Jack dejó el maletín en un rincón, arrojó el abrigo sobre el sofá y se resistió al impulso de echarse a dormir sobre la alfombra. Ucrania y vuelta en cinco días le había hecho polvo. La diferencia horaria de siete horas ya había algo terrible, pero para ser alguien que rondaba los ochenta, Walter Sullivan se había mostrado infatigable.
Les habían hecho pasar por los controles de seguridad con el respeto y la celeridad que se merecían la fortuna y la fama de Sullivan. A partir de aquel momento se había sucedido una serie de reuniones interminable. Habían visitado fábricas, minas, oficinas, hospitales, y después habían ido a cenar y a emborracharse con el alcalde de Kiev. El presidente de Ucrania les había recibido al segundo día, y al cabo de una hora Sullivan le había subyugado. El capitalismo y la libre empresa eran respetados por encima de todo lo demás en la república liberada y Sullivan era un capitalista con C mayúscula. Todos querían hablar con él, estrecharle la mano, como si les fuera a contagiar parte de su capacidad para hacer dinero, y ellos se fueran a hacer ricos en cuestión de días.
El resultado había superado todas las expectativas a medida que los ucranianos aceptaban entusiasmados todos los puntos del acuerdo comercial. La oferta por los misiles vendría después en el momento apropiado. Todos esos cacharros inútiles se convertirían en dinero contante y sonante.
El 747 de Sullivan había hecho el vuelo directo desde Kiev al aeropuerto internacional de Washington y una limusina había llevado a Jack a su casa. Fue a la cocina. Lo único que había en el frigorífico era leche agria. La comida ucraniana no estaba mal pero era pesada, y después del primer par de días sólo había picoteado. Y había bebido demasiado. Al parecer, no se podían hacer negocios sin beber.
Se rascó la cabeza, tenía un sueño brutal, pero estaba demasiado cansado para dormir. En cambio tenía hambre. El reloj interno le decía que eran casi las ocho de la mañana y el que llevaba en la muñeca marcaba las doce pasadas. Si bien la capital del país no podía compararse con la Gran Manzana en la capacidad de atender cualquier apetito o interés las veinticuatro horas del día, había algunos lugares donde Jack podía encontrar una comida decente en una noche de semana a horas intempestivas. Mientras se ponía el abrigo sonó el teléfono. Tenía conectado el contestador automático. Jack abrió la puerta, pero vaciló. ¿Quién llamaba a estas horas? Escuchó el mensaje del contestador seguido por la señal.
– ¿Jack?
Se abalanzó sobre el teléfono al escuchar aquella voz que acababa de surgir del pasado como una pelota retenida debajo del agua hasta que se suelta y sale a la superficie con un estallido.
– ¿Luther?
El restaurante, uno de los favoritos de Jack, era poco más que una fonducha. Aquí se podía conseguir una comida digna a cualquier hora, de día y de noche. Era un lugar en el que Jennifer Baldwin nunca hubiera puesto los pies y que él y Kate habían frecuentado. Hasta hacía muy poco, los resultados de esta comparación le habrían preocupado, pero ya lo había decidido, y no tenía la intención de volver al tema. La vida no era perfecta, y nadie se podía pasar toda la existencia buscando esa perfección. No pensaba hacerlo.
Jack devoró los huevos revueltos, el beicon y las cuatro tostadas. El café recién hecho le quemaba la garganta. Después de cinco días de café instantáneo y agua mineral, le sabía a gloria.
Miró a Luther, que entre trago y trago de café miraba la calle mal iluminada a través de la ventana sucia.
– Pareces cansado -comentó Jack.
– Tú también, Jack.
– He estado fuera del país.
– Yo también.
Eso explicaba el estado del jardín y la correspondencia. Una preocupación innecesaria. Jack apartó el plato y pidió más café. -El otro día fui a tu casa.
– ¿Para qué?
Jack se esperaba la pregunta. Luther Whitney nunca se iba por las ramas. Pero la anticipación era una cosa: y otra tener la respuesta preparada. Encogió los hombros.
– No lo sé. Sólo quería verte. Ha pasado mucho tiempo.
Luther asintió.
– ¿Sales otra vez con Kate?
Jack bebió un trago de café antes de contestar. Notó el latido en las sienes.
– No. ¿Por qué?
– Pensaba que los había visto juntos hace un tiempo.
– Nos encontramos por casualidad. Nada más.
Jack no podía afirmarlo, pero la respuesta parecía inquietar a Luther. El hombre advirtió la mirada atenta de Jack y sonrió.
– Sabes, tú eras el único medio para saber cómo le iban las cosas a mi pequeña. Eras mi canal de información, Jack.
– ¿Alguna vez has pensado en hablar con ella directamente, Luther? Sabes que valdría la pena intentarlo. Los años pasan.
Luther descartó la propuesta con un ademán. Volvió a mirar a la calle.
Jack le observó. El rostro se notaba más delgado, los ojos hinchados. Tenía más arrugas en la frente y alrededor de los ojos de las que recordaba. Pero habían pasado cuatro años. Luther había llegado a una edad en que el deterioro era muy rápido, se hacía evidente cada día.
Se descubrió a sí mismo mirando los ojos de Luther. Siempre le habían fascinado. Verde oscuro, y grandes, como los de una mujer, demostraban una confianza absoluta. Eran los ojos de los pilotos, con una calma infinita sobre la vida en general. Nada les sacudía. Jack había visto la felicidad en aquellos ojos, cuando él y Kate anunciaron su compromiso, pero la mayoría de las veces había visto tristeza. Y sin embargo debajo mismo de la superficie Jack vio dos cosas que nunca había visto antes en los ojos de Luther Whitney. Vio miedo. Vio odio. Y no estaba seguro cuál de las dos cosas le preocupaba más.
– ¿Luther, tienes problemas?
Luther sacó el billetero y, a pesar de las protestas de Jack, pagó la cena.
– Vamos a dar un paseo.
Un taxi los llevó hasta el Mall y caminaron en silencio hasta un banco delante del castillo del Smithsonian. El aire de la noche era fresco y Jack se subió el cuello del abrigo. Jack se sentó mientras Luther permanecía de pie y encendía un cigarrillo.
– Eso es nuevo. -Jack miró las volutas de humo que subían lentamente en el aire.
– A mis años… ¿qué más da? -. Luther arrojó la cerilla y la hundió en la tierra con el pie. Se sentó en el banco.
– Jack, quiero que me hagas un favor.
– De acuerdo.
– Todavía no sabes cuál es el favor. -Luther se levantó-. ¿Te importaría caminar? Se me agarrotan las articulaciones.
Pasaron por delante del monumento a Washington y caminaban hacia el Capitolio cuando Luther rompió el silencio.
– Estoy metido en un aprieto, Jack. Por ahora no es muy serio, pero tengo la impresión de que no tardará mucho en empeorar. -Luther no le miró, mantenía la vista puesta en la enorme cúpula del Capitolio-. No estoy muy seguro de cómo irá el asunto, pero si va por donde creo, entonces necesitaré un abogado, y te quiero a ti, Jack. No quiero a un picapleitos ni a un principiante. Tú eres el mejor abogado defensor que he visto en toda mi vida, y eso que conozco a muchos bien de cerca y personalmente.
– Ya no me ocupo de esos casos, Luther. Ahora me encargo de documentos, hago tratos. -En aquel momento, Jack se dio cuenta de que era más un empresario que un abogado. Descubrirlo no le hizo ninguna gracia.
– No trabajarás gratis -continuó Luther, como si no le hubiese oído-, te pagaré. Pero quiero alguien en el que pueda confiar, y tú eres el único en el que confío, Jack. -Luther se detuvo y miró al joven a la espera de una respuesta.
– Luther, ¿quieres decirme qué pasa?
Luther sacudió la cabeza con mucho vigor.
– No a menos que me vea obligado. Lo que no sepas no te hará daño a ti ni a nadie. -Miró a Jack con una mirada tan intensa que le hizo sentir incómodo-. Pero te diré algo, Jack, si vas a ser mi abogado, este asunto puede ponerse muy feo.
– ¿A qué te refieres?
– A que la gente puede hacerse daño con este asunto, Jack. Daño de verdad, de ese del que no se vuelve.
– Si tienes algunos tipos así detrás tuyo quizá lo mejor sería hacer un trato ahora mismo, conseguir inmunidad y desaparecer en el programa de protección de testigos. Hay muchísima gente que lo hace. No es una idea original.
Luther soltó una ruidosa carcajada. Continuó riendo hasta que se ahogó y acabó vomitando lo poco que tenía en el estómago. Jack le ayudó a enderezarse. Sintió el temblor en los miembros de su amigo. No se dio cuenta de que temblaba de rabia. El estallido era algo tan poco característico en un hombre como que a Jack se le puso la piel de gallina. Sudaba a pesar de que el frío congelaba las nubecillas del aliento.
Luther recuperó la compostura. Inspiró con fuerza un par de veces. Parecía avergonzado.
– Gracias por el consejo, envíame la minuta. Tengo que irme.
– ¿Irte? ¿A dónde demonios vas? Quiero saber qué pasa, Luther.
– Si me ocurre alguna cosa…
– Maldita sea, Luther, estoy un poco harto de tanta historia de capa y espada.
Luther entrecerró los párpados. De pronto recuperó la confianza con un toque de ferocidad.
– Todo lo que hago tiene una razón, Jack. Si ahora no te cuento de qué va todo el asunto es porque tengo una razón muy buena. Quizá no lo entiendas ahora, pero lo hago para protegerte hasta donde pueda. No te mezclaría para nada si no necesitara saber que estás dispuesto a representarme si te necesito. Porque si no vas a ayudarme, olvídate de esta conversación, olvídate de que alguna vez me conociste.
– No lo dices en serio.
– Totalmente en serio, Jack.
Los dos hombres se miraron. Los árboles detrás de la cabeza de Luther habían perdido casi todas las hojas. Las ramas desnudas se elevaban hacia el cielo, como rayos negros congelados en el lugar.
– Estaré allí, Luther.
– Luther tocó la mano de Jack y al cabo de un instante Luther Whitney desapareció entre las sombras.
El taxi dejó a Jack delante del edificio de apartamentos. La cabina de teléfonos estaba al otro lado de la calle. Se detuvo por un momento mientras se armaba del valor necesario para lo que se disponía a hacer.
– ¿Hola? -dijo una voz somnolienta.
– ¿Kate?
Jack contó los segundos hasta que a ella se le despejó la cabeza e identificó la voz.
– Caray, Jack, ¿sabes qué hora es?
– ¿Puedo ir a tu casa?
– No, no puedes venir. Pensaba que ya había quedado claro. Hizo una pausa, se preparó para el siguiente paso.
– No se trata de eso. -Otra pausa-. Es sobre tu padre. El prolongado silencio resultó difícil de interpretar.
– ¿Qué pasa con él? -El tono no era tan frío como esperaba. -Tiene problemas.
– ¿Y? -Ahora había recuperado el tono de antes-. No sé de qué te sorprendes.
– Me refiero a que está metido en un lío muy gordo. Me ha dado un susto de muerte sin llegar a decirme nada concreto.
– Jack, es muy tarde y los problemas en los que pueda estar involucrado…
– Kate, está asustado. Asustado de verdad. Tan asustado que vomitó.
Otra pausa interminable. Jack siguió el proceso mental de Kate mientras ella pensaba en el hombre que los dos conocían tan bien. ¿Luther Whitney asustado? Eso no tenía sentido. Su línea de trabajo exigía nervios de acero. No era una persona violenta, pero había pasado toda su vida adulta al borde del abismo.
– ¿Dónde estás?
– Al otro lado de la calle.
Miró hacia el piso de Kate; vio una silueta que se asomaba a la ventana. Levantó una mano.
Llamó a la puerta entreabierta y vio a Kate desaparecer en la cocina. Después oyó un estrépito de ollas, el ruido del agua y el chasquido del mechero cuando encendió el gas. Jack echó un vistazo a la habitación, y esperó junto a la puerta, con la sensación de que hacía el tonto.
Al cabo de un minuto, Kate entró en la habitación. Vestía un albornoz grueso que le llegaba a los tobillos. Iba descalza. Jack le miró los pies. Ella le siguió la mirada y asimismo le miró. Jack levantó la cabeza con un movimiento brusco.
– ¿Qué tal está el tobillo? Se ve bien. -Sonrió.
– Es tarde, Jack -replicó Kate, desabrida. Frunció el entrecejo-. ¿Qué pasa con él?
Jack entró en la sala y se sentó. Kate le imitó.
– Me llamó hace un par de horas. Cenamos algo en aquella fonducha cerca de Eastern Market, y después fuimos a dar un paseo. Me pidió un favor. Dijo que estaba metido en un buen lío. Un problema muy serio con algunas personas que le podían hacer un daño irreparable. Irreparable de verdad.
Se oyó el silbido de la tetera. Kate se levantó de un salto. Jack la observó entrar en la cocina. La visión del trasero perfecto que se marcaba contra el albornoz le hizo recordar un montón de cosas que ahora no venían a cuento. Kate volvió a la sala con dos tazas de té.
– ¿Cuál era el favor? -La joven bebió un trago de té. Jack dejó su taza en la mesa.
– Dijo que necesitaba un abogado. Que quizá necesitaría un abogado. Aunque las cosas podían cambiar y entonces no lo necesitaría. Me pidió que yo fuera su abogado.
– ¿Eso es todo?
– ¿No es suficiente?
– Lo sería para una persona honesta y respetable, pero no es su caso.
– Caramba, Kate, el hombre estaba asustado. Nunca le había visto asustado, ¿y tú?
– Le he visto demasiado. Él escogió cómo vivir su vida y ahora, al parecer, ha llegado el momento de pasar cuentas.
– Por todos los santos, es tu padre.
– Jack, esta conversación no me interesa. -Kate hizo el ademán de levantarse.
– ¿Y si le pasa algo? Entonces, ¿qué?
– Pues le pasa y se acabó -replicó Kate, con un tono helado-. No es mi problema.
Jack dejó la silla y caminó hacia la puerta dispuesto a marcharse. Pero se dio la vuelta con el rostro rojo de cólera.
– Ya te contaré cómo fue el funeral, aunque ahora que lo pienso ¿a ti qué más te da? Te enviaré una copia del certificado de defunción para tu libro de recortes.
No sabía que ella pudiera moverse tan rápido, pero sentiría la bofetada al menos durante una semana, como si alguien le hubiese echado ácido en la mejilla, una descripción más ajustada de lo que creyó en aquel momento.
– ¿Cómo te atreves? -Los ojos de Kate brillaban furiosos mientras él se frotaba la cara.
Entonces la joven se echó a llorar con tanta fuerza que las lágrimas cayeron sobre el albornoz.
– No mates al mensajero, Kate -le pidió Jack con toda la calma de que fue capaz-. Se lo dije a Luther y te lo digo a ti, la vida es demasiado corta para estas idioteces. Perdí a mis padres hace mucho tiempo. Está bien, tienes tus razones para que no te guste el tipo, estupendo. Eso es cosa tuya. Pero el viejo te quiere y se preocupa, y aparte de lo que puedas pensar sobre cómo te jodió la vida tienes que respetar ese cariño. Este es mi consejo, tómalo o déjalo.
Una vez más se dirigió a la puerta pero Kate llegó antes que él.
– Tú no sabes nada.
– De acuerdo, no sé nada. Vete a la cama. Estoy seguro de que te dormirás en el acto, no hay nada que te preocupe.
Kate le cogió del abrigo con tanta fuerza que le hizo dar la vuelta, aunque él pesaba casi cuarenta kilos más que ella.
– Tenía dos años cuando le encerraron en la cárcel por última vez. Había cumplido los nueve cuando salió. ¿Tienes idea de la vergüenza que pasa un niña cuyo padre está en la cárcel? ¿Cuando su papá roba las cosas de otras personas para ganarse la vida? ¿Cuando en la escuela los niños dicen en clase lo que hacen sus padres, y el papá de uno es doctor y el de otro es mecánico, y cuando es tu turno la maestra mira el suelo y le dice a la clase que al papá de Kate se lo llevaron porque hizo algo malo y pasa al niño siguiente?
»Nunca estuvo con nosotras. ¡Nunca! -gritó Kate-. Mamá sufría como una loca por él. Pero siempre mantuvo la esperanza, hasta el último momento. Se lo puso fácil.
– Ella acabó por divorciarse, Kate -le recordó Jack.
– Porque no podía hacer otra cosa. Y cuando comenzaba a reorganizar su vida descubrió un bulto en el pecho y al cabo de seis meses se murió. -Kate se apoyó contra la pared. Parecía extenuada, daba pena verla-. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? No dejó de quererle ni por un momento. Después de todo lo que le había hecho pasar. -Kate sacudió la cabeza, le costaba trabajo creer lo que había dicho. Miró a Jack con la barbilla temblorosa.
»Pero no pasa nada. Soy capaz de odiar por las dos -afirmó mientras miraba a Jack con una expresión donde se mezclaban el orgullo y la rectitud.
Jack no sabía si lo que iba a decir era debido al agotamiento que sentía o al hecho de que llevaba años pensándolo. Años de presenciar esta payasada. Y de dejarla a un lado en favor de la belleza y la vivacidad de la mujer que tenía delante. Su idea de la perfección.
– ¿Es este tu ideal de la justicia, Kate? ¿Poner odio y amor en una balanza hasta que queden equilibrados?
– ¿De qué hablas? -Kate se apartó.
Jack avanzó mientras ella continuaba retrocediendo.
– Estoy hasta las narices de la historia de tu martirio. Te crees la defensora ideal de los dolientes y las víctimas. No hay nada por encima de eso. Ni tú, ni yo, ni tu padre. La única razón para acusar a cualquier pobre hijo de puta que se cruce en tu camino es lo que te hizo tu padre. Cada vez que mandas a la cárcel a alguien es otra puñalada en el pecho de tu padre. -Kate intentó repetir la bofetada. Él le cogió la mano-. Desde que te hiciste mayor no has hecho otra cosa que vengarte. Por todos los errores. Por todo el daño. Por no estar contigo. -Le apretó la mano hasta que la sintió gritar-. ¿Alguna vez te has parado a pensar que quizá tú nunca estuviste con él?
Le soltó la mano mientras ella permanecía inmóvil, con la mirada fija y una expresión que él desconocía.
– ¿Eres consciente de que Luther te quiere tanto que nunca intentó ponerse en contacto contigo, nunca intentó ser parte de tu vida, porque es lo que tú quieres? Está totalmente aislado de la vida de su única hija que vive a unos pocos kilómetros de su casa. ¿Alguna vez te has preguntado cómo se siente? ¿Alguna vez el odio te ha permitido planteártelo?
Kate no respondió.
– ¿Alguna vez te has preguntado por qué le quería tu madre? ¿La imagen que tienes de Luther Whitney es tan deforme que no puedes entender por qué le quería? -Jack la cogió de los hombros, la sacudió-. ¿Alguna vez el maldito odio te deja ser compasiva? ¿Alguna vez te permite querer, Kate?
Jack la apartó con un fuerte empujón. Ella trastabilló sin desviar la mirada.
– La verdad es que no te lo mereces. -Hizo una pausa y se decidió a acabar la frase-. No te mereces que te quieran.
En un arrebato de furia, Kate rechinó los dientes, el rostro desfigurado por la cólera. Soltó un grito y se lanzó sobre él. Descargó los puños contra el pecho de Jack, le abofeteó. Jack no sintió los golpes mientras veía rodar las lágrimas por las mejillas de la joven.
El ataque concluyó con la misma rapidez con que había comenzado. Kate se sujetó al abrigo de Jack, los brazos le pesaban como plomo. Fue entonces cuando comenzaron los sollozos y resbaló hasta el suelo, con el rostro bañado en lágrimas; los sollozos resonaban en la pequeña sala.
Jack la levantó y la colocó como un objeto frágil sobre el sofá.
Se arrodilló a su lado, la dejó llorar, y ella lloró durante un buen rato, su cuerpo se tensó y relajó hasta que él sintió que perdía fuerzas, notaba las manos pegajosas. Por fin la abrazó, apoyó el pecho contra el costado de Kate. La joven se cogió al abrigo con sus manos de dedos largos y sus cuerpos se sacudieron al unísono. Cuando pasó la crisis, Kate se sentó poco a poco, con el rostro lleno de manchas rojas.
Jack se apartó.
– Vete, Jack -dijo ella sin mirarle.
– Kate…
– ¡Vete! -El grito sonó frágil, derrotado. Kate se cubrió el rostro con las manos.
Él dio media vuelta y salió del apartamento. Mientras caminaba por la calle miró un momento hacia el edificio. La silueta de Kate se recortaba en la ventana, miraba hacia el exterior, pero no le miraba a él. Buscaba algo y Jack no sabía qué podía ser. Quizás ella tampoco lo sabía. Mientras miraba, ella se apartó de la ventana y al cabo de un instante se apagaron las luces de la casa.
Jack se secó los ojos y continuó su camino. Regresaba a casa después de vivir uno de los días más largos de su vida.
– ¡Maldita sea! ¿Cuánto tiempo? -Seth Frank estaba junto al coche. Todavía no eran ni las ocho de la mañana.
El joven agente del condado de Fairfax ignoraba la importancia del acontecimiento y se sorprendió ante el estallido del detective.
– La encontramos hace cosa de una hora; un tipo que corría vio el coche y dio el aviso.
Frank caminó alrededor del coche y espió el interior desde el costado del pasajero. El rostro mostraba una expresión de paz, muy distinta a la del último cadáver que había visto. La larga cabellera suelta caía sobre el asiento y rozaba el suelo. Wanda Broome parecía dormida.
Tres horas después terminaron las investigaciones de la escena del crimen. Encontraron cuatro pastillas en el asiento del coche. La autopsia confirmaría que Wanda Broome había muerto como consecuencia de una sobredosis de digitalina comprada con una receta a nombre de la madre pero que obviamente no había entregado. Llevaba muerta dos horas cuando encontraron el cadáver en un sendero de tierra medio oculto alrededor de un estanque a unos doce kilómetros de la mansión de los Sullivan, apenas pasado el límite del condado. La única otra prueba tangible estaba en la bolsa de plástico que Frank se llevaba a la jefatura después de recibir el permiso de la jurisdicción vecina. La nota estaba escrita en una hoja de papel arrancada de una libreta en espiral. La escritura era femenina, fluida y ornada. Las últimas palabras de Wanda habían sido una súplica de perdón desesperada. Un alarido de culpa en tres palabras.
«Lo siento tanto.»
Frank condujo rápidamente entre los árboles casi pelados y el pantano paralelo al sendero sinuoso. Había metido la pata hasta el cuello. ¿Cómo iba a imaginar que la mujer era una suicida en potencia? El historial de Wanda Broome la marcaba como una sobreviviente. Frank no podía menos que sentir pena por la mujer, pero también le enfurecía su estupidez. Él podría haberle conseguido un trato, ¡un trato de fábula! Entonces pensó que sus instintos habían acertado en una cosa. Wanda Broome había sido una persona muy leal. Había sido leal a Christine Sullivan y no podía vivir con la culpa de haber contribuido, aunque fuera sin ninguna intención, a su muerte. Una reacción comprensible si bien lamentable. Pero tras su desaparición, la mejor, y quizás única, oportunidad de Frank para pescar al culpable acababa de desaparecer.
El recuerdo de Wanda Broome pasó a segundo plano mientras se concentraba en cómo atrapar al hombre que ahora era el responsable de la muerte de dos mujeres.
– Maldita sea, Tarr, ¿era hoy? -Jack miró a su cliente sentado en la recepción de Patton, Shaw. El hombre parecía un pulpo en un garaje.
– A las diez y media. Ahora son las once y cuarto. ¿Significa que me corresponden cuarenta y cinco minutos gratis? Por cierto, tienes una pinta espantosa.
Jack se miró el traje arrugado y se pasó la mano por el pelo revuelto. El reloj interno todavía marcaba la hora de Ucrania, y la noche sin dormir no había ayudado a su aspecto.
– Créeme, la pinta no es nada comparado con cómo me siento.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Tarr se había vestido para la ocasión: los tejanos sin agujeros, y llevaba calcetines con las zapatillas de tenis. La chaqueta de pana era una reliquia de principios de los setenta, y el peinado era la maraña de rizos de siempre.
– Eh, si quieres lo dejamos para otro día, Jack. Yo entiendo de resacas.
– De ninguna manera cuando te has vestido de gala. Acompáñame. Sólo necesito comer algo. Te invitaré a comer y no te cobraré la consulta.
Lucinda, muy puesta y seria a la hora de mantener la imagen de la firma, respiró aliviada al verles marchar. Más de un socio de Patton, Shaw había cruzado la recepción con un gesto de espanto al ver a Tarr Crimson. Esta semana habría numerosos memorandos.
– Lo siento, Tarr. Estos días voy a toda pastilla. -Jack arrojó el abrigo sobre una silla y se sentó. Sobre la mesa había una pila de mensajes de un palmo de altura.
– He escuchado por ahí que estabas fuera del país. Espero que en algún lugar divertido.
– No lo era. ¿Qué tal van los negocios?
– Florecientes. Muy pronto podrás considerarme un cliente legítimo. Tus socios se sentirán mejor cuando me vean sentado en la recepción.
– Que les den por el culo, Tarr, tú pagas las facturas.
– Mejor ser un gran cliente que paga algunas de las facturas que no uno pequeño qué las paga todas.
– Nos tienes bien calados, ¿no? -Jack sonrió.
– Eh, tío, cuando ves un algoritmo, los has visto todos. Jack abrió la carpeta de Tarr y le echó una ojeada.
– Tendremos tu nueva corporación lista para mañana. Constitución de una sociedad en Delaware con calificación en el distrito. ¿Conecto?
Tarr asintió.
– ¿Cómo piensas capitalizarla?
– Tengo la lista de posibles. -Tarr sacó una hoja de papel-. Lo mismo que la última vez. ¿Tengo descuento en la tarifa? -Tarr sonrió. Le gustaba Jack, pero el negocio era el negocio.
– Sí, esta vez no pagarás el aprendizaje de un asociado demasiado caro y poco informado.
Los dos hombres sonrieron.
– Reduciré la factura al mínimo, Tarr, como siempre. Por cierto, ¿qué hará la nueva compañía?
– Tengo información sobre nuevas tecnologías en el campo de la vigilancia.
– ¿Vigilancia? -Jack le miró sorprendido-. Un poco apartado de tu campo habitual, ¿no?
– Eh, tienes que navegar con la corriente. La cosa está parada. Pero cuando se acaba un mercado, un buen empresario como yo busca nuevas oportunidades. En el sector privado la vigilancia siempre ha sido un buen negocio. Ahora lo último en el campo de la seguridad es el Gran Hermano.
– Resulta un tanto irónico para alguien que estuvo en las cárceles de todas las ciudades importantes del país durante los sesenta.
– Tío, aquellas causas eran magníficas. Pero todos nos hacemos grandes.
– ¿Cómo funciona?
– De dos maneras. Una, los satélites de órbita baja están conectados a las estaciones de rastreo de la policía. Los pájaros tienen asignados unos sectores de barrido. Ven un problema y envían una señal casi instantánea a la estación de rastreo con la información precisa del incidente. Para la poli es en tiempo real. El segundo método requiere instalar equipos de vigilancia de tipo militar, sensores y artefactos de seguimiento en lo alto de los postes de teléfonos, enterrados con sensores en la superficie o en las fachadas de los edificios. La ubicación exacta será secreta, pero estarían desplegados en las zonas con mayor delincuencia. Si algo va mal, los pájaros llaman a la caballería.
– Me parece que el sistema se salta a la torera unos cuantos derechos civiles.
– Dímelo a mí. Pero es efectivo.
– Hasta que se mueven los malos.
– Es difícil ganarle a un satélite, Jack.
Jack sacudió la cabeza y volvió a leer el expediente.
– Eh, ¿cómo van los planes de la boda?
– No lo sé -respondió Jack-. Intento no meterme en medio.
– Mierda, Julie y yo sólo teníamos veinte dólares para el casamiento incluida la luna de miel. Le pagamos diez dólares a un juez de paz, compramos un cajón de Michelob con el resto, fuimos en la Harley hasta Miami y dormimos en la playa. Nos lo pasamos de coña.
– Creo que los Baldwin piensan en algo más formal -señaló Jack de buen humor-. Aunque lo tuyo me parece mucho más divertido.
Tarr le miró con curiosidad, como si de pronto hubiese recordado alguna cosa referente a Jack.
– Eh, ¿qué se hizo de aquella tía con la que salías cuando defendías a los chorizos de esta virtuosa ciudad? Kate, ¿no?
– Decidimos seguir caminos separados -contestó Jack en voz queda y con la mirada baja.
– Ah. Siempre pensé que formaban una buena pareja.
Jack le miró, se humedeció los labios y después cerró los ojos por un momento antes de responder.
– Bueno, a veces las apariencias engañan
– ¿Estás seguro?
– Sí.
Después de comer y acabar con parte del trabajo atrasado, Jack devolvió la mitad de las llamadas telefónicas y decidió dejar el resto para el día siguiente. Mientras miraba a través de la ventana volvió sus pensamiento hacia Luther Whitney. Era una adivinanza saber en qué estaba involucrado. Estaba desconcertado porque Luther era un solitario en la vida privada y en el trabajo. Jack, en su etapa de defensor público, había comprobado los antecedentes de Luther. Trabajaba solo. Incluso en los casos en que no le habían arrestado pero sí interrogado, nunca se habían mencionado cómplices. Entonces, ¿quiénes eran estas otras personas? ¿Una barrera que Luther había saltado? Pero Luther llevaba demasiado tiempo en el negocio como para hacer algo así. No valía la pena. ¿Quizá la víctima? Tal vez no podían probar que Luther había cometido el delito pero de todos modos habían jurado vengarse. Sin embargo, ¿quién era capaz de hacer algo así sólo por haber sido víctima de un robo? Jack podía comprenderlo si alguien había resultado muerto o herido, pero Luther no era capaz de hacerlo.
Se sentó delante de la pequeña mesa de conferencias y recordó lo sucedido la noche antes con Kate. Había sido la experiencia más dolorosa de toda su vida, incluso más que cuando Kate le había dejado. Pero él había dicho lo que debía decir.
Se frotó los ojos. En este momento de su vida los Whitney no eran bienvenidos. Pero se lo había prometido a Luther. ¿Por qué lo había hecho? Se aflojó la corbata. En algún momento tendría que marcar un límite, o cortar la cuerda, aunque sólo fuera por su salud mental. Ahora deseaba no tener que cumplir la promesa.
Fue a la cocina a buscar una gaseosa, volvió al despacho y acabó las facturas del mes anterior. La firma le estaba facturando a empresas Baldwin unos trescientos mil dólares mensuales y el trabajo iba en aumento. Durante la ausencia de Jack, Jennifer había enviado otros dos asuntos que mantendrían ocupada a una legión de asociados durante unos seis meses. Jack calculó el monto de sus beneficios, alrededor de una cuarta parte de la facturación, y silbó por lo bajo al ver la cifra. Era casi demasiado fácil.
Las cosas iban cada vez mejor entre Jennifer y él. La cabeza le decía que no metiera la pata. El órgano en el centro de su pecho no opinaba lo mismo, pero ya era hora de que la cabeza se hiciera cargo de gobernar su vida. No se trataba de ningún cambio en la relación, sino un cambio en sus expectativas. ¿Era esto un compromiso por su parte? Quizá. Pero, ¿quién había dicho que se podía vivir sin compromisos? Kate Whitney lo había intentado y así le había ido.
Llamó al despacho de Jennifer. No estaba. No volvería hasta mañana. Miró la hora. Las cinco y media. Si no estaba de viaje, Jennifer Baldwin casi nunca dejaba el despacho antes de las ocho. Jack consultó el calendario: Jennifer estaría en la ciudad toda la semana. Sin embargo, anoche la había llamado desde el aeropuerto y no había dado con ella. Ojalá no pasara nada serio.
Mientras pensaba en dejar la oficina e ir a verla a su casa, Dan Kirksen asomó la cabeza.
– ¿Tienes un minuto, Jack?
Jack vaciló. El hombre y sus pajaritas le irritaban, y sabía muy bien por qué. Cortés hasta lo absurdo, Kirksen le habría tratado como basura si no fuera porque él tenía un cliente que aportaba millones en trabajo. Además, Jack sabía que Kirksen deseaba con toda el alma tratarle como si fuera basura, y esperaba ansioso tener la oportunidad.
– Ya me iba. Desde hace un tiempo que no paro.
– Lo sé. -Kirksen sonrió-. No se habla de otra cosa en esta casa. Sandy tendrá que andarse con ojo. Por lo que se ve, Walter Sullivan está loco por ti.
Jack sonrió para sí mismo. Lord era la única persona a la que Kirksen deseaba darle la patada más que a Jack. Lord sin Sullivan sería vulnerable. Jack leyó los pensamientos del socio gerente de la firma con toda claridad.
– No creo que Sandy tenga ningún motivo de preocupación.
– Desde luego que no. Sólo será un par de minutos. Sala de conferencias número uno. -Kirksen se marchó tan deprisa como había aparecido.
¿Qué diablos pasa ahora?, se preguntó Jack. Recogió el abrigo y mientras atravesaba el vestíbulo se cruzó con un par de asociados que le miraron de reojo. Su curiosidad fue en aumento.
Las puertas corredizas de la sala de conferencias estaban cerradas, algo poco habitual a menos que hubiera alguna reunión. Jack deslizó una de las puertas. La sala a oscuras se iluminó de pronto, y Jack miró asombrado al encontrarse con una fiesta en marcha. La pancarta en la pared más lejana decía: ¡felicidades, socio!
Lord oficiaba de anfitrión delante de la mesa cubierta de bebidas y platos exquisitos. Jennifer estaba allí en compañía de sus padres.
– Estoy orgullosa de ti, cariño. -La joven ya había consumido varias copas. La mirada tierna y las caricias le avisaron a Jack que esta noche seria de fábula.
– Tenemos que estar agradecidos a tu padre por esto.
– Ah, ah, amor mío. Si no estuvieses haciendo un buen trabajo, papá ya te habría dado puerta. Acepta tus méritos. ¿Crees que Sandy Lord y Walter Sullivan son fáciles de conformar? Cariño, has encantado a Sullivan, incluso sorprendido, y sólo hay un puñado de abogados que lo han hecho.
Jack acabó la copa y pensó en la afirmación. Parecía creíble. Se había marcado un tanto con Sullivan, y ¿quién podía decir que Ransome Baldwin no se hubiese llevado sus asuntos a otra parte si Jack no hubiese dado la talla?
– Quizá tengas razón.
– Desde luego que tengo razón. Si esta firma fuese un equipo de fútbol te habrían elegido el mejor jugador del año. -Jennifer cogió otra copa y rodeó la cintura de Jack con el brazo-. Y además, ahora podrás pagar el estilo de vida que estoy acostumbrada a llevar. -Le pellizcó el brazo.
– Acostumbrada. ¡Genial! Vives así desde que naciste. -Se dieron un beso fugaz.
– Anda y alterna, machote. -Jennifer fue en busca de sus padres.
Jack echó una mirada a la sala. Todos los presentes eran millonarios. Él era el más pobre, pero sus perspectivas superaban las de todos ellos. Su sueldo base acababa de cuadruplicarse. La participación en los beneficios anuales duplicaría esa cantidad. Pensó que ahora él también era, técnicamente, un millonario. ¿Quién lo hubiese dicho, cuando cuatro años atrás pensaba que un millón de dólares era más dinero del que podía existir en el mundo?
No se había hecho abogado para hacerse rico. Había trabajado más que nunca durante años por calderilla. Pero tenía derecho, ¿no? Este era el típico sueño americano, ¿verdad? Entonces, ¿qué tenía de malo este sueño que te hacía sentir mal cuando lo conseguías?
Sintió que un brazo pesado le rodeaba los hombros. Se volvió y se encontró ante Sandy Lord, que le miraba con los ojos enrojecidos.
– ¿Te sorprendimos, eh?
Jack asintió. El aliento de Sandy olía a una mezcla de alcohol y rosbif. Le recordó el primer encuentro que tuvieron en Fillmore’s, un recuerdo poco agradable. Se distanció sutilmente del socio borracho.
– Mira esta sala, Jack. No hay ni una sola persona, con la posible excepción del que habla, que no desee estar en tus zapatos.
– Resulta un tanto sorprendente. Todo ocurrió tan de prisa… -Jack hablaba más para sí mismo que para Lord.
– Coño, estas cosas siempre son así. Pero unos pocos afortunados, van de la nada a la gloria en cuestión de segundos. El éxito inesperado es sólo eso: inesperado. Pero por ello es tan satisfactorio. Por cierto, deja que te estreche la mano por cuidar tan bien de Walter Sullivan.
– Con mucho gusto, Sandy. Me gusta el tipo.
– Ah, antes de que me olvide. El sábado haré una pequeña reunión en mi casa. Vendrán algunas personas que te convendría conocer. A ver si consigues convencer a tu hermosa media naranja para que te acompañe. Quizás encuentre algunas oportunidades para hacer negocio. Esa chica es un lince, como su padre.
Jack estrechó la mano de cada uno de los socios presentes, a algunos más de una vez. A las nueve de la noche, él y Jennifer se fueron a casa en la limusina de la compañía de la joven. A la una de la madrugada ya habían hecho el amor dos veces. A la una y media Jennifer dormía profundamente.
Jack no.
Estaba junto a la ventana mirando los primeros copos de nieve que comenzaban a caer. Un frente de tormentas se había instalado en la zona aunque no se esperaban nevadas copiosas. Pero Jack no pensaba en el tiempo. Miró a Jennifer. Vestía un camisón de seda, y se acurrucaba entre las sábanas de satén, en una cama tan grande como el dormitorio de su apartamento. Contempló a sus viejos amigos los murales. Su nueva casa estaría lista para Navidad, aunque la muy respetable familia Baldwin nunca permitiría la cohabitación abierta hasta que se intercambiaran los votos. Los interiores los estaban rehaciendo bajo la estrecha supervisión de su prometida para acomodarlos a sus gustos particulares y para proyectar firmemente las afirmaciones personales de cada uno, aunque no sabía qué diablos debía ser eso. Mientras estudiaba los rostros medievales pensó que probablemente se reían de él.
Acababan de hacerle socio de la firma de abogados más prestigiosa de la ciudad, estaba en boca de algunas de las personas más influyentes de la nación, cada una de ellas dispuesta a hacer todo lo posible en pro de su meteórica carrera. Lo tenía todo. Desde la hermosa princesa al suegro rico pasando por su santo aunque despiadado mentor y dinero en el banco. Con toda una legión de poderosos a sus espaldas y un futuro sin límites, Jack nunca se había sentido tan solo como esta noche. Y a pesar de toda su fuerza de voluntad, no podía dejar de pensar en un viejo asustado y furioso y en su hija agotada emocionalmente. Con esas dos bellezas rondándole en la cabeza observó en silencio la suave caída de los copos de nieve hasta que asomaron las primeras luces del alba.
La anciana miró a través de las polvorientas cortinas venecianas de la sala de estar el coche negro que se detuvo delante de la casa. La artritis que le deformaba las rodillas le impedía casi cualquier movimiento más allá de levantarse de la silla. Tenía la espalda doblada y los pulmones apenas tenían un poco de tejido útil después de cincuenta años de alquitrán y nicotina. No le quedaba mucha vida; su cuerpo la había llevado todo lo lejos que había podido. Más de lo que había vivido su hija.
Acarició la carta que guardaba en el bolsillo de la vieja bata rosa, que no alcanzaba a tapar del todo los tobillos rojos y llagados. Sabía que vendrían en algún momento. Después de que Wanda regresara de la comisaría, ella sabía que sólo era cuestión de tiempo para que ocurriera algo así. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando recordó las últimas semanas.
«Fue culpa mía, mamá.» Su hija había estado sentada en la cocina diminuta donde, durante la infancia, había ayudado a la madre a preparar rosquillas y envasar tomates y judías verdes cosechadas en el huerto de detrás de la casa. Ella había repetido las mismas palabras una y otra vez inclinada sobre la mesa, el cuerpo convulsionado con cada palabra. Edwina había intentado razonar con su hija, pero carecía de la elocuencia necesaria para atravesar el manto de culpa que rodeaba a la mujer delgada que había comenzado la vida como un bebé regordete de pelo negro y piernas arqueadas. Le había mostrado a Wanda la carta pero no había servido de nada. Estaba más allá de la capacidad de la anciana conseguir que la hija lo comprendiera.
Ahora ella ya no estaba y había venido la policía. Y ahora Edwina debía hacer lo correcto. A los ochenta y un años y temerosa de Dios, Edwina le mentiría a la policía, que era la única cosa que podía hacer.
– Siento mucho lo de su hija, señora Broome. -A la anciana las palabras de Frank le sonaron sinceras. Una lágrima se deslizó por los surcos profundos del rostro.
El policía le dio la nota que había dejado Wanda y Edwina la leyó utilizando una lupa que tenía sobre la mesa al alcance de la mano. Miró el rostro ansioso del detective.
– No me imagino en que pensaba cuando escribió esto.
– ¿Sabe que se cometió un robo en la casa de los Sullivan? ¿Que Christine Sullivan fue asesinada por el que cometió el robo?
– Me enteré por la televisión inmediatamente después de que ocurrió. Aquello fue terrible. Terrible.
– ¿Su hija le habló en algún momento de lo ocurrido?
– Desde luego. Estaba muy trastornada. Ella y la señora Sullivan se llevaban muy bien, realmente bien. La destrozó.
– ¿Por qué piensa que se suicidó?
– Si pudiera decírselo, se lo diría.
Dejó flotando la afirmación ambigua delante de la cara de Frank hasta que él guardó la nota.
– ¿Le comentó algo su hija respecto el trabajo que pudiera arrojar alguna luz sobre el asesinato?
– No. Le gustaba mucho el trabajo. Decía que la trataban muy bien. Vivir en aquella casa tan grande era extraordinario.
– Señora Broome, tengo entendido que Wanda tuvo problemas con la ley hace algún tiempo.
– Hace mucho tiempo, detective. Hace mucho tiempo. Y desde entonces vivió siempre como una persona honrada. -Edwina Broome entrecerró los ojos y apretó los labios mientras miraba a Seth Frank.
– No me cabe la menor duda -se apresuró a añadir Frank-. ¿Wanda trajo a casa a alguien durante los últimos meses? ¿Alguien que quizás usted no conocía?
Edwina sacudió la cabeza. No era necesario mentir.
Frank la miró durante un buen rato. Los ojos enfermos de cataratas le devolvieron la mirada.
– Tengo entendido que su hija se encontraba fuera del país cuando ocurrió el incidente.
– Fue a la isla aquella con los Sullivan. Me han dicho que van allí todos los años.
– Pero la señora Sullivan no fue.
– Supongo que no, ya que la asesinaron aquí mientras ellos estaban allá, detective.
Frank casi sonrió. La anciana no era tan tonta comó quería aparentar.
– ¿No tendrá usted ninguna idea sobre por qué la señora Sullivan no fue? ¿Algo que quizá le comentara Wanda?
Edwina volvió a responder que no con la cabeza mientras acariciaba a un gato blanco y plateado que se le había subido a la falda.
– Bueno, gracias por hablar conmigo. Una vez más, lamento lo sucedido a su hija.
– Muchas gracias, yo también lo lamento. Lo lamento mucho.
Se levantó con un gran esfuerzo para acompañarlo hasta la puerta, y en ese instante se le cayó la carta del bolsillo. El corazón se le encogió mientras Frank se agachaba, la recogía sin mirarla y se la alcanzaba.
Ella le observó subir al coche. Se sentó lentamente en la silla junto a la chimenea y abrió la carta.
Estaba escrita con la letra de un hombre que conocía bien: «Yo no lo hice. Pero no me creerías si te dijera quién lo hizo».
Para Edwina Broome era todo lo que necesitaba saber. Luther Whitney era un amigo de toda la vida, y había entrado en aquella casa por Wanda. Si la policía le atrapaba, no sería con su ayuda.
Y lo que su amigo le había pedido que hiciera lo haría. Era la única cosa decente que haría.
Seth Frank y Bill Burton se dieron la mano y se sentaron. Estaban en la oficina de Frank y era muy temprano.
– Le agradezco que me reciba, Seth.
– Es algo poco habitual.
– Muy poco habitual si le interesa mi opinión. -Burton sonrió-.¿Le molesta si fumo?
– En absoluto. Yo también me fumaré uno. -Los hombres sacaron las cajetillas.
Burton quebró en dos la cerilla mientras se reclinaba en la silla.
– Llevo en el servicio secreto mucho tiempo y esta es la primera vez para mí. Pero lo entiendo. El viejo Sullivan es uno de los mejores amigos del presidente. Le ayudó en sus primeros pasos en la política. Un mentor de verdad. Se conocen desde siempre. Entre usted y yo, no creo que el presidente desee que hagamos nada, aparte de dar la impresión de que nos preocupamos. De ninguna manera pretendemos meternos en sus asuntos.
– Tampoco tienen jurisdicción.
– Así es, Seth. Exacto. Diablos, fui policía estatal durante ocho años. Sé cómo funciona una investigación policial. Lo que menos deseas es tener a alguien mirando por encima del hombro.
La desconfianza comenzó a esfumarse de los ojos de Frank. Un ex policía del estado convertido en agente del servicio secreto. Este tipo era un profesional de tomo y lomo. En el libro de Frank no se podía ir más lejos.
– ¿Cuál es su propuesta?
– Veo mi papel como un canal de comunicación con el presidente. Si hay alguna novedad usted llama y yo se lo digo al presidente. Entonces cuando él vea a Walter Sullivan podrá decirle algo sensato sobre el caso. Créame, tampoco es algo para la galería. El presidente tiene un interés especial en el caso. -Burton sonrió para sí mismo.
– ¿Sin interferencias de los federales? ¿Nada de juego sucio?
– Joder, yo no soy del fbi. Este no es un caso federal. Considéreme como el emisario civil de un vip. Nada más allá de una cortesía profesional.
Frank echó una ojeada a la oficina mientras analizaba la situación. Burton siguió la mirada y trató de valorar a Frank con la mayor precisión posible. Burton había conocido a muchos detectives. La mayoría no eran muy brillantes, lo que, unido a una carga de trabajo cada vez mayor, resultaba en pocos arrestos y un promedio de condenas casi cero. Pero había hecho averiguaciones sobre Seth Frank. El tipo era un ex detective de Nueva York con una hoja de servicios llena de condecoraciones. Desde que había venido al condado de Middleton no había dejado de resolver ni un solo asesinato. Ni uno. Era un condado rural, pero un promedio del ciento por ciento no dejaba de ser impresionante. Todos estos datos tranquilizaban a Burton. Porque aunque el presidente le había pedido a Burton que se mantuviera en contacto con la policía para cumplir con su promesa a Sullivan, Burton tenía sus propios motivos para desear un acceso a la investigación.
– Si surge alguna cosa imprevista, quizá no pueda avisarle en el acto.
– Tampoco pido milagros, Seth, sólo un poco de información cuando le venga bien. Eso es todo. -Burton se levantó. Aplastó la colilla en el cenicero-. ¿Trato hecho?
– Haré todo lo posible, Bill.
– No se puede pedir más. ¿Tiene alguna pista?
– Quizá. -Seth Frank encogió los hombros-. Nunca se sabe dónde saltará la liebre. Ya sabe cómo son estas cosas.
– Dígamelo a mí. -Burton se acercó a la puerta-. Por cierto, si necesita cualquier cosa durante la investigación, acceso a bases de datos, evitar algún trámite, y cosas así, avíseme y su solicitud recibirá alta prioridad. Aquí tiene mi número.
– Se lo agradezco, Bill -respondió Frank deferente, mientras cogía la tarjeta.
Dos horas más tarde, Seth Frank cogió el teléfono y no pasó nada. No tenía tono, no había línea con el exterior. Avisaron a la compañía telefónica.
Al cabo de una hora, Seth Frank volvió a coger el teléfono y escuchó el pitido del tono. El sistema estaba arreglado. La caja de teléfonos estaba siempre cerrada, pero incluso si alguien hubiese mirado en el interior, la masa de cables y otros equipos habrían resultado un galimatías para el lego. Además, la policía no se preocupaba mucho de que alguien le pinchara los teléfonos.
Ahora las líneas de comunicación de Bill Burton estaban abiertas, mucho más de lo que Seth Frank hubiese imaginado.