Epílogo

Las cuatro estaciones en Washington siguen un patrón conocido, y una sola semana de primavera con temperaturas tolerables y una humedad por debajo del cincuenta por ciento da paso abruptamente a un ascenso meteórico del termómetro y un porcentaje de humedad que garantiza tener el cuerpo empapado apenas se sale a la calle. Cuando llega julio, el washingtoniano típico está adaptado hasta donde es posible a un aire que es difícil de respirar y a los movimientos que nunca alcanzan la lentitud suficiente para evitar el súbito estallido de transpiración debajo de la ropa. Pero en toda esta desgracia había noches en las que, si no se estropeaban con la repentina aparición de un aguacero acompañado por el retumbar de los truenos y las descargas eléctricas que parecían tocar el suelo, la brisa era fresca, el aire dulce y el cielo claro. Aquella era una de esas noches.

Jack estaba sentado en el borde de la piscina instalada en la azotea del edificio. Los pantalones cortos color caqui dejaban al descubierto las piernas musculosas y morenas, el pelo rizado por el sol. Se le veía mucho más delgado, la grasa acumulada durante la etapa de trabajo en la oficina la había consumido a lo largo de meses de esfuerzos físicos. La camiseta blanca no ocultaba los músculos bien formados de la espalda y el pecho. Llevaba el pelo corto y su rostro se veía tan moreno como las piernas. El agua ondulaba alrededor de sus pies. Miró al cielo y se llenó los pulmones con el aire fresco. Tres horas antes el lugar había estado a rebosar con el personal de las oficinas que sumergían sus cuerpos obesos y blancos en el agua tibia. Ahora Jack estaba solo. No le reclamaba ninguna cama. Ningún despertador perturbaría su sueño por la mañana.

La puerta que daba a la piscina se abrió con un leve chirrido. Jack se dio la vuelta y vio un traje de verano beige, arrugado y que parecía incómodo. El hombre llevaba una bolsa de papel marrón.

– El portero me dijo que había vuelto. -Seth Frank sonrió-. ¿Le importa si le hago compañía?

– No si en la bolsa trae lo que pienso.

Frank se sentó en una silla y le arrojó a Jack una lata de cerveza. Abrieron las latas, hicieron un brindis y bebieron un trago muy largo.

– ¿Qué tal era el sitio donde estuvo? -preguntó Frank.

– No estaba mal. Fue un placer irse pero también lo es estar de vuelta.

– Éste parece un buen lugar para meditar.

– Se llena a partir de las siete durante un par de horas. El resto del día casi siempre está así.

El detective miró la piscina con una expresión de deseo y después comenzó a quitarse los zapatos.

– ¿Le importa?

– Sírvase.

Frank se subió los pantalones, puso los calcetines en los zapatos y se sentó junto a Jack para sumergir las piernas blancas como la leche en el agua hasta las rodillas.

– Caray, qué gustillo. Los detectives rurales con tres hijas y una hipoteca casi nunca tienen contacto con una piscina.

– Es lo que me han dicho.

Frank se hizo un masaje en las pantorrillas y miró a su amigo.

– La vida de vagabundo le sienta de perlas. Quizá piense en no dejarla.

– Es algo que pienso desde hace tiempo. La idea me resulta cada vez más atractiva.

Frank miró el sobre que estaba junto a las piernas de Jack.

– ¿Algo importante? -Señaló el sobre.

Jack lo recogió, y volvió a leer la carta.

– Es de Ransome Baldwin. ¿Lo recuerda?

– ¿Qué, ha decidido demandarle por abandonar a su nena? Jack sacudió la cabeza mientras sonreía. Acabó de beber la cerveza y sacó otra lata fría de la bolsa. Le pasó otra a Frank.

– Nunca se sabe cómo reaccionará la gente. En resumen el tipo dice que yo era demasiado bueno para Jennifer. Al menos, en este momento. Que ella necesita madurar. La envía al extranjero para que trabaje en las misiones de la fundación de caridad Baldwin durante un año o dos. Dice que si necesito cualquier cosa que le avise. Incluso dice que me admira y me respeta.

– Vaya. -Frank bebió otro trago, esta vez más corto-. Tampoco dice mucho.

– Sí. Baldwin ha nombrado a Barry Alvis como abogado jefe de todos sus asuntos. Alvis era el tipo que Jenn hizo echar de Patton, Shaw. Sin perder ni un segundo, Alvis fue al despacho de Dan Kirksen y retiró toda la cuenta. Creo que a Dan le vieron por última vez en la cornisa de un rascacielos

– Leí que la firma cerró.

– A todos los abogados buenos los contrataron en el acto en otros bufetes. Los malos tendrán que ganarse la vida en otra cosa. El edificio ya está alquilado. Toda la firma ha desaparecido sin dejar rastro.

– Lo mismo le pasó a los dinosaurios. Sólo que con los abogados se tarda un poco más. -Descargó un golpe suave en el brazo de Jack.

– Gracias por venir a alegrarme la velada -dijo Jack y se rió.

– Diablos, no me lo hubiera perdido por nada en el mundo. Jack le miró y en su rostro apareció una expresión seria.

– ¿Qué pasó?

– No me diga que sigue sin leer los periódicos.

– Desde hace meses. Después del enjambre de reporteros, los conductores de tertulias, los equipos de acusadores particulares, los productores de Hollywood y centenares de curiosos a los que tuve que enfrentarme, decidí pasar de todo y no saber nada de nada. Cambié el número de teléfono una docena de veces y los cabrones seguían encontrándome. Por eso, los dos últimos meses han sido tan dulces. Nadie me conocía.

Frank se tomó unos instantes para poner en orden sus pensamientos.

– Bueno, veamos. Collin se declaró culpable de conspiración, dos asesinatos en segundo grado, obstrucción a la justicia y media docena de cargos menores. Esto en lo referente a la jurisdicción de la capital. Creo que el juez le tuvo lástima. Collin era un chico de Kansas, marine, agente del servicio secreto. Sólo seguía órdenes. Lo llevaba haciendo la mayor parte de su vida. Me refiero a que el presidente te dice que hagas algo, y lo haces. Le condenaron a veinte años, cosa que en mi opinión es una ganga, pero a cambio dio a la fiscalía toda la información. Quizá valió la pena. Es probable que salga en libertad cuando cumpla los cincuenta. La mancomunidad decidió no procesarle en reconocimiento a su cooperación contra Richmond.

– ¿Qué pasó con Russell?

Frank casi se ahogó con la cerveza.

– Bien, la tía cantó hasta por los codos. Se gastaron una fortuna en horas extraordinarias para los reporteros asistentes al juicio. No había manera de hacerle callar. Consiguió el mejor arreglo de todos. Ni un solo día de cárcel. Miles de horas de trabajo comunitario. A prueba durante diez años. Por conspiración criminal. ¿Se lo puede creer? Entre nosotros, la pobre estaba chalada. Trajeron a un psiquiatra designado por el tribunal. Es posible que pase unos cuantos años en algún hospital antes de que pueda salir a la calle. Pero tengo que decirlo, Richmond la martirizó. Física y emocionalmente. Si la mitad de lo que dijo es cierto, fue algo horripilante. Sacado del mismísimo infierno.

– ¿Y qué hicieron con Richmond?

– Dígame la verdad, estuvo en Marte, ¿no? El juicio del milenio y usted tan tranquilo durmiendo.

– Alguien tenía que hacerlo.

– Luchó hasta el final. Eso se lo reconozco. Se debió gastar hasta el último céntimo. El tipo metió la pata en el banquillo. Se mostró tan arrogante, sin importarle un rábano mentir como un bellaco. Rastrearon la transferencia hasta la Casa Blanca. Russell había sacado los fondos de una multitud de cuentas pero cometió el error de reunir los cinco millones en una sola antes de enviarla. Quizá tuvo miedo de que si el dinero no aparecía entero Luther iría a la poli. El plan funcionó aunque él no lo vio. Richmond no supo contestar a eso ni a muchas otras cosas. Le hicieron pedazos. Trajo un Quién es quién de la grandeza americana, y no le sirvió de nada. Hijo de puta. Un tipo peligroso y enfermo si quiere saber mi opinión.

– El tipo encargado de los códigos nucleares. Muy bonito. ¿Cuál fue la condena?

Frank contempló las ondulaciones del agua antes de responder.

– Le condenaron a muerte, Jack.

– Y una mierda. -Jack le miró atónito-. ¿Cómo se las apañaron?

– Un procedimiento un tanto dudoso desde un punto de vista estrictamente legal. Le acusaron según el estatuto de contratar a un asesino. Es el único caso donde no se aplica la regla del autor material.

– ¿Cómo demonios hicieron para sostener la acusación?

– Argumentaron que Burton y Collin eran subordinados a sueldo cuya única misión era hacer aquello que les mandaba el presidente. Él ordenó los asesinatos. Como si fueran pistoleros de la Mafia. Parece un poco exagerado, pero el jurado dictó el veredicto y la sentencia, y el juez los aceptó.

– ¡Diablos!

– Eh, sólo porque el tipo era el presidente no quiere decir que merezca un trato diferente al de los demás. No veo por qué debemos sorprendernos por lo que pasó. ¿Sabe la clase de persona que se necesita ser para llegar a presidente? No son normales. Empiezan bien, pero cuando llegan a ese nivel venden el alma al diablo y aplastan a tanta gente que acaban por no parecerse en nada a usted y a mí, ni por los pelos. -Frank observó las profundidades de la piscina antes de añadir-: Pero nunca le ejecutarán.

– ¿Por qué no?

– Los abogados apelarán, los opositores a la pena de muerte harán campaña, el gobierno recibirá peticiones de clemencia de todo el mundo. El tipo está hundido a nivel de popularidad, pero todavía conserva amigos muy poderosos. Encontrarán algún fallo en el proceso. Además, el país quizás está de acuerdo en ejecutar a la escoria. Pero no tengo muy claro si los Estados Unidos serán capaces de ejecutar al tipo que votaron como presidente No quedaría muy bien desde una perspectiva global. A mí me inquieta, aunque el cabrón se lo merece.

Jack recogió agua en el cuenco de la mano y se la echó por los brazos. Miró a la distancia.

– También han salido algunas cosas positivas de todo esto -continuó el detective, que miró preocupado a su amigo-. Fairfax quiere nombrar al aquí presente jefe de división. Me han hecho ofertas de una docena de ciudades para que sea jefe de policía. El fiscal jefe en el caso Richmond, según dicen, ganará de calle los comicios para fiscal general. -Frank bebió un trago de cerveza-. ¿Qué me dice de usted, Jack? Usted fue el que los pilló. Engañar a Burton y al presidente fue idea suya. Muchacho, cuando descubrí la línea de teléfono pinchada casi me da un ataque. Usted tenía razón. ¿Qué sacará de todo esto?

– Estoy vivo -respondió Jack-. Ya no soy un abogado para ricos en Patton, Shaw y no me casaré con Jennifer Baldwin. Creo que es suficiente.

– ¿Tiene alguna noticia de Kate? -preguntó Seth mientras miraba las venas azules de las piernas.

– Está en Atlanta -Jack acabó la cerveza-. Al menos estaba allí la última vez que escribió.

– ¿Se quedará allí?

– No está muy segura. -Jack se encogió de hombros-. La carta no lo decía muy claro. Luther le dejó la casa en herencia.

– Me sorprendería si la acepta. Comprada con dinero ilícito.

– El padre de Luther se la dejó, comprada y pagada con buen dinero. Luther conocía a su hija. Pienso que le quería dejar alguna cosa. Un hogar no está nada mal.

– ¿Sí? Un hogar necesita dos personas, si quiere mi opinión. Y después, pañales sucios y biberones para estar completo. Jack, ustedes estaban hechos el uno para el otro. Se lo juro.

– No estoy muy seguro de que eso tenga importancia, Seth. -Se secó los brazos-. Ha pasado por muchos sufrimientos. Quizá demasiados. Yo estoy vinculado a toda esa historia. No puedo culparla por querer apartarse de todo. Hacer borrón y cuenta nueva.

– Usted no era el problema, Jack. Por lo que vi era todo lo demás. Jack miró a un helicóptero que atravesaba el cielo.

– Estoy un poco cansado de ser siempre el que da el primer paso, Seth. ¿Sabe lo que quiero decir?

– Lo adivino. -Frank miró su reloj.

– ¿Tiene que ir a alguna parte? -le preguntó Jack al ver el movimiento.

– Sólo pensaba en que necesitamos algo más fuerte que la cerveza. Conozco un lugar muy bonito cerca de Dulles. Costillares largos como mi brazo, mazorcas asadas de medio kilo y tequila hasta que sale el sol. Y algunas camareras de muy buen ver si quiere probar suerte, aunque yo como un hombre casado me limitaré a observar desde una distancia respetuosa cómo hace el tonto. Cogeremos un taxi para ir a casa porque los dos estaremos borrachos y tendrá que dormir en mi casa. ¿Qué me dice?

– ¿Me firmará un vale? -replicó Jack, con una sonrisa-. Suena tentador.

– ¿Está seguro?

– Lo estoy. Gracias, Seth.

– Pues ya lo tiene. -Frank se levantó, desenrolló las perneras de los pantalones y fue a buscar los zapatos y los calcetines.

– ¿Qué le parece venir a mi casa el sábado? Haremos una barbacoa, hamburguesas, patatas fritas y perritos calientes. También tengo entradas para el Camden Yard.

– Hecho.

Frank acabó de atarse los cordones y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir se volvió para mirar a su amigo.

– Eh, Jack, no piense demasiado, ¿vale? Algunas veces no es saludable.

– Gracias por la cerveza -respondió Jack levantando la lata.

Se marchó el detective y Jack se tendió en el suelo de cemento. Contempló el cielo que parecía tener más estrellas que números. Algunas veces se despertaba de un sueño muy profundo, y se daba cuenta de que había estado soñando las cosas más extrañas. Pero lo que había soñado le había ocurrido en realidad. No era muy agradable. Sólo aumentaba la confusión que, a su edad, esperaba haber eliminado de su vida.

Un vuelo de una hora y media hacia el sur era, sin duda, el mejor remedio a sus males. Kate Whitney podía o no regresar. Sólo tenía claro que no iría tras ella. Esta vez sería responsabilidad de Kate volver a formar parte de su vida. Y no era por resentimiento que Jack lo consideraba necesario. Kate tenía que tomar una decisión. Sobre su vida y cómo quería vivirla. El trauma emocional que había experimentado con su padre había sido superado por la culpa y la pena que soportó con su muerte. La mujer tenía que pensar en muchas cosas.

Y Kate había dejado bien claro que quería hacerlo sola. Llevaba razón.

Se quitó la camiseta, se zambulló en la piscina y nadó tres largos a ritmo rápido. Sus brazadas cortaron el agua con fuerza y cuando acabó de nadar, se sentó otra vez en el borde. Cogió la toalla y se la puso sobre los hombros. El aire de la noche era fresco y cada gota de agua era como un cubito contra la piel. Miró una vez más el cielo. Ni un mural a la vista. Pero tampoco estaba Kate.

Pensaba en volver al apartamento para dormir un rato cuando volvió a oír el chirrido de la puerta. Frank que se había olvidado algo. Echó una ojeada. Por unos segundos se quedó inmóvil. Permaneció sentado con la toalla sobre los hombros con miedo de hacer ningún ruido. Lo que sucedía quizá no era real. Otro sueño que se esfumaría con el alba. Por fin, se levantó lentamente y caminó hacia la puerta.


En la calle, Seth Frank permaneció junto a su coche durante unos momentos para admirar la belleza de la noche; olió el aire que recordaba más a una primavera lluviosa que a un verano húmedo. No sería demasiado tarde cuando llegara a casa. Quizá la señora Frank querría ir al Dairy Queen del barrio. Los dos solos. Le habían recomendado mucho los cucuruchos bañados en caramelo. Sería magnífico para acabar el día. Subió al coche.

Como padre de tres, Seth Frank sabía lo hermoso que era vivir. Como detective de homicidios había aprendido que un bien preciado como la vida podía ser destrozado con la mayor brutalidad. Miró por un instante hacia la azotea del edificio y sonrió mientras arrancaba. Pero eso era lo mejor de estar vivo. Hoy quizá las cosas no iban bien. Pero mañana habría la posibilidad de arreglarlas.

Загрузка...