrania porque Walter Sullivan, el buen y ahora doliente amigo del presidente, estaba a punto de cerrar un trato importantísimo con aquel país. Sullivan y sus amigos, a través de diversas organizaciones, habían contribuido con casi veinte millones de dólares a la campaña de Richmond, y le habían dado casi todo el respaldo que necesitaba para llegar a la Casa Blanca. No tenía otro medio de devolver parte de ese favor. En consecuencia, los Estados Unidos respaldarían a Ucrania.

Russell miró la hora. Bendijo que hubiera otras razones para respaldar a Kiev frente a Moscú, aunque estaba segura de que Richmond habría adoptado la misma decisión. No olvidaba las lealtades. Los favores había que devolverlos. Un presidente debía estar en disposición de devolverlos a una escala mundial. Resuelto este problema, se sentó en su despacho y dedicó su atención a la lista interminable de conflictos y crisis políticas.

Después de quince minutos de malabarismos políticos, Russell se levantó y se acercó a la ventana. La vida en Washington era la misma desde hacía doscientos años. Había facciones por todas partes que invertían tiempo, dinero y esfuerzos en la actividad política, que en esencia era darle por el culo a los demás antes de que fuera a la inversa. Russell comprendía el juego mejor que la mayoría. Además, le encantaba. Estaba en su elemento, y disfrutaba de una felicidad que no había tenido en años. Ser soltera y sin hijos había comenzado a preocuparle. Las reuniones con las colegas universitarias se le antojaban muy aburridas. Entonces Alan Richmond había entrado en su vida. Le había hecho ver la posibilidad de ascender al siguiente peldaño. Quizás a un nivel al que ninguna mujer había llegado. Esta posibilidad pesaba tanto en sus pensamientos que, en ocasiones, se estremecía de ansia,

Entonces había pasado aquello. ¿Dónde estaba él? ¿Por qué no se había puesto en comunicación? Sin duda sabía lo que tenía en su poder. Si quería dinero, ella le pagaría. Los fondos reservados a su disposición eran más que suficientes para atender incluso las exigencias más irrazonables, y Russell se esperaba lo peor. Esta era una de las cosas fantásticas de la Casa Blanca. Nadie sabía a ciencia cierta cuánto dinero costaba mantenerla. Eran muchas las agencias que contribuían con parte de sus presupuestos y personal al funcionamiento de la Casa Blanca. Con semejante desbarajuste financiero, las administraciones casi nunca tenían que preocuparse en conseguir dinero incluso para las compras más extravagantes. No, pensó Russell, el dinero no representaba ningún problema. Pero tenía muchos otros.

¿El hombre estaba enterado de que el presidente no sabía absolutamente nada de la situación? Esto la tenía con el alma en vilo. ¿Qué pasaría si él intentaba comunicarse directamente con Richmond? Se echó a temblar y se sentó en una silla junto a la ventana porque no le sostenían las piernas. Richmond descubriría en el acto las intenciones de Russell. Eso estaba muy claro. Él era arrogante pero no tonto. Y entonces acabaría con ella. Con toda tranquilidad. Ella estaría indefensa. No serviría de nada denunciarle. No tenía pruebas. Sería su palabra contra la de él. La arrojarían con los demás desperdicios políticos, condenada por todos y, lo que era peor, la olvidarían.

Tenía que encontrarle. Transmitirle un mensaje para que actuara a través de ella. Sólo había una persona capaz de ayudarle. Volvió a su escritorio, se rehizo y continuó con el trabajo. No era el momento para dejarse arrastrar por el pánico. Ahora mismo tenía que ser muy fuerte. Podía conseguirlo, controlar el resultado si dominaba los nervios y utilizaba la inteligencia que le había dado Dios. Saldría de este embrollo. Sabía por dónde comenzar.

Su plan habría llamado la atención de aquellos que la frecuentaban. Pero había una faceta de la jefa de gabinete que desconocían incluso los pocos que creían conocerla bien. Su carrera profesional siempre había predominado sobre todos los demás aspectos de su vida, incluidas las relaciones personales y sexuales. Sin embargo, Gloria Russell se consideraba a sí misma como una mujer muy deseable; poseía un lado femenino que se daba de bofetadas con su comportamiento oficial. El hecho de que pasaran los años, cada vez más rápido, aumentaba la preocupación por este desequilibrio en su vida. No es que pensara en nada especial, sobre todo a la vista de la amenaza de una catástrofe, pero creía saber la mejor manera de realizar esta misión. Y de paso confirmar sus atractivos. No podía escapar de sus sentimientos como tampoco podía escapar de su sombra. Entonces ¿para qué intentarlo? Además, de nada le servirían las sutilezas con el blanco escogido.

Varias horas después apagó la lámpara de la mesa y pidió su coche. Repasó la lista de agentes del servicio secreto que estaban de guardia y cogió el teléfono. Al cabo de tres minutos, el agente Collin estaba en su despacho con las manos cogidas delante en la pose habitual de todos los agentes. Ella le indicó con un gesto que esperara un momento. Se arregló el maquillaje y formó un óvalo perfecto con los labios mientras se los pintaba. Observó de reojo al hombre alto y delgado junto a la mesa. A cualquier mujer le hubiese sido difícil no fijarse en alguien que parecía un modelo de portada. Que su profesión le llevara a vivir al borde del peligro y que él también podía ser peligroso le hacía aún más interesante. Como los chicos malos del instituto que tanto atraían a las chicas, aunque sólo fuera para escapar, momentáneamente, del aburrimiento de sus vidas. Llegó a la conclusión de que Tim Collin había roto más de un corazón de mujer a lo largo de su relativamente corta vida.

Esta noche era una de las pocas en que su agenda estaba libre. Apartó la silla y se calzó los zapatos. No vio cómo el agente Collin echaba un rápido vistazo a sus piernas antes de volver a mirar al frente. De haberlo hecho, se habría sentido halagada.

– El presidente ofrecerá una conferencia de prensa la semana que viene en el juzgado de Middleton, Tim.

– Sí, señora, a las nueve y treinta y cinco de la mañana. Ya nos estamos ocupando de los preliminares -contestó Tim sin desviar la mirada.

– ¿No le parece un poco raro?

– ¿En qué sentido, señora? -Esta vez el agente la miró.

– Estamos fuera del horario de trabajo, puede llamarme Gloria. Collin se balanceó incómodo de un pie al otro. Ella le sonrió al ver su inquietud.

– Sabe cuál es el motivo de la conferencia de prensa, ¿no es así?

– El presidente se referirá… -el agente se ahogó por un momento- al asesinato de la señora Sullivan.

– Así es. El presidente ofrecerá una conferencia de prensa para tratar del asesinato de una ciudadana privada. ¿No le resulta curioso? Creo que es la primera vez en la historia de la presidencia, Tim.

– No lo sé, seño… Gloria.

– Ha pasado mucho tiempo con él en estos días. ¿Ha notado algo extraño en el comportamiento del presidente?

– ¿Como qué?

– Si le ha visto nervioso, preocupado. Más de lo habitual. Collin meneó la cabeza. No sabía a qué venía esta conversación.

– Pienso que tenemos un pequeño problema, Tim. Quizás el presidente necesitará nuestra ayuda. ¿Está dispuesto a ayudarle?

– Él es el presidente, señora. Es mi trabajo cuidarle.

– ¿Está ocupado esta noche, Tim? -preguntó la mujer mientras buscaba algo en el bolso-. No está de servicio, ¿verdad? Sé que el presidente no saldrá.

Él asintió.

– Ya sabe dónde vivo. Venga en cuanto acabe el turno. Me gustaría continuar esta conversación en privado. Supongo que no le importara ayudarnos a mi y al presidente, ¿no es así?

Esta vez la respuesta de Collin fue inmediata.

– Estaré allí, Gloria.


Jack llamó otra vez a la puerta. Nadie respondió. Las persianas estaban cerradas y no había luz en el interior de la casa. Estaba dormido o había salido. Miró la hora. Las nueve. Recordó que Luther Whitney casi nunca se acostaba antes de las dos o las tres de la madrugada. El viejo Ford estaba aparcado en el camino particular. El portón del garaje estaba cerrado. Jack miró en el buzón junto a la puerta. Lleno hasta los topes. Mala señal ¿Qué edad tenía ahora Luther? ¿Sesenta y pico? ¿Encontraría a su amigo tendido en el suelo, con las manos aferradas al pecho? Jack miró a su alrededor y después levantó una de las esquirlas del macetero más cercano a la puerta. Allí estaba la llave de recambio. Volvió a cerciorarse de que nadie le espiaba antes de abrir la puerta y entrar.

La sala de estar estaba limpia y en orden. Todo en su lugar.

– ¿Luther? -Cruzó el vestíbulo guiado por los recuerdos de la sencilla configuración de la casa. El dormitorio a la izquierda, el baño a la derecha, la cocina en la parte de atrás, una pequeña galería cerrada y un jardín en el fondo. Luther no estaba en ninguna de estas habitaciones. Jack entró en el pequeño dormitorio, que, como el resto de la casa, estaba aseado y en orden.

Sobre el velador había unos cuantos cuadros con fotos de Kate, que le miraban cuando él se sentó en el borde de la cama. Jack se levantó en el acto y salió del dormitorio.

Los pequeños cuartos de la planta alta sólo tenían un par de muebles. Escuchó con atención durante un momento. Nada.

Se sentó en la silla metálica de la cocina. No encendió la luz Permaneció en la oscuridad mientras pensaba. Tendió la mano y abrió la puerta de la nevera. Sonrió al ver el contenido; dos cajas de seis cervezas. Siempre se podía contar con Luther para conseguir una cerveza fría. Cogió una y salió por la puerta de atrás.

El pequeño jardín estaba seco. Los helechos y las cintas apenas si se aguantaban, incluso las protegidas por la sombra de un roble, y las clemátides que trepaban por la cerca estaban marchitas. Jack observó los parterres que Luther cuidaba con tanto mimo y vio más víctimas que supervivientes de la canícula.

Se sentó y bebió un trago de cerveza. Era obvio que Luther llevaba ausente desde hacía varios días. ¿Y qué? Era una persona adulta. Podía ir donde le viniera en gana y en el momento que le apeteciera. Pero algo no estaba bien. Claro que habían pasado unos cuantos años. Los hábitos cambian. Reflexionó un poco más. Pero Luther no era de los que cambiaban de hábitos. Él era firme como una roca, una de las personas más confiables que Jack había conocido. Él nunca habría dejado por propia voluntad la correspondencia amontonada en el buzón, el coche fuera del garaje o que se marchitaran las flores. Por propia voluntad.

Jack volvió a entrar. No había ningún mensaje en el contestador automático. Abrió la puerta del dormitorio y una vez más olió el olor a mustio. Echó una ojeada. Sintió que estaba haciendo el ridículo, Él no era un detective. Se rió de sí mismo. Lo más lógico era pensar que Luther se había ido de vacaciones a alguna isla durante un par de semanas, y aquí estaba él haciendo de padre nervioso. Luther era un hombre muy capaz. Además, esto no era asunto suyo. Él ya no tenía nada que ver con la familia Whitney. En realidad, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Intentaba revivir viejos tiempos? ¿Pretendía recuperar a Kate a través del padre? Esa vía sí que era imposible.

Jack salió de la casa, cerró la puerta y guardó la llave debajo del macetero. Echó una última mirada al lugar y fue en busca del coche.


La casa de Gloria Russell estaba al final de una calle sin salida en la parte alta de Bethesda cerca de River Road. El trabajo como consultora de muchas de las más grandes corporaciones del país unido al sueldo de catedrática, y ahora el salario de jefa de gabinete más las ganancias de muchos años de sabias inversiones, le había permitido acumular una considerable cantidad de dinero, y le gustaba estar rodeada de cosas hermosas. La entrada estaba enmarcada por una vieja glorieta cubierta de hiedra. Un muro de ladrillos de poco más de un metro de altura rodeaba todo el patio delantero, arreglado como un jardín privado con mesas y sombrillas. El murmullo del surtidor de una fuente sonaba en la oscuridad, rota esta sólo por el resplandor que se colaba a través de la gran puerta ventana en el frente de la casa.

Gloria Russell ocupaba una de las mesas del jardín cuando apareció el agente Collin en su convertible, la espalda recta como una escoba, el traje sin una arruga, el nudo de la corbata impecable. La jefa de gabinete tampoco se había cambiado. Saludó al visitante con una sonrisa y juntos caminaron hasta la casa.

– ¿Una copa? ¿Bourbon con agua? -Russell miró al agente mientras acababa con la tercera copa de vino blanco. Hacía mucho tiempo que no recibía en su casa a un hombre joven. Quizá demasiado, pensó, aunque los efectos del vino le impedían pensar con mucha claridad.

– Cerveza, si tiene.

– Ahora mismo. -Ella se quitó los zapatos y fue descalza a la cocina.

Collin echó una ojeada a la amplia sala de estar con las cortinas vaporosas, las paredes empapeladas y las antigüedades, y se preguntó qué hacía allí. Deseó que ella se diera prisa con la cerveza. Atleta de elite, ya había sido seducido antes por las mujeres, desde los años de instituto. Pero esto no era el instituto y Gloria Russell no era una animadora. Necesitaría beber bastante para hacer frente a lo que le esperaba. Hubiera querido comentárselo a Burton antes de venir, pero algo le hizo callar. Burton se mostraba distante y malhumorado desde hacía días. Lo que habían hecho, creía, no estaba mal. Comprendía que las circunstancias resultaban difíciles de explicar, y una acción que en otro momento les habría hecho merecedores de la admiración del país entero tenía que mantenerse en secreto. Lamentaba haber matado a la mujer, pero no hubo más alternativas. La gente moría. A Christine Sullivan le había llegado su hora y punto.

Russell le trajo la cerveza y después se agachó para esponjar uno de los almohadones del sofá antes de sentarse, ocasión que Collin aprovechó para mirarle el trasero mientras se bebía un trago. Ella le sonrió y probó con delicadeza la copa de vino.

– ¿Cuánto tiempo lleva en el servicio, Tim?

– Unos seis años.

– Ha ascendido deprisa. El presidente tiene muy buena opinión de usted. Nunca olvidará que le salvó la vida.

– Se lo agradezco.

Ella bebió otro trago de vino mientras le miraba de arriba abajo. Él estaba sentado muy erguido, sin disimular su inquietud. Russell acabó de valorarlo y reconoció estar impresionada. Su interés no había pasado inadvertido para el agente que ahora paseaba su mirada por la sala contemplando los numerosos cuadros que adornaban las paredes.

– Muy bonitos. -Collin señaló los cuadros.

Ella sonrió mientras le veía beber deprisa la cerveza.

«Tú sí que eres bonito», pensó Russell.

– Vamos a sentarnos en un sitio más cómodo, Tim. -Russell dejó el sofá y llevó a Tim por un pasillo largo y angosto hasta otra sala. Un mecanismo automático encendió las luces, y Collin vio que al otro lado de una puerta entreabierta estaba el dormitorio de la jefa de gabinete-. ¿Le molesta si me tomo un minuto para cambiarme? Llevó desde la mañana con este vestido.

Collin la observó mientras ella entraba en el dormitorio sin molestarse en cerrar la puerta. Desde donde estaba sentado se veía parte de la habitación. Miró hacia otro lado en un intento por concentrar su atención en los dibujos de la pantalla de la chimenea antigua que no tardaría mucho en ser utilizada. Acabó la cerveza y en el acto deseó tomar otra. Se recostó en los mullidos almohadones. Intentó en vano no escuchar los ruidos provenientes del dormitorio. Por fin, no resistió más. Volvió la cabeza y miró a través de la abertura. En el primer instante no vio nada y lo lamentó, pero después ella pasó por delante de la abertura.

Fue sólo un momento, mientras ella se demoraba a los pies de la cama, para recoger una prenda. Ver a la jefa de gabinete Gloria Russell desfilar desnuda ante su mirada le estremeció, aunque ya se esperaba esto, o alguna cosa parecida.

Ahora que ya sabía cuál era la actividad de la noche, Collin desvió la mirada, quizá no tan rápido como, hubiese deseado. Lamió la tapa de la lata de cerveza para recoger las últimas gotas del líquido ámbar. Sintió la presión de la culata de su nueva arma contra el pecho. El roce del metal contra la piel siempre le daba confianza, pero esta vez sólo le molestaba.

Pensó en las reglas de fraternización. En más de una ocasión se había dado el caso de que los miembros de la familia presidencial habían establecido relaciones muy cercanas con los agentes del servicio secreto. A lo largo de los años se habían comentado muchas cosas, pero la postura oficial al respecto era bien clara. Si al agente Collin le descubrían en esta habitación con la jefa de gabinete desnuda en el dormitorio, ya se podía despedir de su carrera.

Hizo un rápido análisis de la situación. Podía marcharse ahora mismo, informar a Burton de los hechos. Pero ¿qué pensarían? Russell lo negaría todo. Collin quedaría como un tonto, y su carrera se habría acabado de todos modos. Ella le había traído aquí por alguna razón. Había dicho que el presidente necesitaba su ayuda. Se preguntó a quién estaría ayudando en realidad. Y por primera vez el agente Collin se sintió atrapado. Atrapado en una situación donde su fuerza, su ingenio y su pistola de 9 mm no le servían para nada. Intelectualmente no era rival para la mujer. En la pirámide del poder oficial él estaba tan abajo que era mirar desde el fondo de un abismo a través de un telescopio al revés. Esta sería una noche muy larga.


Walter Sullivan se paseaba arriba y abajo mientras Sandy Lord le observaba. Una botella de whisky ocupaba un lugar destacado en una esquina de la mesa de Lord. En el exterior, el resplandor mortecino de las farolas apenan disipaba en parte la oscuridad. Otra vez hacía calor y Lord había ordenado que no apagaran el aire acondicionado en Patton, Shaw para su invitado especial de esta noche. El visitante dejó de pasearse y miró a la calle donde media docena de manzanas más allá se alzaba el conocido edificio blanco que era el hogar de Alan Richmond, y una de las claves del gigantesco proyecto de Sullivan y Lord. Pero esta noche Sullivan no pensaba en los negocios. En cambio, Lord sí aunque era demasiado astuto como para demostrarlo. Esta noche estaba aquí por su amigo. Para escuchar la pena, el dolor, para permitir que Sullivan descargara el desconsuelo ante la pérdida de su putilla. Cuanto antes acabaran con este asunto, antes podría ocuparse de aquello que era de verdad importante: el siguiente negocio.

– Fue un servicio precioso, la gente lo recordará durante mucho tiempo. -Lord escogió las palabras con mucho cuidado. Walter Sullivan era un viejo amigo, pero era una amistad basada en la relación abogado-cliente, y, en consecuencia, en cualquier momento podía cambiar. Además, Sullivan era la única persona capaz de ponerle nervioso, se escapaba de su control, y era tanto o más inteligente que él.

– Sí, lo fue. -Constató Sullivan sin apartar la mirada de la calle. Creía haber convencido a la policía de que el espejo de una sola dirección no tenía ninguna relación con el crimen. Si estaban convencidos del todo o no era otra cosa. En cualquier caso había resultado un momento muy embarazoso para un hombre no acostumbrado a justificarse. El detective, Sullivan no recordaba su nombre, no le había tratado con el respeto que se merecía y esto había enojado al anciano. Él se había ganado el respeto de todos. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que Sullivan no tenía ninguna confianza en la capacidad de la policía local para encontrar a los responsables del crimen.

Meneó la cabeza al pensar otra vez en el espejo. Al menos, no se lo habían dicho a los periodistas. Eso hubiese sido algo intolerable. El espejo había sido idea de Christine. Pero reconocía que él le había seguido el juego. Ahora, al recordarlo, le parecía absurdo. Al principio le había fascinado ver a su esposa con otros hombres. Ya había superado la edad para poder satisfacerla por sí mismo, pero no podía negarle los placeres físicos. Pero todo había sido ridículo, incluido el matrimonio. Ahora lo comprendía. Un intento por recuperar la juventud. Había olvidado que la naturaleza no se rendía ante nadie, por muy rico que fuera. Estaba avergonzado y furioso. Por fin se volvió para mirar a Lord.

– No me merece mucha confianza el detective a cargo. ¿Cómo hacemos para que intervengan los federales?

Lord dejó la copa, cogió un puro de la caja oculta en los recovecos de la mesa y se entretuvo con el papel del envoltorio.

– El homicidio de un particular está fuera de la competencia de una investigación federal.

– Richmond se ha involucrado.

– Pura palabrería, si me lo preguntas.

– No -replicó Sullivan-. Parecía preocupado de verdad. -Quizá. No cuentes con que esa preocupación le dure mucho. Tiene que ocuparse de un millón de cosas más.

– Quiero que detengan a los responsables, Sandy.

– Lo comprendo, Walter. No hay nadie que lo entienda mejor. Les atraparán. Tienes que ser paciente. Esos tipos no eran rateros de tres al cuarto. Sabían lo que hacían. Pero todo el mundo comete errores. Recuerda lo que te digo, los juzgarán.

– ¿Y después qué? ¿Cadena perpetua? -preguntó Sullivan, despectivo.

– Es probable que no consideren aplicable la pena de muerte. Por lo tanto pedirán cadena perpetua. Pero sin reducción de condena, Walter, eso puedes darlo por hecho. Nunca más verán el aire libre. Una inyección letal en el brazo puede parecer algo muy apetecible después de unos cuantos años dándote por el culo.

Sullivan se sentó y miró a su amigo. Walter Sullivan no quería participar en ningún juicio donde se revelarían todos los detalles del crimen. Arrugó el gesto al pensar en que todo sería repetido. Unos extraños conocerían los intimidades de su vida y la de su esposa difunta. No lo soportaría. Sólo ansiaba que arrestaran a los hombres. Él se encargaría del resto. Lord acababa de decir que la mancomunidad de Virginia condenaría a cadena perpetua a los culpables. Walter Sullivan decidió aquí y ahora que él le evitaría a la mancomunidad el coste de un encierro tan largo.


Russell se acurrucó en un extremo del sofá, con los pies descalzos ocultos debajo de un amplio jersey de algodón que le llegaba un poco más abajo de las rodillas. El profundo escote ofrecía una buena vista del pecho. Collin se había hecho con otras dos cervezas y le sirvió a Gloria otra copa de vino. Notaba la cabeza un poco caliente, como si dentro ardiera una pequeña hoguera. Se había aflojado la corbata; la chaqueta y la pistola estaban en el otro sillón. La mujer la había tocado cuando él se la quitó.

– Es muy pesada.

– Uno se acostumbra. -Ella no formuló la pregunta que le hacían todos. Gloria sabía que había matado a una persona.

– ¿De verdad estaría dispuesto a recibir un balazo para salvar al presidente? -Gloria le miró con los párpados entrecerrados. «Debo mantener la concentración», se repitió, aunque esto no le había impedido llevar al joven agente hasta el umbral de su cama. Casi había perdido el control, y ahora estaba obligada a hacer un esfuerzo tremendo por recuperarlo. ¿Qué le pasaba? Se enfrentaba a la crisis más grave de su vida y se comportaba como una puta. No tenía por qué enfocar el tema de esta manera. El impulso provenía de otra parte de su ser e interfería en el proceso de toma de decisiones. Era algo que no podía permitir, no en este momento.

Se cambiaría otra vez de ropa, volverían a la sala de estar, o quizás al estudio donde los colores oscuros de la madera y las paredes cubiertas de libros aplastarían cualquier rumor de inquietud.

– Sí -contestó Collin con una mirada firme.

Ella estaba a punto de levantarse pero desistió.

– También estaría dispuesto a recibirlo por usted, Gloria.

– ¿Por mí? -Le falló la voz. Volvió a mirarle con los ojos bien abiertos. Sus planes estratégicos pasaron al olvido.

– Sin pensarlo. Hay muchos agentes secretos y sólo una jefa de gabinete. Así es como funciona. -Él desvió la mirada y añadió en voz baja-: No es un juego, Gloria.

Collin fue a la cocina a buscar otra cerveza. Al volver vio que la mujer se había acercado lo suficiente como para que las rodillas le rozaran el muslo cuando se sentó. Ella extendió las piernas y las apoyó sobre la mesa de centro. El movimiento le subió el jersey dejando al descubierto los muslos rotundos, de un blanco cremoso; los muslos de una mujer mayor y, por cierto, muy atractiva. La mirada de Collin se deleitó con el espectáculo.

– Siempre los he admirado. Me refiero a los agentes en general. -Parecía avergonzada-. Sé que algunas veces llega un momento en que se convierten en algo tan cotidiano que la gente se olvida de ustedes. Quiero que sepa que le aprecio.

– Es un gran trabajo. No lo cambiaría por nada. -Él abrió otra cerveza y se sintió mejor. Respiró más tranquilo.

– Me alegra que haya aceptado la invitación. -Ella le sonrió.

– Lo que sea por ayudar, Gloria. -Su nivel de confianza aumentaba con la ingestión de alcohol. Collin acabó la cerveza y ella apuntó con un dedo tembloroso el bar junto a la puerta. Él preparó las bebidas y volvió a sentarse.

– Tengo la sensación de que puedo confiar en usted, Tim.

– Claro que puede.

– Espero que no me interprete mal, pero no me sucede lo mismo con Burton.

– Bill es un gran agente. El mejor.

Ella le tocó el brazo, y no apartó la mano.

– No lo decía en ese sentido. Sé que es bueno. Sólo que a veces no le entiendo. Es difícil de explicar. No sé, es una reacción instintiva.

– Debe confiar en la intuición. Yo lo hago. -Collin la miró. Parecía más joven, mucho más joven, como una muchacha a punto de acabar la facultad y dispuesta a comerse el mundo.

– Mi intuición me dice que usted es alguien en quien puedo confiar, Tim.

– Lo soy. -Acabó la copa.

– ¿Siempre?

Él la observó por un instante; después chocó su copa contra la de ella como si brindara.

– Siempre.

Le pesaban los párpados. Recordó los años de instituto. Después de marcar el tanto que le había dado la victoria a su equipo en el campeonato estatal, Cindy Purket le había mirado así. Con una expresión de entrega total.

Apoyó una mano sobre el muslo de Gloria, y lo acarició. La carne tenía la suavidad precisa para ser muy femenina. Ella no se resistió sino que se acercó un poco más. Collin metió la mano debajo del jersey, siguió el contorno de la barriga firme, rozó apenas la parte inferior de los senos, y apartó la mano. Con el otro brazo le rodeó la cintura, la atrajo hacia él, al tiempo que le sujetaba el trasero y se lo apretaba con fuerza. La mujer suspiró mientras se apoyaba contra el hombro del joven. Él sintió la caricia de los pechos contra el brazo, una masa suave y tibia. Ella apoyó una mano sobre la bragueta y apretó, al tiempo que rozaba sus labios contra los de él. Luego se apartó y le miró bajando y subiendo los párpados lentamente.

Russell dejó la copa sobre la mesa, y sin prisas, de una forma provocativa, se deslizó fuera del jersey. Él se lanzó sobre ella, metió las manos por debajo de las tiras del sujetador hasta que cedió la hebilla y los senos se volcaron contra su rostro. Después le arrancó la última prenda, unas bragas de encaje negro, y ella sonrió cuando las vio volar contra la pared. Entonces Gloria contuvo el aliento cuando él la levantó en brazos sin ningún esfuerzo y la llevó al dormitorio.

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