– Joder, Bill, no tendría que haberlo hecho. Dijo que no se entrometería en la investigación. Coño, tendría que meterlo en la cárcel. Eso le haría quedar de maravilla con su jefe. -Seth Frank cerró el cajón de un golpe y se levantó, furioso con el hombretón que tenía delante.
Bill Burton dejó de pasearse arriba y abajo y se sentó. Ya esperaba la bronca.
– Tiene razón, Seth. Pero, caray, fui poli durante mucho tiempo. Usted no estaba disponible. Me acerqué hasta allí sólo para echar una ojeada. Vi a una tía que entraba. ¿Usted qué hubiese hecho?
Frank no respondió.
– Mire, Frank, puede darme una patada en el culo, pero se lo digo, compañero, esta mujer es nuestro comodín. Con ella cogeremos al tipo.
La expresión de Frank se relajó, poco a poco se calmó su furia.
– ¿De qué habla?
– La chica es la hija. Su adorada hija. De hecho la única hija. Luther Whitney ha estado tres veces en la cárcel, es un ladrón profesional que al parecer mejoró con los años. La esposa acabó por divorciarse de él, no le soportaba más. Cuando comenzaba a rehacer su vida, se murió de cáncer.
Hizo una pausa.
– Continúe -le pidió Seth Frank que ahora era todo oídos.
– Kate Whitney se sintió destrozada por la muerte d la madre. A su modo de ver resultado de la traición del padre. Se sintió tan destrozada que rompió toda relación con su padre. No sólo eso, sino que se licenció en abogacía y después entró a trabajar como una de las fiscales de la mancomunidad, donde disfruta de la fama de ser implacable, sobre todo en los delitos contra la propiedad: robos, hurtos. Siempre pide la máxima para esos tipos. Y por lo general lo consigue.
– ¿De dónde diablos consiguió toda esta información?
– Unas cuantas llamadas a las personas adecuadas. A la gente le gusta hablar de las desgracias ajenas, les hace sentir que sus propias vidas no son tan malas cuando en realidad no es así.
– ¿Y de qué nos sirve todo este follón familiar?
– Seth, piense en las posibilidades. La chica odia a su viejo. Lo odia con O mayúscula y subrayada.
– Lo que propone es utilizarla de cebo. Pero, ¿cómo lo hacemos si no tienen ningún trato?
– Ahí está la trampa. Según todas las versiones, el odio y el rencor son algo exclusivamente de ella. No de él. El padre la adora. La quiere más que nada en el mundo. Hasta tiene un maldito relicario de fotos de ella en el dormitorio. Se lo digo, el tipo está a punto para esto.
– Sí, y para mí es un sí muy grande, si ella está dispuesta a cooperar, ¿cómo se pondrá en contacto con él? Desde luego, el tipo no va a estar pegado al teléfono de su casa esperando que le llamen.
– No, pero me juego la cabeza que escucha los mensajes. Tendría que ver la casa. El tipo es muy ordenado, todo está en su lugar, incluso debe pagar las facturas por anticipado. Y no tiene ni puñetera idea de que vamos a por él. Al menos por ahora. Seguro que escuchalos mensajes una o dos veces al día. Como una medida de precaución.
– ¿Así que ella le deja un mensaje, concerta un encuentro y nosotros le pillamos?
Burton se levantó, sacó dos cigarrillos del paquete y le dio uno al detective. Se tomaron un momento para encenderlos.
– Yo lo veo así, Seth. A menos que usted tenga una idea mejor. -Todavía tenemos que convencerla. Por lo que dice, ella no parece estar muy dispuesta.
– Pienso que debe hablar con ella. Sin que yo esté presente. Quizá fui demasiado duro. Tengo tendencia a propasarme.
– Lo haré mañana por la mañana. -Frank se puso el abrigo y el sombrero-. Escuche, Bill, no pretendía meterle una bronca.
– Claro que sí -replicó Burton, con una sonrisa-. Yo, en su lugar, hubiese hecho lo mismo.
– Le agradezco la ayuda.
– A mandar.
Seth se dirigió a la salida.
– Eh, Seth, un pequeño favor para un ex poli plasta.
– ¿De qué se trata?
– Invíteme al arresto. Quiero verle la cara cuando le pillen.
– Hecho. Le llamaré después de hablar con ella. Este poli se va a casa con la familia. Le recomiendo que haga lo mismo, Bill.
– En cuanto acabe de fumar me largo.
Frank se marchó. Burton acabó de fumar sin darse ninguna prisa y apagó la colilla en el resto de café que quedaba en el vaso de plástico.
Podía haber ocultado el nombre de Whitney. Decirle a Frank que el fbi no había podido identificar la huella. Pero hubiese sido una jugada peligrosa. Si Frank se enteraba, y el detective podía saberlo a través de un centenar de fuentes, Burton quedaría al descubierto. Sólo la verdad podría explicar el engaño, y eso era algo que no era posible. Además, Burton necesitaba a Frank para conocer la identidad de Whitney. El plan del agente secreto se basaba en que el policía encontrara al ex convicto. Encontrarlo, sí; arrestarlo, no.
Burton se puso el abrigo. Luther Whitney. El lugar equivocado, el momento equivocado, la gente equivocada. Bueno, al menos no se enteraría. Ni siquiera oiría el disparo. Habría muerto antes de que las sinapsis se lo avisaran al cerebro. Así estaban las cosas. Unas veces a favor y otras en contra. Ahora, si se le ocurría cómo dejar segura la posición del presidente y de la jefa de gabinete podría irse a dormir tranquilo. Pero eso estaba fuera de su alcance.
Collin aparcó el coche calle abajo. Las pocas hojas multicolores que quedaban en los árboles cayeron suavemente sobre él arrastradas por la brisa. Iba vestido de modo informal: vaqueros, jersey de algodón y una cazadora de cuero. No había ningún bulto debajo de la cazadora. El pelo húmedo de la ducha. Los zapatos sin calcetines. Tenía el aspecto de un estudiante que va a la biblioteca para quedarse a estudiar hasta tarde, o dispuesto a irse de discotecas después de jugar el partido del sábado por la tarde.
Mientras caminaba hacia la casa comenzó a inquietarse. No esperaba la llamada. La voz de ella le había sonado normal, sin tensión ni enfado. Según Burton, se lo había tomado bastante bien dadas las circunstancias. Pero él sabía lo duro que Burton podía llegar a ser y esto le preocupaba. Haberle dejado ir a la cita en su lugar no había sido muy inteligente de su parte. Claro que había mucho en juego. Burton le había abierto los ojos.
Tocó el timbre, la puerta se abrió en el acto y él entró. Se volvió en el momento que se cerraba la puerta y allí estaba ella, vestida con un salto de cama blanco que era demasiado corto y demasiado ceñido en los puntos importantes. Gloria se puso de puntillas para besarle en los labios. A continuación, le cogió de la mano y le llevó hacia el dormitorio.
Ella le indicó con un ademán que se tendiera en la cama. De pie delante de Tim desató las cintas de la prenda transparente y dejó que cayera al suelo. Después se quitó las bragas. Él intentó levantarse, pero ella se lo impidió con delicadeza.
Se montó lentamente sobre el hombre, y pasó los dedos entre sus cabellos. Deslizó una mano sobre la bragueta y le rascó el pene con las uñas a través de la tela. Él casi gritó al sentir el miembro apretado por los pantalones. Una vez más él intentó tocarla pero Gloria le retuvo. Le desabrochó el cinturón y le quitó los vaqueros que cayeron al pie de la cama. Después le liberó el miembro que se alzó como un resorte y ella lo acogió entre las piernas, apretándolo muy fuerte entre los muslos.
Gloria le rozó los labios con los suyos y luego apoyó la boca contra la oreja.
– Tim, me deseas, ¿no es así? Estás loco por follarme, ¿verdad? Él respondió con un gemido y la sujetó por las nalgas, pero ella le apartó las manos en el acto.
– ¿No es así?
– Sí.
– La otra noche yo también te deseaba. Y entonces apareció él. -Lo sé, y lo siento. Hablamos y…
– Sí, me lo dijo. Me comentó que no le dijiste nada sobre nosotros. Que eres un caballero.
– No era asunto suyo.
– Así es, Tim. No era asunto suyo. Y ahora quieres follarme, ¿verdad?
– Sí, Gloria, sí.
– Tanto que no aguantas más.
– Estoy a punto de reventar, te lo juro, a punto de reventar.
– Follas tan bien, Tim, follas tan bien.
– Venga, cariño, venga. Está vez será increíble.
– Lo sé, Tim. No hago otra cosa que pensar en hacer el amor contigo. Lo sabes, ¿verdad?
– Sí. -Collin sentía tanto dolor que se le saltaban las lágrimas. Ella le lamió las lágrimas, casi con ganas de echarse a reír.
– ¿Y estás seguro de que me deseas? ¿Absolutamente seguro?
– ¡Sí!
Collin lo presintió antes de que la mente registrara el hecho. Fue como una ráfaga de viento helado.
– Vete.
Lo dijo sin prisa, con premeditación, como si lo hubiese ensayado hasta conseguir el tono preciso, la inflexión correcta. Ella se apartó pero sin dejar de apretarle el miembro hasta que se escapó entre las rodillas.
– Gloria.
Recibió el golpe de los vaqueros en la cara mientras permanecía tumbado en la cama. Cuando los apartó, ella se había tapado con una bata.
– Sal de mi casa. Ahora.
Él se vistió a la carrera, avergonzado, ante la mirada de Gloria. Ella le siguió hasta la puerta principal, la abrió y en el momento en que él ya salía le dio un empujón y cerró dando un portazo.
Collin miró atrás por un instante; se preguntó si ella reía o lloraba detrás de la puerta o permanecía impasible. No había pretendido hacerle daño. Era obvio que la había avergonzado. No tendría que haberlo hecho de aquella manera. Ella, desde luego, se había vengado de la vergüenza, llevándole hasta el umbral de la eyaculación, manipulándole como si se tratara de un experimento de laboratorio, para después dejarle con un palmo de narices.
Pero mientras caminaba de regreso hacia el coche, el recuerdo de la expresión en el rostro de Gloria le hizo agradecer el final de su relación.
Por primera vez desde que trabajaba en la fiscalía de la mancomunidad, Kate llamó para decir que estaba enferma. Sentada en la cama y con la manta hasta el cuello, contemplaba el cielo gris a través de la ventana. Cada vez que había intentado levantarse, la imagen de Bill Burton aparecía ante ella como una enorme mole de granito que amenazaba con aplastarla.
Se deslizó por el colchón como si se metiera en una bañera de agua caliente, justo por debajo de la superficie donde no podía oír ni ver nada de lo que ocurría a su alrededor.
No tardarían en aparecer. Como le había pasado a su madre, tantos años atrás. Gente que entraba con prepotencia y hacía preguntas que la madre de Kate no podía responder. Buscaban a Luther.
Pensó en el estallido de Jack de la otra noche y cerró los ojos bien fuerte, en un intento por borrar las palabras.
Maldito.
Estaba cansada, nunca en ningún juicio se había cansado tanto. Y esto se lo había hecho él, como se lo había hecho a su madre. La había atraído a la telaraña a pesar de que ella no quería, le detestaba e incluso la destruiría si pudiese.
Se volvió a sentar, le faltaba el aire. Se apretó la garganta con los dedos, bien fuerte, para evitar otro ataque de angustia. Cuando se calmó, se puso de costado y miró la foto de su madre.
Él era lo único que le quedaba. Casi se echó a reír. Luther Whitney era su única familia. Que Dios se apiadara de ella.
Se acostó a esperar. A esperar que llamaran a la puerta. De madre a hija. Ahora era su turno.
En aquel momento, a sólo diez minutos de distancia, Luther repasaba una vez más el viejo recorte de periódico. Junto al codo tenía una taza de café. Al fondo se oía el zumbido del aparato de aire acondicionado. En la pantalla del televisor aparecía la cnn. Por lo demás, el cuarto estaba en absoluto silencio.
Wanda Broome había sido una amiga. Una buena amiga. Desde que se habían conocido por casualidad en una pensión de Filadelfia, después de que Luther cumpliera la última condena y Wanda su primera y única. Y ahora ella también había muerto. Se había quitado la vida, decía el periódico, tumbada en el asiento delantero de su coche con un puñado de pastillas en el estómago.
Para Luther esto ya era demasiado. Le parecía vivir en una pesadilla continua. Se despertaba y cuando se miraba en el espejo, las facciones cada vez más hundidas y grises, era consciente que de esta no se libraría.
Resultaba una ironía, a la sombra de la trágica muerte de Wanda, que robar en la casa de los Sullivan hubiera sido idea de ella. Una idea triste y lamentable vista en retrospectiva, pero que había surgido de su fértil imaginación. Una idea a la que se había aferrado con uñas y dientes a pesar de las serias advertencias de su madre y de Luther.
Lo habían planeado y él lo había puesto en práctica. Así de sencillo. Además, él había querido hacerlo. Representaba un desafío, y un desafío combinado con una gran recompensa resultaba una tentación imposible de resistir.
¿Qué había sentido Wanda al ver que Christine Sullivan no bajaba de aquel avión? Y sin poder avisar a Luther que la costa no estaba tan despejada como creían.
Ella había sido amiga de Christine Sullivan. En eso había sido muy sincera. Un recordatorio de la gente real en medio del sibaritismo de la vida de Walter Sullivan, donde todos no sólo eran hermosos, como lo había sido Christine Sullivan, sino educados, con buenas relaciones y muy sofisticados, cosas estas que Christine Sullivan no era ni nunca sería. Y por esa amistad cada vez más íntima, Christine Sullivan le había dicho a Wanda cosas que nunca tendría que haber mencionado, incluido, finalmente, la existencia y el contenido de la caja fuerte detrás de la puerta espejo.
Wanda estaba convencida de que los Sullivan tenían tanto que no echarían a faltar tan poco. Luther sabía que el mundo no funcionaba así, y probablemente Wanda también, pero ahora eso ya no tenía importancia.
Después de toda una vida de penurias, donde siempre faltaba el dinero, Wanda había buscado el premio gordo. Como había hecho Christine Sullivan, y ninguna de las dos se había dado cuenta del precio que pagarían.
Luther había viajado a Barbados para transmitirle un mensaje a Wanda, pero ella ya se había marchado. Entonces le envió la carta a su madre. Sin duda, Edwina se la había dado. Pero ¿le había creído? Incluso en el caso afirmativo, habían sacrificado la vida de Christine Sullivan. Para Wanda, en su mentalidad, había sido un sacrificio a su codicia y el deseo de poseer a lo que no tenía derecho. Luther se imaginó esos pensamientos desfilando por la cabeza de su amiga mientras iba sola, en el coche, hasta aquel lugar desierto; mientras quitaba la tapa del frasco para sacar las pastillas; mientras se hundía en el sueño mortal.
Ni siquiera había podido asistir al funeral. No podía decirle a Edwina Broome lo mucho que lo sentía, sin correr el riesgo de arrastrarla a la pesadilla. Había estado tan unido a Edwina como lo había estado a Wanda, en algunas cosas quizá más. Edwina y él habían pasado muchas noches intentando disuadir a Wanda sin conseguirlo. Y sólo cuando ambos comprendieron que ella lo haría con o sin Luther, Edwina le pidió a Luther que cuidara de su hija. Que no dejara que la volvieran a llevar a la prisión.
Por fin buscó los anuncios personales del periódico y sólo tardó unos segundos en encontrar lo que quería. Lo leyó muy serio. Como Bill Burton, Luther no creía que Gloria Russell tuviese ninguna cualidad que la redimiera.
Rogó para que ellos creyeran que hacía esto únicamente por dinero. Cogió una hoja de papel y comenzó a escribir.
– Rastree la cuenta. -Burton estaba sentado delante de la jefa de gabinete en el despacho de ésta.
– Es lo que hago, Burton. -Russell volvió a colarse el pendiente mientras colgaba el teléfono.
Collin permanecía sentado en un rincón sin decir palabra. La jefa de gabinete no se había dado por enterada de su presencia aunque el joven había entrado con Burton hacía ya unos veinte minutos.
– ¿Cuándo dijo que quería el dinero? -preguntó Burton.
– Si la transferencia no llega a la cuenta a la hora del cierre de las operaciones, no habrá mañana para ninguno de nosotros. -Russell se fijó por un segundo en Collin y después en Burton.
– Mierda. -Burton se puso de pie.
– Pensaba que usted se ocupaba de esto, Burton -le reprochó Russell con una mirada de furia.
– ¿Cómo entregará el paquete? -preguntó Burton sin hacer caso de la mirada.
– En el momento que reciba el dinero comunicará el lugar donde estará el objeto.
– ¿Así que tenemos que confiar en él?
– Así es.
– ¿Cómo sabe que usted recibió la carta? -Burton comenzó a pasearse arriba y abajo.
– La encontré en el buzón esta mañana. El reparto de correo en mi zona es por la tarde.
– ¡En su buzón! -Burton se dejó caer sobre una silla-. ¿Quiere decir que estuvo delante mismo de su casa?
– Dudo mucho que hubiera confiado la entrega de este mensaje tan especial a cualquier otra persona.
– ¿Cómo se le ocurrió mirar en el buzón?
– La bandera estaba levantada. -Russell casi sonrió.
– El tipo tiene cojones. Eso se lo reconozco, jefa.
– Al parecer mucho más grandes que cualquiera de ustedes dos. -La mujer remató el comentario con una larga mirada a Collin que, avergonzado, agachó la cabeza.
Burton sonrió para sí mismo ante el enfrentamiento. No pasaba nada, el chico se lo agradecería dentro de unas semanas. Por haberle salvado de las redes de la viuda negra.
– Ya nada me sorprende, jefa. Ya no. ¿Y a usted? -Miró primero a la mujer y después a Collin.
– Si no se hace la transferencia -señaló Russell, sin hacerle caso-, entonces podernos esperar que haga pública la información en cualquier momento. ¿Qué haremos al respecto?
La tranquilidad de la jefa del gabinete no era una farsa. Había decidido dejar de llorar, de vomitar cada vez que se acordaba, y que ya le habían herido y avergonzado para el resto de sus días. Lo que pudiese pasar a partir de ahora le traía un poco sin cuidado. Era una sensación agradable.
– ¿Cuánto pide? -quiso saber Burton.
– Cinco millones.
– ¿Y usted tiene tanto dinero? -exclamó Burton, atónito-. ¿Dónde?
– Eso no es asunto suyo.
– ¿El presidente lo sabe? -Burton hizo la pregunta aunque sabía la respuesta.
– Eso tampoco es asunto suyo.
– Me parece bien -comentó Burton-. Respecto a la pregunta de antes, le diré que estamos haciendo algo. Yo en su lugar intentaría recuperar ese dinero. Cinco millones de dólares no le servirán de mucho a alguien que esté muerto.
– No se puede matar lo que no se encuentra -replicó Russell.
– Muy cierto, jefa, muy cierto. -Burton se acomodó en la silla y recapituló su conversación con Seth Frank.
Kate abrió la puerta ya vestida, convencida de que la entrevista se prolongaría si lo hacía en bata, y que parecería más vulnerable con cada nueva pregunta. Lo último que deseaba era parecer vulnerable, que era como se sentía ahora.
– No sé muy bien qué quiere de mí.
– Sólo información, nada más, señora Whitney. Sé que pertenece a la fiscalía y, créame, no me gusta hacerle pasar por esto, pero en este momento su padre es mi sospechoso número uno en un caso muy importante. -Frank le dirigió una mirada de preocupación.
Estaban sentados en la pequeña sala de estar. Frank había sacado su libreta. Kate se mantenía bien erguida en el filo del sofá intentando parecer tranquila, aunque la denunciaban sus dedos, que no dejaban de retorcer la cadena que le rodeaba el cuello.
– Por lo que me ha dicho, teniente, no tiene gran cosa. Si yo fuera el fiscal asignado al caso pensaría que no dispongo de motivos suficientes para pedir una orden de arresto, y mucho menos conseguir que aprobaran la orden de acusación.
– Quizá no, quién sabe. -Frank la miró jugar con la cadena. No estaba aquí para recoger información. Probablemente sabía más de su padre que ella. Pero debía conseguir que entrara en la trampa. Porque, cuanto más lo pensaba, más le parecía eso, una trampa. Para cazar a otro. Además, ¿a ella qué más le daba? En realidad le hacía sentirse mejor pensar que a ella no le importaba.
– Sin embargo, le citaré algunas coincidencias interesantes -añadió el teniente-. Encontramos una huella dactilar de su padre en el vehículo de la compañía de limpieza que sí sabemos que estuvo en la mansión de los Sullivan poco antes del asesinato. En realidad sabemos que él estuvo en la casa y en el dormitorio donde se cometió el asesinato, poco antes de que sucediera. Tenemos dos testigos. Además, su padre utilizó el alias, una dirección falsa y un número de la seguridad social también falso cuando solicitó el trabajo. Sin contar que ahora al parecer ha desaparecido.
– Tiene antecedentes -replicó Kate-. Es lógico suponer que no utilizó los datos auténticos por temor a que no le dieran el trabajo. Dice que ha desaparecido. ¿No se le ha ocurrido pensar que quizás esté de viaje? Incluso los ex presidiarios se toman vacaciones. -El instinto de abogado criminalista la había llevado automáticamente a defender al padre, algo increíble. Sintió un dolor agudo en la cabeza. Se frotó la sien.
– Otro descubrimiento interesante es que su padre era muy amigo de Wanda Broome, la doncella personal y confidente de Christine Sullivan. Lo comprobé. Su padre y Wanda Broome tuvieron el mismo agente de libertad condicional en Filadelfia. Según algunas fuentes se mantuvieron en contacto durante todos estos años. Me jugaría el cuello a que Wanda conocía la existencia de la caja fuerte en el dormitorio.
– ¿Y?
– Así que hablé con Wanda Broome. Era obvio que ella sabía más del tema de lo que estaba dispuesta a admitir.
– Entonces, ¿por qué no habla con ella en lugar de estar sentado aquí? Quizás ella es la autora del crimen.
– En aquel momento se encontraba fuera del país. Hay un centenar de testigos para corroborarlo. -Frank hizo un pausa para carraspear-. Además, no puedo hablar con ella porque se suicidó. Dejó una nota diciendo que lo lamentaba.
Kate se levantó y miró sin ver a través de la ventana. Tenía la sensación de que algo helado le rodeaba.
Frank esperó unos segundos sin dejar de mirarla, al tiempo que se preguntaba cuáles serían sus emociones ante las evidencias contra la persona que le había dado la vida para después abandonarla. ¿Todavía le quedaba algo de amor? El detective esperaba que no. Al menos, lo deseaba desde el punto de vista profesional. Como padre de tres hijas, se preguntó si ese sentimiento desaparecería alguna vez, pasara lo que pasara.
– ¿Señora Whitney, se siente bien?
Kate se apartó lentamente de la ventana y miró al policía. -¿Podemos ir a alguna parte? Hace horas que no pruebo bocado y aquí no hay comida.
Acabaron en el mismo lugar donde Jack y Luther se habían encontrado. Frank comió con apetito, pero Kate ni probó su plato.
– Usted eligió el lugar -comentó Frank-. Pensé que le gustaba la comida. No es nada personal pero no le vendría mal engordar un poco.
– ¿Así que también es consejero dietético? -replicó Kate con la sombra de una sonrisa en el rostro.
– Tengo tres hijas. La mayor tiene dieciséis años, pesa cincuenta kilos y jura que es obesa. Es casi tan alta como yo. Si no fuera porque tiene las mejillas sonrosadas diría que es anoréxica. Y mi esposa, caray, siempre está haciendo dieta. Para mí está preciosa, pero supongo que debe haber una figura ideal que todas las mujeres intentan conseguir.
– Todas excepto yo.
– Coma, por favor. Es lo que les digo a mis hijas todos los días. Coma.
Kate cogió el tenedor y consiguió comerse la mitad de la comida. Mientras ella bebía su té y Frank sostenía con las dos manos el tazón de café, la conversación volvió a Luther Whitney.
– Si piensa que tiene lo suficiente para detenerlo, ¿cómo es que todavía no lo ha hecho?
Frank sacudió la cabeza. Dejó sobre la mesa el tazón de café.
– Usted estuvo en su casa. Hace tiempo que no va por allí. Es probable que huyera inmediatamente después del crimen.
– Si él lo hizo. No tiene más que un montón de pruebas circunstanciales. Eso ni siquiera se aproxima a lo que se llama una duda razonable, teniente.
– ¿Puedo hablarle con franqueza, Kate? Por cierto, ¿puedo llamarle Kate?
Ella asintió. Frank apoyó los codos en la mesa y la miró.
– Dejemos de lado tantas tonterías, y vayamos al grano. ¿Por qué le resulta tan difícil creer que su padre mató a la mujer? Le condenaron tres veces. Por lo que parece, siempre ha vivido rozando la ilegalidad. Le han interrogado una docena de veces por otros robos, aunque no pudieron probarle nada. Es un ladrón profesional. Usted sabe cómo son. La vida de los demás les importa una mierda.
Kate bebió un trago de té antes de contestar. ¿Un ladrón profesional? Claro que lo era. No tenía ninguna duda de que su padre había continuado robando durante todos estos años. Lo tenía metido en la sangre. Como un adicto a la cocaína. Incurable.
– No es un asesino -respondió en voz baja-. Puede robar a la gente, pero nunca hizo daño a nadie. No hace las cosas de esa manera.
¿Qué había dicho Jack exactamente? Su padre estaba asustado. Tenía tanto miedo que vomitaba. Nunca le había tenido miedo a la policía. Pero ¿y si había matado a la mujer? Quizás había sido un accidente, se había disparado el arma y la bala había acabado con la vida de Christine Sullivan. Todo podía haber pasado en cuestión de segundos. Sin tiempo para pensar. Sólo actuar. Para evitar ir a la prisión. Todo era posible. Si su padre había matado a la mujer, estaría asustado, aterrorizado, vomitaría.
Entre todo el dolor, el recuerdo más claro que tenía de su padre era su gentileza. Sus manos grandes rodeando las suyas. Era callado con las demás personas hasta el punto de parecer grosero. Pero con ella hablaba. No hablaba superficialmente como hacían la mayoría de adultos. Conversaba con ella de las cosas que eran interesantes para una niña pequeña. Las flores, los pájaros y los cambios de color repentinos en el cielo. Y de vestidos, cintas para el pelo y de dientes flojos que ella no dejaba tocar. Eran momentos breves y sinceros entre padre e hija, encajados entre la violencia súbita de las condenas, de la cárcel. A medida que se había hecho mayor, aquellas conversaciones habían perdido espontaneidad, en tanto que la ocupación del hombre detrás de las carantoñas y las manos grandes había dominado su vida, su perspectiva de Luther Whitney.
¿Cómo podía decir que este hombre no mataría?
Frank no pasó por alto el parpadeo. Allí había una brecha. Lo intuía. Se echó más azúcar en el café.
– ¿Así que según usted es inconcebible que él haya matado a la mujer? Pensaba que ustedes dos no mantenían ningún contacto.
– No digo que sea inconcebible. Sólo digo que… -Sintió vergüenza. Había interrogado a centenares de testigos y ninguno se había comportado con tanta torpeza como ella.
Abrió el bolso y buscó el paquete de Benson amp; Hedges. Frank echó mano de los caramelos en cuanto vio los cigarrillos. Ella soltó el humo a un lado mientras miraba los caramelos.
– ¿También intenta dejarlo? -preguntó con un tono comprensivo.
– Lo intento en vano. ¿Decía?
Kate dio otra calada al cigarrillo. La distracción le ayudó a serenar los nervios.
– Hace años que no veo a mi padre. No nos tratamos. Es posible que haya podido matar a la mujer. Cualquier cosa es posible. Pero eso no sirve en un juicio. Lo único que cuenta son las pruebas. Punto.
– Y nosotros intentamos disponer de todos los elementos para acusarle.
– ¿Tienen alguna prueba física que lo relacione con la escena del crimen? ¿Huellas dactilares? ¿Testigos? ¿Alguna cosa así?
– No -respondió Frank, después de pensarlo por un instante.
– ¿Han conseguido relacionar algo de lo robado con él?
– No.
– ¿Qué dice el informe de balística?
– Nada. Un proyectil inservible y no tenemos el arma.
Kate se acomodó mejor en la silla, mucho más tranquila a medida que la conversación se centraba en el análisis legal del caso.
– ¿Es lo único que tiene? -preguntó Kate con los ojos entrecerrados.
– Eso es todo -respondió Frank, que se encogió de hombros. Entonces, no tiene nada, detective. ¡Nada!
– Tengo mis instintos y mis instintos me dicen que Luther Whitney estuvo aquella noche en la casa y en el dormitorio. Lo que quiero saber es dónde está ahora.
– En eso sí que no puedo ayudarle. Se lo dije a su compañero la otra noche.
– Pero usted fue allí. ¿Por qué?
Kate se encogió de hombros. Había decidido no mencionar su conversación con Jack. ¿Ocultaba evidencias? Quizá.
– No lo sé. -Eso, en parte, era verdad.
– Tengo la impresión, Kate, de que es una de esas personas que siempre saben por qué hacen las cosas.
El rostro de Jack apareció por un instante en su mente. Lo apartó enojada.
– Se sorprendería, teniente.
Frank cerró la libreta con mucha ceremonia y se inclinó sobre la mesa.
– De verdad que necesito su ayuda.
– ¿Para qué?
– Esto es entre nosotros dos, no es oficial, o como quiera llamarle. Me interesan más los resultados que las sutilezas legales. -Algo muy curioso de decirle a una fiscal.
– No digo que no me atenga a las reglas. -El teniente acabó por ceder y encendió un cigarrillo-. Lo único que digo es que, si está a mi alcance, busco el punto más débil. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Según la información de que dispongo si bien usted no mantiene ninguna relación con su padre, él no deja de preocuparse por usted.
– ¿Quién se lo dijo?
– Caray, soy detective. ¿Es verdad o no?
– No lo sé.
– Maldita sea, Kate, no me venga con rollos. ¿Es verdad o no?
– ¡Es verdad! ¿Satisfecho? -Kate aplastó la colilla.
– Todavía no, pero no falta mucho. Tengo un plan para hacerle salir a la luz, y quiero que me ayude.
– No veo en qué puedo ayudarle. -Kate intuyó lo que vendría a continuación. Lo vio en los ojos de Frank.
El detective tardó diez minutos en explicárselo. Ella rehusó tres veces. Media hora más tarde seguían discutiendo. Frank se apoyó por un momento en el respaldo y después volvió a inclinarse bruscamente sobre la mesa.
– Mire, Kate, si no nos ayuda, no tendremos ninguna oportunidad de cogerle. Si es como usted dice y no tenemos una acusación en firme, entonces él quedará en libertad. Pero si él lo hizo, y nosotros podemos probarlo, entonces usted será la última persona en este mundo que querrá ver que no recibe su castigo. Ahora, si cree que estoy equivocado, la llevaré de regreso a su casa y me olvidaré de que nos conocimos, y su padre podrá continuar robando… o quizá matando. -Frank la miró a los ojos.
Kate abrió la boca pero no dijo ni una palabra. Miró más allá del detective donde la llamaba una visión surgida del pasado, una visión que se esfumó bruscamente.
A punto de cumplir los treinta, Kate Whitney ya no era el bebé que reía cuando su padre la lanzaba al aire, o la niña pequeña que le contaba al padre secretos muy importantes que no le revelaba a nadie más. Era una persona mayor, una adulta madura, que vivía por su cuenta desde hacía muchos años. Además, era funcionaria de la administración de justicia, una fiscal que había jurado cumplir con las leyes y la constitución de la mancomunidad de Virginia. Era su trabajo asegurar que las personas que quebrantaban las leyes recibieran el castigo merecido con independencia de quienes eran o del vínculo que tuvieran.
Entonces otra imagen apareció en su mente. Su madre mirando la puerta mientras esperaba que él llegara, preguntándose si estaría bien, visitándole en la prisión, haciendo listas de cosas para hablar con él. Hacía vestir a Kate para las visitas, y su entusiasmo iba en aumento a medida que se acercaba la fecha de su salida de la cárcel, como si se tratara de un gran héroe que acabara de salvar al mundo, y no de un ladrón. Revivió el dolor producido por las palabras de Jack. Él le había acusado de vivir una mentira. Él esperaba que sintiera cariño por el hombre que la había abandonado. Como si Luther Whitney fuera el inocente y ella la culpable. Bueno, Jack podía irse al infierno. Dio gracias a Dios por no haberse casado con él. Un hombre capaz de decirle cosas tan malas no se la merecía. En cambio, Luther Whitney se merecía lo que le esperaba. Quizá no había matado a la mujer. O quizá sí. Ella no decidía. Su trabajo consistía en exponer los hechos y que los miembros del jurado tuvieran la oportunidad de tomar la decisión correcta.
Su padre era carne de presidio. Allí, al menos, no haría daño a nadie. No podría arruinar más vidas.
Con este último pensamiento aceptó entregar a su padre a la policía.
Frank se sintió culpable cuando salieron del restaurante. No había sido sincero con Kate Whitney. De hecho, le había mentido con todo descaro sobre la parte más crítica del caso, aparte de no saber dónde estaba Luther Whitney. No se sentía muy bien consigo mismo. A veces la policía tenía que mentir como todo el mundo. Sin embargo, no por esto le resultaba fácil de tragar, sobre todo si tenía en cuenta que Kate era una persona que le merecía todo su respeto y por la que ahora sentía una profunda compasión.