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Mientras Luther miraba a través del espejo, se le ocurrió que los dos formaban una pareja muy atractiva. Era una opinión absurda en estas circunstancias, pero eso no invalidaba la conclusión. El hombre era alto, bien parecido, un cuarentón muy distinguido. La mujer tendría poco más de veinte años; el pelo largo y dorado, el rostro oval y encantador, con unos ojos inmensos azul oscuro que ahora miraban con amor a su acompañante. Él le acarició la mejilla de terciopelo; ella le besó la palma de la mano.

El hombre tenía dos vasos y los llenó con el contenido de la botella que había traído con él. Le dio uno a la mujer. Chocaron los vasos, sin dejar de mirarse; él se bebió el contenido de un trago mientras ella sólo bebía un sorbo. Dejaron los vasos, y se abrazaron. Él deslizó las manos por la espalda de la joven y después las subió hasta los hombros desnudos. Los brazos y hombros de ella eran fuertes y estaban bronceados por el sol. Él le sujetó los brazos, admirado, mientras se inclinaba para besarle el cuello.

Luther desvió la mirada, avergonzado por ser testigo de este encuentro tan personal. Una emoción extraña, si tenía en cuenta que aún se enfrentaba al peligro de ser descubierto. Pero no era tan viejo como para no apreciar la ternura, la pasión que poco a poco se desplegaba ante él.

Cuando volvió a mirar, sonrió por fuerza. La pareja bailaba lentamente por la habitación. Se veía que el hombre tenía mucha práctica; la compañera menos, pero él la guió a través de los pasos sencillos hasta que una vez más acabaron junto a la cama.

El hombre hizo una pausa para llenar su vaso y se lo bebió deprisa. Ahora la botella estaba vacía. Mientras él la abrazaba otra vez, ella se inclinó sobre él, le tironeó de la chaqueta, comenzó a deshacerle el nudo de la corbata. Las manos del hombre buscaron la cremallera del vestido y poco a poco bajaron hacia la cintura. El vestido negro cayó al suelo y ella salió del mismo, sólo con las bragas negras y medias hasta el muslo; no llevaba sujetador.

Tenía el tipo de cuerpo que pone celosas a todas las mujeres que no lo poseen. Cada curva estaba en el lugar adecuado. Una cintura que Luther hubiese podido ceñir con las dos manos. Mientras se inclinaba hacia un lado para quitarse las medias, Luther observó los pechos grandes y redondos. Las piernas eran delgadas y musculosas, sin duda el resultado de muchas horas de ejercicio bajo la mirada atenta de un entrenador personal.

El hombre se quitó el traje y la camisa, y, en calzoncillos, se sentó en el borde de la cama. Contempló a la mujer, que se tomó su tiempo para quitarse las bragas. Tenía el trasero redondo y firme, de un blanco cremoso que resaltaba con el perfecto bronceado. Al verla por fin desnuda del todo, el hombre sonrió. Los dientes blancos y bien alineados. A pesar del alcohol, los ojos aparecían claros y enfocados.

Ella sonrió ante su atención y avanzó sin prisa. En cuanto la tuvo a su alcance, él la sujetó entre los brazos, la apretó contra su cuerpo. La mujer se frotó arriba y abajo contra su pecho.

Una vez más, Luther comenzó a desviar la mirada. Deseaba más que nada en el mundo que el espectáculo acabara lo antes posible y que estas personas se marcharan. Sólo tardaría unos minutos en regresar al coche, y el recuerdo de esta noche permanecería en su memoria como una experiencia única, aunque hubiera podido resultar desastrosa.

Pero entonces el hombre sujetó las nalgas de la mujer y después comenzó a azotarlas, una y otra vez. Luther torció el gesto ante el dolor ajeno; la piel blanca se veía ahora roja. Sin embargo, la mujer estaba demasiado bebida como para sentir el dolor o bien gozaba con este tratamiento, porque mantuvo la sonrisa. Luther sintió la tensión en las tripas al ver como los dedos del hombre se clavaban en la carne suave.

La boca del hombre bailó sobre su pecho; ella pasó los dedos por la espesa cabellera al tiempo que situaba el cuerpo entre sus piernas. La muchacha cerró los ojos, sonrió de placer mientras echaba la cabeza hacia atrás. Después abrió los ojos y le besó.

Los dedos fuertes del hombre abandonaron las nalgas maltratadas y comenzaron a masajearle la espalda con suavidad. Entonces volvió a clavarle los dedos hasta que la mujer se apartó con una mueca. Ella esbozó una sonrisa y él se detuvo mientras la joven le tocaba los dedos con los suyos. Él volvió a dedicarse a los senos y le chupó los pezones. Cerró los ojos y sus jadeos se convirtieron en un gemido. El hombre la besó en el cuello. Tenía los ojos bien abiertos y miraba hacia donde estaba sentado Luther pero sin imaginar que pudiera estar allí.

Luther miró al hombre, a aquellos ojos, y no le gustó lo que vio.

Pozos de sombras rodeados por una aureola roja, como algún planeta siniestro visto a través de un telescopio. De pronto pensó que la mujer desnuda estaba en poder de algo no tan gentil, no tan cariñoso como esperaba.

Por fin la mujer se impacientó y empujó a su amante sobre la cama. Se montó a horcajadas ofreciéndole a Luther una visión por detrás de algo que debería haber estado reservado a su ginecólogo y a su marido. Ella intentó moverse, pero entonces con un impulso brutal él la tumbó a un lado y se subió encima de la mujer, la cogió de las piernas y se las levantó hasta que quedaron perpendiculares a la cama.

Luther se quedó rígido en el sillón ante el siguiente movimiento del hombre. Él la cogió del cuello y le metió la cabeza entre sus piernas. Lo repentino del acto la hizo boquear, sus labios casi pegados al pene. Entonces él se rió al tiempo que le soltaba las piernas. Un tanto mareada, ella atinó a sonreír y se levantó apoyada en los codos mientras él la dominaba con su altura. Él se cogió el pene con una mano y con la otra le separó las piernas. Mientras ella se tendía con languidez para aceptarlo, él la miró con una mirada salvaje.

Pero en lugar de penetrarla, él le cogió los pechos y se los apretó, al parecer con demasiada fuerza, porque, por fin, Luther escuchó un grito de dolor y la mujer le dio una bofetada. Él la soltó y le devolvió el golpe con saña. Luther vio brotar sangre por una de las comisuras de la boca y derramarse por los labios, cubiertos por una espesa capa de carmín.

– Maldito cabrón.

Ella rodó sobre la cama y se sentó en el suelo. Se pasó los dedos por la boca, probó el gusto de su sangre, por un momento su cerebro borracho recuperó la lucidez. Las primeras palabras que Luther acababa de escuchar con toda claridad hasta ahora le golpearon con la fuerza de un martillo. Dejó el sillón y avanzó hacia el espejo.

El hombre sonrió. Luther se quedó rígido al ver la sonrisa. Se parecía más a la mueca de una bestia dispuesta a matar y no la de un ser humano

– Maldito cabrón -repitió ella, la voz un poco más baja, las palabras farfulladas.

En el momento que ella se levantaba, él le cogió un brazo, se lo retorció hasta tumbarla en el suelo. El hombre se sentó en la cama con una expresión de triunfo.

Con la respiración agitada, Luther permaneció casi pegado al espejo, abrió y cerró las manos mientras miraba. Rogó para que los demás aparecieran. Echó un rápido vistazo al mando sobre el sillón y después miró el dormitorio.

La mujer se había medio levantado del suelo; poco a poco recuperaba el aliento. Se habían esfumado los sentimientos románticos. Luther lo vio en sus movimientos, cautelosos y deliberados. Al parecer, su compañero no advirtió el cambio en los movimientos ni el destello furioso en los ojos azules, porque si no no se hubiese puesto de pie, tendiendo una mano para que ella se cogiera, cosa que ella hizo.

La sonrisa del hombre desapareció en el acto cuando el rodillazo hizo blanco entre sus piernas. El impacto le hizo doblarse en dos y acabó con su erección. Ni un sólo sonido escapó de sus labios mientras se derrumbaba, excepto el de un jadeo. La mujer recogió las bragas y comenzó a ponérselas.

El la sujetó de un tobillo, la hizo caer, con las bragas a media pierna.

– Puta de mierda. -Las palabras sonaron entrecortadas a medida que intentaba recuperar la respiración, sin soltarle el tobillo, arrastrándola hacia él.

Ella volvió a patearle, una y otra vez. Los pies golpearon las costillas, pero él no la soltó.

– Eres una jodida puta del carajo -dijo el hombre.

Al escuchar el tono de amenaza en aquellas palabras, Luther dio un paso hacia el espejo, una de sus manos voló hacia la suave superficie como si quisiera atravesarla, sujetar ál hombre, apartarlo.

El hombre se levantó con esfuerzo y a Luther se le puso la piel de gallina al ver su mirada.

Las manos del hombre rodearon la garganta de la mujer.

El cerebro de ella, obnubilado por el alcohol, comenzó a funcionar a toda pastilla. Sus ojos, llenos de miedo, miraron a izquierda y derecha a medida que aumentaba la presión sobre su cuello y no podía respirar. Le arañó los brazos, clavándole las uñas.

Luther vio la sangre manar de la piel del hombre pero él no aflojó la presión.

Ella le pateó las piernas y se retorció, pero él pesaba casi el doble;el atacante no cedió.

Luther miró una vez más el mando a distancia. Podía abrir la puerta. Podía acabar con esto. Pero sus piernas no le respondieron. Miró impotente a través del espejo, el sudor le corría por la frente, manaba de todos los poros de su cuerpo; jadeaba mientras su pecho subía y bajaba con movimientos espasmódicos. Apoyó las dos manos sobre el cristal.

Luther contuvo la respiración cuando la mujer se fijó por un instante en la mesilla de noche. Entonces, con un movimiento frenético, empuñó el abrecartas, y de un golpe lo clavó en el brazo del hombre.

Él lanzó un gruñido de dolor, soltó a su víctima y se sujetó el brazo ensangrentado. Por un instante terrible se miró la herida como si aquello no fuera posible. Acuchillado por esta mujer.

Cuando volvió a mirar a la mujer, Luther casi escuchó el gruñido asesino antes de que escapara de los labios del hombre.

Entonces él la golpeó, con una fuerza que Luther nunca había visto pegarle a una mujer. El puño chocó contra la carne suave y la sangre manó de la nariz y la boca de ella.

Luther no supo si atribuirlo a todo el alcohol consumido o a qué, pero el golpe que hubiese tumbado a cualquiera, sólo sirvió para enfurecerla todavía más. Con una fuerza convulsiva la mujer consiguió levantarse. Cuando se volvió hacia el espejo, Luther vio el horror reflejado en su rostro al descubrir la súbita destrucción de su belleza. Con ojos incrédulos tocó la nariz hinchada; se metió un dedo en la boca para saber cuántos dientes estaban flojos. Se había convertido en un retrato emborronado, su mayor atributo había desaparecido.

La mujer se dio la vuelta para enfrentarse nuevamente al hombre, y Luther vio cómo se tensaban los músculos de la espalda hasta parecer tallados en madera. Con la velocidad del rayo descargó un puntapié en las ingles del hombre. Una vez más, sin fuerzas, con los miembros inútiles y dominado por las náuseas, el hombre se desplomó con un gemido. Adoptó una posición fetal y se protegió los genitales con las manos.

Con el rostro cubierto de sangre, con una mirada que había pasado del horror a la furia homicida, la mujer se dejó caer de rodillas a su lado y levantó el abrecartas por encima de la cabeza.

Luther cogió el mando a distancia y dio un paso hacia el espejo con el dedo apoyado en el botón rojo.

El hombre, al ver que estaba a punto de perder la vida, gritó con toda la fuerza de que fue capaz mientras el abrecartas iniciaba el descenso. La llamada no pasó inadvertida.

Inmóvil como una estatua, Luther dirigió la mirada hacia la puerta que se abrió de par en par.

Dos hombres, con el pelo cortado casi al rape, con trajes que no disimulaban su físico impresionante, entraron en la habitación con las armas preparadas. Antes de que Luther pudiese dar otro paso, ellos habían evaluado la situación y decidido en consecuencia.

Las dos pistolas dispararon casi al unísono.


En su despacho, Kate Whitney repasó el expediente una vez más.

El tipo tenía cuatro condenas previas, y le habían arrestado en otras seis, aunque al final no se habían presentado cargos porque los testigos se habían negado a hablar por miedo o habían acabado muertos en algún contenedor de basura. El hombre era una bomba de relojería ambulante, lista para explotar contra la próxima víctima, todas ellas mujeres.

Ahora la acusación era por asesinato y violación durante la comisión de un robo, que cumplía el criterio para la pena capital según las leyes de Virginia. Esta vez decidió ir por el máximo: pena de muerte. Nunca la había pedido antes, pero si alguien se la merecía, era este tipo, y la mancomunidad no se andaba con remilgos a la hora de autorizarle. ¿Por qué dejarle vivir si él había acabado de la forma más cruel y salvaje con la vida de una estudiante de diecinueve años que había ido a un centro comercial en pleno día a comprar unas medias y un par de zapatos?

Kate se frotó los ojos, después cogió una goma del montón que tenía sobre la mesa, y se hizo una cola de caballo. Echó una ojeada al sencillo y pequeño despacho; había pilas de expedientes por todas partes y por enésima vez se preguntó si algún día dejarían de crecer. Desde luego que no. Al contrario, empeoraría y ella sólo podía hacer lo que estaba a su alcance para contener el derramamiento de sangre. Comenzaría con la ejecución de Roger Simmons, Jr., veintidós años, y uno de los criminales más duros que había conocido, y ya se había enfrentado a unos cuantos en su corta carrera. Recordó cómo le había mirado él aquel día en el juzgado. Su expresión carecía de cualquier remordimiento, preocupación o cualquier otra emoción positiva. También era un rostro sin esperanza, un hecho sustanciado por sus antecedentes que era la historia de una infancia horrorosa. Pero no era problema de ella. Al parecer, el único que no lo era.

Sacudió la cabeza y miró la hora: medianoche pasada. Fue a buscar otra taza de café, perdía la concentración. El último abogado de la fiscalía se había marchado cinco horas antes. El personal de limpieza había acabado su trabajo hacía tres. Caminó descalza por el pasillo hacia la cocina. Si Charlie Manson estuviese por ahí ocupándose de lo suyo, sólo sería uno de sus casos menores; un aficionado en comparación con los monstruos que rondaban ahora por las calles.

Volvió a la oficina con la taza de café en una mano y se detuvo un momento para contemplar su reflejo en la ventana. En su trabajo la apariencia no tenía demasiada importancia; caray, no había tenido una cita en más de un año. Pero fue incapaz de desviar la mirada. Era alta y delgada, quizá demasiado en algunas partes, pero no por eso había abandonado la costumbre de correr siete kilómetros cada día mientras disminuía el consumo de calorías. Subsistía a base de café malo y galletas, y sólo fumaba dos cigarrillos al día, sin renunciar a la esperanza de abandonarlo.

Se sintió culpable del abuso a que sometía a su cuerpo con tantas horas de trabajo y el estrés de pasar de un caso terrible a otro horroroso, pero ¿qué podía hacer? ¿Renunciar porque no se parecía a las mujeres de las portadas de Cosmopolitan? Se consoló a sí misma con el hecho de que ellas trabajaban las veinticuatro horas del día para mantenerse hermosas. El suyo era ocuparse de que la gente que infringía la ley, que hería a los demás, fuera castigada. Llegó a la conclusión que desde cualquier punto de vista estaba haciendo cosas mucho más productivas con su vida.

Se dio un manotazo en la melena; necesitaba un corte de pelo, pero ¿de dónde sacaría el tiempo? El rostro todavía no reflejaba demasiado el peso de la carga que cada vez le resultaba más difícil arrastrar. A los veintinueve años, después de cuatro de jornadas de diecinueve horas e innumerables juicios, había aguantado. Suspiró al comprender que no duraría mucho. En la facultad había sido objeto de las miradas de todos, la causa de pasiones encendidas y sudores fríos. Pero a punto de entrar en los treinta, era consciente de que aquello que había dado por sentado durante tanto tiempo, que incluso había despreciado en muchas ocasiones, no le duraría para siempre. Y como tantas otras cosas que se dan por sentadas o se descartan como poco importantes, poder silenciar un sala con el mero hecho de entrar era algo que echaría de menos.

Conservar la belleza durante los últimos años era algo notable si tenía en cuenta lo poco que había hecho para preservarla. Buenos genes, ahí estaba la razón; tenía suerte. Entonces pensó en su padre y decidió que no había tenido ninguna suerte en materia de genes. Un hombre que robaba a los demás y después pretendía llevar una vida normal. Un hombre que había engañado a todos, incluidas su mujer y su hija. Un hombre en el que no se podía confiar.

Se sentó ante su escritorio, probó el café caliente, le echó un poco más de azúcar y miró al señor Simmons mientras removía las profundidades oscuras de su estimulante nocturno.

Cogió el teléfono y marcó el número de su casa para escuchar los mensajes. Había cinco: dos de otros abogados, uno del policía que sería testigo en el juicio contra el señor Simmons y uno de un investigador de la fiscalía que llamaba a las horas más intempestivas para darle informaciones inútiles. Tendría que cambiar de número de teléfono. En el último mensaje habían colgado. Pero escuchó el rumor de una respiración, casi entendió una o dos palabras. Algo en el sonido le resultó conocido, pero no consiguió ubicarlo. Gente que no tenía nada mejor que hacer.

El café hizo su efecto, su mirada enfocó otra vez el expediente. Miró el pequeño estante con los libros. Encima había una vieja foto de la madre y Kate cuando tenía diez años. Había recortado la figura de Luther Whitney. Un gran agujero junto a la madre y la hija. Una gran nada.


– ¡Me cago en la gran puta! -El presidente de los Estados Unidos se sentó, con una mano sobre sus fláccidas y dolidas partes pudendas, la otra sosteniendo el abrecartas que un momento antes estaba destinado a convertirse en el instrumento de su muerte. Ahora el objeto tenía algo más que sólo su sangre en él-. ¡Me cago en la gran puta, Bill, la has matado! -El objeto de su ira se agachó para ayudarle a levantarse mientras su compañero comprobaba el estado de la mujer; una verificación inútil, ya que dos proyectiles de grueso calibre le habían volado los sesos.

– Lo lamento, señor, no teníamos tiempo. Lo lamento, señor.

Bill Burton era agente del servicio secreto desde hacía doce años; antes había pertenecido a la policía estatal de Maryland durante ocho, y uno de sus disparos acababa de volarle la cabeza a una joven hermosa. A pesar de su gran preparación temblaba como un niño al que acaban de despertar de una pesadilla.

Había matado antes en cumplimiento del deber un vulgar control de carreteras que se había complicado. Pero el muerto había sido un tipo condenado cuatro veces, con una venganza pendiente contra los policías uniformados y había intentado matarle con una pistola Glock semiautomática.

Miró el pequeño cuerpo desnudo y pensó que iba a vomitar. Su compañero, Tim Collin, adivinó lo que iba a pasar y le cogió del brazo. Burton tragó con fuerza y asintió. Lo tenía controlado.

Entre los dos ayudaron a levantarse con mucho cuidado a Alan J. Richmond, presidente de los Estados Unidos, un héroe político y un líder para todas las generaciones, pero que ahora no era más que un borracho desnudo. El presidente les miró ya recuperado del horror inicial a medida que pasaban los efectos del alcohol.

– ¿Está muerta? -Las palabras sonaron borrosas; los ojos parecían moverse en las órbitas como canicas sueltas.

– Sí, señor -respondió Collin. No se dejaba de contestar la pregunta de un presidente, borracho o no.

Burton se mantuvo apartado. Miró una vez más a la mujer y después al presidente. Para eso estaban, hacían su trabajo. Proteger al maldito presidente. Costara lo que costara, esa vida no debía acabar de esa manera. No clavado como un cerdo por una puta borracha.

La boca del presidente esbozó lo que pretendía ser una sonrisa, aunque ni Collin ni Burton lo recordarían así. El presidente comenzó a levantarse.

– ¿Dónde está mi ropa? -preguntó.

– Aquí, señor. -Burton volvió a la realidad; se agachó para recoger las prendas. Estaban muy manchadas, todo el cuarto parecía estarlo, con los sesos de ella.

– Bueno, ayúdenme a levantarme, y a vestirme, maldita sea. Tengo que ir a dar un discurso en alguna parte, ¿no es así? -Soltó una risa aguda. Burton miró a Collin y este a su compañero. Ambos contemplaron cómo el presidente se quedaba dormido en la cama.


En el momento que sonaron los disparos, Gloria Russell, jefa del gabinete, estaba en el baño del primer piso, lo más lejos posible de aquella habitación.

Había acompañado al presidente en muchas de estas aventuras, pero en lugar de acostumbrarse, le disgustaban cada vez más. Imaginar a su jefe, el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra, en la cama con todas esas putas de la alta sociedad, las admiradoras de la política. No conseguía entenderlo, y casi había aprendido a no hacer caso. Casi.

Se subió las bragas, cogió el bolso, abrió la puerta, cruzó el vestíbulo y a pesar de los tacones altos subió los escalones de dos en dos. Cuando llegó a la puerta del dormitorio el agente Burton le cerró el paso.

– Señora, no querrá ver esto, no es agradable.

Ella le apartó, cruzó el umbral y se detuvo. Su primer pensamiento fue el de salir corriendo, bajar las escaleras, meterse en la limusina, salir de allí, salir del estado, salir de este horrible país. No sintió pena por Christy Sullivan, que quería que el presidente se la follara. Esa había sido su meta durante los últimos dos años. Bueno, algunas veces no siempre se consigue lo que se desea; algunas veces se consigue mucho más.

Russell recuperó el control y se enfrentó al agente Collin. -¿Qué diablos ha pasado?

Tim Collin era joven, duro y devoto del hombre que le habían asignado proteger. Estaba entrenado para morir defendiendo al presidente, y no tenía ninguna duda de que si llegaba ese momento lo haría. Habían pasado unos años desde que había atrapado a un atacante en el aparcamiento de un centro comercial, donde el entonces candidato presidencial Alan Richmond participaba en un acto. Collin había tumbado al presunto agresor sobre el asfalto y le había inmovilizado antes de que el tipo pudiera desenfundar del todo el arma, antes de que cualquiera de los demás reaccionara. Para Collin, la única misión en su vida era proteger a Alan Richmond.

El agente Collin tardó un minuto en informar a Russell de los hechos, con frases cortas y coherentes. Burton confirmó el relato.

– Era cuestión de elegir entre él o ella, señora Russell. No hay otra manera de decirlo. -Burton miró instintivamente al presidente, que continuaba tendido en la cama, perdido para el mundo. Habían cubierto la parte más estratégica de su cuerpo con una sábana.

– ¿Quieren decir que no oyeron absolutamente nada? ¿Ningún sonido violento antes…, antes de esto? -Con un gesto indicó el desastre en la habitación.

Los agentes intercambiaron una mirada. Habían escuchado muchos ruidos procedentes de los dormitorios donde estaba su jefe. Algunos podían ser interpretados como violentos, otros no. Pero antes todos habían salido sanos y salvos.

– Nada extraño -contestó Burton-. Entonces oímos el grito del presidente y entramos. El cuchillo estaba a punto de clavarse en su pecho. La única cosa lo bastante rápida era una bala.

Se irguió en toda su estatura y le miró a los ojos. Él y Collin habían hecho su trabajo, y esta mujer no iba a convencerlos de lo contrario. Nadie iba a echarles la culpa.

– ¿Había un maldito cuchillo en la habitación? -La mujer miró a Burton incrédula.

– Si fuera cosa mía, el presidente no saldría a realizar estas pequeñas excursiones. La mitad de las veces no nos deja comprobar nada antes. No tuvimos oportunidad de revisar la habitación. -La miró-. Él es el presidente, señora -añadió como si eso lo justificara todo. Y para Russell por lo general así era, algo que Burton sabía muy bien.

Russell echó una ojeada a la habitación, sin perder un solo detalle. Había sido profesora de Ciencias Políticas en Stanford y gozaba de una reputación a nivel nacional antes de unirse a la campaña de Alan Richmond para conseguir la presidencia. Él era una fuerza poderosa, todo el mundo quería subir al carro del vencedor.

En la actualidad era jefa del gabinete, y se rumoreaba que se convertiría en secretaria de Estado si Richmond ganaba la reelección, cosa que todos daban por hecho. ¿Quién lo sabía? ¿Por qué no la fórmula Richmond-Russell? Formaban una combinación brillante. Ella era la estratega, él un político consumado. El futuro de ambos era cada vez más prometedor. Pero ¿ahora? Ahora tenía un cadáver y a un presidente borracho en el interior de una casa que se suponía vacía.

De pronto recuperó el control. Este pequeño montón de basura humana no le estropearía el futuro. ¡Ni por esas!

– ¿Quiere que llame a la policía, señora? -preguntó Burton.

Russell le miró como si el agente hubiese perdido el juicio.

– Burton, permítame recordarle que nuestro trabajo es proteger los intereses del presidente en todo momento y que nada, absolutamente nada, está por encima de eso. ¿Está claro?

– Señora, la mujer está muerta. Pienso que…

– Así es. Usted y Collin dispararon contra ella y está muerta. -Las palabras de Russell flotaron en el aire.

Collin se frotó los dedos; una mano tocó instintivamente el arma en la funda. Miró a la difunta señora Sullivan como si pudiera resucitarla.

Burton flexionó los hombros; se acercó un poco a Russell para resaltar la diferencia de estatura.

– Si no llegamos a disparar, el presidente estaría muerto. Ese es nuestro trabajo. Mantener al presidente sano y salvo.

– Muy bien, Burton. Y ahora que ha impedido su muerte, ¿cómo piensa explicarle a la policía, a la mujer del presidente, a sus superiores, a los abogados, al Congreso, a los mercados financieros, al país y al resto del maldito mundo, por qué el presidente estaba aquí? ¿Qué hacía aquí? ¿Y las circunstancias que le llevaron a usted y al agente Collin a disparar contra la esposa de uno de los hombres más ricos e influyentes de Estados Unidos? Porque si llama a la policía, si llama a cualquiera, eso es lo que tendrá que hacer. Ahora, si está preparado a aceptar la plena responsabilidad de ese cometido, allí tiene el teléfono, llame.

El rostro de Burton cambió de color. Dio un paso atrás, ahora ser más alto no le servía de nada. Collin se había quedado de una pieza mientras presenciaba el enfrentamiento. Nunca había visto a nadie capaz de hablarle así a Bill Burton. El hombre podía partirle el cuello a Russell como quien aplasta una mosca.

Burton miró una vez más el cadáver. ¿Cómo podía explicarlo para que todo saliera bien? La respuesta era fácil: no podía.

Russell le observó de cerca. Burton le devolvió la mirada pero fue incapaz de sostenerla. Ella había ganado. Sonrió bondadosa y asintió. Estaba al mando de la función.

– Vaya y prepare café. Una cafetera llena -le ordenó a Burton, disfrutando por un momento del cambio de poderes-. Después quédese en la puerta principal, no sea que tengamos algún visitante inesperado.

»Collin, vaya a la furgoneta, y hable con Johnson y Varney. No les diga nada de esto. Por ahora sólo dígales que ha habido un accidente, y que el presidente está bien. Eso es todo. Y que permanezcan alerta. ¿Comprendido? Ya llamaré si les necesito. Preciso tiempo para pensar.

Luther no se había movido desde que los disparos habían destrozado la cabeza de la mujer. Tenía miedo. Había superado la conmoción, pero su mirada volvía una y otra vez a lo que había sido un ser humano vivo. En todos los años como delincuente sólo había visto matar a otra persona. Un pedófilo condenado tres veces, al que otro preso le había cortado la médula con un trozo de hierro afilado como una daga. Las emociones que sentía ahora eran muy diferentes, como si fuese el único pasajero de un barco que había atracado en un puerto extranjero. Nada se parecía ni se notaba conocido. Se sentó antes de que las piernas dejaran de sostenerle.

Miró cómo Russell se movía por la habitación, cómo se inclinaba sobre la mujer muerta, pero sin tocarla. Después, cómo cogía el abrecartas por la punta de la hoja con un pañuelo que sacó del bolsillo. La vio observar un buen rato el objeto que casi había acabado con la vida de su jefe y le había costado la vida a la mujer; cómo metía el abrecartas en el bolso de cuero que había dejado sobre la mesa de noche, y guardaba el pañuelo en el bolsillo. Echó una ojeada a los despojos de Christine Sullivan.

Russell reconocía que era admirable la manera en que Richmond realizaba sus tareas extraprofesionales. Todas sus «compañeras» eran mujeres ricas y de una elevada posición social, y todas estaban casadas. Esto garantizaba que nada de su comportamiento adúltero aparecería en los periódicos. Las mujeres con las que se acostaba tenían tanto o más que perder, y lo sabían muy bien

Y la prensa.

Russell sonrió. En estos tiempos el presidente vivía sometido a un escrutinio incesante. No podía mear, fumarse un puro o eructar sin que el público conociera los detalles más íntimos. Al menos así pensaba el público. Todo esto tenía su origen en una valoración exagerada de la prensa y su capacidad para sacar cualquier historia a la luz, por muy escondida que estuviese. Lo que no comprendían era que si bien la oficina del presidente quizás había perdido parte de su enorme poder a lo largo de los años, a medida que los problemas del mundo escapaban ala capacidad de cualquier persona a enfrentarse a ellos en una base igualitaria, el presidente estaba rodeado por un grupo de personas muy capaces y de una lealtad absoluta. Personas cuya capacidad para las actividades encubiertas estaba a años luz de los muy educados y remilgados periodistas, cuya idea de rastrear algún asunto comprometido era preguntarle a un congresista siempre dispuesto a hablar para los telediarios de la noche. Era un hecho que, si lo deseaba, el presidente Alan Richmond podía moverse con la seguridad de que nadie se enteraría de su paradero. Incluso podía desaparecer de la vista del público todo el tiempo que quisiera, aunque eso sería la antítesis de lo que un político deseaba. Este privilegio se reducía a un común denominador.

El servicio secreto. Eran los mejores entre los mejores. Este grupo de elite lo había demostrado una y otra vez a lo largo de los años, como también al planear esta actividad más reciente.

Poco después del mediodía, Christy Sullivan había salido del salón de belleza en Upper Northwest. Después de caminar una manzana, había entrado en el vestíbulo de una casa de apartamentos, y salido al cabo de treinta segundos envuelta en una capa con capucha que llevaba en el bolso. Las gafas de sol ocultaban sus ojos. Recorrió varias manzanas mirando los escaparates, y después tomó la línea roja hasta Metro Center. Al salir del metro había caminado otras dos manzanas y se había metido por un callejón entre dos edificios condenados. Dos minutos más tarde, un coche con los cristales oscuros salió del callejón. Collin conducía. Christy Sullivan ocupaba el asiento trasero. Después, permaneció en un lugar seguro con Bill Burton hasta que el presidente se reunió con ella al cabo de unas horas.

Habían escogido la mansión Sullivan como el lugar perfecto para el interludio romántico porque, por una de esas ironías del destino, dicha casa era el último lugar en que cualquier persona hubiese esperado ver a Christy Sullivan. Russell sabía que estaba vacía, protegida sólo por un sistema de seguridad que no era ningún obstáculo para sus planes.

Russell se sentó en una silla y cerró los ojos. En la casa tenía con ella y el presidente a dos de los miembros más capacitados del servicio secreto, Y, por primera vez, esto preocupaba a la jefa del gabinete. Los cuatro agentes que les acompañaban esta noche habían sido escogidos por el propio presidente entre el casi centenar destinado a su custodia para estas pequeñas aventuras. Todos eran muy leales y capaces. Cuidaban del presidente y aceptaban sin rechistar cualquier cosa que se les pidiera. Hasta esta noche, la fascinación del presidente Richmond por las mujeres casadas no había presentado grandes problemas. Pero lo ocurrido lo trastornaba todo. Russell sacudió la cabeza y se forzó a buscar un plan de acción.


Luther estudió el rostro. Era una cara inteligente, atractiva pero también muy dura. Casi se alcanzada a ver el proceso mental por las arrugas de la frente. Pasó el tiempo y ella no se movió. Entonces Gloria Russell abrió los ojos y su mirada recorrió toda la habitación, sin perder detalle.

Luther se encogió en un acto reflejo cuando la mirada pasó por el espejo como un reflector por el patio de una cárcel. Entonces la mirada se detuvo al llegar a la cama. Durante casi un minuto la mujer contempló al hombre dormido, y en su rostro apareció una expresión que Luther no acababa de entender. Estaba a medio camino entre una sonrisa y una mueca.

Russell se levantó, se acercó al lecho y miró al hombre. Un hombre del pueblo, o al menos así lo creía la gente. El hombre de la época. Ahora no parecía tan grande. Tenía medio cuerpo sobre la cama, las piernas abiertas, los pies casi en el suelo, una posición un tanto ridícula cuando se estaba desnudo.

La mujer paseó la mirada por el cuerpo del presidente, y se recreó en algunas partes, una actividad que a Luther le pareció sorprendente a la vista de lo que yacía en el suelo. Antes de que Gloria Russell entrara y se enfrentara a Burton, Luther había esperado oír sirenas y estar sentado allí mirando a policías, detectives y forenses por todas partes; decenas de unidades móviles de la radio y la televisión aparcadas delante de la casa. Era obvio que esta mujer tenía otros planes.

Luther había visto a Gloria Russell en la cnn y en las principales cadenas, además de en los periódicos. Sus facciones eran muy características: la nariz larga y aquilina entre los pómulos altos, regalo de un antepasado cherokee. El pelo renegrido y lacio hasta los hombros. Los ojos grandes y de un azul tan oscuro como el agua de las profundidades marinas, pozos gemelos llenos de peligros para los descuidados e inconscientes.

Luther se movió en el sillón con mucho cuidado. Mirar a esta mujer delante de una chimenea de la Casa Blanca pontificando sobre los últimos hechos políticos era una cosa, y otra muy distinta verla moverse por una habitación donde había un cadáver y un hombre desnudo y borracho que era el líder del mundo libre. Era un espectáculo que Luther no deseaba ver, aunque no podía apartar la mirada.

Russell miró la puerta, cruzó la habitación, sacó el pañuelo, y cerró la puerta con llave. Volvió a paso rápido junto a la cama para mirar al presidente. Tendió una mano, y, por un momento, Luther se puso tenso, pero ella sólo acarició el rostro del presidente. Luther se relajó, pero volvió a tensarse cuando la mano se movió hasta el pecho, y se detuvo por un momento en el vello abundante, antes de continuar hasta el estómago plano que subía y bajaba con normalidad.

Entonces la mano bajó todavía más; la mujer apartó poco a poco la sábana y la dejó caer al suelo. Metió la mano en la entrepierna. Después echó una mirada a la puerta y se arrodilló delante del presidente. Luther cerró los ojos. No compartía los peculiares gustos por la observación del dueño de la casa.

Pasaron varios minutos. Luther abrió los ojos en el momento que Gloria Russell se quitaba las medias y las bragas, y las dejaba sobre una silla. Después montó a horcajadas al presidente dormido.

Luther volvió a cerrar los ojos. Se preguntó si oirían los crujidos de la cama desde la planta baja. Quizá no, porque era una casa muy grande. Incluso si los oían, ¿qué podían hacer?

Diez minutos más tarde, Luther oyó un jadeo involuntario por parte del hombre, y los gemidos de la mujer. Pero Luther mantuvo los ojos cerrados. No sabía muy bien por qué. En parte era una combinación entre el miedo y el disgusto por la falta de respeto a la muerta.

Por fin, Luther abrió los ojos y se encontró que tenía a Russell delante. El corazón le dejó de latir hasta que el cerebro le informó que no pasaba nada. La mujer se puso las bragas y las medias. Después con toda calma se pintó los labios.

Sonreía, tenía las mejillas arreboladas. Parecía más joven. Luther miró al presidente. Dormía otra vez profundamente después de disfrutar de un sueño muy real y placentero. Luther volvió a mirar a Russell.

Resultaba desconcertante ver a esta mujer que le sonreía, en esta habitación siniestra, sin saber que él estaba allí. Había poder en el rostro de la mujer. Y una mirada que Luther ya había viste antes en este cuarto. Esta mujer era peligrosa.


– Quiero que limpien toda la habitación, excepto eso. -Russell señaló a la difunta señora Sullivan-. Un momento. Es probable que él la tocara por todas partes. Burton, quiero que revise cada centímetro de su cuerpo, y si aparece cualquier cosa ajena hágala desaparecer. Después vístala.

Burton, con las manos enguantadas, se adelantó para cumplir la órden.

Collin, sentado junto al presidente, le obligó a beber otra taza de café. La cafeína ayudaría a despertarle, pero sólo el paso del tiempo borraría todo rastro de resaca. Russell se sentó al otro lado. Cogió la mano del presidente entre las suyas. Le habían vestido, sólo faltaba peinarle. Le dolía el brazo, pero se lo habían vendado lo mejor posible. Gozaba de una salud excelente; la herida cicatrizaría sin problemas.

– ¿Señor presidente? ¿Alan? ¿Alan? -Russell le sujetó la barbilla y le volvió el rostro hacia ella.

¿Tenía él alguna idea de lo que le había hecho? Lo dudaba. ¡Él había deseado tanto echar un polvo esta noche! Poseer a una mujer. Ella le había entregado su cuerpo. Objetivamente había cometido una violación. Pero lo que no cabía duda es que había satisfecho los sueños de un hombre. No tenía ninguna importancia que él no recordara el episodio, el sacrificio. Pero ahora sí se enteraría de lo que ella iba a hacer por él.

Los ojos del presidente enfocaban y desenfocaban el rostro de la jefa de gabinete. Collin le masajeó el cuello. Russell miró la hora. Las dos de la madrugada. Tenían que marcharse. Le dio una bofetada, no muy fuerte, sólo lo necesario para conseguir su atención. Notó que Collin se ponía tenso. Caray, estos tipos eran una cosa increíble.

– ¿Alan, hiciste el amor con ella?

– ¿Qué…?

– ¿Hiciste el amor con ella?

– Qué… No. Creo que no. No recuer…

– Déle más café, métaselo por la garganta si es necesario, pero despiértelo.

Collin asintió y puso manos a la obra. Russell se acercó a Burton, ocupado en revisar todo el cuerpo de la difunta señora Sullivan.

Burton había participado en numerosas investigaciones policiales. Sabía muy bien qué buscaban los detectives y dónde lo buscaban. Nunca hubiese imaginado que utilizaría sus conocimientos de experto para entorpecer una investigación, pero tampoco nunca había imaginado encontrarse en una situación como esta.

Echó una ojeada a la habitación, estudió las partes que debían limpiar, pensó en las otras habitaciones que habían usado. No podían hacer nada con las marcas en el cuello de la mujer y las otras pruebas físicas microscópicas que sin duda estaban incrustadas en la piel. El forense las descubriría hicieran lo que hicieran. Sin embargo, no se podía relacionar ninguna de estas cosas con el presidente a menos que la policía le identificara como un sospechoso, algo que estaba fuera de toda lógica.

Explicar la incongruencia del intento de estrangulación de una mujer cuya muerte había sido causada por disparos de armas de fuego era algo que dejarían libre a la imaginación de la policía.

Burton volvió la atención otra vez a la muerta. Con cuidado comenzó a subirle las bragas. Sintió un golpecito en el hombro.

– Revísela.

Burton miró a la jefa de gabinete. Comenzó a decir algo.

– ¡Revísela! -Russell arqueó las cejas. Burton se lo había visto hacer un millón de veces con el personal de la Casa Blanca. Ellos le tenían pánico. Él no le temía, pero era lo bastante listo como para cubrirse las espaldas cuando la tenía cerca. Sin prisa hizo la revisión. Después colocó el cadáver en la misma posición que había caído. Limitó el informe a una sacudida de cabeza.

– ¿Está seguro? -Russell dudaba, aunque sabía por el interludio con el presidente que él no la había penetrado, o si lo había hecho no había eyaculado. Pero podía haber rastros. Era increíble la cantidad de cosas que averiguaban en la actualidad a partir de las muestras más diminutas.

– No soy un maldito ginecólogo. No vi nada y como no llevo un microscopio encima resulta difícil saber si hay algo.

Russell lo dejó correr. Quedaba mucho por hacer y no tenían tiempo.

– ¿Varney y Johnson dijeron algo?

Collin, ocupado en servir al presidente la cuarta taza de café, respondió a la pregunta.

– Se preguntan qué diablos está pasando aquí, si es a eso a lo que se refiere.

– No les…

– Les dije lo que usted me indicó y nada más, señora. -Miró a la mujer-. Son buenos agentes, señora Russell. Llevan con el presidente desde la campaña. No harán nada para perjudicar este asunto, ¿está bien?

Russell recompensó a Collin con una sonrisa. Un chico guapo y, más importante, un miembro leal de la guardia del presidente; le sería muy útil. Burton era más difícil. Sin embargo, ella tenía un triunfo: él y Collin habían apretado el gatillo, quizás en cumplimiento del deber, pero ¿quién lo sabía de verdad? Colofón: estaban metidos en esto hasta el cuello.


Luther observaba la actividad con una actitud que le hacía sentir culpable en estas circunstancias. Estos hombres eran buenos: metódicos, cuidadosos, pensaban las cosas a fondo, y no pasaban nada por alto. No había muchas diferencias entre policías y ladrones profesionales. Las habilidades, las técnicas eran las mismas, sólo el enfoque era distinto, el enfoque marcaba la diferencia.

Habían acabado de vestir al cadáver y lo habían dejado en la posición original. Collin se ocupaba de las uñas. Había inyectado un líquido debajo de cada una, y con un succionador pequeño quitaba los trozos de piel y restos de pelo.

Habían deshecho la cama y puesto sábanas limpias; las sucias ya estaban metidas en un saco para ser quemadas en un horno. Collin se había ocupado de limpiar la planta baja.

Habían limpiado todo lo que habían tocado, excepto una cosa. Burton pasaba la aspiradora por la alfombra y él sería el último en marcharse, lo haría caminando de espaldas mientras borraba las pisadas.

Un momento antes, Luther había visto a los agentes saquear la habitación. Sus intenciones le hicieron sonreír a su pesar. Simular un robo. Habían metido el collar en una bolsa junto con todos los anillos que llevaba la mujer. Harían parecer que la mujer había sorprendido a un ladrón en la casa y que él la había matado, sin saber que dos metros más allá había un ladrón auténtico que miraba y escuchaba todo lo que hacían y decían.

¡Un testigo ocular!

Luther nunca había sido testigo ocular de un robo, aparte de los que él había cometido. Los criminales odiaban a los testigos. Estas personas le matarían si descubrían su presencia; lo tenía claro. Sacrificar la vida de un viejo ladrón, condenado tres veces, no tenía ninguna importancia si era por el bienestar del jefe.

El presidente, todavía bastante borracho, salió de la habitación con la ayuda de Burton. Russell les miró marcharse. No advirtió la búsqueda frenética de Collin. Por fin, la mirada aguda del agente se posó en el bolso de Russell que estaba en la mesa de noche. La empuñadura del abrecartas sobresalía un par de centímetros. Collin utilizó una bolsa de plástico para sacarlo, dispuesto a dejarlo bien limpio. Luther dio un bote al ver cómo Russell corría a sujetar la mano del agente.

– No lo haga, Collin.

Collin no era tan listo como Burton, y, desde luego, no era rival para Russell. Se mostró desconcertado.

– Esto tiene sus huellas por todas partes, señora. Las de ella también, además de otras cosas. No sé si me entiende, es cuero, está empapado.

– Agente Collin, fui escogida por el presidente como responsable de tácticas y estrategias. Lo que a usted le parece una elección obvia, es para mí un asunto que merece un tratamiento más profundo. Hasta que dicho proceso no acabe, usted no limpiará ese objeto. Lo guardará en un recipiente adecuado y después me lo dará.

Collin comenzó a protestar pero Russell le hizo callar con una mirada. El agente guardó el abrecartas en una bolsa de plástico y se lo alcanzó.

– Por favor, tenga cuidado con eso, señora Russell.

– Tim, siempre voy con cuidado.

Le recompensó con otra sonrisa. Él se la devolvió. Russell nunca le había llamado antes por el nombre; ni siquiera imaginaba que lo supiera. También observó, no por primera vez, que la jefa de gabinete era una mujer muy guapa.

– Sí, señora. -Comenzó a recoger el equipo.

– ¿Tim?

Él la miró. La mujer se acercó, miró hacia abajo, y después se cruzaron las miradas. Russell habló en voz baja, y Collin pensó que estaba avergonzada.

– Tim, nos enfrentamos a una situación excepcional. Necesito ir poco a poco. ¿Me comprende?

– Yo también la llamaría una situación excepcional -afirmó Collin-. Me llevé un susto de muerte al ver el abrecartas a punto de clavarse en el pecho del presidente.

Ella le tocó el brazo. Llevaba las uñas largas y bien pintadas. Sostuvo en alto la bolsa con el abrecartas.

– Esto ha de quedar entre nosotros, Tim. ¿De acuerdo? El presidente no debe saberlo. Ni tampoco Burton.

– No sé si…

– Tim, de verdad necesito su apoyo en este asunto. -Le cogió de la mano-. El presidente no sabe lo que ha ocurrido y pienso que, en estos momentos, Burton tampoco lo tiene muy claro. Necesito alguien de confianza. Le necesito, Tim. Esto es muy importante. Lo sabe, ¿verdad? No se lo pediría si no pensara que usted puede hacerlo.

Él sonrió ante el halago, después la miró a los ojos.

– De acuerdo, señora Russell. Lo que usted diga.

Mientras Collin acababa de recoger sus cosas, Russell contempló el trozo de metal de unos veinte centímetros, sucio de sangre, que había estado a punto de acabar con sus aspiraciones políticas. Si el presidente hubiese muerto, no hubiese sido necesario el encubrimiento. Una palabra fea -encubrimiento- pero a menudo muy necesaria en el mundo de la alta política. Se estremeció al imaginar los titulares: el presidente aparece muerto en el dormitorio de un amigo intimo. La esposa autora del crimen. Los líderes del partido hacen responsable a la jefa del gabinete Gloria Russell. Pero no había sucedido. No sucedería.

El objeto que tenía en la mano valía más que una montaña de plutonio, más que toda la producción de petróleo de Arabia Saudita. Con esto en su poder, ¿quién sabía lo que podía pasar? ¿Quizás incluso la fórmula Russell-Richmond? Las posibilidades eran infinitas. Sonrió mientras guardaba la bolsa de plástico en el bolso.


El alarido hizo que Luther volviera la cabeza con tanta violencia que casi gritó de dolor.

El presidente entró en el dormitorio medio borracho y enloquecido. Acababa de recordar lo ocurrido en las últimas horas y la conmoción había resultado tremenda.

Burton apareció un segundo más tarde. El presidente se dirigió hacia el cadáver; Russell dejó el bolso sobre la mesa de noche, y acompañada por Collin se interpuso en el camino.

– ¡Maldita sea! Está muerta. Yo la maté. Ay, Dios, ayúdame. ¡Yo la maté! -Grito, lloró y volvió a gritar. Intentó pasar entre la pareja que tenía delante pero le faltaron fuerzas. Burton sujetó al presidente por detrás.

Entonces, con una fuerza sacada de la desesperación, Richmond se soltó, atravesó la habitación y chocó de cabeza contra la pared. Mientras se desplomaba empujó la mesa de noche y por fin el presidente de Estados Unidos permaneció tendido en el suelo, gimoteando, junto al cadáver de la mujer con la que había tenido la intención de acostarse aquella noche.

Luther le observó asqueado. Se frotó el cuello al tiempo que meneaba la cabeza. Los hechos ocurridos esta noche eran tan increíbles que resultaba difícil soportarlos.

El presidente se sentó poco a poco. Burton parecía compartir las sensaciones de Luther, pero no dijo nada. Collin miró a Russell en espera de instrucciones. Russell captó la mirada y aceptó complacida el cambio de poderes.

– ¿Gloria?

– ¿Sí, Alan?

Luther había visto cómo Russell había mirado el abrecartas. Ahora también sabía algo que ignoraban los demás.

– ¿Saldrá todo bien? Haz que salga bien, Gloria. Ay Dios, por favor, Gloria.

Ella apoyó una mano sobre el hombro de Richmond para darle ánimos, como había hecho a lo largo de centenares de miles de kilómetros de campaña.

– Todo está bajo control, Alan. Lo tengo todo controlado.

El presidente estaba demasiado borracho como para captar el matiz, pero ella no le dio importancia.

Burton apoyó un dedo sobre el auricular, escuchó con atención por un momento. Se volvió hacia Russell.

– Salgamos de aquí. Varney acaba de ver un coche de patrulla que viene por la carretera.

– ¿La alarma…? -preguntó Russell extrañada.

– Debe ser algún guardia privado -contestó Burton-, pero si ve algo… -No le hizo falta añadir nada más.

Marcharse en limusina de este paraíso de los ricos era la mejor protección de la que podían disponer. Russell agradeció la costumbre que había adoptado de utilizar limusinas alquiladas sin chofer para estas pequeñas aventuras. Los nombres en todos los formularios eran falsos, el depósito y el alquiler se pagaban al contado, y el coche lo recogían y devolvían fuera de horas de oficina. No había rostros vinculados a la operación. El coche lo devolvían limpio de cualquier huella. Sería una callejón sin salida para la policía en el caso muy improbable de que siguieran esta pista.

– ¡Vamos! -Russell se dejó llevar un poco por el pánico. Ayudaron a levantarse al presidente. Russell fue con él. Collin recogió las bolsas. Entonces se quedó quieto.

Luther sintió un nudo en la garganta.

Collin fue a la mesa de noche, cogió el bolso de Russell y salió del dormitorio.

Burton puso en marcha la aspiradora, dio la última pasada a la alfombra. Después apagó la luz y salió sin olvidarse de cerrar la puerta.


El mundo de Luther se sumió en las tinieblas.

Esta era la primera vez que se quedaba a solas con la mujer muerta. Al parecer, los demás se habían acostumbrado a la presencia del cuerpo ensangrentado en el suelo, y sin darse cuenta habían pasado por encima o alrededor del objeto inanimado. Pero Luther no se había habituado a la presencia de la muerte a unos pocos pasos de distancia.

Ya no veía las ropas manchadas ni el cadáver que las llevaba, pero sabía que estaba allí. «Hortera puta rica», sería probablemente el epitafio informal. Era verdad que había engañado al marido, algo que al parecer a él no le habría preocupado. Pero no se merecía morir así. Él no la hubiese matado, eso estaba muy claro. En cambio, de no haber sido por el rápido contraataque, el presidente hubiese sido asesinado.

No podía culpar a los hombres del servicio secreto. Era su trabajo y lo habían cumplido. Ella había escogido al hombre equivocado para un intento de asesinato impulsado por lo que había sentido en aquel momento. Quizás era mejor así. Si la mano hubiese sido un poco más rápida o la respuesta de los agentes un poco más lenta, tal vez habría pasado el resto de su vida en la cárcel, si no la condenaban a muerte por matar a un presidente.

Luther se sentó en el sillón. Tenía las piernas casi dormidas. Se forzó a relajarse. Muy pronto tendría que salir pitando. Necesitaba estar preparado.

También tenía muchas cosas en que pensar, a la vista de que sin pretenderlo, todo se había preparado para convertir a Luther Whitney en el sospechoso número uno en lo que sin duda sería considerado como un infame y horroroso asesinato. La riqueza de la víctima exigiría que todos los enormes recursos de las fuerzas policiales se dedicaran a buscar al culpable. Pero de ninguna manera se les ocurriría buscar la respuesta en el 1600 de la avenida Pennsylvania. Buscarían en cualquier otra parte, y a pesar de los intensos preparativos de Luther, quizá le encontrarían. Él era bueno, muy bueno, pero nunca se había enfrentado a las fuerzas que se desatarían para resolver este crimen.

Repasó en un segundo todos los pasos del plan hasta esta noche. No encontró ningún fallo, pero por lo general eran los menores de éstos los que acababan por llevar al autor a la cárcel. Tragó saliva, abrió y cerró las manos, estiró las piernas para calmarse. Una cosa a la vez. Aún no había salido de allí. Muchas cosas podían salir mal, y sin duda una o dos fallarían.

Esperaría otros dos minutos. Contó los segundos, mientras imaginaba a aquellas personas subiendo al coche. Calculó que esperarían cualquier avistamiento o sonido del coche patrulla antes de marcharse.

Abrió la bolsa con mucho cuidado. En el interior estaba gran parte del contenido de la caja de seguridad. Casi había olvidado que estaba allí para robar y que lo había hecho. El coche estaba a cuatrocientos metros. Necesitará todo el aire de los pulmones. ¿Cuántos eran los agentes del servicio secreto? Al menos cuatro. ¡Mierda!

La puerta espejo se abrió lentamente y Luther entró en el dormitorio. Apretó el botón rojo del mando y lo arrojó sobre el sillón mientras se cerraba la puerta.

Miró la ventana. Ya había pensado en utilizarla como una vía alternativa. En la bolsa tenía una soga de nailon de treinta metros de largo, con nudos cada quince centímetros.

Dio un amplio rodeo alrededor del cuerpo, atento a no pisar la sangre, se valió de la memoria para guiar sus pasos. Sólo miró una vez el cadáver de Christine Sullivan. No podía devolverle la vida. Luther se enfrentaba ahora a salvar la suya.

Tardó unos segundos en llegar a la mesa de noche, y meter la mano detrás del mueble.

Los dedos de Luther sujetaron la bolsa de plástico. El choque del presidente contra el mueble había volcado el bolso de Gloria Russell. La bolsa y su muy valioso contenido habían caído detrás de la mesa de noche.

Luther tocó con la punta de un dedo la hoja del abrecartas a través del plástico antes de guardarlo en su bolsa. Se acercó a la ventana y espió el exterior. La limusina y la furgoneta seguían allí. Era una mala señal.

Fue hasta el otro extremo del dormitorio, sacó la soga, la ató a la pata de una cómoda que pesaba un quintal y llevó la soga hasta la otra ventana que le permitiría bajar por el lado opuesto de la casa, fuera de la vista de la carretera. Abrió la ventana poco a poco mientras rogaba que no chirriara. La plegaria fue atendida.

Bajó la soga y la observó serpentear contra la pared de ladrillo.


Gloria Russell contempló la fachada de la mansión. Allí había dinero de verdad. Un dinero y una posición que Christine Sullivan no se merecía. Los había ganado exhibiendo las tetas y el culo y con su boca sucia que vaya a saber por qué habían inspirado al viejo Walter Sullivan, despertando alguna emoción enterrada en lo más profundo de su ser. Dentro de seis meses ya ni la recordaría. Su mundo de riqueza y poder seguiría adelante.

Entonces se dio cuenta.

Russell ya estaba con medio cuerpo fuera de la limusina cuando Collin le cogió del brazo. Le mostró el bolso de cuero que ella había comprado en Georgetown por cien dólares y que ahora valía una fortuna. Se acomodó otra vez en el asiento, y respiró tranquila. Le sonrió a Collin, casi con vergüenza.

El presidente, acurrucado en un estado semicatatónico, no advirtió el intercambio.

Entonces Russell espió el interior del bolso, sólo para estar segura. Abrió la boca asombrada mientras rebuscaba frenética entre las pocas cosas que contenía el bolso. A duras penas consiguió no gritar, al tiempo que miraba horrorizada al joven agente. El abrecartas había desaparecido. Se lo habían dejado en la casa.

Collin corrió hacia las escaleras seguido por Burton, que no entendía nada.

Luther estaba en la mitad del descenso cuando les oyó venir.

Tres metros más.

Entraron en el dormitorio.

Dos metros.

Atónitos, los dos hombres del servicio secreto vieron la soga. Burton fue a por ella.

Sesenta centímetros. Luther se soltó, tocó el suelo y echó a correr.

Burton corrió hacia la ventana. Collin apartó la mesa de noche; nada. Se unió a Burton en la ventana. Luther ya había dado la vuelta a la casa. Burton se dispuso a bajar por la soga. Collin le detuvo. Bajarían antes por las escaleras.

Echaron a correr hacia la puerta.


Luther atravesó el campo de maíz a toda marcha, sin preocuparse por el rastro que dejaba, ahora sólo le preocupaba salvar el pellejo. La bolsa le demoraba un poco, pero había trabajado mucho durante los últimos meses como para marcharse con las manos vacías.

Salió de la protección de las plantas y se encontró en el punto más peligroso de la ruta de escape: noventa metros de campo abierto. Unos nubarrones muy gruesos ocultaban la luna y en el campo no había farolas; vestido de negro resultaba casi invisible. Pero en la oscuridad el ojo humano detectaba mejor el movimiento, y él corría con todas sus fuerzas.


Los dos agentes del servicio secreto se detuvieron por un momento junto a la furgoneta. Se les unió el agente Varney y el grupo corrió a través del campo.

Russell bajó el cristal de la ventanilla y les observó boquiabierta. Incluso el presidente se despertó por un instante, pero ella se apresuró a tranquilizarle y Richmond volvió a hundirse en el sopor.

Collin y Burton se colocaron las gafas de visión nocturna y su visión se transformó en el acto en lo que parecía un videojuego primitivo. Las imágenes térmicas aparecían en rojo, todo lo demás era verde oscuro.

El agente Travis Varney, alto y delgado, que no sabía qué pasaba, corría delante de ellos. Corría con los movimientos gráciles del fondista que había sido en la universidad.

Varney, que llevaba tres años en el servicio, era soltero, sólo vivía para su profesión, y había elegido a Burton como la figura paterna que reemplazaba al padre muerto en Vietnam. Buscaban a alguien que había hecho algo en la casa. Algo que involucraba al presidente y, en consecuencia, le involucraba a él. Varney sintió pena por lo que le sucedería al fugitivo si daba con él.


Luther oyó los ruidos de los hombres que le perseguían. Habían reaccionado más rápido de lo que pensaba. Su ventaja se había reducido pero seguía siendo suficiente. Habían cometido un error cuando no se montaron en la furgoneta para ir tras él. Tenían que haber sabido que disponía de un coche, que no había llegado en helicóptero. Pero agradeció que no fueran tan listos. Si lo hubieran sido él no viviría para ver salir el sol.

Tomó un atajo a través del bosque; lo había descubierto durante el último recorrido y le permitió ganar casi un minuto. El sonido de los jadeos sonaba como los disparos de una ametralladora. Le pesaba la ropa; como en una pesadilla infantil las piernas parecían moverse en cámara lenta.

Por fin salió de los árboles, vio el coche y una vez más se congratuló por haberlo colocado en posición para salir.


Noventa metros más atrás, una silueta térmica que no era la de Varney apareció en las pantallas de Burton y Collin. Un hombre corriendo a gran velocidad. Sus manos volaron hacia las cartucheras. Ninguna de sus pistolas eran efectivas a esta distancia, pero no era el momento de preocuparse por el detalle.

Entonces arrancó un motor y Burton y Collin corrieron como si les persiguiera una fiera hambrienta.

Varney seguía delante de ellos por la izquierda. Disponía de mejor línea de tiro, pero ¿dispararía? Algo les decía que no; no era parte de su entrenamiento disparar contra alguien que ya no era un peligro para la persona que habían jurado proteger. Sin embargo, Varney no sabía lo que estaba en juego. Había toda una institución que no volvería a ser la misma, además de dos agentes del servicio secreto que estaban seguros de no haber hecho nada malo, pero lo bastante inteligentes como para saber que acabarían cargando con el muerto.

Burton nunca había sido buen corredor, pero aceleró el paso mientras pensaba en todo esto, y el joven Collin tuvo que hacer un esfuerzo para seguirle. De todos modos, Burton sabía que era demasiado tarde. Aflojó el ritmo al ver que el coche se ponía en marcha y se alejaba. En un par de segundos les sacó doscientos metros de ventaja.

Burton dejó de correr, hincó la rodilla en tierra, apuntó el arma pero lo único que vio fue la nube de polvo por el vehículo que huía. Entonces se apagaron las luces traseras y perdió de vista el objetivo.

Al volverse vio que Collin le miraba con una expresión cada vez más grave a medida que tomaba conciencia de lo que se les venía encima. Burton se levantó despacio y guardó el arma. Se quitó las gafas; Collin le imitó.

Intercambiaron una mirada.

Burton inspiró con fuerza; le temblaban las piernas. Por fin el cuerpo reaccionaba al esfuerzo realizado ahora que no había más descargas de adrenalina. Se había acabado, ¿no?

Entonces apareció Varney al trote. Burton observó sólo con un poco de envidia y bastante orgullo que el joven ni siquiera parecía agitado. Él se ocuparía de que Varney y Johnson no sufrieran con ellos. No se lo merecían.

Él y Collin caerían, pero eso sería todo. Lo lamentaba por Collin; sin embargo, no podía hacer nada al respecto. Pero cuando Varney habló, en la oscuridad del futuro apareció una pequeña luz de esperanza.

– Tengo el número de la matrícula.


– ¿Dónde diablos estaba? -Russell contempló incrédula el dormitorio-. ¿Qué? ¿Estaba debajo de la maldita cama?

Intentó que Burton bajara la mirada. El tipo no había estado debajo de la cama, ni metido en ninguno de los armarios. Burton había mirado todos esos espacios mientras limpiaba la habitación. Se lo dijo bien claro.

Burton miró la soga y después la ventana abierta.

– Joder, es como si el tipo nos hubiera estado mirando todo el tiempo; supo exactamente cuándo salimos de la casa. -Burton echó un vistazo a su alrededor como si pudiera haber alguien más escondido. Se fijó por un momento en el espejo, miró otra cosa, se detuvo y volvió a concentrarse en el espejo.

Miró la alfombra delante del espejo.

Había pasado la aspiradora varias veces en aquel trozo hasta dejarlo liso; el pelo de la alfombra, ya bastante espeso, se había esponjado casi un centímetro cuando acabó. Ninguno de ellos había pisado el trozo desde que habían vuelto a la habitación.

Sin embargo mientras se agachaba alcanzó a ver los rastros de unas pisadas. No se había fijado antes porque ahora todo el trozo aparecía aplastado como si le hubieran pasado algo por encima. Se calzó los guantes mientras corría hacia el espejo y comenzaba a tironear del marco. Le gritó a Collin que fuera a buscar algunas herramientas. Russell le miró atónita.

Burton insertó la palanqueta en un costado del marco más o menos a media altura y con la ayuda de Collin tiraron de la herramienta. La cerradura no era muy sólida; el sistema dependía más del engaño que de la fuerza bruta para guardar sus secretos.

Se oyó un chirrido, después algo que se partía y a continuación se abrió la puerta,

Burton se lanzó al interior seguido por Collin. En la pared había un interruptor. El agente encendió la luz y los dos hombres echaron una ojeada.

Russell espió el interior, vio la silla. Al darse la vuelta, se quedó de una pieza. Veía la cama. La cama donde un momento antes… Se frotó las sienes para aliviar el terrible dolor que sentía en la cabeza.

Un espejo de una sola cara.

Volvió la cabeza y se encontró que miraba por encima de su hombro y a través del espejo. Su comentario de que había habido alguien espiándolos había resultado profético. El agente miró a Russell sin saber qué hacer.

– Debió estar aquí todo el tiempo -dijo Burton-. ¡Todo el tiempo! No me lo puedo creer. -El hombre miró los estantes vacíos-. Al parecer se llevó una buena carga. Dinero en metálico, joyas y bonos canjeables.

– ¡Qué más da! -estalló Russell-. El tipo lo vio y escuchó todo, y ustedes le dejaron escapar.

– Tenemos el número de la matrícula. -Collin esperaba otra sonrisa de premio y se quedó con las ganas.

– ¿Y qué? ¿Cree que se quedará sentado tranquilamente en su casa a esperar que llamemos a su puerta?

Russell se sentó en la cama. Le daba vueltas la cabeza. Si el tipo había estado allí lo había visto todo. Sacudió la cabeza. Una situación mala pero controlable se había convertido de pronto en un desastre incomprensible y fuera de su control. Sobre todo a la vista de la información que Collin le había transmitido cuando entró en el dormitorio.

¡El muy hijo de puta tenía el abrecartas! La sangre, las huellas digitales, todo; el camino directo a la Casa Blanca.

Miró el espejo y después la cama, donde antes, no hacía mucho, ella había estado montada sobre el presidente. En un gesto involuntario se apretó la chaqueta. De pronto le entraron náuseas. Se sujetó a uno de los postes de la cama. Collin salió de la cámara.

– No olvide que él cometió un delito al estar aquí. Se encontrará metido en un follón si va a la poli. -Esto se le había ocurrido al joven agente mientras revisaba la cámara.

Tendría que haber pensado un poco más.

– No tiene por qué ir y entregarse para sacar tajada -replicó Russell, que contuvo a duras penas el vómito ¿Acaso no ha escuchado hablar del maldito teléfono? Lo más probable es que ya esté llamando al Post. ¡Joder! Y después a los periódicos, y el sábado le veremos con Oprah y Sally charlando tranquilamente desde una isla con la cara borrosa. Después aparecerá el libro y a continuación la película. ¡Mierda!

Russell se imaginó la llegada de un paquete al Post, al edificio J. Edgar Hoover, a la oficina del fiscal general o al despacho del jefe de la minoría en el Senado, todos los posible receptores capaces del máximo daño político, sin mencionar las repercusiones legales.

La nota que acompañaría al paquete les pediría que compararan las huellas y la sangre con las del presidente de Estados Unidos.

Parecería una broma pero lo harían. Desde luego que lo harían. Las huellas digitales de Richmond ya estaban en los archivos. El ADN sería el mismo. Encontrarían el cadáver, averiguarían el tipo de sangre y les formularían más preguntas de las que podrían contestar.

Estaban muertos, todos estaban muertos y enterrados. El muy cabrón había estado sentado allí, esperando su oportunidad. Sin saber que esta noche le había tocado la lotería. Nada tan sencillo como el dinero. Estaba en sus manos derribar a un presidente, hacerle estrellarse contra el suelo sin ninguna posibilidad de supervivencia. ¿Cuántas veces tenía alguien una oportunidad como esta? Woodward y Bernstein se habían convertido en superhombres, no podían hacer nada mal. Esto convertía al Watergate en algo ridículo. No había manera de controlarlo.

Russell consiguió llegar al baño por los pelos. Burton miró el cadáver y después a Collin. No dijeron nada; sus corazones latían cada vez más rápido a medida que eran conscientes de la enormidad de la situación que se posaba sobre ellos como una lápida de cemento. Dado que no sabían qué más hacer, Burton y Collin buscaron el equipo de limpieza mientras Russell vaciaba el contenido de su estómago. Se marcharon al cabo de una hora.


Cerró la puerta sin hacer ruido.

Luther calculó que en el mejor de los casos dispondría de dos días, o menos. Se arriesgó a encender la luz y de inmediato echó un vistazo a la sala.

Su vida había pasado de la normalidad, o algo cercano, al mundo de las pesadillas.

Descargó la mochila, apagó la luz y se acercó a la ventana.

Nada, todo estaba tranquilo. Escapar de aquella casa había sido la peor experiencia de su vida, peor incluso que verse en medio de un ataque de los norcoreanos. Todavía le temblaban las manos. Durante el viaje de regreso le había parecido que los faros de los otros coches le iluminaban la cara en busca de su secreto. En dos ocasiones se había cruzado con vehículos de la policía, y se había quedado sin respiración y el cuerpo bañado en sudor.

Había devuelto el automóvil al depósito de coches de donde lo había sacado «en préstamo» unas horas antes. La matrícula no les llevaría a ninguna parte, pero alguna otra cosa sí.

Dudaba de que le hubieran visto. Incluso si le habían visto no sabían más que su estatura aproximada y su constitución. La edad, raza y rasgos faciales seguirían siendo un misterio, y sin eso no tenían nada. Además, la velocidad de la carrera les haría pensar que se trataba de un hombre joven. Quedaba un cabo suelto, y él había pensado en cómo manejarlo durante el viaje de regreso. Guardó todo lo que pudo de los últimos treinta años en dos maletas; ya no volvería.

Mañana por la mañana cancelaría las cuentas; eso le daría los recursos suficientes para marcharse bien lejos. Se había enfrentado a demasiados peligros a lo largo de su vida. Pero no era difícil escoger entre enfrentarse al presidente de Estados Unidos o largarse.

El botín de esta noche estaba a buen recaudo. Tres meses de trabajo por un precio que podía acabar matándole. Cerró la puerta con llave y desapareció en la noche.

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