23

Walter Sullivan se acomodó en un sillón con un libro pero no llegó a abrirlo. Su mente volvió al pasado, a unos hechos que parecían cada vez más etéreos, sin ninguna relación con su persona. Había contratado a un hombre para matar. Para matar a alguien acusado de asesinar a su esposa. El encargo había sido un fracaso. Un hecho que Sullivan agradecía en lo más íntimo porque su pesar había disminuido hasta el punto de hacerle comprender que había actuado de forma errónea. Una sociedad civilizada debía respetar una serie de normas si pretendía seguir siendo civilizada. Y por encima de todo lo demás, él era un hombre civilizado. Cumpliría las normas.

Fue entonces cuando miró el periódico. Era un ejemplar de varios días atrás, y la información de portada no dejaba de machacar en su cabeza. Los grandes titulares en letras negras resaltaban contra la página blanca. Mientras su atención se concentraba en la primera plana, las tenues sospechas que le rondaban por la cabeza comenzaron a cristalizar. Walter Sullivan no sólo era multimillonario sino que poseía una mente brillante y muy aguda. Era capaz de vez todos los detalles junto con el panorama general.

Luther Whitney estaba muerto. La policía no tenía ningún sospechoso. Sullivan había comprobado la solución obvia. McCarty se encontraba en Hong Kong el día de autos. La última orden de Sullivan había sido acatada. Walter Sullivan había ordenado el fin de la cacería. Pero alguien había seguido la caza en su lugar. Y Walter Sullivan era la única persona que lo sabía.

Aparte de McCarty.

Sullivan miró la hora en su viejo reloj de bolsillo. Eran las siete de la mañana y llevaba levantado más de cuatro horas. El día de veinticuatro horas no tenía sentido para él. Cuanto más viejo se hacía menos importancia tenían los parámetros del tiempo. A las cuatro de la mañana de un día cualquiera podía estar bien despierto a bordo de un avión sobre el Pacífico, o a las dos de la tarde estar en la mitad del sueño del día.

Repasó los numerosos hechos a gran velocidad. Una de las pruebas realizadas en el último chequeo médico había señalado que su cerebro mantenía el vigor y la juventud de un joven de veinte años. Y esta inteligencia brillante seguía un proceso deductivo que le daría una conclusión sorprendente. Cogió el teléfono que tenía sobre la mesa y contempló el revestimiento de madera de cerezo del estudio mientras marcaba el número.

En un instante le pusieron en comunicación con Seth Frank. Aunque en un primer momento el hombre no le había producido una buena impresión, Sullivan había reconocido sus méritos cuando arrestó a Luther Whitney. Pero ¿ahora?

– Diga, señor Sullivan. ¿Qué puedo hacer por usted?

Sullivan carraspeó. Su voz adoptó un tono humilde que no tenía ninguna relación con el habitual. Incluso a Frank le llamó la atención.

– Quiero preguntarle una cosa sobre la información que le di referente a por qué Christy, humm, Christine no me acompañó en el viaje a nuestra finca en Barbados.

– ¿Ha recordado alguna cosa? -Frank se sentó muy erguido en la silla.

– En realidad quiero verificar si mencioné alguna razón para explicar que no me acompañara en el viaje.

– Creo que no le entiendo.

– Supongo que la edad comienza a hacer sus efectos. Mucho me temo que no sólo mis huesos sufren un proceso de deterioro, aunque no me gusta reconocerlo, teniente. Creía haberle dicho que ella se había sentido indispuesta y por eso había vuelto a casa. Quiero decir que pensaba que eso era lo que le había dicho.

Seth tardó un momento en coger el expediente, aunque estaba seguro de la respuesta.

– Usted no mencionó ningún motivo, señor Sullivan. Sólo que ella decidió no ir, y que usted no insistió.

– Ah, bien, todo aclarado. Gracias, teniente.

Frank se levantó. Cogió la taza de café dispuesto a beber un trago, pero volvió a dejarla sobre la mesa.

– Espere un momento, señor Sullivan. ¿Por qué pensó que me había dicho que su esposa estaba indispuesta? ¿Lo estaba?

– No, teniente Frank. -El millonario tardó un momento en contestar-. Era una mujer con una salud excelente. En cuanto a su pregunta, pensaba que le había dicho otra cosa porque, y se lo digo con toda sinceridad, aparte de mis lapsos de memoria, creo que he pasado los últimos dos meses intentando convencerme de que Christine se quedó por algún motivo. Cualquiera.

– ¿Señor?

– Así quedaría justificado lo que le ocurrió. Que no fue sólo una coincidencia. No creo en el destino, teniente. Para mí, todo tiene un propósito. Supongo que quería convencerme a mí mismo de que Christine había tenido un motivo para quedarse.

– Ah.

– Le pido perdón si las tonterías de un viejo han dado pie a una curiosidad injustificada.

– En absoluto, señor Sullivan.


Frank colgó el teléfono y se pasó cinco minutos con la mirada puesta en la pared. ¿A qué diablos venía toda esta historia?

Atento a la sugerencia de Bill Burton, Frank había comenzado a averiguar con mucha discreción la posibilidad de que Sullivan hubiese contratado a un asesino profesional para que el presunto autor de la muerte de su esposa no llegara vivo al juicio. La investigación avanzaba lentamente; había que tener mucho cuidado en este terreno. Frank tenía que pensar en su carrera y en su familia, los hombres como Walter Sullivan tenían un legión de amigos muy influyentes en el gobierno que podían hundir en un visto y no visto a un detective profesional.

Al día siguiente del asesinato de Luther Whitney, Frank había indagado de inmediato las actividades de Sullivan, aunque no pensaba que el viejo hubiera apretado el gatillo del cañón que había enviado a Luther al otro mundo. Pero contratar a un asesino era un acto muy perverso y si bien quizás entendía las razones del multimillonario, la verdad era que, probablemente, se habían equivocado de tipo. La conversación que acababa de tener con Sullivan le planteaba nuevas preguntas sin darle ninguna respuesta.

Seth Frank se sentó mientras se preguntaba si en algún momento se acabaría esta pesadilla.

Media hora más tarde, Sullivan llamó a una de las emisoras de televisión locales de la que era accionista mayoritario. Su petición fue sencilla y concreta. En menos de una hora, un mensajero llegó a su casa con un paquete. En cuanto una de las criadas le entregó la caja cuadrada, el anciano cerró la puerta con llave, y apretó un botón en una de las paredes. Una tapa corrediza se deslizó en silencio y quedó al descubierto un equipo de sonido y un televisor de pantalla panorámica. Christine había visto el equipo en una revista y se había encaprichado en tenerlo, aunque sus gustos en materia de video se centraban exclusivamente en la pornografía,y los culebrones, dos temas que sacaban muy poco partido de las capacidades sonoras y visuales de los aparatos de alta tecnología.

Sullivan desenvolvió con mucho cuidado la cinta y la insertó en el lector; la puerta se cerró automáticamente y el aparato se puso en marcha. Sullivan escuchó con atención. Cuando oyó las palabras sus facciones no cambiaron de expresión. Las esperaba. Le había mentido con todo descaro al detective. Gozaba de una memoria excelente. No podía decir lo mismo de su visión. Porque en realidad se había comportado como un ciego ante esta realidad. La emoción que por fin penetró en la línea inescrutable de su boca y en las profundidades de sus ojos grises era furia. Una furia que no había experimentado en muchos años. Ni siquiera ante la muerte de Christy. Una furia que sólo podía aliviarse a través de la acción. El multimillonario creía que la primera andanada debía ser también la última, había que acabar con el enemigo antes de que el enemigo acabara con uno, y él no solía perder.


El funeral se realizó en un marco muy discreto y sólo tres personas además del sacerdote asistieron al mismo. Se habían tomado todas las precauciones para evitar la presencia de los reporteros. El féretro de Luther estaba cerrado. La visión de la cabeza destrozada no era un recuerdo que los seres queridos hubiesen deseado llevarse consigo.

Ni los antecedentes del difunto ni la causa de su muerte tenían importancia para el sacerdote, y el servicio tuvo la dignidad apropiada. El trayecto hasta el cementerio cercano fue tan corto como el cortejo. Jack y Kate fueron en el mismo coche, escoltados por Frank. El detective había estado en los últimos bancos de la iglesia, avergonzado e incómodo. Jack le había estrechado la mano; Kate ni siquiera le había mirado.

Jack se apoyó contra el coche y contempló a Kate sentada en una silla plegable junto a la tumba donde yacía su padre. Jack miró el entorno. Aquí no había grandes mausoleos. Sólo había un puñado de lápidas verticales, la mayoría eran planas; un rectángulo oscuro con el nombre del dueño y las fechas de llegada y salida del mundo de los vivos. Algunas incluían «a la memoria de», pero en la mayoría nadie había dejado un epitafio.

Jack volvió a mirar a Kate y vio a Frank que caminaba hacia ella; entonces, el detective cambió de opinión y se acercó al Lexus. Frank se quitó las gafas de sol.

– Bonito servicio -comentó.

– No hay nada bonito en que te maten -replicó Jack. Aunque no compartía la postura de Kate en el tema, no había perdonado del todo a Frank por la muerte de Luther Whitney.

Frank guardó silencio, admiró el acabado del Lexus, sacó un cigarrillo, lo guardó otra vez en el paquete, metió las manos en los bolsillos y miró a lo lejos.

Había asistido a la autopsia de Luther Whitney. El agujero hecho por la bala era enorme. La onda expansiva se había disipado radialmente a partir de la trayectoria y desintegrado la mitad del cerebro de la víctima. No era de extrañar. La bala extraída del asiento de la furgoneta de la policía era un monstruo. Una Magnum calibre 460. El forense informó a Frank que era la munición utilizada en la caza mayor. El proyectil había golpeado la cabeza de Luther con fuerza superior a los cuatro mil kilos. Era como si alguien hubiese dejado caer un camión sobre el pobre tipo. Caza mayor. Frank sacudió la cabeza en un gesto de cansancio. Y había ocurrido durante su turno, delante mismo de sus narices. Nunca lo olvidaría.

Frank contempló el amplio campo verde donde estaban enterradas más de veinte mil personas. Jack siguió la mirada del teniente.

– ¿Alguna pista?

– Algunas. Pero no conducen a ninguna parte. -Frank escarbó el suelo con la punta del zapato.

Ambos se irguieron cuando Kate dejó la silla, colocó un pequeño ramo de flores sobre la tumba y después permaneció inmóvil con la mirada perdida en la distancia. Ya no soplaba viento,,y aunque hacía frío, el sol era brillante y cálido. Jack se abrochó el abrigo.

– ¿Y ahora qué? ¿Caso cerrado? Nadie le culpará.

Frank sonrió mientras sacaba un cigarrillo.

– Ni lo piense, jefe.

– Entonces, ¿qué piensa hacer?

Kate se volvió y caminó hacia el coche. Frank se puso el sombrero y sacó las llaves de su coche.

– Muy sencillo. Buscaré al asesino.


– Kate, sé cómo te sientes, pero créeme. Él no te culpaba. Nada de esto fue culpa tuya. Tú misma reconoces que te viste involucrada de forma involuntaria. No querías que ocurriera. Luther lo tenía muy claro.

Viajaban de regreso a la ciudad en el coche de Jack. El sol estaba cada vez más bajo. Habían estado en el cementerio aún otras dos horas porque ella no quería marcharse. Como si creyera que esperando el tiempo suficiente, él acabaría por salir de la tumba para reunirse con ellos.

Kate abrió un poco la ventanilla y el aire frío entró en el coche, disipando el olor a nuevo con el de la humedad que presagiaba tormenta.

– El detective Frank no ha cerrado el caso, Kate. Está decidido a dar con el asesino de Luther.

– No me importa lo que diga que piensa hacer -replicó ella. Se tocó la nariz, que tenía roja, hinchada y le dolía muchísimo.

– Vamos, Kate. El tipo no quería que mataran a Luther.

– ¿De veras? ¿Qué tenían? Un caso que se habría venido abajo en el juicio dejando a todos los implicados, incluido el detective a cargo, como un hatajo de idiotas. En cambio, ahora tienen un cadáver y un caso cerrado. Ahora dime, ¿qué quiere el gran detective?

Jack detuvo el coche ante un semáforo rojo. Sabía que Frank era sincero, pero también comprendía que no tenía manera de convencer a Kate. Cambió el disco y reanudó la marcha. Miró la hora. Tenía que ir al despacho, si es que aún lo tenía.

– Kate, pienso que no tendrías que estar sola en estos momentos. ¿Qué te parece si me quedo en tu casa durante un par de noches? Tú preparas el café por la mañana y yo me encargo de las cenas. ¿Qué dices?

Jack se esperaba una negativa instantánea y rotunda, e incluso tenía preparada la réplica. Sin embargo, le esperaba una sorpresa.

– ¿Estás seguro?

Jack se volvió. Kate le miraba con los ojos muy abiertos e hinchados. Los nervios de su cuerpo parecían a punto de estallar. De pronto comprendió que, preocupado en las propias vivencias de la tragedia, no era consciente del dolor y la culpa que experimentaba Kate. Fue algo que le dejó pasmado, mucho más que el sonido del disparo mientras estaban cogidos de la mano, cuando supo incluso antes de que sus dedos se separaran que Luther estaba muerto.

– Lo estoy.

Aquella noche él se acostó en el sofá, con la manta hasta el cuello para protegerse del relente que se colaba por una rendija de la ventana. Entonces oyó el chirrido de la puerta y ella salió del dormitorio. Llevaba la misma bata de antaño, y el pelo recogido en un moño bien apretado. Su rostro se veía fresco y limpio; sólo una pátina rojiza en las mejillas revelaba el dolor interno.

– ¿Necesitas alguna cosa?

– Estoy bien. Este sofá es mucho más cómodo de lo que parece. Todavía conservo el mismo que teníamos en nuestro apartamento de Charlottesville, y eso que ya no le quedan muelles. Creo que se han jubilado.

Ella no sonrió, pero se sentó junto a él.

En los años que habían vivido juntos, ella se bañaba todas las noches. Cuando se acostaba olía tan bien que Jack casi se volvía loco. Olía como un bebé, no había nada imperfecto en ella. Y jugaba a hacerse la tonta durante un rato hasta que él se quedaba exhausto encima de ella y entonces ella le sonreía con aire perverso y le acariciaba mientras Jack pensaba durante un rato lo fácil que resultaba a las mujeres dirigir el mundo.

Descubrió que los instintos básicos afloraban cada vez con más fuerza mientras ella apoyaba la cabeza contra su hombro. Pero el agotamiento que se manifestaba en el rostro de Kate, la apatía, acabaron por dominar rápidamente las inclinaciones de Jack y se sintió un tanto culpable.

– No creo que vaya a ser muy buena compañía -dijo Kate. ¿Había intuido lo que él sentía? ¿Cómo era posible? Sus pensamientos estaban sin duda muy lejos de aquí.

– Ser agasajado no forma parte del trato. Puedo cuidar de mí mismo, Kate.

– Te agradezco lo que haces.

– No se me ocurre nada más importante.

Kate le apretó la mano. En el momento que se levantaba del sofá se le abrió la bata y Jack vio algo más que las piernas largas y delgadas. Se alegró de que esta noche ella durmiera en otro cuarto. Permaneció despierto hasta casi el alba pensando en caballeros de armaduras blancas con grandes manchas oscuras en las corazas impolutas, y en abogados idealistas que dormían solos.

La tercera noche se acostó una vez más en el sofá. Y, como en las ocasiones anteriores, ella salió del dormitorio, y Jack, al oír el ruido de la puerta, dejó a un lado la revista que estaba leyendo. Pero esta vez ella no se acercó al sofá. Jack volvió la cabeza y vio que Kate le miraba. Esta noche no parecía apática. Y esta noche no llevaba la bata. La joven dio media vuelta,y regresó a su dormitorio. La puerta quedó abierta.

Por un instante, Jack permaneció inmóvil. Después se levantó, se acercó a la puerta y asomó la cabeza. En la penumbra vio la silueta de Kate acostada. La sábana estaba al pie de la cama. Su cuerpo, en otros tiempos tan conocido para él como el propio, le hacía frente. Ella le miraba. Jack veía sus ojos. Kate no le tendió la mano; nunca lo había hecho.

– ¿Estás segura de esto? -Jack no quería sentimientos heridos por la mañana ni palabras agrias.

Como única respuesta, ella se levantó y le arrastró a la cama. El colchón era firme, tibio en el lugar donde ella había estado. Él se desnudó en un instante. En un movimiento instintivo recorrió con un dedo el contorno de la media luna, pasó la mano alrededor de la boca, que ahora tocó la suya. Kate tenía los ojos abiertos, y esta vez, desde hacía mucho tiempo, no había lágrimas sino sólo la mirada que tan bien recordaba, la que deseaba ver durante el resto de su vida. Jack la estrechó entre los brazos.


La casa de Walter Sullivan había recibido las visitas de muchas personalidades de alto rango. Pero la reunión de esta noche era especial incluso comparada con las anteriores.

Alan Richmond alzó la copa de vino y ofreció un breve pero elocuente brindis al anfitrión mientras las otras cuatro parejas escogidas con mucho esmero chocaban las copas. La primera dama, muy elegante con su sencillo vestido negro, y el pelo rubio plateado que enmarcaba unas facciones que soportaban muy bien el paso de los años, sonrió al multimillonario. Acostumbrada desde pequeña a estar rodeada de riqueza, inteligencia,y refinamiento, ella, como la mayoría de la gente, aún se sentía impresionada ante hombres como Walter Sullivan, aunque sólo fuera por los pocos que había en el mundo.

Sullivan, a pesar de que aún estaba de luto, se mostraba como un anfitrión muy ameno. Mientras tomaban el café en la biblioteca, la conversación abordó temas como las oportunidades empresariales a escala mundial, las últimas medidas de la Reserva Federal, las posibilidades de victoria del equipo de los Skins frente a los San Francisco 49ers, en el partido del domingo, y las elecciones presidenciales del próximo año. Ninguno de los presentes pensaba que Alan Richmond cambiaría de ocupación después del recuento electoral.

Todos excepto una persona.

En el momento de las despedidas, el presidente se inclinó sobre Walter Sullivan para abrazarle y decirle algunas palabras en privado. El anciano sonrió al escuchar los comentarios del presidente. Entonces Sullivan se tambaleó, y tuvo que sujetarse a los brazos de Richmond para recuperar el equilibrio.

Cuando se marcharon los invitados, Sullivan encendió un puro. Las luces de la caravana presidencial se perdían a lo lejos cuando se acercó a la ventana. En su rostro apareció una sonrisa. La imagen del leve gesto de dolor en los ojos del presidente en el momento de apretarle el antebrazo le había deparado un momento de gloria. Había sido un disparo al azar, pero algunas veces daba resultado. El detective Frank no se había comedido a la hora de explicarle sus teorías sobre el caso. Una de ellas había sido muy interesante para Walter Sullivan. Frank había mencionado la posibilidad de que Christine hubiera herido al agresor con el abrecartas, quizás en el brazo o en la pierna. Sin duda el corte había sido más profundo de lo que pensaba la policía. Tal vez había afectado algún nervio. Una herida superficial habría cicatrizado sin problemas después de tanto tiempo.

Sullivan apagó la luz y salió del estudio a paso lento. El presidente Alan Richmond había sentido un dolor leve cuando los dedos del millonario se hundieron en la carne. Pero como en los infartos, después de un dolor leve venía otro mucho más fuerte. Sullivan sonrió complacido mientras consideraba las posibilidades.


Sullivan contempló la pequeña casa de madera con el techo de cinc pintado de verde desde lo alto de la loma. Arregló la bufanda para protegerse las orejas. El frío era intenso en las colinas del sudoeste de Virginia en esta época del año y las predicciones meteorológicas anunciaban fuertes nevadas.

Con la ayuda de un bastón bien grueso bajó a paso lento por el terreno helado en dirección a la casa, mantenida en perfecto estado. Le invadió una profunda sensación de nostalgia a medida que se acercaba a este trozo de su pasado.

Woodrow Wilson estaba en la Casa Blanca y el mundo se estremecía con las sangrientas batallas de la Gran Guerra cuando Walter Patrick Sullivan vio el primer destello de luz con la ayuda de una comadrona y la firme decisión de su madre, Millie, que había perdido a los tres hijos anteriores, dos en el parto.

Su padre, minero del carbón -por aquel entonces los padres de todo el mundo aparentemente era mineros en aquella parte de Virginia- había vivido hasta que su hijo cumplió doce años, y entonces murió sin más, a consecuencia de una serie de enfermedades producidas por el exceso de polvo de carbón y el agotamiento físico. Durante años, el futuro multimillonario había visto a su padre entrar tambaleante en la casa, exhausto hasta la médula, el rostro negro como el manto del perro labrador que jugaba en el patio, y se desplomaba en el camastro instalado en la habitación trasera. Sin fuerzas para comer, o jugar con el niño que cada día esperaba recibir un poco de atención pero que nunca la recibía de un padre cuyo perpetuo agotamiento era tan penoso contemplar.

La madre había vivido lo suficiente para ver al retoño convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, y él, como un buen hijo, se había preocupado de ofrecerle todas las comodidades. Como un tributo a su difunto padre, Sullivan había comprado la mina que le había matado. Cinco millones al contado. Había pagado una indemnización de cincuenta mil dólares a cada uno de los mineros, y después la había cerrado en un acto solemne.

Abrió la puerta y entró en la casa. La estufa de gas calentaba la habitación y evitaba depender de la leña. En la despensa tenía alimentos para seis meses. Aquí era autosuficiente. No permitía que nadie estuviera aquí con él. Éste había sido su hogar. Las únicas personas con derecho a estar aquí, aparte de él mismo, habían muerto. Estaba solo y no deseaba otra cosa.

Preparó una comida sencilla que comió sin prisa mientras contemplaba malhumorado a través de la ventana el círculo de olmos pelados próximos a la casa; las ramas parecían saludarle con sus movimientos suaves y melódicos.

El interior de la casa no tenía nada que ver con la disposición original. Aquí había nacido pero no había sido una infancia feliz en medio de la permanente miseria. El ansia surgida en aquella época le había servido muy bien a Sullivan durante su carrera; le había dado la voluntad, la fuerza capaz de vencer cualquier obstáculo.

Fregó los platos, y fue al pequeño cuarto que había sido el dormitorio de sus padres. Ahora había un sillón muy cómodo, una mesa y una biblioteca que contenía una colección de libros muy selectos. En un rincón había un catre, porque la habitación también le servía de dormitorio.

Sullivan cogió el teléfono móvil que estaba sobre la mesa. Marcó un número que sólo conocían un puñado de personas. Atendieron la llamada y una voz le dijo que esperara. Un instante después se oyó otra voz.

– Por Dios, Walter, sé que trabajas hasta las tantas, pero tendrías que bajar un poco el ritmo. ¿Dónde estás?

– A mi edad no puedes parar, Alan. Si lo haces, quizá no puedas volver a ponerte en marcha. Prefiero reventar en un torbellino de actividad que esfumarme poco a poco en el olvido. Espero no haber interrumpido algo importante.

– Nada que no pueda esperar. Estoy aprendiendo a priorizar las crisis mundiales. ¿Necesitas algo?

Sullivan se tomó un momento para conectar una minigrabadora al teléfono. Nunca se sabía qué podía pasar.

– Sólo quería hacerte una pregunta, Alan. -Sullivan hizo una pausa. Pensó que disfrutaba con todo esto. Entonces recordó el rostro de Christy en el depósito y su expresión recuperó la seriedad.

– ¿De qué se trata?

– ¿Por qué esperaste tanto para matar al hombre?

En el silencio que siguió, Sullivan escuchó la respiración al otro lado del teléfono. Para mérito de Alan Richmond, éste no comenzó a jadear; de hecho, la respiración continuó normal. El multimillonario se sintió impresionado y también un poco decepcionado.

– ¿Qué has dicho?

– Si tus hombres hubiesen errado, ahora mismo estarías reunido con tus abogados, planeando tu defensa contra la destitución. Reconoce que te ha ido un poco justo.

– ¿Walter, estás bien? ¿Te ocurre algo? ¿Dónde estás?

Sullivan apartó el teléfono de la oreja por un instante. El aparato tenía un codificador que hacía imposible rastrear el origen de la llamada. Si en este momento intentaban situar su posición, como estaba seguro que estaban haciendo, se encontrarían con una docena de lugares posibles, y ninguno estaría cerca del sitio real. El artefacto le había costado diez mil dólares, pero sólo era dinero. Volvió a sonreír. Podía hablar todo el tiempo que quisiera.

– En realidad, hace tiempo que no me sentía tan bien.

– Walter, lo que dices no tiene sentido. ¿A quién mataron?

– Sabes, no me sorprendió que Christy no quisiera ir a Barbados. La verdad es que pensaba que quería quedarse para divertirse con algunos de los jóvenes que conoció durante el verano. Me hizo gracia cuando dijo que no se sentía bien. Recuerdo que estaba sentado en la limusina pensando cuál seria la excusa. La pobre no tenía mucha imaginación. Su tos sonaba tan artificial. Supongo que en la escuela siempre contaba el mismo cuento cuando no hacía los deberes.

– Walt…

– Lo extraño fue cuando la policía me preguntó por qué no me había acompañado. Entonces caí en la cuenta de que no podía decirles que Christy había pretextado una enfermedad. Quizá recuerdes que los periódicos insinuaban que ella vivía una serie de aventuras. Sabía que si les decía que ella no me había acompañado a Barbados porque no se sentía bien, los periódicos sensacionalistas habrían inventado el cuento de que estaba preñada con el hijo de otro hombre aunque la autopsia hubiera confirmado lo contrario. A la gente le encanta pensar lo peor y lo más sucio, Alan, tú lo sabes. Cuando te destituyan también lo pensarán de ti. Y con toda razón.

– Walter, ¿tendrás la bondad de decirme dónde estás? Es obvio que no estás bien.

– ¿Quieres escuchar la cinta, Alan? La que grabaron en la conferencia de prensa donde dijiste aquella frase tan conmovedora sobre las cosas que suceden sin ningún sentido. Fue algo muy bonito. Un comentario privado entre dos viejos amigos que fue recogido por varias emisoras de televisión y radio presentes pero que nunca se emitió. Creo que no lo emitieron como un tributo a tu popularidad.

Estuviste tan encantador, tan comprensivo, que nadie se preocupó porque dijeras que Christy estaba enferma. Y tú lo dijiste, Alan. Me dijiste que si Christy no se hubiera sentido enferma no la habrían asesinado. Se hubiera ido a la isla conmigo y hoy estaría viva. Yo era el único al que Christy le dijo que estaba enferma, Alan. Yo no se lo dije ni siquiera a la policía. Así que, ¿cómo lo sabías?

– Me lo debiste decir tú.

– No nos vimos ni hablamos antes de la conferencia de prensa. Eso es fácil de comprobar. Mi agenda está medida al minuto. En cuanto a ti, todo lo que haces es de conocimiento público. Da la casualidad que la noche que mataron a Christy, tú no estabas en ninguno de los lugares habituales. Estabas en mi casa, y más exactamente, en mi dormitorio. Durante la conferencia de prensa estábamos rodeados por una multitud de reporteros. Todo lo que dijimos está grabado. No lo supiste por mí.

– Walter, por favor, dime dónde estás. Quiero ayudarte.

– Christy nunca supo tener la boca cerrada. Sin duda se sintió muy orgullosa de su mentira. Supongo que te lo comentó muy ufana, ¿no es así? Había engañado al viejo. Mi difunta esposa era la única persona en el mundo que pudo haberte hablado de su enfermedad fingida. Y tú repetiste sus palabras delante de mí sin pensarlo. No sé por qué tardé tanto en descubrir la verdad. Quizá porque estaba tan obsesionado con encontrar al asesino que acepté la teoría del ladrón sin preguntar. Tal vez fue una negativa inconsciente. Porque siempre supe que Christy te deseaba. Pero supongo que me resistía a creer que fueras capaz de hacerme semejante faena. Tendría que haber pensado lo peor y habría acertado. Pero como dicen, más vale tarde que nunca.

– ¿Walter, por qué me has llamado?

La voz de Sullivan bajó de volumen pero no perdió nada de su fuerza, nada de su intensidad.

– Porque, maldito cabrón, quería decirte cuál será tu nuevo futuro. En él habrá abogados, juicios y más publicidad de la que llegarías a tener en toda tu vida como presidente. Porque no quiero que te sorprendas cuando la policía llame a tu puerta. Y sobre todo, porque quiero que sepas a quien le tienes que dar las gracias.

– Walter, si quieres que te ayude, lo haré -replicó Richmond, con voz tensa-. Pero soy el presidente de Estados Unidos. Y aunque eres uno de mis más viejos amigos, no toleraré esta clase de acusaciones de ti o de cualquier otro.

– Muy bien, Alan, muy bien. Has deducido que estoy grabando esta conversación. No es que tenga importancia. -Sullivan hizo una pausa-. Eras mi protegido, Alan. Te enseñé todo lo que sabía, y has aprendido bien. Lo suficiente para tener el cargo más poderoso del mundo. Por fortuna, tu caída también será la más grande.

– Walter, has estado sometido a una gran tensión. Por última vez, por favor, deja que te ayude.

– Es curioso, Alan, es lo mismo que te recomiendo.

Sullivan cortó la comunicación y apagó la grabadora. El corazón le latía demasiado de prisa. Apoyó una mano sobre el pecho, se obligó a relajarse. No podía permitirse tener un infarto. Necesitaba vivir para cumplir con su plan.

Miró a través de la ventana y después contempló la habitación. Su pequeño hogar. Su padre había muerto en esta misma habitación. Esto le consoló aunque pareciera extraño.

Se reclinó en el sillón y cerró los ojos. Llamaría a la policía por la mañana. Les contaría todo y les entregaría la cinta. Después se sentaría a esperar. Incluso si no condenaban a Richmond, su carrera estaba acabada. Lo que equivalía a decir que el hombre estaba muerto, profesional, mental y espiritualmente. ¿Qué más daba que el cuerpo siguiera vivo? Mucho mejor. Sullivan sonrió. Había jurado vengar el asesinato de su esposa. Y lo había hecho.

Fue la súbita sensación de que su mano se levantaba lo que le hizo abrir los ojos. Después sintió que la mano se cerraba alrededor de un objeto duro y frío. No reaccionó hasta que el cañón se apoyó en su cabeza, y entonces ya fue demasiado tarde.


El presidente dejó de mirar el teléfono durante un segundo para mirar la hora. Ahora ya se habría acabado. Sullivan le había enseñado bien. Demasiado bien para desgracia del maestro. Había tenido la certeza de que Sullivan le llamaría antes de anunciar al mundo la culpabilidad del presidente. Esto había simplificado las cosas. Richmond salió del despacho y se dirigió a sus aposentos privados. Ya no pensaba en el difunto Walter Sullivan. No era eficaz ni productivo pensar en el enemigo derrotado. Impedía pensar con claridad en el próximo desafío. Eso también se lo había enseñado Sullivan.


El joven observó la casa a la luz del crepúsculo. Oyó el disparo, pero sus ojos no dejaron de mirar ni por un momento la débil luz en la ventana.

Bill Burton se reunió con Collin al cabo de unos segundos. Ni siquiera se atrevió a mirar al compañero. Dos agentes del servicio secreto convertidos en asesinos de muchachas y viejos.

En el camino de regreso, Burton se hundió en el asiento. Por fin se había acabado. Habían matado a tres personas, incluida Christine Sullivan. ¿Y por qué no incluirla? Marcaba el comienzo de toda esta pesadilla.

Burton miró su mano. Apenas si alcanzaba a comprender que acababa de cerrarla alrededor de la empuñadura de un arma, apretado el gatillo y acabado con la vida de un hombre. Con la otra mano había cogido la grabadora y el casete. Ahora los tenía en el bolsillo y acabarían en el incinerador.

Cuando escuchó la conversación telefónica del multimillonario con Seth Frank, Burton no entendió a qué se refería el viejo con aquello de la «enfermedad» de Christine Sullivan. Pero cuando se lo comentó al presidente, Richmond miró a través de la ventana durante unos minutos, un poco más pálido de lo que había estado cuando Burton entró en el despacho. Entonces llamó a la oficina de prensa de la Casa Blanca. Al cabo de unos diez minutos ya habían escuchado la grabación de la conferencia de prensa improvisada en la entrada del juzgado de Middleton. Las palabras de consuelo del presidente a su viejo amigo; las referencias a los caprichos de la vida, a que Christine Sullivan aún estaría viva si no se hubiera sentido enferma, sin recordar que Christine Sullivan se lo había dicho el día de su muerte. Algo que se podía probar. Un hecho que podía hundirlos a todos.

Burton se desplomó en una silla, y contempló atónito a su jefe, que miraba en silencio el casete como si quisiera borrar las palabras con el pensamiento. Burton sacudió incrédulo la cabeza. Había muerto por la boca, como correspondía a un político.

– ¿Qué hacemos ahora, jefe? ¿Nos largamos en el Fuerza Aérea Uno? -Burton sólo bromeaba mientras contemplaba la alfombra. Estaba demasiado aturdido para pensar. Por un instante miró al presidente y descubrió que Richmond le miraba fijo.

– Walter Sullivan es la única persona viva, aparte de nosotros, que conoce el significado de esta información.

Burton abandonó la silla sin desviar la mirada.

– Mi trabajo no incluye matar gente sólo porque usted me lo mande.

– Walter Sullivan es ahora una amenaza directa para todos nosotras -insistió el presidente-. Además, se está cachondeando de nosotros y no me gusta que la gente se divierta a costa mía. ¿Y a ti?

– Tiene una buena razón, ¿no le parece?

Richmond cogió un bolígrafo y lo hizo girar entre los dedos.

– Si Sullivan habla lo perdemos todo. Todo. -El presidente chasqueó los dedos-. Así, como si nada. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para evitarlo.

– ¿Cómo sabe que ya no lo ha hecho? -preguntó Burton con un fuego abrasador en el vientre.

– Porque conozco a Walter contestó Richmond-. Lo hará a su manera. Será algo espectacular y bien premeditado. No es un hombre dado a las prisas. Pero cuando actúa, los resultados son rápidos y aplastantes.

– Estupendo. -Burton se cogió la cabeza con las manos, su mente era un torbellino. Años de entrenamiento le habían dado una habilidad casi innata de procesar información en el acto, de pensar sobre la marcha, a actuar una fracción de segundo antes que cualquier otro. Ahora su cerebro era como un lodazal, espeso y pegajoso, nada estaba claro. Miró al presidente-. Pero ¿matarlo?

– Te garantizo que Walter Sullivan está pensando ahora mismo en cómo acabar con nosotros. Eso es algo que no me entusiasma. -Richmond se reclinó en el sillón-. Es obvio que el hombre ha decidido luchar contra nosotros. Y uno tiene que vivir con las consecuencias de las decisiones que adopta. Walter Sullivan lo sabe mejor que nadie. -La mirada de Richmond se clavó otra vez en el agente-. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a defendernos?


Collin y Burton habían pasado los últimos tres días siguiendo al multimillonario. Cuando el coche le dejó en medio de la nada, Burton no podía creer en su suerte,y sintió una profunda pena por la víctima, que ahora se había convertido en un blanco fijo.

Marido y mujer eliminados. Mientras el coche regresaba a la capital a toda velocidad, Burton se frotó las manos en un gesto inconsciente; intentaba quitar la suciedad que sentía en cada arruga. Lo que le helaba la piel era saber que nunca conseguiría borrar los sentimientos que experimentaba en estos momentos, la realidad de lo que había hecho. Todo esto le acompañaría durante el resto de sus días. Había cambiado su vida por otra. Otra vez. Su moral, durante tanto tiempo firme como una roca, se había convertido en plastilina. La vida le había enfrentado al desafío supremo y él había fracasado.

Hundió los dedos en el apoyabrazos y contempló la oscuridad a través del parabrisas.

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