13

La Casa Blanca recibe millones de cartas no oficiales al año. La estafeta postal de la casa, con la asistencia y supervisión del servicio secreto, selecciona y verifica cada pieza.

Los dos sobres iban dirigidos a Gloria Russell, algo poco habitual, dado que la mayoría de esta correspondencia tenía como destinatarios al presidente o a los miembros de la familia presidencial, o con mucha frecuencia a la primera mascota, que en la actualidad era Barney, un retriever dorado.

El nombre del destinatario estaba escrito en letras de imprenta, y los sobres, blancos y baratos, se podían comprar en cualquier parte. Russell recibió las cartas a las doce de un día que hasta ese momento había ido bien.

En uno de los sobres había una hoja de papel y en el otro algo que ella miró durante unos minutos. El texto de la nota escrita en el papel, una vez más en letras de imprenta, era el siguiente:


Pregunta: ¿qué constituyen delitos y faltas? Respuesta: no creo que le interese saberlo. El valioso objeto está disponible, hay más, jefa.

Firmado no un admirador secreto.


Aunque lo esperaba, de hecho había deseado con desesperación recibirla, aún notaba los latidos del corazón como martillazos contralas costillas; tenía la boca tan seca que bebió un vaso de agua y después otro antes de poder sostener la carta sin temblar. Entonces miró el contenido del segundo sobre. Una foto. La foto del abrecartas le había hecho revivir las imágenes de la pesadilla. Se sujetó con todas sus fuerzas a los brazos de la silla. Por fin superó el ataque de angustia.

– Al menos quiere negociar. -Collin dejó la nota y la foto y volvió a su silla. Observó la palidez extrema de la mujer y se preguntó si sería lo bastante fuerte como para pasar por este trago.

– Quizá. También puede ser un montaje.

– No lo creo.

Russell se sentó, se masajeó las sienes, se tomó un Tylenol.

– ¿Por qué no?

– ¿Por qué hacerlo de esta manera? En realidad, ¿qué necesidad tiene de tendernos una trampa? Tiene las pruebas para hundirnos. Quiere dinero.

– Se llevó un botín de varios millones de la casa de Sullivan.

– Quizá. Pero no sabemos cuánto en efectivo. Tal vez lo escondió y ahora no lo puede recuperar. Quizá es una persona muy codiciosa.

El mundo está lleno de tipos así.

– Necesito una copa. ¿Puedes venir esta noche?

– El presidente tiene una cena en la embajada canadiense.

– Mierda. ¿No tienes a nadie que te reemplace?

– Quizá, si tú mueves los hilos.

– Hecho. ¿Cuándo crees que volveremos a tener noticias de él?

– No parece muy ansioso, aunque quizá sólo es precavido. Yo lo sería en su situación.

– Fantástico. Podré fumar un par de paquetes cada día hasta que volvamos a saber de él. Para entonces ya me habré muerto de cáncer.

– Si quiere dinero, ¿qué vas a hacer? -preguntó Collin.

– Depende de lo que pida, se puede solucionar sin muchos problemas -respondió la mujer más tranquila.

– Tú eres la jefa. -Collin se levantó.

– ¿Tim? -Russell se acercó a él-. Abrázame un momento. Él sintió la presión contra la pistola mientras la abrazaba. -Tim, si al final resulta que es algo más que dinero. Si no podemos recuperarlo…

Collin la miró.

– Entonces yo me encargaré del asunto, Gloria -Apoyó un dedo sobre los labios de la mujer, dio media vuelta y se marchó.


Collin encontró a Burton en el vestíbulo. Burton le miró de arriba abajo.

– ¿Cómo lo ha tomado?

– Muy bien. -Collin continuó caminando hasta que Burton le cogió de un brazo y le obligó a darse la vuelta.

– ¿Qué coño está pasando, Tim? -Collin apartó la mano del compañero.

– Este no es el momento ni el lugar, Bill.

– Pues dime tú cuándo y dónde, y estaré allí porque tú y yo tenemos que hablar.

– ¿De qué?

– ¿Pretendes hacerte el tonto conmigo? -Empujó a Collin sin contemplaciones hasta un rincón-. Quiero que pienses con la cabeza sobre esa mujer. A ella le importa una mierda lo que nos pase a ti, a mí o a cualquier otro. Lo único que le preocupa es salvar el culo. No sé en qué lío te está metiendo, y no sé lo que estáis tramando, pero te digo que vayas con mucho ojo. No quiero verte hundido por su culpa.

– Te agradezco el interés, pero sé lo que hago, Bill.

– ¿Lo sabes, Tim? ¿Follarse a la jefa de gabinete entra dentro de las responsabilidades de un agente del servicio secreto? ¿Por qué no me enseñas en qué página del manual lo pone? Me gustaría leerlo. Y ya que hablamos del tema, explícame por qué coño tuvimos que volver a entrar en aquella casa. ¿Dónde está el abrecartas? Porque nosotros no lo tenemos, y creo saber quién lo tiene. Yo también me estoy jugando el culo, Tim. Si me van a joder quiero saber por qué.

Un ayudante atravesó el vestíbulo y miró con curiosidad a los dos agentes. Burton le sonrió y después volvió su atención a Collin.

– Venga, Tim, ¿qué coño harías tú si estuvieras en mi lugar?

El joven miró a su amigo y desapareció de su rostro la expresión dura que mantenía mientras estaba de servicio. Si hubiese estado en la posición de Burton ¿qué habría hecho? La respuesta era fácil. Sacudir el avispero hasta que la gente comenzara a hablar. Lo que decía su colega sobre Russell era verdad. La ropa interior de seda no era suficiente para hacerle olvidar del todo su capacidad de razonar.

– ¿Tomamos un café, Bill?


Frank bajó los dos tramos de escalera, dobló a la derecha y abrió la puerta del laboratorio. El cuarto, pequeño y necesitado de una mano de pintura, estaba muy bien aprovechado, en buena medida gracias a que Laura Simon era una persona muy compulsiva. Frank supuso que mantenía su casa tan limpia y ordenada como este lugar a pesar de tener dos niños pequeños. Contra una pared estaban las cajas que servían para guardar pruebas; los precintos naranjas ponían una nota de color en la pintura gris desconchada. En un rincón había una pila de cajas de cartón, cada una con su etiqueta, y en otro estaba la pequeña caja fuerte donde guardaban los pocos objetos merecedores de medidas de seguridad adicionales. Junto a la caja había una nevera utilizada para guardar pruebas a una temperatura controlada.

Frank observó a la mujer que miraba a través de un microscopio instalado al otro lado de la habitación.

– ¿Me has llamado? -Frank se inclinó sobre la mesa. En la platina de cristal había pequeños fragmentos de una sustancia. No se imaginaba a sí mismo dedicado a mirar a través de un microscopio vaya a saber qué cosas, pero era consciente de que el trabajo de Laura Simon tenía una importancia fundamental en el trabajo de la policía.

– Mira esto. -Simon le señaló el aparato. Frank se quitó las gafas, miró a través del microscopio y volvió a levantar la cabeza.

– Laura, ya sabes que nunca sé qué estoy mirando. ¿Qué es?

– Una muestra de la alfombra del dormitorio de Sullivan. No la recogimos en la primera búsqueda, sino después.

– ¿Y? ¿Qué tiene de importante? -Frank había aprendido a escuchar con mucha atención las palabras de la experta.

– La alfombra del dormitorio es una de esas que cuestan unos dos mil dólares el metro cuadrado. La alfombra para este dormitorio les debió costar más o menos un cuarto de millón.

– ¡Caray! -Frank se metió en la boca otro caramelo. La decisión de dejar de fumar le estaba engordando además de estropearle la dentadura-. ¿Doscientos cincuenta mil por algo que pisas?

– Es muy resistente; puedes pasar por encima con un tanque y el pelo se volverá a levantar. Sólo tiene dos años de uso. Por aquellas fechas hicieron un montón de renovaciones.

– ¿Renovaciones? La casa es casi nueva.

– Fue cuando la difunta se casó con Walter Sullivan.

– Ah.

– A las mujeres les gusta arreglar las cosas a su manera, Seth. Por lo menos tenía buen gusto en materia de alfombras.

– Está bien, ¿y dónde nos lleva su buen gusto?

– Mira otra vez las fibras.

Frank suspiró resignado pero obedeció.

– ¿Ves las puntas? Presta atención a la sección transversal. Las cortaron. Al parecer con unas tijeras poco afiladas. El corte es bastante desigual, aunque diría que estas fibras son como alambres.

– ¿Cortadas? -preguntó Frank extrañado-. ¿Por qué iba alguien a cortar la alfombra? ¿Dónde las encontraste?

– Estas muestras las recogimos en la colcha de la cama. El que las cortó no se dio cuenta de que tenía algunas fibras en la mano. Rozó la colcha y allí se quedaron.

– ¿Has encontrado la parte correspondiente en la alfombra?

– Sí. Justo debajo del lado izquierdo de la cama si miras hacia ella, a unos diez centímetros de distancia en la perpendicular. El corte era pequeño pero visible.

Frank se sentó en uno de los taburetes junto a Simon.

– Eso no es todo, Seth. En uno de los fragmentos encontré rastros de un disolvente. Un quitamanchas.

– Quizás el utilizado por los limpiadores de alfombras. O quizá se le derramó un poco a alguna de las criadas.

– No, no. -Simon meneó la cabeza-. La compañía de limpieza utiliza un sistema de vapor. Para quitar las manchas tienen un disolvente especial con base orgánica. Lo comprobé. Este es un derivado del petróleo, el quitamanchas que venden en cualquier droguería. Y las criadas emplean el limpiador recomendado por el fabricante. También tiene base orgánica. Tienen una buena provisión en la casa. Además, la alfombra lleva un tratamiento químico para impedir que penetren las manchas. Al utilizar un quitamanchas común empeoraron las cosas. Por eso es probable que acabaran cortando el pelo.

– Así que debemos suponer que alguien cortó las fibras porque mostraban alguna cosa, ¿no?

– No en la muestra que tengo, pero quizá cortó un buen trozo sólo para asegurarse de que no se dejaba nada y nosotros tenemos las fibras limpias.

– ¿Qué puede haber tan importante en una alfombra como para que se tomen el trabajo de cortar pelos de un centímetro? Debió ser un trabajo de chinos.

Simon y Frank pensaron lo mismo; desde luego, lo pensaban desde hacía un rato.

– Sangre -dijo Simon.

– Y no precisamente de la difunta. Si no recuerdo mal, la suya no estaba cerca de ese punto -añadió Frank-. Creo que tendrás que hacer una prueba más, Laura.

– Me preparaba para ir ahora mismo, pero pensé que era mejor avisarte antes. -La mujer cogió un equipo colgado en la pared.

– Buena chica.


Tardaron una media hora en hacer el viaje. Frank bajó el cristal de la ventanilla y dejó que el viento le azotara el rostro. También ayudaba a disipar el humo. Simon se lo estaba haciendo pasar fatal en ese aspecto.

El dormitorio había permanecido sellado de acuerdo con las órdenes de Frank.

El policía esperó en un rincón del dormitorio de Walter Sullivan mientras Simon preparaba una mezcla de diferentes sustancias químicas y después volcaba la solución en un rociador de plástico. A continuación, Frank le ayudó a poner toallas debajo de la puerta y cinta adhesiva en las ventanas. Echaron las cortinas, para cerrar el paso a la luz natural.

Frank volvió a echar una ojeada a la habitación. Miró el espejo, la cama, la ventana, los armarios y por último la mesa de noche y el agujero que había encima, donde habían quitado el estuco. Entonces volvió la mirada a la foto. La recogió. Recordó una vez más que Christine Sullivan había sido una mujer muy hermosa, algo que nada tenía que ver con el cadáver destrozado que él había visto. En la foto aparecía sentada en una silla junto a la cama. Una esquina del lecho se colaba por la derecha de la foto. Algo irónico si consideraba el uso que le había dado a este vehículo tan particular. Sin duda los muelles necesitaban la revisión de los cincuenta mil kilómetros, aunque después ya no los utilizarían mucho. Recordó la expresión de Walter Sullivan. Allí ya no quedaba nada.

Dejó la foto en su lugar y continuó observando el trabajo de Simon. Echó otra mirada a la foto; algo le preocupaba, pero lo que fuera que se le hubiese ocurrido desapareció de su cabeza tan rápido como había aparecido.

– ¿Cómo se llama ese producto, Laura?

– Luminol. Lo venden con diferentes nombres, pero es el mismo reactivo. Estoy preparada.

Simon apuntó con el rociador el trozo de alfombra donde habían cortado los pelos.

– Es una suerte que no tengas que pagar por la alfombra -comentó el detective con una sonrisa.

– No me importaría -replicó Simon que se volvió para mirarle-. Me declararía en quiebra. Me embargarían el sueldo de aquí a la eternidad. Es el gran igualador de los pobres.

Frank apagó la luz, y la habitación quedó sumida en la más total oscuridad. Sonaron unos ruidos a medida que Simon apretaba el gatillo del rociador. Casi en el acto, como un puñado de luciérnagas, una muy pequeña parte de la alfombra brilló con un color azul pálido. que se mantuvo por un instante. Frank encendió la luz del techo y miró a Simon.

– Así que ahora tenemos la sangre de alguien más. Estupendo, Laura. ¿Podrás recoger lo suficiente para un análisis, determinar el grupo, fijar el adn?

– Levantaremos la alfombra para ver si la mancha traspasó, pero lo dudo. En las alfombras tratadas la cantidad que traspasa es mínima. Además, cualquier residuo estará mezclado con un montón de sustancias. No te hagas ilusiones.

– Vale, tenemos a un malhechor herido -dijo Frank pensando en voz alta-. No mucha sangre, pero una poca. -Miró a Simon para recibir la confirmación y la mujer asintió-. Herido, pero ¿con qué? No tenía nada en la mano cuando la encontramos.

– Y como la muerte fue instantánea -añadió Simon, que le adivinó el pensamiento-, es probable que hablemos de espasmo cadavérico. Para quitárselo de las manos tendrían que haberle roto los dedos. -Y en la autopsia no se apreció tal cosa -acabó Frank. -A menos que el impacto de las balas le hiciera abrir la mano.

– ¿Cuántas veces ocurre?

– Con una es suficiente para este caso.

– Bueno, supongamos que tenía un arma, y ahora el arma ha desaparecido. ¿Qué clase de arma?

Simon pensó en la pregunta mientras guardaba el equipo.

– Podemos descartar las armas de fuego; si hubiese llegado a disparar habríamos encontrado rastros de pólvora en las manos. No las hubiesen podido eliminar sin dejar huellas.

– Bien. Tampoco hay ninguna prueba de que tuviera un arma registrada a su nombre. Además, ya está confirmado que no había armas en la casa.

– Por lo tanto, nada de pistolas. Entonces, quizás un cuchillo. No sabemos el tamaño de la herida, quizá sólo un corte, algo superficial. Por el tamaño del trozo recortado podemos deducir que no hubo hemorragia.

– Así que apuñaló a uno de los autores, en un brazo o en una pierna. Entonces, ¿retrocedieron y dispararon contra ella? ¿O descargó la puñalada mientras agonizaba? -Frank se corrigió a sí mismo-. No, murió en el acto. Apuñaló a uno de ellos en otra habitación, corre hasta aquí y entonces la matan. Mientras permanece a su lado, la sangre del herido cae sobre la alfombra.

– Excepto que la caja fuerte está aquí. Lo más lógico es suponer que ella les sorprendió en plena faena.

– De acuerdo, pero recuerda que dispararon desde la puerta hacia la habitación. Y dispararon hacia abajo. ¿Quién sorprendió a quién? Esto es lo que me tiene sin dormir.

– Entonces, ¿a qué viene llevarse el cuchillo, si fue así?

– Porque podía identificar a alguien.

– ¿Huellas digitales? -Simon frunció la nariz como si pudiese oler las pruebas escondidas en la habitación.

– Es lo que creo -afirmó Frank.

– ¿La difunta señora de Walter Sullivan tenía la costumbre de llevar cuchillo?

Frank se dio una palmada tan fuerte en la frente que Simon se encogió. Le miró mientras él corría hasta la mesa de noche y cogía la foto. Sacudió la cabeza y se la alcanzó.

– Ahí tienes tu maldito cuchillo.

Simon miró la foto. Sobre la mesa de noche había un abrecartas con empuñadura de cuero.

– El cuero explica los residuos de aceite en las palmas.

Frank se detuvo un momento en la puerta principal cuando estaba a punto de salir. Miró el panel del control de seguridad, que ya estaba reparado. Sonrió cuando un pensamiento esquivo afloró por fin en su cabeza.

– Laura, ¿tienes una lámpara fluorescente en el coche?

– Sí, ¿por qué?

– ¿Te importaría traerla?

Intrigada, Simon fue hasta el coche y volvió con la lámpara. La enchufó en una toma del vestíbulo.

– Alumbra las teclas de los números.

La luz fluorescente puso al descubierto algo que provocó otra sonrisa.

– Caray, esto es muy bueno.

– ¿Qué significa? -preguntó Simon con el entrecejo fruncido.

– Significa dos cosas. Primero, que tenemos un cómplice en el interior y, segundo, que nuestros cacos son unos tipos muy creativos.


Frank se instaló en la pequeña sala de interrogatorios. Decidió no encender otro cigarrillo y optó por comerse un caramelo. Miró las paredes hechas con ladrillos de cemento, la mesa metálica y las sillas destartaladas y llegó a la conclusión de que era un lugar muy deprimente para ser interrogado. Lo que era conveniente. La gente deprimida era vulnerable, y las personas vulnerables, si se las sabía llevar, tendían a hablar. Y Frank quería escuchar. Estaba dispuesto a escuchar todo el día.

El caso era todavía muy confuso, pero algunos elementos se aclaraban poco a poco.

Buddy Budizinski aún vivía en Arlington y ahora trabajaba en un lavadero de coches en Falls Church. Había admitido estar en la casa Sullivan, se había enterado del asesinato por los periódicos, pero aparte de eso no sabía nada más. Frank no veía motivos para no creerle. El hombre no era ninguna lumbrera, no tenía antecedentes policiales y había pasado su vida adulta realizando trabajos humildes para ganarse el sustento, sin duda obligado por el hecho de que sólo había ido a la escuela hasta quinto grado. Su apartamento era modesto por no decir mísero. Budizinski era un callejón sin salida.

En cambio, Rogers había resultado un filón. El número de la seguridad social que había escrito en la solicitud de empleo era auténtico, la única pega era que correspondía a una empleada del departamento de Estado que se encontraba en Tailandia desde hacía dos años. Sin duda sabía que en la compañía de limpieza de alfombras no se molestarían en comprobarlo. ¿A ellos qué más les daba? La dirección era de un motel en Beltsville, Maryland. Nadie con ese nombre se había registrado en el motel durante el último año y allí no habían visto a nadie que encajara con la descripción de Rogers. No había antecedentes del hombre en el estado de Kansas. Además, tampoco había cobrado ninguno de los cheques que le había dado la Metro. Esto solo ya resultaba muy significativo.

En estos momentos, un dibujante de la policía preparaba un retrato robot basado en la descripción de Pettis y lo distribuirían por la zona.

Rogers era el tipo. Frank lo intuía. Había estado en la casa, y desaparecido dejando atrás una estela de informaciones falsas. Simon se ocupaba ahora de revisar la furgoneta de Pettis con la ilusión de encontrar alguna huella digital de Rogers en algún recoveco. No habían encontrado huellas en la escena del crimen, pero si conseguían identificar a Rogers, y estaba seguro que tenía antecedentes, entonces el caso de Frank comenzaría a tener una base. Sería un gran paso adelante si la persona que esperaba decidía cooperar.

Por otra parte, Walter Sullivan confirmó que faltaba un abrecartas antiguo del dormitorio. Frank deseaba más que nada en el mundo hacerse con esta prueba tan importante. Había comentado a Sullivan la teoría de que su esposa había herido al atacante con dicho instrumento. El viejo no había reaccionado ante la información y Frank se preguntó si Sullivan no estaría perdiendo facultades.

El detective repasó una vez más la lista de empleados de la residencia Sullivan, aunque ya se la sabía de memoria. Sólo estaba interesado en uno de ellos.

No conseguía apartar de su cabeza la declaración del representante de la compañía de seguridad. Era imposible descubrir con un ordenador portátil un código de cinco dígitos en la secuencia correcta que se generaba con las combinaciones de quince dígitos, máxime si se tenía en cuenta el poco tiempo disponible y la respuesta inmediata a cualquier fallo por parte del ordenador del sistema. Para hacerlo había que eliminar algunas de las posibilidades. Y eso ¿cómo se conseguía?

El examen del teclado mostraba que lo habían rociado con un producto químico -Frank no recordaba el nombre que le había dicho Simon- sólo visible en cada una de las teclas con luz fluorescente.

Frank se reclinó en la silla y se imaginó a Walter Sullivan -o al mayordomo, o al que le tocaba conectar la alarma- bajar al vestíbulo y marcar el código. El dedo apretaría las teclas correctas, las cinco, y la alarma quedaría conectada. La persona se iría, sin darse cuenta de que ahora llevaba restos de una sustancia química invisible al ojo, e inodora, en la punta del dedo. Y, lo que era más importante, sin apercibirse de que acababa de revelar los números del código secreto. Con una lámpara de luz fluorescente, los ladrones sabrían cuáles eran los números marcados porque la sustancia química aparecía emborronada en las teclas. Con esa información el ordenador podía dar la secuencia correcta, según el empleado de la empresa, en el tiempo asignado, ya que se habían eliminado el 99,9 por ciento de las combinaciones posibles.

Aclarado esto, la pregunta seguía siendo la misma: ¿quién había rociado la sustancia? Al principio, Frank había pensado que Rogers, o como se llamara en realidad, podía haberlo hecho mientras estaba en la casa, pero los hechos demostraban que no era posible. Primero, en la casa siempre había gente; un extraño rondando el panel de la alarma habría despertado sospechas incluso al más despistado. Segundo, el vestíbulo era grande, abierto y el lugar menos íntimo de la casa. Y tercero, la aplicación habría llevado algún tiempo y cuidado. Rogers no podía permitirse ninguna de las dos cosas. La más mínima sospecha, la mirada más pasajera y el plan se habría desmoronado. La persona que había planeado esto no era de las que corrían esos riesgos. Rogers no lo había hecho. Frank estaba muy seguro de saber quién era.


A primera vista, la mujer se veía tan delgada que daba la impresión de demacrada quizá debido a una enfermedad. Pero después, el color saludable de las mejillas, los huesos finos y la gracia de los movimientos indicaban que pese a la delgadez gozaba de buena salud.

– Por favor, siéntese, señora Broome. Le agradezco que haya venido.

La mujer asintió y se sentó en una de las sillas. Llevaba una falda floreada a media pierna. Un collar de una sola hilera de perlas falsas le rodeaba el cuello. El pelo recogido en un moño; algunas hebras sobre la frente comenzaban a encanecer. Por la tersura de la piel y la ausencia de arrugas, Frank hubiese dicho que tenía unos treinta y nueve años. En realidad tenía unos cuantos más.

– Creía que ya había acabado conmigo, señor Frank.

– Por favor, llámeme Seth. ¿Fuma?

Ella meneó la cabeza negativamente.

– Se me quedaron en el tintero algunas preguntas, nada importante, pura rutina. Usted no es la única. Tengo entendido que deja el trabajo con el señor Sullivan, ¿es cierto?

La mujer tragó saliva, bajó la mirada y después miró otra vez a Frank.

– Tenía una cierta amistad con la señora Sullivan. Ahora es difícil, ya sabe… -Le falló la voz.

– Ya lo creo, sé cómo son esas cosas. Fue algo terrible. -Frank hizo una pausa-. ¿Cuánto tiempo lleva con los Sullivan?

– Poco más de un año.

– Hace la limpieza ¿y…?

– Ayudo en la limpieza. Somos cuatro, Sally, Rebeca y yo. KarenTaylor se encarga de la cocina. Yo también me encargaba de las cosas de la señora Sullivan. Las ropas y todo lo demás. Era una especie de asistenta. El señor Sullivan tiene su propio asistente, Richard.

– ¿Le apetece un café?

Frank no esperó la respuesta. Se levantó y abrió la puerta de la sala de interrogatorios.

– Eh, Molly, ¿puedes traerme un par de cafés? -Se volvió hacia la señora Broome-. ¿Solo o con leche?

– Solo.

– Que sean dos solos, Molly, gracias.

Cerró la puerta y volvió a su silla.

– Hace frío aquí adentro. No consigo entrar en calor. -Tocó la pared desnuda-. Los ladrillos de cemento siempre dan frío. ¿Qué me decía de la señora Sullivan?

– Era muy buena conmigo. Me refiero a que me comentaba cosas. Ella no era… no era, ya sabe, de esa clase de personas, quiero decir la clase alta. Fue al mismo instituto que yo aquí, en Middleton.

– Y supongo que no se llevaban muchos años.

El comentario provocó la sonrisa de Wanda Broome y en un gesto inconsciente levantó una mano para arreglar un mechón de pelo invisible.

– Más de lo que me gustaría admitir.

Se abrió la puerta y les sirvieron el café caliente y recién hecho. Frank no mentía sobre el frío.

– No me atrevería a decir que ella encajaba del todo con esa clase de gente, pero sabía cómo comportarse. No aceptaba tonterías de nadie, si sabe lo que quiero decir.

Frank tenía sus razones para creer que era verdad. Por lo que sabía la difunta señora Sullivan había sido una golfa en muchos aspectos.

– ¿Cómo calificaría las relaciones entre los Sullivan: buenas, malas o normales?

– Muy buenas -respondió la mujer sin vacilar-. Sé lo que la gente piensa de las diferencias de edad y todas esas cosas, pero ella era muy buena con él, y él le correspondía. Se lo juro. Él la quería, eso lo sé de seguro. Quizá más como un padre quiere a su hija, pero era amor.

– ¿Y ella a él? -preguntó Frank. Esta vez fue evidente el titubeo de Wanda al escuchar la pregunta.

– Debe tener presente que Christy Sullivan era un mujer muy joven, quizá más joven en muchos sentidos que otras mujeres de su edad. El señor Sullivan le abrió un mundo totalmente nuevo y… -Se interrumpió, sin saber cómo continuar.

– ¿Qué me dice de la caja fuerte en el dormitorio? -Frank cambió de tema-. ¿Quién lo sabía?

– Yo no. Desde luego que no. Supongo que el señor y la señora Sullivan lo sabían. Quizás el criado del señor Sullivan, Richard, estaba enterado. Pero no lo sé a ciencia cierta.

– ¿Así que Christine Sullivan o el marido nunca le mencionaron que había una caja fuerte detrás del espejo?

– Dios mío, no. Yo era amiga de ella, pero no dejaba de ser una empleada. Sólo llevaba con ellos un año. El señor Sullivan nunca habló conmigo. Me refiero a que no es el tipo de cosas que le diría a alguien como yo, ¿no le parece?

– No, supongo que no. -Frank estaba seguro de que mentía, pero no tenía ninguna prueba. Christine Sullivan era la clase de persona a la que le gusta exhibir su riqueza ante alguien con quien pudiera identificarse, aunque sólo fuera para mostrar lo mucho que había progresado en el mundo.

– ¿Por lo tanto, tampoco sabía que se podía mirar a través del espejo hacia el dormitorio?

Esta vez la mujer se quedó boquiabierta. Frank vio el rubor debajo de la fina capa de maquillaje.

– Wanda, ¿puedo llamarle Wanda? ¿Wanda, comprende, no, que el sistema de alarma de la casa fue desactivado por la persona que entró? Fue desactivado utilizando el código correcto. Ahora bien, ¿quién conectaba la alarma?

– Lo hacía Richard -replicó-. Algunas veces, el señor Sullivan.

– Entonces, ¿todos los ocupantes de la casa conocían el código?

– Oh no, desde luego que no. Richard lo sabía, en efecto. Lleva con el señor Sullivan casi cuarenta años. Que yo sepa, él era el único aparte de los Sullivan, que conocía el código.

– ¿Alguna vez le vio conectar la alarma?

– Por lo general ya estaba acostada cuando la conectaban. Frank le miró. «Desde luego, Wanda, desde luego.»

– ¿Usted… usted no sospechará que Richard tuvo algo que ver con esto? -dijo Wanda Broome mirándole asombrada.

– Wanda, de alguna manera, alguien que no podía hacerlo, desconectó el sistema de alarma. Y es lógico que las sospechas recaigan sobre cualquiera que conociera el código.

Por un momento, Wanda Broome dio la impresión de que se echaría a llorar, pero se contuvo.

– Richard tiene casi setenta años.

– Entonces es probable que necesite hacerse con unos ahorrillos. Como comprenderá, todo esto es estrictamente confidencial.

Ella asintió al tiempo que se sonaba la nariz. Cogió la taza de café y se lo bebió a sorbitos.

– Hasta que alguien me explique cómo entraron en el sistema de seguridad -añadió Frank-, he de investigar las pistas que parecen más lógicas.

Mantuvo la mirada sobre la mujer. Había dedicado todo el día anterior a averiguar todo lo posible sobre Wanda Broome. Era una historia bastante habitual excepto en un detalle. Cuarenta y cuatro años, se había divorciado dos veces y tenía dos hijos mayores. Vivía en el ala de los sirvientes junto con el resto de los empleados de la casa. A unos diez kilómetros de allí vivía la madre, de ochenta y un años, en una casa modesta que necesitaba de algunas reparaciones; la anciana cobraba la pensión del marido y un subsidio de la Seguridad Social. Broome, tal como ella misma había dicho, trabajaba para los Sullivan desde hacía más o menos un año, cosa que había llamado la atención de Frank: era la empleada más nueva de la casa. Esto en sí mismo no significaba gran cosa, pero según todos los informes los Sullivan trataban muy bien a los empleados, y también había que destacar la lealtad del personal bien pagado y con muchos años de antigüedad. Wanda Broome parecía ser alguien muy leal. La pregunta era a quién.

El detalle era que Wanda Broome había estado en prisión, de esto hacía unos veinte años, por desfalco cuando trabajaba de contable para un médico en Pittsburgh. Los demás sirvientes no tenían antecedentes. Ella había quebrantado la ley, y había pasado una temporada entre rejas. En aquel entonces se llamaba Wanda Jackson. Se había divorciado al salir de la cárcel, o mejor dicho él la había dejado. Desde entonces nunca había cometido ningún delito. Con el cambio de nombre y una condena tan lejana, si los Sullivan habían averiguado los antecedentes, quizá no habían encontrado nada, o quizá no les había importado. Según todas las fuentes, Wanda Broome había sido una ciudadana honesta y trabajadora durante estos últimos veinte años.

Frank se preguntó qué le había hecho cambiar.

– ¿Hay alguna cosa que recuerde o piense que me pueda servir de ayuda, Wanda? -Frank intentó parecer lo más inocente posible; abrió la libreta e hizo ver que tomaba notas. Si ella era el cómplice en el interior, lo que menos le interesaba era que Wanda alertara a Rogers. Por otro lado, si conseguía que se derrumbara, quizás ella decidiría cambiar de bando.

Se la imaginó quitando el polvo en el vestíbulo. Hubiese sido fácil, tan fácil rociar el paño con el producto químico y después pasarlo por el panel de la alarma. Hubiese parecido tan natural, que nadie, incluso alguien que le hubiese estado mirando mientras lo hacía, hubiese sospechado nada. Sólo una criada eficaz haciendo su trabajo. Después no había tenido más que regresar al vestíbulo cuando todos dormían, iluminar un segundo el panel y ya está.

Desde un punto de vista estrictamente técnico, quizá se le podía considerar cómplice de un asesinato, dado que el homicidio era una de las consecuencias probables del robo a una casa. Pero Frank no pretendía mandar a Wanda Broome a la cárcel de por vida, sino atrapar al que había disparado. Estaba seguro de que esta mujer no había trazado el plan. Ella había interpretado un papel pequeño pero muy importante. Frank quería al maestro de ceremonias. Llamaría al fiscal de la mancomunidad y arreglaría un trato para Wanda a cambio de su ayuda.

– ¿Wanda? -Frank se inclinó sobre la mesa y la cogió de una mano, ansioso-. ¿Recuerda algo más? ¿Algo que me ayude a detener a la persona que asesinó a su amiga?

Frank recibió una leve sacudida de cabeza como única respuesta y se echó hacia atrás. No había esperado gran cosa de este encuentro, pero había conseguido transmitir el mensaje. La pared comenzaba a desmoronarse. Estaba seguro de que ella no avisaría al tipo. Se haría con la confianza de Wanda Broome, poco a poco.

Más tarde descubriría que ya había ido demasiado lejos.

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