Kate se había acostado pero le resultaba imposible conciliar el sueño. Por el techo del dormitorio desfilaban una serie de imágenes a cual más terrorífica. Miró el reloj despertador. Las tres de la madrugada. Por el hueco de las persianas entreabiertas veía la oscuridad exterior. La lluvia golpeaba contra el cristal. El ruido, en otras ocasiones tranquilizador, ahora sólo aumentaba su dolor de cabeza.
No se movió cuando sonó el teléfono. Sentía los miembros tan pesados que no se veía con ánimo de moverlos, como si se hubieran quedado sin sangre. Por un instante pensó que había sufrido un infarto. Por fin, al quinto timbrazo, levantó el auricular.
– ¿Sí? -Le temblaba la voz, no tenía voluntad ni para hablar. -Kate, necesito ayuda.
Cuatro horas más tarde estaban sentados en el salón del pequeño local de comidas en Founder’s Park, el lugar de su primer encuentro después de muchos años de separación. El tiempo había empeorado. La nevada era tan fuerte que casi no circulaban coches y caminar era un aventura de locos.
Kate miró a Jack. Se había quitado la capucha, pero la gorra de lana, la barba de varios días y las gafas con unos cristales gruesos como culo de botella desfiguraban tanto sus facciones que Kate le miró dos veces antes de reconocerlo.
– ¿Estás segura de que nadie te siguió? -preguntó Jack, ansioso.
El vapor de la taza de café molestaba la visión de Kate, pero así y todo ella veía la tensión en el rostro del hombre. Tenía los nervios a flor de piel.
– Hice lo que me dijiste. El metro, dos taxis y el autobús. Si alguien me siguió con este tiempo, es que no es humano.
– Por lo que he visto es probable que no lo sean -contestó Jack que dejó la taza de café después de beber un trago.
No había mencionado el nombre del punto de encuentro en la llamada. Daba por hecho que ellos lo escuchaban todo, que vigilaban a cualquiera relacionado con él. Sólo había mencionado el lugar de costumbre, en la confianza de que Kate le entendería, y ella le había entendido. Jack miró a través de la ventana. Cada peatón era una amenaza. Le deslizó un ejemplar del Post. La primera plana lo explicaba todo. Jack había temblado de furia cuando la leyó.
Seth Frank sufría una conmoción cerebral y según un portavoz del hospital universitario George Washington, su estado era estacionario. El mendigo, todavía sin identificar, no había tenido tanta suerte. En un recuadro se hablaba de Jack Graham, el asesino múltiple. Kate le miró cuando acabó de leer.
– Tenemos que mantenernos en movimiento -dijo Jack; acabó el café y salieron del local.
Un taxi les dejó delante del motel de Jack en las afueras del casco antiguo de Alexandria. Jack miró a izquierda y derecha, y después atrás mientras iban a la habitación. Cerró la puerta con llave y echó el pasador antes de quitarse la gorra y las gafas.
– Jack, lamento verte involucrado en este asunto. -Kate se estremeció con tanta fuerza que Jack se dio cuenta desde el otro extremo de la habitación. Se apresuró a abrazarla y la mantuvo contra su pecho hasta que sintió cómo se relajaba su cuerpo.
– Me ligué a este asunto porque quise. Ahora sólo tengo que desligarme. -Intentó sonreír, pero no sirvió para disminuir el miedo que sentía Kate; el terrible temor de verle muerto como su padre.
– Te dejé una docena de mensajes en el contestador automático.
– No tuve ocasión de escucharlos, Kate. -Jack dedicó la media hora siguiente al relato de los hechos ocurridos en los últimos días. La mirada de Kate reflejó el horror que la dominaba con cada nueva revelación.
– ¡Dios mío!
Permanecieron en silencio por un instante.
– Jack, ¿tienes alguna idea de quién está detrás de todo esto?
Jack negó con la cabeza, y el movimiento le hizo soltar un gemido.
– Hay montón de cosas sueltas que me bailan por la cabeza pero nada concreto. Espero que la situación cambie. Y pronto.
La finalidad con que pronunció esta última palabra a Kate le sentó como una bofetada. Los ojos se lo revelaron. El mensaje era claro. A pesar de los disfraces, las precauciones en los desplazamientos, a pesar de todo su empeño por evitarlo, ellos le encontrarían. La poli o las personas que intentaban matarlo. Solo era una cuestión de tiempo.
– Pero ahora ya tienen lo que buscaban. -La voz de Kate se apagó mientras le dirigía una mirada de súplica.
Él se acostó en la cama, y estiró los miembros exhaustos. Le parecía que no eran suyos.
– No es algo en lo que pueda confiar siempre, Kate. -Se sentó en la cama y contempló la habitación. El cuadro barato de Jesús colgado en la pared. No le vendría mal una dosis de intervención divina. Le bastaría con un milagro.
– Tú no mataste a nadie, Jack. Dijiste que Frank lo tenía claro. Los polis de Washington acabarán por llegar a la misma conclusión.
– ¿Lo crees? Frank me conoce, Kate. Me conoce y todavía escucho la duda en su voz cuando hablamos la primera vez. Encontró el vaso, pero no hay ninguna prueba de que alguien manipulara el vaso o el arma. Por otro lado tienen una prueba válida que me señala como autor de dos asesinatos. Tres si cuentas el de anoche. Mi abogado me recomendaría negociar un trato de veinte años a cadena perpetua con la posibilidad de conseguir la libertad condicional. Yo se lo recomendaría a cualquier cliente. Si voy a juicio no tengo nada para defenderme. Sólo un montón de conjeturas que pretenden ligar a Luther, a Walter Sullivan y a todos los demás en una conspiración, y en esto estarás de acuerdo, de proporciones monumentales. El juez se reirá en mis narices. El jurado nunca me escuchará. Aunque en realidad no hay nada que escuchar.
Se levantó para apoyarse en la pared con las manos en los bolsillos. No miró a Kate. El pesimismo sobre sus perspectivas a corto y largo plazo se reflejaba claramente en su rostro.
– Moriré de viejo en la cárcel, Kate. Eso, si tengo la suerte de llegar a viejo, algo que, en estos momentos, pongo en duda.
Kate se sentó en la cama, con las manos sobre la falda. Un gemido sordo brotó de su garganta mientras se hundía en la desesperación, como una piedra arrojada en aguas turbulentas.
Seth Frank abrió los ojos. Al principio sólo vio manchas. En su mente veía algo parecido a una gran tela blanca sobre la que habían lanzado unos cuantos litros de pintura negra, blanca y gris para formar un pastiche que enfermaba al espectador. Al cabo de unos momentos comenzó a distinguir los contornos de la habitación del hospital con los cromados, las ángulos bruscos y el blanco brillante. Cuando intentó levantarse, una mano firme se lo impidió.
– No, no, teniente. No tenga tanta prisa.
Frank vio el rostro de Laura Simon. La sonrisa de la mujer no alcanzaba a disimular del todo las arrugas de preocupación alrededor de los ojos. Su suspiro de alivio sonó con toda claridad.
– Su esposa acaba de marcharse para atender a los niños. Pasó aquí toda la noche. Le dije que en cuanto se fuera usted se despertaría.
– ¿Donde estoy?
En el hospital George Washington. Veo que tuvo la precaución de buscar un lugar cercano a un hospital para que le rompieran el craneo. -Simon se inclinó sobre la cama para que Frank no tuviera que mover la cabeza. Él la miró-. Seth, ¿recuerda lo que pasó?
Frank pensó en la noche pasada. ¿Era la noche pasada?
– ¿Qué día es hoy?
– Jueves.
– Entonces ocurrió anoche.
– Alrededor de las once. Esa fue la hora en que le encontraron. Y también al otro tipo.
– ¿El otro tipo? -Frank hizo un movimiento brusco y sintió un dolor intenso en el cuello.
– Tranquilo, Seth. -Laura acomodó una almohada debajo de la cabeza del teniente-. Había otro tipo. Un mendigo. Todavía no le han identificado. El mismo tipo de golpe en la nuca. Murió en el acto. Usted tuvo suerte.
Frank se tocó las sienes con mucha precaución. No se sentía tan afortunado.
– ¿Alguien más?
– ¿Qué?
– ¿Si encontraron a alguien más?
– Ah, no. Pero no se creerá lo que le voy a decir. ¿Recuerda al abogado que vio la cinta de vídeo con nosotros?
– Sí. Jack Graham. -Frank se puso tenso.
– El mismo. El tipo mató a dos personas en la firma donde trabaja y después le vieron salir corriendo de la estación del metro a la misma hora en que le aporrearon a usted y al otro tipo. Es una pesadilla ambulante. Pensar que parecía míster América.
– ¿Le han encontrado? ¿A Jack? ¿Están seguros de que escapó?
– Salió de la estación del metro si es lo que pregunta. -Laura le miró intrigada-. Pero sólo es una cuestión de tiempo. -Miró a través de la ventana y cogió su bolso-. Los polis de Washington quieren hablar con usted cuanto antes.
– No creo que pueda ayudarles mucho. No recuerdo gran cosa, Laura.
– Amnesia temporal. No tardará en recordarlo todo. -Se puso la chaqueta-. Alguien tiene que vigilar el condado de Middleton para que los ricos y famosos vivan tranquilos mientras usted se da la gran vida. -Sonrió-. No se acostumbre a esto, Seth. Nos molestaría mucho tener que contratar a un nuevo detective.
– ¿Dónde encontrarán a alguien tan agradable como yo?
– Su esposa volverá dentro de unas horas -contestó Laura, que rió con ganas-. Necesita descansar. -Caminaba hacia la puerta cuando se dio la vuelta para hacerle otra pregunta-: Por cierto, Seth,¿qué hacía en la estación de Farragut West a esa hora de la noche?
Frank tardó en responder. No tenía amnesia. Recordaba los sucesos de la noche con toda claridad.
– ¿Seth?
– No estoy seguro, Laura. -Cerró los ojos por un momento-. Sencillamente, no lo recuerdo.
– No se preocupe, recuperará la memoria. Mientras tanto, ellos cogerán a Graham. Eso permitirá aclararlo todo.
Laura se marchó, pero el teniente no aprovechó la soledad para descansar. Jack estaba ahí fuera. Con toda seguridad, al principio habría pensado que Frank le había tendido una trampa, aunque si Jack había leído los periódicos ya sabría que el detective había caído en la trampa preparada para el abogado.
Ahora ellos tenían el abrecartas. Eso era lo que contenía la caja. No podía ser otra cosa. Y, sin esa prueba, ¿cómo pillarían a esa gente?
Frank repitió el intento de levantarse. Tenía la aguja del suero insertada en un brazo. La presión en la cabeza le obligó a tenderse en el acto. Tenía que salir del hospital, ponerse en contacto con Jack. En estos momentos no sabía cómo conseguir ninguna de las dos cosas.
– Dijiste que necesitabas mi ayuda. ¿Qué puedo hacer? -Kate miró a Jack a la cara. No había ninguna reserva en su semblante.
Jack se sentó en la cama junto a la joven. Parecía preocupado.
– Tengo mis serias dudas respecto a meterte en este asunto. Me preguntó si fue sensato llamarte.
– Jack, he estado rodeada de violadores, asaltantes y asesinos durante los últimos cuatro años.
– Lo sé. Pero al menos sabías quiénes eran. Esta vez puede ser cualquiera. Están matando gente a diestro y siniestro, Kate. Esto es muy serio.
– No voy a marcharme a menos que me permitas ayudarte. Jack vaciló, sus ojos miraron a otra parte.
– Jack, si no confías en mí, te entregaré. Creo que estarás más seguro en manos de la poli.
– Serías capaz de hacerlo, ¿verdad?
– Claro que sí. Estoy quebrantando no sé cuántas leyes al estar aquí. Si dejas que te ayude, olvidaré este encuentro. Pero si no lo haces…
Había una mirada en sus ojos que, a pesar de todas las horribles amenazas que le acechaban, le hizo sentirse afortunado de estar con ella.
– De acuerdo. Serás mi contacto con Seth. Aparte de ti, él es la única persona en la que puedo confiar.
– Pero perdiste el paquete. ¿Cómo te puede ayudar? -Kate no pudo disimular su desagrado hacia el detective.
Jack se levantó para pasearse por la habitación. Por fin se detuvo y miró a la joven.
– ¿Recuerdas lo maniático que era tu padre con el control? ¿Que nunca se olvidaba de preparar un plan de emergencia?
– Lo recuerdo -contestó Kate, en un tono seco.
– Pues ahora estoy pensando en esa virtud.
– ¿De qué hablas?
– Que Luther tenía un plan de emergencia para este caso. Ella le miró, boquiabierta.
– Señora Broome.
La puerta se abrió un poco más mientras Edwina espiaba a su visitante.
– Me llamo Kate Whitney. Luther Whitney era mi padre. Kate se tranquilizó al ver que la anciana la saludaba con una sonrisa.
– Sabía que le había visto antes. Luther siempre me mostraba fotos suyas. Es mucho más bonita que en las fotos.
– Muchas gracias.
– No sé en qué estoy pensando -dijo la anciana al tiempo que abría la puerta-. Debe estar muerta de frío. Por favor, pase.
Edwina la guió hasta una pequeña sala de estar donde un trío de gatos dormían en diversos muebles.
– Acabo de preparar té. ¿Quiere una taza?
Kate vaciló. Tenía poco tiempo. Entonces miró el reducido confín de la casa. En un rincón había un viejo piano vertical cubierto de polvo. Kate se fijó en los ojos cansados de la mujer; ya no podía disfrutar del pasatiempo musical. Su marido había muerto hacía años, su hija se había suicidado. ¿Cuántos venían a visitarla?
– Sí, muchas gracias.
Las dos mujeres se instalaron en el viejo pero cómodo sofá. Kate probó el té fuerte y comenzó a animarse. Se apartó el pelo de la cara y miró a la anciana que la observaba con una expresión de pena.
– Lamento mucho lo de su padre, Kate. Se lo juro. Sé que ustedes dos tenían sus diferencias. Pero Luther era el hombre más bueno que conocí en toda mi vida.
– Muchas gracias.
La mirada de Edwina se posó en una mesa pequeña junto a la ventana. Kate siguió la mirada. Sobre la mesa había muchas fotos de Wanda Broome que formaban un relicario; la mostraban en sus momentos más felices. Se parecía mucho a la madre.
Un relicario. Sorprendida, Kate recordó la colección de fotos de sus triunfos que había guardado Luther.
– Señora Broome, lamento ser brusca pero no dispongo de mucho tiempo -dijo Kate mientras dejaba la taza.
– Se trata de la muerte de Luther y de mi hija, ¿no es así? -preguntó Edwina que adelantó expectante el cuerpo.
– ¿Por qué lo dice? -replicó Kate, sorprendida.
Edwina se inclinó todavía más, su voz se convirtió en un susurro. -Porque sé que Luther no mató a la señora Sullivan. Lo sé como si lo hubiera visto con mis propios ojos.
– ¿Tiene usted alguna idea…? -comenzó a preguntar Kate intrigada, pero se interrumpió al ver que Edwina sacudía la cabeza.
– No, no la tengo.
– Entonces, ¿cómo sabe que mi padre no lo hizo?
Esta vez la anciana hizo una pausa para pensar. Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos. Cuando los abrió, Kate seguía sin mover un músculo.
– Es la hija de Luther y creo que tiene derecho a saber la verdad. -Bebió un trago de té y se secó los labios con una servilleta. Un gato persa negro saltó sobre su falda y en un segundo se quedó dormido.
– Conocía a su padre. Me refiero a su pasado. Él y Wanda se conocieron. Ella se metió en problemas hace años y Luther la ayudó, la ayudó a recuperarse y a llevar una vida decente. Le estaré agradecida por el resto de mi vida. Cada vez que Wanda o yo necesitábamos algo, él estaba disponible. El hecho es, Kate, que su padre no habría puesto el pie en aquella casa de no haber sido por Wanda.
Edwina habló durante unos minutos. Cuando acabó, Kate se dio cuenta de que contenía el aliento. Lo soltó con un ruido que resonó en la habitación.
La anciana no dijo nada sino que miró a la joven con su mirada triste. Por fin se movió. Con una mano arrugada palmeó la rodilla de Kate.
– Luther la quería, hija mía. Más que a nada en el mundo.
– Lo sé.
– Él nunca la culpó por lo que sentía -añadió Edwina que movió la cabeza apesadumbrada-. Decía que estaba en todo su derecho de sentirse así.
– ¿Él dijo eso?
– En efecto. Se sentía tan orgulloso de usted, de que fuera abogada y de sus méritos. Siempre me decía: «Mi hija es abogada, y muy buena por cierto. La justicia es lo único que le interesa y tiene razón, toda la razón del mundo».
Kate notó que se mareaba. Sentía emociones para las que no estaba preparada. Se masajeó la nuca y se tomó un momento para mirar a través de la ventana. Un coche negro pasó por la calle y desapareció. Una vez más volvió la atención a Edwina.
– Señora Broome, aprecio que me diga todas estas cosas. Pero mi visita obedece a una razón concreta. Necesito su ayuda.
– Haré lo que sea.
– Mi padre le envió un paquete.
– Sí. Y se lo envié al señor Graham, como me dijo Luther.
– Sí, lo sé. Jack recibió el paquete. Pero alguien… alguien se lo quitó. Ahora nos preguntamos si mi padre le envió otra cosa, algo que pueda ayudarnos.
Los ojos de Edwina ya no parecían tristes. Ahora brillaban con fuerza. Miró a Kate.
– Detrás suyo, Kate, en la banqueta del piano. En el libro de himnos de la izquierda.
Kate levantó la tapa de la banqueta y sacó el libro de himnos. Había un paquete oculto entre las páginas. Lo miró.
– Luther era el hombre más precavido que he conocido. Dijo que si pasaba cualquier cosa con el envío del primer paquete, le enviara éste al señor Graham. Estaba a punto en enviarlo cuando me enteré de lo ocurrido por la televisión. ¿Tengo razón al creer que el señor Graham no hizo ninguna de esas cosas?
– Ojalá todo el mundo creyera lo mismo -dijo Kate.
La joven se dispuso a abrir el paquete, pero se detuvo al escuchar la voz aguda de Edwina.
– No lo abra, Kate. Su padre dijo que sólo el señor Graham debía ver lo que guarda. Sólo él. Creo que es mejor obedecer su voluntad.
Kate vaciló. Le costó vencer la curiosidad pero cerró el paquete.
– ¿Le dijo alguna otra cosa? ¿Sabía quién mató a Christine Sullivan?
– Lo sabía.
– ¿Pero no le dijo quién? -Kate miró a la anciana, que sacudió la cabeza con mucho vigor.
– Sin embargo me dijo una cosa.
– ¿Qué le dijo?
– Que si me decía quién lo había hecho no le creería.
Kate volvió a sentarse y pensó a toda máquina.
– ¿Qué quiso decir con eso?
– A mí me sorprendió mucho, se lo juro.
– ¿Por qué? ¿Por qué se sorprendió?
– Porque Luther era el hombre más sincero que he conocido. Cualquier cosa que me hubiera dicho la habría creído. Para mí todo lo que me decía iba a misa.
– Por lo tanto, la persona que vio debió ser alguien tan por encima de toda sospecha que incluso a usted le hubiera parecido increíble.
– Así es. Eso es lo que pensé.
– Muchas gracias, señora Broome. -Kate se levantó.
– Por favor, llámeme Edwina. Es un nombre curioso pero es el único que tengo.
– Después de que acabe todo esto, Edwina, me gustaría volver a visitarla si no le importa. Hablar un poco más de las cosas.
– Estaré encantada. Ser vieja tiene cosas buenas y malas. Ser vieja y estar sola es muy malo.
Kate se puso el abrigo y caminó hacia la puerta. Guardó el paquete en el bolso.
– Eso facilitará la búsqueda, ¿no le parece, Kate?
– ¿Qué? -preguntó Kate.
– Buscar a alguien tan inverosímil. Que yo sepa no abundan mucho esa clase de personajes.
El guardia de seguridad del hospital era alto, corpulento y ahora estaba rojo de vergüenza.
– No sé cómo pasó. Dejé la vigilancia durante dos, tres minutos como máximo.
– No tendría que haberse ausentado del puesto ni por un segundo, Monroe. -El supervisor, un tipo pequeñajo, se encaró con Monroe y el gigantón sudaba.
– Ya se lo dije, la señora me pidió que la ayudara con la bolsa, y yo la ayudé.
– ¿Qué señora?
– Se lo dije, una señora. Joven, bonita, bien vestida. -El supervisor le volvió la espalda, enfadado. No podía saber que la señora en cuestión era Kate Whitney, y que ella y Seth Frank estaban ya a cinco manzanas de distancia en el coche de Kate.
– ¿Le duele? -Kate le miró sin mucha compasión en las facciones o en la voz.
– ¿Lo dice en serio? -Se tocó con cuidado el vendaje de la cabeza-. Mi hija de seis años pega más fuerte. -Buscó algo con la mirada en el interior del coche-. ¿Tiene cigarrillos? ¿Desde cuándo no dejan fumar en los hospitales?
Kate buscó en el bolso y le ofreció un paquete abierto. El teniente cogió uno, lo encendió y después la miró entre una nube de humo.
– Por cierto, muy buena su actuación con el guardia. Tendría que trabajar en el cine.
– ¡Estupendo! Estoy dispuesta a un cambio de carrera. -¿Cómo está nuestro muchacho?
– A salvo. Por ahora. Intentemos que siga así. -Giró en la esquina siguiente y miró con dureza al detective.
– Verá, no entraba dentro del plan permitir que a su viejo se lo cargaran delante mío.
– Lo mismo me dijo Jack.
– ¿Pero usted no se lo cree?
– ¿Qué más da lo que yo crea?
– Para mí es importante, Kate.
Kate frenó al ver el semáforo en rojo.
– Está bien. Se lo explicaré de otra manera. Poco a poco me voy haciendo a la idea de que usted no quería que ocurriera. ¿Le parece bien?
– No, pero me conformaré por ahora.
Jack dobló en la esquina e intentó relajarse. El último frente de tormenta se había alejado, pero aunque ya no nevaba ni llovía, la temperatura rozaba el bajo cero y el viento soplaba con saña. Se echó el aliento sobre los dedos ateridos y se frotó los ojos hinchados por la falta de sueño. Entre los edificios vio la luna en cuarto creciente. Echó una ojeada al lugar. El edificio al otro lado de la calle estaba desierto. El local delante del cual se encontraba había cerrado las puertas hacía mucho tiempo. Salvo algún que otro transeúnte dispuesto a enfrentarse con la inclemencia del viento, Jack estuvo solo la mayor parte del tiempo. Por fin, se refugió en el portal del edificio.
A tres manzanas de distancia, un taxi destartalado se arrimó al bordillo, se abrió la puerta de atrás y un par de zapatos de tacón bajo pisó la acera de cemento. El taxi arrancó sin perder un segundo y, al cabo de un momento, la calle volvió a estar desierta. Kate se ciñó el abrigo mientras caminaba a paso rápido. En el momento que llegaba a la segunda manzana, un coche, con las luces apagadas, dobló la es-quina y la siguió. Kate, ensimismada en sus pensamientos, no miró atrás.
Jack le vio aparecer en la esquina. Miró en todas las direcciones antes de moverse, un hábito que acababa de adquirir y que esperaba abandonar cuanto antes. Fue a su encuentro a paso ligero. La calle estaba en silencio. Ninguno de los dos vio asomar el morro del coche por la esquina. En el interior, el hombre enfocó a la pareja con el aparato de visión nocturna que el catálogo de venta por correo anunciaba como el último invento de la tecnología soviética. Los ex comunistas no tenían idea de cómo dirigir una sociedad democrática y capitalista, pero eso no les impedía fabricar productos militares de primera calidad.
– Caray, estás helado. ¿Cuánto tiempo llevas esperando? -preguntó Kate que se estremeció al tocarle la mano.
– Mucho. Me ahogaba en la habitación del motel. Tenía que salir. Voy a ser un preso terrible. ¿Y bien?
Kate abrió el bolso. Había llamado a Jack desde un teléfono público. No le había dicho qué tenía, sólo que tenía algo. Jack compartía la opinión de Edwina Broome. Él asumiría todos los riesgos. Kate ya había hecho más que suficiente.
Jack cogió el paquete. No era difícil adivinar el contenido. Fotografías.
«Gracias, Luther. No me has desilusionado.»
– ¿Estás bien? -Jack miró a la joven.
– Sí.
– ¿Dónde está Seth?
– Por ahí. Me llevará a casa.
Intercambiaron una mirada. Jack era consciente de que Kate debía irse, quizás abandonar el país durante un tiempo, hasta que el asunto estuviera aclarado o a él le mandaran a la cárcel por asesinato. Si ocurría esto último, entonces las intenciones de Kate de empezar de nuevo en otra parte eran un buen plan.
Él no quería que se marchara.
– Muchas gracias. -Las palabras le parecieron poco adecuadas, como si ella acabara de traerle la comida, o la ropa de la lavandería.
– Jack, ¿qué piensas hacer ahora?
– Todavía no lo tengo resuelto. Ya lo decidiré. Sin embargo, no pienso rendirme sin pelear.
– Sí, pero ni siquiera sabes contra quién peleas. No es justo.
– ¿Quién dijo que debía ser justo?
Jack sonrió mientras miraba volar las hojas de un periódico arrastradas por el viento.
– Es hora de que te vayas. Este no es un lugar seguro.
– Tengo mi aerosol de defensa personal.
– Buena chica.
Kate se dio le vuelta para marcharse, pero después le cogió brazo.
– Jack, por favor, ten cuidado.
– Siempre tengo cuidado. Esto es pan comido.
– Jack, no bromeo.
– Lo sé. Te prometo que seré el hombre más precavido del mundo -afirmó Jack. Avanzó un paso y se quitó la capucha.
Las gafas de visión nocturna se fijaron en las facciones de Jack. Unas manos temblorosas buscaron el teléfono móvil.
La pareja se abrazó. Jack deseaba besarla pero, dadas las circunstancias, se conformó con rozarle el cuello con los labios. En cuanto se separaron, Kate sintió las lágrimas en sus ojos. Jack se alejó a paso rápido.
Kate se fue por donde había venido sin ver el coche hasta que el vehículo cruzó la calle y frenó con las ruedas sobre el bordillo. Retrocedió al ver que la puerta del conductor se abría violentamente. En el fondo sonaban una multitud de sirenas cada vez más cercanas. Venían a por Jack. En un gesto instintivo miró atrás. Había desaparecido. Cuando se dio la vuelta, se encontró con un hombre que contemplaba con aires de triunfo.
– Nuestros caminos vuelven a cruzarse, señora Whitney. Kate miró al hombre. No le reconoció. Esto pareció desilusionarlo.
– Bob Gavin. Del Post.
Ella se fijó en el coche. Lo había visto antes. En la calle donde vivía Edwina Broome.
– Me ha estado siguiendo.
– Así es. Supuse que acabaría por llevarme hasta Graham. -¿La policía? -Volvió la cabeza cuando un coche con la sirena en marcha apareció en la calle-. Usted la llamó.
Gavin asintió, sonriente. Estaba muy complacido consigo mismo.
– Ahora, antes de que los polis lleguen aquí pienso que podremos hacer un trato. Usted me da la exclusiva. Todos los trapos sucios de Jack Graham y yo cambio la historia lo suficiente para presentarla como un testigo inocente de este episodio en lugar de cómplice de un fugitivo.
Kate miró al hombre. La rabia acumulada en su interior después de un mes de horrores estaba a punto de estallar. Y Bob Gavin estaba directamente en el epicentro.
El periodista miró el coche que se acercaba. Más atrás aparecieron otros dos.
– Venga, Kate -dijo inquieto-, no tiene mucho tiempo. Usted no va a la cárcel y yo consigo el Pulitzer que me merezco y mis quince minutos de fama. ¿Qué me dice?
Kate apretó las mandíbulas. Después respondió muy tranquila, como si hubiese ensayado la respuesta durante meses:
– Lo único que tendrá será dolor, señor Gavin. Quince minutos de dolor.
Mientras él la miraba, Kate sacó el bote de aerosol, apuntó al rostro del periodista y apretó el gatillo. El gas irritante dio de lleno en los ojos y la nariz de Gavin, al tiempo que le teñía la cara con un tinte rojo. Cuando los polis se bajaron del coche, Bob Gavin estaba en él suelo con las manos en el rostro en un intento inútil por arrancarse los ojos.
La primera sirena hizo que Jack se lanzara a correr por una calle lateral.
Se apoyó contra la pared de un edificio para recuperar el aliento. Le dolían los pulmones. El barrio desierto donde estaba se había convertido en una gran desventaja táctica. Podía moverse, pero era como una hormiga negra en un papel blanco. Sonaban tantas sirenas a la vez que le resultaba imposible saber por dónde venían.
En realidad venían por todas partes. Y estaban cada vez más cerca. Corrió hasta la siguiente esquina, se detuvo y asomó la cabeza. El panorama no era alentador. Se fijó en el control policial instalado al final de la calle. La estrategia de la policía resultaba evidente. Tenían una idea aproximada de su posición. Acordonarían toda la zona y después irían estrechando el cerco. Tenían gente y tiempo para hacerlo.
Lo único que tenía Jack era un buen conocimiento de la zona. Muchos de sus clientes como abogado público habían sido de aquí. No soñaban con ir a la universidad, un buen trabajo, una familia cariñosa y una casa adosada, sino en cuánto dinero conseguirían vendiendo bolsitas de crack, en la subsistencia de cada día. Sobrevivir. Era el impulso más fuerte del ser humano. Jack confiaba en que el suyo también lo fuera.
Mientras corría por el callejón, no sabía qué le esperaba, aunque suponía que la inclemencia del tiempo mantendría a la mayoría de los delincuentes en casa. Casi se echó a reír. Ni uno solo de sus antiguos socios en Patton, Shaw se hubiera acercado a este lugar ni protegidos por un batallón acorazado. Era como correr por la superficie de Plutón.
Saltó la alambrada y se tambaleó al aterrizar. Tendió la mano para apoyarse en la pared de ladrillos sin revocar y en aquel momento oyó dos sonidos. El de su respiración y el de pies que corrían. Varios pares. Le habían visto. Cada vez le tenían más cerca. A continuación traerían los K9 y no se podía correr delante de los polis de cuatro patas. Corrió hacia la avenida Indiana.
Jack se desvió por otra calle mientras oía el ruido de los neumáticos que volaban hacia él. Incluso mientras corría en la nueva dirección, un nuevo grupo de perseguidores apareció por el flanco. Ahora sólo era cuestión de tiempo. Buscó el paquete en el bolsillo. ¿Qué haría con las fotos? No podía confiar en nadie. En cuanto le trasladaran a la jefatura harían un inventario de las pertenencias que llevaba encima, con las firmas y garantías necesarias, todo lo cual no significaba nada. Alguien capaz de cometer un asesinato en medio de cientos de polis y desaparecer sin dejar rastro, conseguiría la lista de pertenencias personales del detenido en menos que canta un gallo. Lo que tenía en el bolsillo representaba su única oportunidad. En Washington capital no tenían la pena de muerte pero la condena sin posibilidad de libertad condicional no era mejor e incluso parecía mucho peor.
Corrió entre dos edificios, y al salir a la calle resbaló en una placa de hielo. Incapaz de recuperar el equilibrio embistió un montón de cubos de basura y fue a dar con los huesos en el suelo. Se levantó con un esfuerzo, mientras se frotaba el codo. Le ardía la rozadura, y notaba una debilidad en las rodillas que era algo nuevo. Volvió a sentarse y entonces se quedó inmóvil.
Los faros de un coche venían directamente hacia él. La luz azul en el techo le cegó cuando las ruedas frenaron a unos centímetros de su cuerpo. Se desplomó en la acera. Ya no tenía fuerzas para dar un paso más.
Se abrió la puerta del pasajero. Jack miró extrañado. Entonces también se abrió la del conductor. Unas manazas le sujetaron por las axilas.
– Coño, Jack, mueva el culo.
Jack vio el rostro de Seth Frank.