Luther se sentó delante de la mesa en la pequeña sala de conferencias amueblada con una sencillez franciscana. Las sillas y la mesas eran viejas y marcadas por el uso. La alfombra se veía raída y no muy limpia. Sobre la mesa sólo había un tarjetero, aparte de su expediente. Cogió una de las tarjetas: «Servicios Legales, S. A.». Estas personas no eran las mejores del negocio; estaban lejos de los centros de poder. Licenciados en escuelas de Derecho de tercera clase, sin posibilidades de acceder a las firmas tradicionales, vivían su existencia profesional esperando un golpe de fortuna. Pero sus sueños de grandes despachos, grandes clientes y, lo más importante, grandes sumas de dinero se esfumaban con el paso de los años. Aunque Luther no necesitaba lo mejor. Sólo alguien con el título de abogado y los formularios correctos.
– Todo está en orden, señor Whitney. -El chico parecía tener unos veinticinco años, todavía lleno de energías y esperanzas. Este lugar no era su destino final. Era obvio que aún se lo creía. El rostro cansado, fofo y afligido del hombre mayor que tenía detrás no compartía la misma esperanza-. Este es Jerry Burns, el abogado gerente. Él será el otro testigo del testamento. Tenemos una declaración jurada, por lo cual no es necesaria nuestra presencia en el juzgado para declarar si fuimos o no testigos del testamento. -Una mujer cuarentona, de expresión severa, apareció con el sello de la notaría-. Phyllis es nuestra notaria, señor Whitney. -Todos se sentaron-. ¿Quiere que le lea las disposiciones del testamento?
Jerry Burns parecía estar a punto de morirse de aburrimiento. Miraba al vacío, soñando con todos los otros lugares donde le gustaría estar. Jerry Burns, abogado gerente. Tenía toda la pinta de preferir estar cargando estiércol en alguna granja del Medio Oeste. Miró desdeñoso al joven colega.
– Ya las leí -respondió Luther.
– Bien -dijo Jerry Burns-. ¿Por qué no empezamos?
Quince minutos más tarde, Luther estaba en la calle con dos copias originales de su última voluntad y testamento guardadas en el bolsillo del abrigo.
Mierda de abogados, nadie podía mear, cagar o morirse sin ellos. Esto ocurría porque los abogados hacían todas las leyes. Tenían a los demás cogidos por los huevos. Entonces Luther pensó en Jack y sonrió. Jack no era así. Era diferente. Después pensó en la hija y dejó de sonreír. Kate tampoco era así. Pero Kate le odiaba.
Entró en una casa de fotografía y compró una Polaroid y un carrete de fotos. No pensaba dejar que nadie revelara las fotos que iba a tomar. Regresó al hotel. Una hora más tarde había hecho diez fotos. Las envolvió en papel y las metió en un sobre que guardó en las profundidades de la mochila.
Se sentó a mirar por la ventana. Transcurrió casi una hora. Al levantarse tropezó y se cayó sobre la cama. Sí que era un tipo duro. No era tan curtido como para permanecer indiferente ante la muerte, a no sentirse horrorizado por un hecho que había arrebatado la vida a alguien que debía haber vivido mucho más. Para colmo, el presidente de Estados Unidos estaba involucrado. Un hombre al que Luther había respetado, incluso había votado. El hombre que dirigía al país había casi asesinado a una mujer con sus manos de borracho. Si hubiese visto a su pariente más cercano asesinar a alguien a sangre fría, Luther no se hubiese sentido más conmovido o asqueado. Tenía la sensación de que él había sido la víctima, que aquellas manos asesinas le habían apretado el cuello a él.
Pero algo más se apoderó de Luther; algo que no podía afrontar. Apoyó la cabeza contra la almohada, y cerró los ojos en un esfuerzo inútil por dormir.
– Es fantástica, Jenn.
Jack miró la mansión con una fachada de casi setenta metros y más dormitorios que una residencia de estudiantes, y se preguntó para qué habían venido. El sinuoso camino particular acababa en un garaje para cuatro coches detrás del caserón. El prado estaba tan bien cuidado que a Jack le parecía contemplar una enorme piscina de jade. Los terrenos de la parte trasera formaban tres terrazas, cada una con su piscina. Tenía todos los accesorios habituales de los muy ricos; canchas de tenis, establos y diez hectáreas de terreno -un auténtico latifundio para las normas de Virginia- para deambular.
La agente inmobiliaria esperaba junto a la entrada; había aparcado su Mercedes último modelo junto a la gran fuente de piedra cubierta con rosas talladas en granito del tamaño de un puño. Calculaba una y otra vez los dólares de la comisión. ¿No formaban una pareja encantadora? Lo había repetido tantas veces que a Jack le dolía la cabeza.
Jennifer Baldwin le cogió del brazo y comenzaron el recorrido, que acabó dos horas más tarde. Jack caminó hasta el borde de los jardines y admiró el bosque, donde los álamos, olmos, nogales, pinos y robles luchaban por ser los dominantes. Las hojas comenzaban a caer y Jack vio los reflejos rojos, amarillos y naranjas bailar sobre la fachada de la mansión.
– ¿Cuánto? -Se sentía con derecho a preguntar. Pero esto estaba totalmente fuera de sus posibilidades. Al menos de las suyas. Debía admitir que estaba bien situada. A sólo cuarenta y cinco minutos de tráfico de hora punta de su oficina. Pero no podían tocar este lugar ni con pinzas. Miró a su prometida que, nerviosa, se retorció un mechón de pelo.
– Tres millones ochocientos.
– ¿Tres millones ochocientos mil? -repitió Jack con el rostro gris del susto-. ¿Dólares?
– Jack, vale tres veces más.
– Entonces, ¿por qué diablos la venden por tres millones ochocientos? No los podemos pagar, Jenn. Olvídalo.
Ella le respondió mirando al cielo. Le hizo una seña a la agente, que rellenaba el contrato sentada en el coche.
– Jenn, gano ciento veinte mil al año. Tú ganas lo mismo, quizá un poco más.
– Cuando te hagan socio…
– Vale. Me aumentarán el sueldo, pero no lo bastante para esto. No podemos pagar los plazos de la hipoteca. Además, pensaba que iríamos a vivir a tu casa.
– No es adecuada para un matrimonio.
– ¿No es adecuada? Es un maldito palacio. -Caminó hasta un banco pintado de verde y se sentó.
Ella se plantó delante de él, con los brazos cruzados, y una expresión decidida en el rostro. Comenzaba a perder el moreno del verano. Llevaba un sombrero marrón claro, debajo del cual el pelo largo le caía sobre los hombros. Los pantalones a medida realzaban la elegancia de su figura. Calzaba botas de cuero con las cañas ocultas por las perneras.
– No pagaremos ninguna hipoteca, Jack.
– ¿De veras? ¿Qué, nos regalan la casa porque somos una pareja tan encantadora?
Jennifer vaciló por un instante.
– Papá la pagará en efectivo, y nosotros se lo devolveremos.
Jack se esperaba algo así.
– ¿Devolvérselo? ¿Cómo diablas vamos a devolvérselo, Jenn?
– Nos propone un plan de pagos muy generoso, que toma en cuenta las futuras ganancias. Por amor de Dios, Jack, podría pagar esta casa con los intereses acumulados de cualquiera de mis fondos de inversiones, pero sé que no lo aceptarías. -Se sentó a su lado-.Pensé que si lo hacíamos así no te sentirías tan mal respecto a todo el asunto. Sé lo que piensas del dinero de los Baldwin. Se lo devolveremos a papá. No es un regalo. Es un préstamo con intereses. Venderé mi casa. Me darán unos ochocientos. Tú también tendrás que aportar algún dinero. Esto no es una bicoca. -Ella le apoyó un dedo en el pecho y apretó, para dejar aclarado el punto. Miró hacia la casa-. Es preciosa, ¿verdad, Jack? Aquí seremos muy felices. Estabamos destinados a vivir aquí.
Jack miró la fachada de la casa sin verla en realidad. Sólo veía a Kate Whitney en cada una de las ventanas del monolito.
Jennifer le apretó el brazo, se apoyó contra él. Jack se sintió dominado por el pánico. Su mente se negaba a funcionar. Tenía la garganta seca y los miembros rígidos. Apartó con suavidad el brazo de su prometida, se levantó y caminó en silencio hacia el coche.
Jennifer permaneció sentada unos segundos, la incredulidad dominaba entre las emociones reflejadas en su rostro. Después fue tras él, furiosa.
La agente inmobiliaria, que no había perdido detalle de la discusión, dejó de escribir el contrato y frunció los labios en un gesto de disgusto.
Luther salió del pequeño hotel escondido en los superpoblados barrios residenciales de la parte noroeste de Washington a primera hora de la mañana. Cogió un taxi para ir al centro, pero le pidió al chófer que siguiera otra ruta con el pretexto de ver algunos de los monumentos de la ciudad. La petición no sorprendió al taxista, que automáticamente siguió el circuito que realizaba mil veces mientras duraba la temporada turística, aunque nunca se podía decir que se había acabado de verdad.
El cielo amenazaba lluvia, pero nunca se sabía si acabaría por llover. Los frentes de tormenta que atravesaban la región algunas veces pasaban de largo o descargaban tremendos aguaceros sobre la ciudad antes de continuar el viaje hacia el Atlántico. Luther contempló la oscuridad, que el sol no acababa de disipar.
¿Estaría vivo dentro de seis meses? Quizá no. Ellos acabarían por encontrarle, a pesar de sus precauciones. Pero pensaba disfrutar a fondo del tiempo que le quedaba.
El metro le llevó hasta el aeropuerto nacional de Washington, donde tomó el autobús hasta la terminal central. Ya había facturado el equipaje en el vuelo de American Airlines que le transportaría hasta Dallas/Fort Worth. Allí haría transbordo para seguir hasta Miami. Pasaría la noche en aquella ciudad, viajaría en otro vuelo hasta Puerto Rico, y finalmente, cogería un avión hasta Barbados. Todo lo había pagado al contado; su pasaporte decía que era Arthur Lanis, de sesenta y cinco años de edad, procedente de Michigan. Tenía otros seis pasaportes, todos hechos por expertos y todos absolutamente falsos. El pasaporte tenía una validez de ocho años y mostraba que era un viajero asiduo.
Se instaló en la sala de espera y simuló leer un periódico. El lugar estaba a rebosar y el ruido era ensordecedor, un típico día de semana en un aeropuerto muy activo. De vez en cuando, Luther espiaba por encima del periódico para ver si alguien se interesaba por él un poco más de la cuenta, pero no vio nada extraño. Llevaba haciendo esto tanto tiempo que si hubiese habido algo anormal se hubiera dado cuenta. Anunciaron su vuelo, le entregaron la tarjeta de embarque y recorrió la rampa hasta el grácil proyectil que al cabo de tres horas le depositaría en el corazón de Texas.
El vuelo Dallas/Fort Worth era uno de los que siempre iban llenos, pero por una de esas casualidades el asiento contiguo al de Luther estaba vacío. Se quitó el abrigo y lo colocó sobre el asiento como desafiando a cualquiera que intentase ocuparlo. Se acomodó en la butaca y miró por la ventanilla.
Durante el carreteo hacia la pista, vio asomar la punta del monumento a Washington sobre el manto de niebla. A un kilómetro y medio de aquel punto su hija se levantaría dentro de un rato para ir a trabajar mientras su padre ascendía entre las nubes para comenzar una nueva vida, un poco antes de hora y con remordimientos de conciencia.
El avión continuó el ascenso en busca de la altitud asignada y Luther contempló el suelo allá abajo; siguió con la mirada los meandros del Potomac hasta que los dejaron atrás. Por un momento pensó en la esposa muerta y después una vez más en la hija. Miró el rostro sonriente y eficaz de la azafata y pidió café. Un minuto más tarde aceptó el sencillo desayuno. Bebió el líquido caliente y después extendió la mano y tocó el cristal de la ventanilla con las extrañas estrías y surcos. Al quitarse las gafas para limpiarlas se dio cuenta de que lloraba. Echó una ojeada rápida a los demás; la mayoría de los pasajeros estaban acabando de desayunar o se disponían a echar una cabezada antes de aterrizar.
Levantó la bandeja, desabrochó el cinturón de seguridad y fue al lavabo. Se miró en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Las bolsas debajo de los ojos se veían enormes, había envejecido diez años en las últimas treinta y seis horas.
Se mojó la cara, dejó que el agua le corriera por las mejillas y después se mojó un poco más. Se secó los ojos otra vez. Le dolían. Se apoyó en el lavabo diminuto, intentó controlar los espasmos.
A pesar de toda su fuerza de voluntad, su mente volvió a aquella habitación donde había visto pegar con saña a una mujer. El presidente de Estados Unidos era un borracho, adúltero y sádico. Sonreía a los periodistas, besaba bebés y flirteaba con las ancianas, mantenía reuniones importantes, volaba por todo el mundo como dirigente de su país, y era un gilipollas que se follaba mujeres casadas, después les pegaba y, por último, las hacía matar.
Menudo ejemplar.
Era un conocimiento que una sola persona no podía soportar. Luther se sintió muy solo. Y muy furioso.
Lo peor de todo era que el cabrón se saldría con la suya.
Luther se repitió una y otra vez que si tuviese treinta años menos enfrentaría la batalla. Pero no los tenía. Sus nervios todavía eran más fuertes que los de la mayoría, pero, como los cantos rodados, se habían erosionado con los años; ya no eran como antes. A su edad, eran otros los que debían librar las batallas para ganarlas o perderlas. Había llegado su hora. Ya no estaba a su altura. Incluso él debía entenderlo, aceptar la realidad.
Luther se miró en el pequeño espejo. Un sollozo desgarrador escapó de su garganta y resonó en el lavabo.
Pero no tenía ninguna excusa para justificar lo que no había hecho. No había abierto la puerta espejo. No había apartado a aquel hombre de Christine Sullivan. La verdad pura y llana era que había estado en sus manos evitar la muerte de la mujer. Ella aún viviría si él hubiese actuado. Había cambiado su libertad, quizá su vida, por otra. Por alguien que necesitaba su ayuda, que luchaba por salvar la vida mientras Luther miraba. Un ser humano que sólo había vivido la tercera parte de los años de Luther. Había sido un acto de cobardía, y este hecho le agobiaba como una losa.
Se inclinó sobre el lavabo cuando le fallaron las piernas. Agradeció el colapso. No soportaba más verse en el espejo. El avión se sacudió en un pozo de aire y Luther vomitó.
Al cabo de un rato, Luther humedeció con agua fría una toalla de papel y se la pasó por la cara y la nuca. A duras penas consiguió volver a su asiento. El avión continuaba el vuelo, y el sentimiento de culpa de Luther aumentaba con cada kilómetro recorrido.
Sonó el teléfono. Kate miró la hora. Las once. Por lo general filtraba las llamadas. Pero algo la impulsó a levantar el auricular antes de que entrara en funcionamiento el contestador automático.
– Hola.
– ¿Por qué no estás todavía en la oficina?
– ¿Jack?
– ¿Cómo está el tobillo?
– ¿Sabes qué hora es?
– Sólo llamo a mi paciente. Los doctores nunca duermen.
– Tu paciente está bien. Gracias por preguntar. -Ella sonrió a su pesar.
– Helado de caramelo, es una receta que nunca me ha fallado. -Ah, entonces ¿ha habido otros pacientes?
– Por recomendación de mi abogado no puedo responder a esa pregunta.
– Buen consejo.
Jack la vio en la imaginación sentada allí, enrulando con un dedo las puntas del pelo, como había hecho cuando estudiaban juntos. Él las transmisiones patrimoniales, ella francés.
– El pelo ya se te curva bastante en las puntas sin que lo ayudes.
Ella apartó el dedo, sonrió, y después frunció el entrecejo. La afirmación le había hecho recordar muchas cosas, algunas no muy agradables.
– Es tarde, Jack. Mañana tengo un juicio.
Él se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo con el teléfono inalámbrico, mientras pensaba a toda máquina. Necesitaba retenerla en el teléfono. Se sentía culpable, como si le hubiesen pillado cometiendo un delito. Espió por encima del hombro en un acto reflejo. No había nadie, al menos nadie que él pudiera ver.
– Lamento haber llamado tan tarde.
– No pasa nada.
– Y lamento haberte hecho daño en el tobillo.
– Ya te has disculpado antes.
– Sí. ¿Cómo estás? Quiero decir aparte del tobillo.
– Jack, tengo que dormir.
Él esperaba esa respuesta.
– Entonces explícamelo mientras comemos.
– Tengo un juicio.
– Después del juicio.
– Jack, no me parece una buena idea. De hecho, me parece fatal.
Él se preguntó qué había querido decir con eso. Mirar con lupa cada una de las frases de ella siempre había sido una de sus malas costumbres.
– Caray, Kate. Sólo te estoy invitando a comer. No es una propuesta de matrimonio. -Se echó a reír, pero sabía que acababa de meter la pata.
Kate dejó de jugar con el pelo. Ella también se levantó. Vio su imagen reflejada en el espejo del vestíbulo. Se arregló el cuello del camisón. Las arrugas de fruncir el entrecejo resaltaban en su frente.
– Perdona -añadió él en el acto-. Perdona, no quería decir eso. Escucha, invito yo. Tengo que gastar todo ese dinero en algo. -Recibió la callada por respuesta. En realidad, ni siquiera sabía si ella continuaba al aparato.
Jack había ensayado esta conversación durante dos horas. Todas las preguntas posibles, los intercambios, las desviaciones. Él sería tan cortés, ella tan comprensiva. Todo iría sobre ruedas. Hasta ahora, nada había salido bien. Pasó al plan alternativo. Decidió suplicar.
– Por favor, Kate. Quiero hablar contigo. Por favor.
Ella volvió a sentarse, con las pantorillas debajo de las posaderas; se masajeó los dedos de los pies. Inspiró con fuerza. No había cambiado tanto como pensaba a lo largo de estos años. ¿Eso era bueno o malo? Ahora mismo, no tenía respuesta a esa pregunta.
– ¿Dónde y cuándo?
– ¿Morton’s?
– ¿A comer?
Jack se imaginó la expresión de incredulidad de ella mientras pensaba en el restaurante de superlujo, y se preguntaba en qué clase de mundo vivía él ahora.
– Bueno, ¿qué te parece la fonda en Old Town cerca de Founder’s Park? A las dos. Nos evitaremos la cola del mediodía.
– Mejor. Pero no te prometo nada. Te llamaré si no puedo ir.
– Gracias, Kate.
Jack colgó el teléfono y se dejó caer sobre el sofá. Ahora que el plan había funcionado, se preguntó qué diablos estaba haciendo. ¿Qué diría? ¿Qué diría ella? No quería pelear. No mentía, sólo quería hablar con ella y verla. Nada más. Se lo repitió una y otra vez.
Fue al baño, metió la cabeza en el lavabo lleno de agua fría, cogió una cerveza, subió a la piscina de la azotea y se sentó en la oscuridad a mirar el paso de los aviones que realizaban la maniobra de descenso sobre el Potomac para aterrizar en el National. Los guiños de las brillantes luces rojas gemelas del monumento a Washington le consolaron. Ocho pisos más abajo, las calles estaban tranquilas excepto por el sonido ocasional de la sirena de un coche de la policía o una ambulancia.
Jack contempló la superficie inmóvil de la piscina, metió un pie en el agua y miró cómo se extendían las ondas. Se bebió la cerveza, volvió al apartamento y se quedó dormido en un sillón de la sala, delante del televisor. No oyó el teléfono, no dejaron ningún mensaje. Casi a mil seiscientos kilómetros de distancia, Luther Whitney colgó el teléfono y se fumó el primer cigarrillo en más de treinta años.
La furgoneta de Correos circuló lentamente por el solitario camino rural. El conductor miraba los buzones oxidados en busca de la dirección correcta. Nunca había hecho una entrega por aquí. La furgoneta parecía meterse en todos los baches del camino.
Se metió en la entrada de la última casa y dio marcha atrás para volver por donde había venido. Por casualidad se le ocurrió mirar y vio la dirección escrita en un pequeño trozo de madera junto a la puerta. Sacudió la cabeza y sonrió. Algunas veces sólo era cuestión de suerte.
La casa era pequeña, y necesitaba una reparación. Las viejas persianas de aluminio, tan de moda veinte años antes de que él naciera, colgaban de las bisagras, como si estuvieran cansadas y sólo desearan descansar.
La mujer mayor que abrió la puerta llevaba un vestido floreado, y un suéter grueso sobre los hombros. Los tobillos hinchados y rojos revelaban sus problemas de circulación y quizás otros cuantos achaques más. Pareció sorprendida por la entrega, pero firmó el recibo.
El conductor miró la firma: Edwina Broome. Después volvió a la furgoneta y se marchó. Ella le observó marcharse antes de cerrar la puerta.
Sonó un ruido de estática en el walkie-talkie.
Fred Barnes llevaba siete años en este trabajo. Hacía la ronda por el vecindario de los ricos, veía las grandes mansiones, los jardines impecables, de vez en cuando un coche de lujo con los ocupantes como maniquíes que atravesaba las verjas y desaparecía por el camino particular sin un bache. No había estado nunca en el interior de las casas que le pagaban por vigilar, y no esperaba hacerlo.
Miró el edificio. Era impresionante, valdría unos cuatro o cinco millones de dólares. Ni trabajando quinientos años ganaría tanto dinero. Algunas veces no parecía justo.
Se puso en comunicación por radio. Echaría una ojeada al lugar. No sabía muy bien qué pasaba. Sólo que el propietario había llamado para pedir que enviaran un coche a inspeccionar el lugar.
El aire frío en la cara le hizo soñar con una taza de café caliente y un suizo, y con poder dormir ocho horas antes de tener que volver a subirse al coche y pasar otra noche protegiendo las propiedades de los ricos. La paga no estaba mal, pero las prestaciones eran un asco. Su esposa también trabajaba, pero con tres hijos, los sueldos de los dos apenas alcanzaban. Claro que todos estaban con el mismo problema. Miró la piscina, la pista de tenis, el garaje para cinco coches. Bueno, quizá no todos.
Recorrió todo el frente de la casa y al dar la vuelta vio la soga colgando, y se olvidó en el acto del café y el suizo. Se agachó al tiempo que empuñaba la pistola. Apretó el botón del radiotransmisor y transmitió el informe con voz quebrada. Los polis de verdad llegarían en cuestión de minutos. Podía esperarlos o investigar por su cuenta. Por lo que le pagaban decidió quedarse donde estaba.
El supervisor de Barnes llegó primero en un todoterreno blanco con el escudo de la compañía en las puertas. Treinta segundos más tarde el primero de los cinco coches patrulla aparcó en el camino particular y los demás se colocaron detrás. Parecían un tren estacionado delante de la casa.
Dos agentes cubrieron la ventana. Era probable que los delincuentes se hubieran marchado hacía tiempo, pero las suposiciones siempre eran peligrosas en el trabajo de la policía.
Cuatro agentes se ocuparon del frente, y otros dos de la parte trasera. Divididos en parejas, los cuatro agentes entraron en la casa. Comprobaron que la puerta estaba sin llave y la alarma desconectada. Revisaron toda la planta baja y con mucha cautela comenzaron a subir por las escaleras, los ojos y oídos atentos a cualquier movimiento o sonido.
Cuando llegaron al rellano del segundo piso, el olfato del sargento al mando le avisó de que este no era un robo vulgar.
Cuatro minutos más tarde estaban en círculo alrededor de una mujer que hasta hacía poco había sido joven y hermosa. El color saludable de cada uno de los hombres se había cambiado por otro blanco verdoso.
El sargento, cincuentón y padre de tres hijos, miró la ventana abierta. Incluso con el aire exterior la atmósfera en el interior de la habitación era irrespirable. Miró una vez más al cadáver y después corrió hasta la ventana para respirar un poco de aire fresco.
Tenía una hija de esa edad. Por un momento, la vio tendida en el suelo, el rostro convertido en un recuerdo, su vida cortada de cuajo. El caso estaba ahora fuera de su jurisdicción, pero deseó una cosa: estar presente cuando atraparan al tipo que había hecho algo tan atroz.