18

Kate hizo la llamada aquella noche; Frank no quería perder tiempo. La voz en el contestador automático la asombró; era la primera vez en años que escuchaba aquel tono. Tranquilo, eficaz, medido como el paso de un soldado veterano. Se echó a temblar a medida que sonaba la voz y tuvo que apelar a toda su voluntad para pronunciar las pocas palabras destinadas a atraparlo. Se recordó a sí misma lo astuto que era su padre. Ella quería verle, hablar con él. Cuanto antes. Se preguntó si él olería la trampa, y entonces recordó la última vez que se habían visto; comprendió que él no se daría cuenta. Nunca desconfiaría de la niña que le había hecho partícipe de su más preciosa información. Incluso ella tenía que reconocerlo.

No había pasado ni una hora cuando sonó el teléfono. Levantó el auricular mientras deseaba no haber aceptado nunca la petición de Frank. Estar sentada en un restaurante planeando cómo atrapar a un presunto asesino era muy distinto a participar de verdad en un engaño destinado únicamente a entregar a su padre a la policía.

– Katie. -Ella notó el pequeño quiebro en la voz mezclado con un ligero toque de incredulidad.

– Hola, papá. -Agradeció que las palabras salieran solas. En aquel momento le resultada imposible articular el pensamiento más sencillo.

El apartamento de ella no era el lugar adecuado. Él lo comprendía. Demasiado íntimo, demasiado personal. A su casa no podían ir, por razones obvias. Luther sugirió encontrarse en un lugar neutral. Sería lo mejor. Ella quería hablar, y él quería escuchar. Estaba dispuesto a hacerlo con auténtica ansiedad.

Fijaron la hora, al día siguiente, a las cuatro de la tarde, en un pequeño café cerca de la oficina de Kate. A esa hora no habría nadie, estarían tranquilos; tendrían todo el tiempo del mundo. Él estaría allí. Kate estaba segura de que nada excepto la muerte le impediría a Luther ir a la cita.

Colgó y llamó a Frank. Le comunicó la hora y el lugar. Al escucharle a sí misma comprendió por fin lo que acababa de hacer. Notó como si el mundo se desmoronara a su alrededor sin poder hacer nada por evitarlo. Tiró el teléfono y se echó a llorar con unas sacudidas y unos sollozos tan tremendos que cayó al suelo. Le temblaban todos los músculos. Sus gemidos llenaban el pequeño apartamento como el helio que hincha un globo; todo amenazaba con una explosión brutal.

Frank se había quedado en el teléfono un segundo más y deseó no haberlo hecho. Le gritó pero ella no podía oírle, aunque tampoco hubiese servido de nada. Ella había hecho lo correcto. No tenía nada de qué avergonzarse, nada por lo que sentirse culpable. Cuando por fin desistió y colgó, su momento de euforia por estar cada vez más cerca de la presa se había apagado como una cerilla.

Su pregunta había sido contestada. Ella aún le quería. Al teniente esto no le preocupaba pues podía controlarlo. En cambio, como padre de tres hijas, se le llenaron los ojos de lágrimas y de pronto su trabajo no le pareció tan agradable.


Burton colgó el teléfono. El detective Frank había cumplido la promesa de dejar que el agente participara en la cacería.

Al cabo de unos minutos, Burton estaba en la oficina de Russell.

– No quiero saber cómo piensa hacerlo -dijo Russell preocupada. Burton sonrió para sí mismo. Tal como suponía, ahora ella se hacía la remilgada. Quería que hicieran el trabajo, pero no quería ensuciarse las manos tan bonitas.

– Lo único que debe hacer es decirle al presidente dónde le detendrán. Y después asegúrese de que se lo comunique a Sullivan antes de que ocurra. Tiene que avisarle.

– ¿Por qué? -preguntó Russell intrigada.

– Deje que yo me preocupe de esa parte. Sólo haga b que le digo. -Burton se marchó antes de que Russell pudiera replicarle.


– ¿La policía está segura de que es él? -La voz del presidente tenía un punto de ansiedad mientras miraba a la jefa de gabinete que se paseaba por el despacho.

– Alan, doy por hecho que si no es el tipo no se tomarían tantas molestias para arrestarlo.

– Ya han cometido errores otras veces, Gloria.

– Eso sí. Como todos nosotros.

El presidente cerró la carpeta y se puso de pie. Contempló los jardines de la Casa Blanca a través de la ventana.

– ¿O sea que el hombre no tardará en estar detenido? -Richmond se volvió para mirar a Russell.

– Así parece.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Sólo que a veces los mejores planes no salen como se esperaba.

– ¿Burton lo sabe?

– Al parecer Burton es el que ha organizado todo el montaje.

El presidente se acercó a Russell; apoyó una mano suavemente sobre su hombro.

– ¿De qué hablas?

Russell informó a su jefe de los acontecimientos de los últimos días. El presidente se rascó la barbilla.

– ¿Qué se trae Burton entre manos? -La pregunta de Richmond iba más dirigida a sí mismo que a la mujer.

– ¿Por qué no le llamas y se lo preguntas? Sólo insistió en que avisaras a Sullivan ahora mismo.

– ¿Sullivan? ¿Por qué demonios…? -El presidente no acabó la pregunta. Llamó a Burton pero le informaron que acababa de marcharse al hospital porque no se encontraba bien. Richmond clavó la mirada en la jefa de gabinete-. ¿Burton hará lo que pienso que va a hacer?

– Depende en lo que tú estés pensando.

– Corta el rollo, Gloria. Sabes muy bien a que me refiero.

– Si te refieres a que Burton pretende que este individuo no entre en una comisaría, te diré que sí, ya se me había ocurrido.

Richmond cogió el pesado abrecartas que tenía sobre la mesa, se sentó otra vez y miró hacia la ventana. Russell se estremeció al ver el objeto. Ella había tirado el suyo.

– ¿Alan? ¿Qué quieres que haga? -Le miró la nuca. Él era el presidente. No podía hacer otra cosa que sentarse y esperar, aunque tuviera ganas de estrangularle.

Por fin, él giró el sillón. Sus ojos se veían oscuros, fríos e imperiosos.

– Nada. No quiero que hagas nada. Será mejor que llame a Sullivan. Dime otra vez el lugar y la hora.

Russell pensó lo mismo que había pensado antes cuando le dio la información. «Vaya un amigo.»

El presidente cogió el teléfono. Russell estiró la mano y la puso sobre la del hombre.

– Alan, los informes mencionan que Christine Sullivan tenía golpes en la mandíbula y marcas en el cuello correspondientes a un intento de estrangulamiento.

– ¿De veras? -replicó Richmond sin mirarla.

– ¿Qué pasó en aquel dormitorio, Alan?

– Bueno, por lo poco que recuerdo ella quería jugar un poco fuerte. ¿Las marcas en el cuello? -Hizo una pausa y dejó el teléfono-. Cómo te lo puedo explicar. A Christy le gustaban las cosas raras, Gloria. Incluida la asfixia sexual. Ya sabes, hay gente a la que le gusta quedarse sin respiración mientras se corre.

– Estoy enterada de esas cosas, Alan. Sólo que nunca se me había ocurrido que tú accedieras a hacerlo. -El tono era duro.

– No olvides cuál es tu lugar, Russell -le advirtió Richmond, tajante-. No tengo que responder ante ti ni ante nadie por mis acciones.

– Desde luego, lo siento, señor presidente -contestó Russell en el acto mientras se apartaba.

Richmond relajó las facciones; se levantó y abrió los brazos en un gesto de resignación.

– Lo hice por Christy, Gloria, qué más puedo decir. Las mujeres a veces causan un efecto extraño en los hombres. Yo, desde luego, no soy inmune.

– Entonces, ¿por qué intentó matarte?

– Ya te lo dije, ella quería jugar un poco fuerte. Estaba borracha y perdió el control. Por desgracia, esas cosas pasan.

Gloria miró hacia la ventana más allá del presidente. El encuentro con Christy no había «pasado». El tiempo y la planificación invertidos en aquella cita habían sido los mismos de una campaña electoral. Sacudió la cabeza mientras recordaba las imágenes de aquella noche.

El presidente se acercó por detrás, la sujetó por los hombros y le hizo darse la vuelta.

– Fue una experiencia terrible para todos, Gloria. Desde luego, no quería ver a Christy muerta. Era la última cosa en el mundo que hubiese deseado. Fui allí con la intención de pasar una discreta velada romántica con una mujer muy hermosa. Dios, no soy un monstruo. -En su rostro apareció una sonrisa encantadora.

– Lo sé, Alan, pero son todas esas mujeres a todas horas. Algo malo tenía que pasar tarde o temprana.

– Como te dije antes, no soy el primer hombre en este cargo que se dedica a estas actividades extra oficiales. -Richmond se encogió de hombros-. Tampoco seré el último. -Cogió a Gloria de la barbilla-. Tú conoces mejor que nadie las exigencias que soporto, Gloria. No hay otro trabajo igual en todo el mundo.

– Sé que las presiones son enormes. Me doy cuenta, Alan.

– Así es. Es un trabajo que requiere más de lo que uno humanamente puede dar. Algunas veces hay que enfrentarse a esa realidad aliviando parte de la presión, escapándote por unas horas de la tenaza que te oprime. Es importante saber cómo me alivio de la presión, porque eso dicta cómo serviré a las personas que me han elegido, que han depositado su confianza en mí. -Regresó a su mesa-. Además, disfrutar de la compañía de mujeres hermosas resulta una manera bastante inofensiva de combatir la presión.

Gloria le miró furiosa a sus espaldas. Como si él esperara que ella, entre tanta gente, se tragara el rollo patriótico.

– Desde luego que no fue inofensiva para Christine Sullivan.

Richmond se volvió hacia ella. Esta vez no sonreía.

– De verdad que no quiero hablar más de este asunto, Gloria. Lo que pasó ya ha pasado. Comienza a pensar en el futuro. ¿Entendido? Ella asintió muy seria y salió del despacho.

El presidente cogió el teléfono. Le daría todos los detalles de la operación policial a su buen amigo Walter Sullivan. Richmond sonrió mientras esperaba la comunicación. No tardarían mucho. Ya casi lo tenían. Podía contar con Burton. Contar con él para que hiciera lo correcto. Por el bien de todos.


Luther miró la hora. La una. Se dio una ducha, se cepilló los dientes y se arregló la barba. Se demoró en el peinado hasta que lo dejó a su gusto. Hoy tenía mejor aspecto. La llamada de Kate había obrado maravillas. Había escuchado el mensaje cien veces, sólo para disfrutar del sonido de su voz, de las palabras que nunca había esperado volver a oír. Se había arriesgado a ir a una sastrería del centro para comprar unos pantalones nuevos, una americana y zapatos de cuero. Había pensado incluso en comprarse una corbata pero desistió.

Se probó la americana nueva. Le sentaba bien. Los pantalones le venían un poco grandes de cintura; había adelgazado. Tendría que comer más. Quizá podía comenzar invitando a su hija a una cena temprana. Si ella aceptaba. Tendría que pensarlo; no quería apresurar las cosas.

¡Jack! Tenía que haber sido Jack. Él le había hablado de su encuentro. Que su padre estaba metido en problemas. Ahí estaba la conexión. ¡Desde luego! Había sido un estúpido al no verlo desde el principio. Pero ¿qué significaba esto? ¿Que ella se preocupaba? Sintió un temblor que le comenzó en el pecho y acabó en las rodillas. ¿Después de tantos años? ¡Maldita inoportunidad! Pero había tomado una decisión y no la cambiaría. Ni siquiera por su hija. Algo tan terrible debía ser castigado.

Luther estaba convencido de que Richmond no sabía nada de las cartas a la jefa de gabinete. La única esperanza de la mujer era comprar discretamente lo que Luther tenía y asegurarse de que nunca más nadie vería el objeto. Comprarlo, con la esperanza de que él desaparecería para siempre. Luther ya había comprobado que el dinero había ingresado en la cuenta. Lo que había pasado con el dinero sería la primera sorpresa.

La segunda les haría olvidar la primera. Lo mejor de todo era que Richmond ni siquiera se lo imaginaba. En realidad dudaba que el presidente fuera a la cárcel. Pero si esto no era suficiente para que le destituyeran, entonces ya no sabía qué más hacía falta. Esto convertía el caso Watergate en una inocentada. Se preguntó qué hacían los ex presidentes destituidos. Esperaba que se consumieran en las llamas de su propia destrucción.

Luther sacó la carta del bolsillo. Lo arreglaría todo para que ella la recibiera en el momento en que esperaba las últimas instrucciones. La venganza. Ella recibiría su merecido. Como todos los demás. Valía la pena dejarla sufrir como si él supiera que ella tenía todo este tiempo.

Por mucho que lo intentaba no conseguía olvidar el recuerdo del plácido encuentro sexual de la mujer delante de un cadáver todavía caliente, como si la mujer muerta hubiese sido un montón de basura que no merecía ninguna consideración. Y Richmond. ¡El borracho hijo de la gran puta! Una vez más le enfureció el recuerdo. Apretó las mandíbulas, y de pronto sonrió.

Aceptaría cualquier trato que Jack pudiera conseguir. Veinte años, diez años, diez días. Ya no le importaba. Que le dieran por el culo al presidente y a todos los que le rodeaban. Que le dieran por el culo a toda la ciudad, los hundiría.

Pero primero pasaría algún tiempo con su hija. Lo demás ya no le interesaba.

Iba hacia la cama cuando se estremeció. Se le acababa de ocurrir otra cosa. Algo que dolía, pero que comprendía. Se sentó en la cama y bebió un vaso de agua. ¿Si era verdad cómo podía culparla? Además podía matar dos pájaros de un tiro. Mientras descansaba un rato pensó que las cosas demasiado buenas para ser verdad nunca lo eran. ¿Merecía algo mejor de parte de ella? La respuesta era clara: no.

En el momento que la transferencia llegó al banco, las instrucciones automáticas se encargaron en el acto de repartir y enviar los fondos a cinco centrales bancarias diferentes; cada transferencia era por un importe de un millón de dólares. A partir de ese momento, los fondos siguieron un largo circuito hasta que la suma total volvió a reunirse en otro lugar.

Russell, que había colocado un rastro en el flujo de dinero desde el inicio, no tardaría en descubrir qué había pasado. No se sentiría muy contenta. y mucho menos le agradaría el próximo mensaje.


El Café Alonzo llevaba abierto poco más de un año. Tenía la típica terraza con mesas y sombrillas de colores instalada en un pequeño espacio de la acera marcada con una verja de hierro negro de un metro cincuenta de altura. Servían varios tipos de café y tanto la bollería como los bocadillos eran muy populares entre la clientela del desayuno y la comida. A las cuatro menos cinco sólo había una persona sentada en la terraza. Hacía fresco y las sombrillas plegadas parecían una columna de pajitas gigantes.

El local estaba ubicado en la planta baja de un moderno edificio de oficinas. A la altura del segundo piso colgaba un andamio. Tres trabajadores cambiaban un cristal roto. Toda la fachada del edificio estaba hecha con vidrios espejo que daban una imagen completa de la acera opuesta. El cristal era pesado y voluminoso, e incluso los tres hombres fornidos tenían que esforzarse para moverlo.

Kate se arrebujó en el abrigó y probó el café. El sol de la tarde calentaba bastante a pesar de la brisa, pero no tardaría en desaparecer. Las sombras cada vez más largas se extendían poco a poco sobre las mesas. Sintió una molestia en los ojos al mirar el sol sobre los techos de las casas cerradas en diagonal al café al otro lado de la calle. No tardarían en demolerlas para dar espacio a la renovación de la zona. No advirtió que una de las ventanas del primer piso de una de aquellas casas estaba abierta. La casa vecina tenía dos ventanas rotas. La puerta de otra estaba hundida.

Kate miró la hora. Llevaba sentada allí unos veinte minutos. Habituada al ritmo frenético de la oficina del fiscal, el día se le había hecho interminable. Tenía claro que había docenas de policías en la vecindad preparados para lanzarse sobre él en cuanto apareciera. Entonces pensó en una cosa. ¿Tendrían ocasión de decirse algo? ¿Qué diablos iba a decirle? ¿Hola, papá, te han pillado? Se pasó la mano por las mejillas ardientes y esperó. Él aparecería a las cuatro en punto. Ahora era demasiado tarde para hacer nada. Demasiado tarde para cualquier cosa. Pero ella estaba haciendo lo correcto, a pesar de la culpa que sentía, a pesar de la crisis después de hablar con el detective. Cruzó las manos y las apretó. Estaba a punto de entregar a su padre a las autoridades, y él se lo merecía. No lo pensó más. Ahora sólo quería que todo acabara de una vez.

McCarty no estaba conforme. En absoluto. Su rutina era seguir al objetivo, a veces durante semanas, hasta que el asesino comprendía los patrones de comportamiento mejor que la propia víctima. Esto simplificaba el trabajo. Además el tiempo adicional le permitía a McCarty planear la fuga, estudiar las peores situaciones posibles. Esta vez no tenía ninguna de estas ventajas. El mensaje de Sullivan había sido terminante. El hombre ya le había pagado una suma enorme a cuenta, y le pagaría otros dos millones al acabar el trabajo. Ahora le tocaba a él cumplir con su parte. Excepto en su primer asesinato, cometido hacía muchos años, McCarty no recordaba estar tan nervioso. No le ayudaba mucho saber que había polis por todas partes.

Se repitió a sí mismo que las cosas saldrían bien. Había aprovechado el poco tiempo disponible después de la llamada de Sullivan para hacer un reconocimiento de la zona. De inmediato se le ocurrió la idea de apostarse en una de las casas vacías. Era el único lugar lógico. Estaba allí desde las cuatro de la mañana. La puerta trasera daba a un callejón. El coche alquilado estaba aparcado en la esquina. Tardaría quince segundos desde el momento de efectuar el disparo, dejar el fusil, bajar la escalera, salir al callejón y subir al coche. Estaría a casi cuatro kilómetros de distancia antes de que la policía se diera cuenta de lo ocurrido. Un avión le esperaba a los cuarenta y cinco minutos en un aeropuerto privado a quince kilómetros al norte de Washington. Él sería el único pasajero del vuelo a Nueva York.Dentro de cinco horas, McCarty estaría a bordo del Concorde que aterrizaba en Londres.

Repasó el fusil y la mira telescópica por enésima vez, de un papirotazo apartó una mota de polvo del cañón. Un silenciador no le habría venido mal, pero aún no había encontrado ninguno aplicable a un fusil, y mucho menos a uno que disparaba proyectiles de alta velocidad como el suyo. Contaba con la confusión para enmascarar el disparo y la huida. Miró al otro lado de la calle y comprobó la hora. Faltaban unos minutos.

McCarty era un asesino experto pero no tenía modo de saber que otro fusil apuntaría a la cabeza del objetivo. Y que detrás de ese fusil habría un par de ojos tan agudos o más que los suyos.


Tim Collin se había calificado como tirador de primera en los marines y su sargento mayor había escrito en la evaluación que nunca había visto a un tirador de tanta calidad. Ahora, el objeto de estas alabanzas observaba a través de la mira telescópica del fusil; después se relajó. Collin miró el interior de la furgoneta. Habían aparcado el vehículo en la esquina opuesta al café, desde donde tenía un tiro directo al objetivo. Apuntó otra vez. Kate Whitney apareció por un momento en la retícula. Collin abrió la ventanilla lateral de la furgoneta. Estaba en la sombra de los edificios detrás de él. Nadie veía lo que hacía. Además tenía la ventaja de saber que Seth Frank y un grupo de policías del condado estaban ocultos a la derecha del café mientras que otros esperaban en el vestíbulo del edificio de oficinas. Varios coches sin identificación estaban aparcados a lo largo de la manzana. Si Whitney intentaba escapar no llegaría muy lejos. Pero el agente sabía que no tendría ocasión.

Después del disparo, Collin desarmaría el fusil y lo ocultaría en la furgoneta, saldría con la pistola y la placa y se uniría con los demás en la discusión sobre qué diablos había pasado. Nadie pensaría en revisar un vehículo del servicio secreto en busca del arma o del tirador que acababa de matar a su presa.

El plan de Burton le había parecido muy sensato. Collin no tenía nada en contra de Luther Whitney, pero había mucho más en juego que la vida de un delincuente profesional de sesenta y seis años. Muchísimo más. Matar al viejo no era algo que pudiera disfrutar; de hecho, intentaría olvidarlo cuanto antes. Pero así era la vida. Le pagaban por hacer su trabajo, en realidad había jurado hacerlo. ¿Quebrantaba la ley? Desde un punto de vista legal cometería un asesinato. En realidad hacía lo que había que hacer. Daba por sentado que el presidente lo sabía, Gloria Russell lo sabía y Bill Burton, el hombre al que respetaba más que a ningún otro, le había ordenado que lo hiciera. El entrenamiento de Collin le impedía no hacer caso a la orden. Por otro lado, el viejo había entrado en la casa. Le caerían veinte años. No viviría veinte años. ¿Quién quería estar en la cárcel a los ochenta años? Collin le evitaría un montón de sufrimientos. En esas mismas circunstancias, Collin hubiese preferido que le pegaran un balazo.

El agente miró a los trabajadores montados en el andamio que luchaban para enderezar el panel de cristal. Un hombre sujetó la soga de la polea y comenzó a tirar. El cristal subió poco a poco.


Kate dejó de mirarse las manos y en aquel momento le vio.

Caminaba con gracia por la acera. El sombrero y la bufanda ocultaban casi todo el rostro, pero el andar era inconfundible. De pequeña siempre había deseado flotar sobre el suelo como su padre, sin ningún esfuerzo, con tanta confianza. Hizo el ademán de levantarse y se contuvo. Frank no había dicho en qué momento actuaría, aunque Kate pensaba que no tardaría mucho.

Luther se detuvo delante del café y la miró. No había estado tan cerca de su hija desde hacía más de diez años, y no sabía muy bien qué hacer. Ella notó la vacilación y se obligó a sonreír. Sin perder un instante, Luther se acercó a la mesa y se sentó, de espaldas a la calle. Pese al frío se quitó el sombrero y guardó las gafas de sol en el bolsillo.

McCarty apuntó a través de la mira telescópica. El pelo canoso apareció con toda nitidez. Quitó el seguro y acercó el dedo al gatillo.


Unos noventa metros más allá, Collin repetía los mismos movimientos. No tenía tanta prisa como McCarty porque sabía el momento exacto en que aparecerían los policías.


McCarty comenzó a tirar del gatillo. Se había fijado un par de veces en los trabajadores montados en el andamio pero ahora era como si no existieran. Fue el segundo error en todos sus años de asesino.

El cristal se movió hacia arriba bruscamente cuando tiraron de la polea y quedó apuntado hacia McCarty. La luz del sol se reflejó en la superficie, que devolvió los rayos directamente a los ojos de McCarty. Sintió un dolor momentáneo en las pupilas y su mano se sacudió instintivamente en el momento que disparaba. Masculló un insulto y lanzó el fusil al suelo. Llegó a la puerta trasera cinco segundos antes de lo previsto.

La bala dio en el palo de la sombrilla y lo partió antes de rebotar e incrustarse en el suelo. Kate y Luther se arrojaron cuerpo a tierra, y el padre protegió a la muchacha con el cuerpo. Unos segundos más tarde, Seth Frank y una docena de policías, con las armas en las manos, formaron un semicírculo alrededor de la pareja, escrutando cada rincón de la calle.

– ¡Que cierren toda la zona! -le gritó Frank al sargento, que transmitió la orden por radio. Los policías se desplegaron, los coches sin identificación fueron a ocupar nuevas posiciones.

Los trabajadores miraron la calle desde el andamio, sin saber de su participación involuntaria en los hechos que sucedían abajo.

Levantaron a Luther, le pusieron las esposas y todo el grupo entró en el vestíbulo del edificio de oficinas. Seth Frank, entusiasmado, miró al detenido por un momento y después le leyó sus derechos. Luther contempló a su hija. En el primer instante Kate fue incapaz de responder a la mirada, pero decidió que era lo menos que podía hacer por él. Sus palabras le dolieron más que cualquier reproche.

– ¿Estás bien, Katie?

Ella asintió y se echó a llorar, y esta vez, a pesar de que se apretó la garganta con mano de hierro, no pudo contener las lágrimas mientras se caía de rodillas.

Bill Burton permaneció junto a la puerta de entrada. En el momento que apareció Collin con cara de asombro, la mirada de Burton amenazó con desintegrarlo. Pero se calmó al escuchar lo que Collin le susurró al oído.

Burton asimiló la información en el acto y descubrió la explicación a lo ocurrido. Sullivan había contratado a un pistolero. El viejo había hecho lo que Burton había intentado atribuirle falsamente. El multillonario subió puntos en la estimación del agente. Burton se acercó a Frank.

– ¿Tiene alguna idea de lo que acaba de pasar? -preguntó el teniente.

– Quizá -respondió Burton.

El agente se volvió. Por primera vez, él y Luther Whitney se miraron cara a cara. Luther recordó todos los episodios de aquella noche. Pero conservó la calma.

Burton admiró su actitud. Pero también fue un motivo de mucha preocupación para él. Era obvio que Whitney no se sentía angustiado por el arresto. Sus ojos le dijeron a Burton -un hombre que había participado en miles de arrestos, cosa que normalmente involucraba a adultos que lloraban como bebés- todo lo que necesitaba saber. El tipo pensaba ir a la policía desde el principio. Burton no entendía por qué y tampoco le importaba.

El agente no dejó de mirar a Luther mientras Frank hablaba con los policías. Entonces Burton miró a la mujer arrodillada en un rincón. Luther había intentado acercarse a ella, pero sus captores se lo impidieron a viva voz. Una mujer policía procuraba consolarla sin éxito. Por las mejillas del padre corrían lágrimas ante el sufrimiento de su hija,

Al advertir que tenía a Burton a su lado, Luther le dirigió una mirada asesina hasta que el agente dirigió los ojos otra vez hacia Kate. Las miradas de los hombres volvieron a cruzarse. Burton enarcó las cejas y las volvió a bajar como apuntando a la cabeza de Kate. Burton había hecho bajar la mirada a algunos de los peores criminales de la región y sus facciones podían ser amenazantes, pero lo que les dejaba helados era la absoluta sinceridad de su rostro. Luther Whitney no era un raterillo, eso se veía a la legua. Tampoco era un cobarde. Pero la pared de cemento que formaban los nervios de Luther Whitney se desmoronaba. Desapareció en cuestión de segundos y los restos se fueron hacia la mujer que lloraba en un rincón.

Burton dio media vuelta y se marchó.

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