28

Bill Burton asomó la cabeza en el puesto de mando del servicio secreto en la Casa Blanca. Tim Collin ocupaba una de la mesas. Repasaba un informe.

– Ven, Tim.

Collin le miró intrigado.

– Le tienen arrinconado cerca del edificio del tribunal -añadió Burton, en voz baja-. Quiero estar allí. Sólo por si acaso.


El coche de Frank avanzó por la calle a gran velocidad, la luz azul colocada en el techo conseguía la respuesta inmediata de unos conductores poco acostumbrados a respetar a los demás automovilistas.

– ¿Dónde está Kate? -Jack estaba tendido en el asiento trasero, cubierto con una manta.

– Es probable que ahora le estén leyendo sus derechos. Después la encerrarán acusada de una serie de cargos accesorios por ayudarle.

– Tenemos que regresar, Seth -afirmó Jack que se sentó en el acto-. Me entregaré. Tendrán que soltarla.

– Sí, ¿y qué más?

– Lo digo en serio, Seth. -Jack intentó pasar al asiento delantero.

– Yo también, Jack. Si vuelve y se entrega, no le hará ningún favor a Kate y estropeará lo poco que le queda para conseguir reconducir su vida a la realidad.

– Pero Kate…

– Yo me ocuparé de Kate. Llamé a un colega local. La estará esperando. Es un buen tipo.

– Mierda. -Jack se sentó.

Frank abrió la ventanilla para quitar la lámpara del techo. La arrojó en el asiento del pasajero.

– ¿Qué coño pasó? -quiso saber Jack.

– No estoy muy seguro -contestó Frank, que le miró por el espejo retrovisor-. Supongo que en algún momento alguien comenzó a seguir Kate. Yo recorría la zona. Habíamos quedado en encontrarnos en el Convention Center después de la cita con usted. Oí por la emisora de la poli que le habían visto. Seguí la persecución por radio, e intenté adivinar dónde podía ir. Tuve suerte. No me lo podía creer cuando le vi salir del callejón. Casi le atropello. ¿Qué tal está?

– Mejor que nunca. Tendría que hacer esta mierda un par de veces al año para mantenerme en forma. Podría presentarme a las olimpíadas de criminales prófugos.

– Todavía está vivito y coleando, amigo mío -señaló Frank, con una risa-. Es un tipo con suerte. ¿Recibió algún regalo bonito? Jack maldijo por lo bajo. Se había preocupado tanto de eludir a la policía que ni siquiera lo había abierto. Sacó el paquete.

– ¿Hay luz?

Frank encendió la luz del techo.

Jack miró las fotos.

– ¿Qué tenemos? -preguntó Frank, sin apartar la mirada del espejo.

– Fotos. Del abrecartas, cuchillo o como quiera llamarlo.

– Vaya. No es ninguna sorpresa. ¿Ve algo en particular?

– No mucho -contestó Jack, que hacía un esfuerzo por ver los detalles pese a la poca luz-. Ustedes deben tener algún aparato que permita ver mejor qué tenemos.

– Le seré sincero, Jack, a menos que consigamos alguna otra cosa no podremos hacer nada -comentó Frank, con un suspiro-. Incluso si logramos sacar algo que se parezca a una huella digital, ¿quién podrá decir de dónde vino? Y no se puede hacer la prueba del adn de una puñetera foto, al menos que yo sepa.

– Lo sé. No pasé cuatro años como defensor público tocándome los cojones.

Seth aminoró la velocidad. Circulaban por la avenida Pennsylvania y el tráfico era más denso.

– ¿Qué propone?

Jack se peinó un poco, se apretó el muslo con las dos manos hasta que disminuyó el dolor de la rodilla y entonces se acostó en el asiento.

– El que va detrás del abrecartas lo quiere con auténtica desesperación. Tanto como para estar dispuesto a matarlo a usted, a mí y a cualquiera que se interponga en el camino. Es un caso de paranoia aguda.

– Cosa que encaja con nuestra teoría de que es algún pez gordo con mucho que perder si esto trasciende al público. ¿Y bien? Ya lo tienen. ¿Dónde nos deja eso, Jack?

– Luther no hizo las fotos sólo como una precaución por si algo le ocurriera al artículo original.

– ¿De qué habla?

– Volvió al país, Seth, no lo olvide. No hemos conseguido averiguar la razón.

Frank frenó al ver que el semáforo se ponía rojo. Se dio la vuelta en el asiento.

– De acuerdo. Regresó. ¿Cree que sabe el motivo?

Jack se sentó y mantuvo la cabeza gacha para que no asomara por encima de la línea de la ventanilla.

– Creo que sí. Le dije que Luther no era la clase de tipo que dejaría correr una cosa así. Si estaba a su alcance haría algo al respecto.

– Pero se marchó del país. En el primer momento.

– Lo sé. Quizás era el plan original. Tal vez lo tenía decidido desde el principio si el golpe salía de acuerdo al plan. La cuestión es que regresó. Algo le hizo cambiar de idea y regresó. Y tenía estas fotos. -Jack las desplegó en abanico.

Cambió el semáforo y Frank puso el coche en marcha.

– No lo entiendo, Jack. Si quería pillar al tipo, ¿por qué no se limitó a enviar el objeto a la policía?

– Pienso que ese era el último objetivo. Pero le comentó a Edwina Broome que si le decía quién era el sujeto, no le creería. Si ella, una amiga íntima, no creería su historia, y para convencer a alguien de su veracidad tendría que reconocer su participación en el robo, lo más lógico es que su credibilidad fuera cero.

– De acuerdo, tenía un problema de credibilidad. ¿Dónde encajan los fotos?

– Digamos que hace un intercambio directo. Dinero en efectivo a cambio de cierto objeto. ¿Cuál es la parte más difícil?

– El pago -respondió Frank en el acto-. Cómo conseguir el dinero y evitar que te maten o te atrapen. Las instrucciones para la recogida del objeto siempre se pueden enviar más tarde. El problema es hacerse con el dinero. Por eso ha bajado tanto el número de secuestros.

– Entonces, ¿qué haría?

– A la vista de que hablamos de un pago procedente de personas que no llamarán a la policía, me preocuparía por la rapidez -contestó el detective después de pensar un momento-. Correría el mínimo riesgo personal, y me aseguraría el tiempo para escapar.

– ¿Cómo se consigue?

– A través de las transferencias electrónicas de fondos. Una transferencia. Una vez, cuando estaba en Nueva York, investigué el caso de una estafa bancaria. El tipo lo hacía todo a través del departamento de transferencias de su propio banco. No se creería la cantidad de dólares que pasan cada día por esos lugares. Y tampoco se creería la cantidad de dinero que se pierde en el trasiego. Un tipo listo cogería un poco de aquí y otro de allá y cuando lo descubrieran ya se habría marchado hacía tiempo. Se envían las instrucciones de la transferencia. Se transfiere el dinero. Sólo se tarda unos minutos. Muchísimo más cómodo que buscar en un contenedor de basura en el parque donde cualquiera le puede volar la cabeza con una pistola.

– Pero el ordenante de la transferencia puede rastrear el dinero. -Desde luego. Tiene que identificar el banco al que va dirigida.

Le asignan un número de ruta y necesita una cuenta en el banco.

– Por lo tanto, el ordenante, si es listo, puede rastrearla. Y después, ¿qué?

– Después seguirán el camino del dinero. Quizá consigan alguna información de la cuenta. Aunque nadie es tan estúpido como para utilizar el nombre o el número de la seguridad social. Además, un tipo listo de verdad como Whitney dejaría unas instrucciones prefijadas. En cuanto los fondos llegan al primer banco, se transfieren de inmediato a otro, después a otro y a otro. Es probable que el rastro acabe por desaparecer. No olvide que es dinero en el acto. Fondos disponibles al instante.

– Parece lógico. Estoy seguro de que Luther hizo algo así.

Frank se rascó la cabeza en el borde del vendaje. Llevaba el sombrero calado hasta las orejas y todo el conjunto le resultaba muy incómodo.

– Lo que no acabo de entender es por qué tomarse tanto trabajo. No necesitaba dinero después de robar a Sullivan. Podía quedarse en el extranjero y seguir desaparecido. Dejar que el asunto se enfriara. Al cabo de unos meses pensarían que se había retirado para siempre. No me molestes y yo no te molesto.

– Tiene razón. Podía haberlo hecho. Retirarse. Renunciar. Pero regresó, y más que eso, regresó con la intención aparente de chantajear a la persona que mató a Christine Sullivan. Y si, como pensamos, no lo hizo por dinero, ¿por qué lo hizo?

– Para hacerles sufrir -respondió Frank, tras una pausa-. Para que supieran que está en alguna parte. Con las pruebas para destruirlos.

– Pero no estaba seguro de que las pruebas fueran suficientes.

– Porque el asesino era muy respetable.

– Muy bien. Con todos estos datos, ¿usted qué haría?

Frank se acercó al bordillo y aparcó el coche. Se dio la vuelta. -Intentaría conseguir alguna prueba más. Eso es lo que haría. -¿Cómo? ¿Si está chantajeando a alguien?

– Renuncio -dijo Frank que levantó las manos.

– Dijo que el ordenante podía rastrear la transferencia.

– ¿Y?

– ¿Qué pasaría si se hace en el otro sentido? El que recibe hace el camino inverso.

– Soy un imbécil. -Frank se olvidó por un momento del golpe en la cabeza y se dio una palmada en la frente-. Whitney marcó la transferencia en el otro sentido. La persona que envía el dinero piensa en todo momento que está jugando al gato y al ratón con Whitney. Él es el gato y Luther el ratón. El está oculto, listo para escapar.

– Sólo que Luther no mencionó que estaba en favor de un cambio de personajes. Él era el gato y ellos el ratón.

– Y que el rastro acabaría por descubrir a los malos, por muchas protecciones que pusieran en el camino, si es que se les ocurrió poner alguna. Todas las transferencias del país pasan obligatoriamente por la Reserva Federal. Si consigue un número de referencia de la Reserva o del propio banco, ya tiene algo seguro. Incluso si Whitney no siguió el camino inverso, el hecho de recibir el dinero, una cantidad cualquiera, ya es bastante perjudicial. Si das la información a los polis junto con el nombre del ordenante y ellos lo comprobaban…

– Entonces de pronto lo increíble se hace verdad -dijo Jack, que acabó la frase por el detective-. Las transferencias no mienten. Se envió el dinero. Si se trata de una cantidad considerable, como creo que fue en este caso, entonces no habrá cómo explicar el envío. Es una prueba casi definitiva. Los pilló con su propio dinero.

– Se me acaba de ocurrir otra cosa, Jack. Si Whitney estaba reuniendo pruebas contra esa gente, entonces es que tenía pensado ir a la policía. Iba a entrar en la primera comisaría, y entregarse junto con las pruebas.

– Por eso me necesitaba -afirmó Jack-. Sólo que ellos reaccionaron con la rapidez necesaria para utilizar a Kate como una garantía de su silencio. Después apelaron a una bala para conseguirlo.

– Así que pensaba entregarse.

– En efecto.

– ¿Sabe lo que pienso? -preguntó Frank mientras se rascaba la barbilla.

– Que él lo vio venir -contestó Jack en el acto. Los dos hombres intercambiaron una mirada.

Frank habló primero, lo hizo en voz baja, casi en susurros.

– Sabía que Kate era el cebo. Sin embargo, asistió a la cita. Y yo que me creía tan listo.

– Sin duda pensó que era la única manera de poder volver a verla.

– Mierda. Sé que el tipo se ganaba la vida robando, pero le diré una cosa, mi respeto hacia él crece por momentos.

– Sé lo que quiere decir.

Frank puso el coche en marcha y siguieron viaje.

– Está bien, ¿dónde nos llevan todas estas conjeturas?

– No lo sé -contestó Jack, que volvió a recostarse en el asiento. -Me refiero a que mientras no tengamos una pista para saber quién es, no sé qué podemos hacer.

– Pero tenemos pistas -exclamó Jack, que se levantó como impulsado por un resorte, pero después volvió a tenderse como si hubiese gastado toda su fuerza en aquel único movimiento-. Sólo que no le encuentro el sentido.

Los hombres guardaron silencio durante unos minutos.

– Jack, sé que le parecerá ridículo viniendo de un policía, pero pienso que es hora de que considere la posibilidad de largarse de aquí. ¿Tiene algún dinero ahorrado? Quizá le convenga la jubilación anticipada.

– ¿Y qué más? ¿Dejar que Kate cargue con el muerto? Si no pillamos a esos tipos, ¿qué le espera?¿Una condena de diez a quince años por complicidad? No pienso irme, Seth, por nada del mundo. Prefiero que me achicharren antes que permitir semejante cosa.

– Tiene razón. Lamento haber tocado el tema.

Mientras Seth miraba por el retrovisor el coche que circulaba por el carril vecino éste intentó hacer una vuelta en U directamente delante de ellos. Frank pisó el freno y el coche derrapó hasta chocar contra el bordillo con una fuerza tremenda. El otro vehículo, con matrícula de Kansas, continuó la marcha como si no hubiera pasado nada.

– ¡Turistas gilipollas! ¡Cabrones hijos de puta! -Frank apretó el volante con fuerza mientras intentaba recuperar la respiración. El cinturón de seguridad había cumplido su función, pero se había clavado en la carne. Le dolía la cabeza-. ¡Cabrones hijos de puta! -gritó Frank una vez más sin dirigirse a nadie en particular. Entonces recordó que llevaba un pasajero y se apresuró a mirar el asiento trasero-. Jack, Jack, ¿está bien?

Jack estaba con el rostro pegado a la ventanilla. Estaba consciente: de hecho, lo que hacía era mirar algo con mucha atención.

– ¿Jack? -Frank se desabrochó el cinturón de seguridad y sujetó a Jack por el hombro-. ¿Se encuentra bien? ¡Jack!

Jack miró a Frank y después otra vez por la ventanilla. El detective se preguntó si el golpe le habría producido una conmoción. Comenzó a buscar alguna herida en la cabeza de Jack hasta que el joven le sujetó la mano y señaló a través de la ventanilla. Frank miró hacia la dirección indicada.

Incluso para alguien tan curtido como él resultó una sorpresa. La parte trasera de la Casa Blanca ocupaba todo su campo visual.

La mente de Jack funcionaba a toda máquina; las imágenes desfilaban ante sus ojos como en un montaje de vídeo. La visión del presidente que se apartaba de Jennifer Baldwin con la excusa de que le dolía el brazo de tanto jugar al tenis. Sólo que no había sido el uso de la raqueta sino el pinchazo de un abrecartas que había desencadenado esta locura. El desusado interés del presidente y el servicio secreto por la muerte de Christine Sullivan. La oportuna aparición de Alan Richmond en el traslado de Luther al juzgado. «Llevadme hasta él.» El autor del vídeo había informado al detective que esas habían sido las palabras del presidente. «Llevadme hasta él.» También explicaba la presencia de asesinos que podían matar en medio de un ejército de policías y marcharse tan tranquilos. ¿Quién podía detener a un agente secreto que protegía al presidente? Nadie. No era de extrañar que Luther hubiera dado por hecho que nadie le creería. El presidente de Estados Unidos.

Había habido un hecho importante antes de que Luther decidiera volver al país. Alan Richmond había dado una conferencia de prensa donde había manifestado su pesar por el trágico asesinato de Christine Sullivan. Sin duda el tipo se había estado follando a la mujer, a saber cómo ella acabó muerta, y el muy cabrón había aprovechado para ganar votos demostrando que era un gran amigo, una persona dispuesta a enfrentarse con dureza a los criminales. Había sido una actuación de primera. Una auténtica representación teatral. Una mentira de principio a fin. La habían transmitido a todo el mundo. ¿Qué había pensado Luther cuando vio la noticia? Jack creía saberlo. Ahí estaba la razón del regreso de Luther. Para ajustarle las cuentas.

Todas las piezas del rompecabezas encajaron sin problemas en cuanto apareció el catalizador.

Jack miró una vez más la mansión presidencial.


Tim Collin, desde un coche aparcado junto a una farola, echó otra ojeada al pequeño accidente de tráfico, pero los faros de los vehículos que circulaban por la calle le impidió ver con claridad ningún detalle. Junto a él, Bill Burton también contemplaba la escena. Collin se encogió de hombros, y después subió el cristal de la ventanilla. Burton colocó la luz de emergencia en el techo, encendió la sirena, y, sin más pérdidas de tiempo, atravesó el portón trasero de la Casa Blanca para dirigirse a la zona de los tribunales en persecución de Jack.


Jack miró a Seth Frank y sonrió mientras reflexionaba sobre el exabrupto del detective. La misma frase había salido de la boca de Luther, en el segundo anterior a que le mataran. Por fin recordó dónde la había escuchado antes. El periódico arrojado contra la pared del calabozo. La fotografía del presidente en primera plana.

Delante del juzgado, mientras miraba al hombre. Las mismas palabras habían salido de la boca del viejo con toda la furia que había sido capaz de reunir.

– Cabrón hijo de puta -repitió Jack.


Alan Richmond miró por la ventana de su despacho mientras se preguntaba si su destino era estar rodeado de incompetentes. Gloria Russell parecía estar en trance, inmóvil en una silla. Se había acostado con la mujer media docena de veces y ya no le despertaba el menor interés. Se la quitaría de encima en el momento apropiado. En el próximo período presidencial formaría un equipo mucho más capacitado. Subalternos que le dejarían tiempo para ocuparse de su visión particular del país. No había aspirado a la presidencia para preocuparse de los detalles.

– Veo que no hemos avanzado ni una décima en las encuestas. -No miró a la mujer. Incluso ya sabía la respuesta.

– ¿Tiene alguna importancia ganar por el sesenta o el setenta por ciento?

– Sí -afirmó Richmond, que se dio la vuelta furioso-. Sí, maldita sea, es importante.

– Haremos otro esfuerzo, Alan -dijo la jefa de gabinete, sin ánimos para discutir-. Quizá podamos hacer algo en el colegio electoral.

– Es lo mínimo que podemos hacer, Gloria.

La mujer desvió la mirada. Después de las elecciones, se iría de viaje. Daría la vuelta al mundo. Donde no conociera a nadie y fuera una desconocida para todos. Un nuevo comienzo. Eso era lo que necesitaba. Entonces todo iría bien.

– Bueno, al menos nuestro pequeño problema está solucionado. -Richmond la miró, con las manos a la espalda. Alto, delgado, muy bien vestido. Parecía el comandante de una armada invencible. Pero la historia había demostrado que las armadas invencibles eran mucho más vulnerables de lo que la gente pensaba.

– ¿Te has deshecho del abrecartas?

– No, Gloria, lo tengo guardado en un cajón de mi escritorio. ¿Quieres verlo? Quizá quieras llevártelo otra vez. -Su desprecio era tan evidente que ella sintió la necesidad imperiosa de acabar con la reunión. Se levantó.

– ¿Hay algún otro asunto pendiente?

Richmond negó con la cabeza y volvió a mirar por la ventana. Russell se disponía a sujetar la manija de la puerta cuando vio que ésta se movía.

– Tenemos un problema -anunció Bill Burton mientras miraba a la pareja.

– ¿Qué es lo que quiere? -El presidente miró la fotografía que le había dado Burton.

– La nota no lo dice -se apresuró a responder el agente-. Supongo que al tener a los polis pegados al culo busca hacerse con algún dinero.

– Me asombra el hecho de que Jack Graham supiera dónde mandar la fotografía -comentó Alan Richmond con la mirada puesta en Russell.

Burton no pasó por alto la mirada malévola del presidente, y si bien no le interesaba defender a Russell, tampoco podía perder tiempo en un análisis erróneo de la situación.

– Es probable que Whitney se lo dijera -contestó Burton.

– Si es así, se ha tomado su tiempo para ponerse en contacto con nosotros -replicó el presidente.

– Quizá Whitney nunca se lo dijo a las claras. Graham puede haberlo deducido por sí mismo. Atar cabos.

El presidente arrojó la foto. Russell desvió la mirada en el acto. La sola visión del abrecartas la había paralizado.

– Burton, ¿en qué medida puede afectarnos? -El presidente le miró como si quisiera escarbar en lo más profundo de la mente del hombre.

Burton buscó una silla donde sentarse, se acarició la barbilla conla palma de la mano.

– Ya lo he pensado. Puede ser que Graham intente sujetarse a un clavo ardiendo. Se ve enfrentado a una situación desesperada. Y a su amiguita la tienen encerrada en un calabozo. Yo diría que no ve salidas. De pronto tiene una idea, suma dos y dos y decide arriesgarse a enviarnos esto, con la ilusión de que le pagaremos su precio, sea el que sea.

Richmond bebió un trago de café.

– ¿Hay alguna manera de encontrarlo? ¿Que sea rápida?

– Siempre hay maneras. Lo que no sé es cuánto tardaremos.

– ¿Qué pasará si no hacemos caso de la nota?

– Quizá no haga nada, huir y ver qué pasa.

– Pero una vez más nos enfrentamos a la posibilidad de que le detenga la policía…

– … y hable hasta por los codos -Burton acabó la frase de su jefe-. Sí, es una posibilidad, una posibilidad real.

El presidente se agachó para recoger la foto.

– Sólo tiene esto para respaldar la historia. -En su rostro apareció una expresión de incredulidad-. ¿Por qué preocuparnos?

– No es el valor testimonial de lo que hay en la foto lo que me preocupa.

– Lo que te preocupa es que las acusaciones aunadas a las ideas o pistas que la policía pueda desarrollar a partir de la foto puedan dar pie a unas preguntas muy molestas.

– Algo así. Recuerde, son las revelaciones las que pueden hundirlo. Piense en lo que representaría para la reelección. Seguramente, el tipo cree que tiene un comodín. Tener mala prensa en estos momentos sería fatal.

El presidente consideró lo dicho por el agente. Nada ni nadie interferirían en la reelección.

– Comprarle no serviría de nada, Burton. Lo sabes. Mientras Graham ronde por ahí, es peligroso. -Richmond miró a Russell, que no había pronunciado palabra. Permanecía sentada con las manos sobre la falda y la cabeza gacha. El presidente le clavó la mirada. Era tan débil… Volvió a su mesa y comenzó a revisar unos papeles. Después, sin mirar al agente, añadió-: Hazlo, Burton, y hazlo pronto.


Frank miró la hora en el reloj de pared. Se levantó para ir a cerrar la puerta del despacho y cogió el teléfono. Le dolía la cabeza, pero según los médicos se recuperaría sin problemas.

– Executive Inn -dijo una voz en el teléfono.

– Con la habitación 233, por favor.

– Un momento.

Pasaron los segundos y Frank se puso nervioso. Se suponía que Jack estaba en su habitación.

– ¿Hola?

– Soy yo.

– ¿Cómo va la vida?

– Mejor que la suya.

– ¿Cómo está Kate?

– Ha salido en libertad bajo fianza. Le han dejado salir bajo mi custodia.

– Estoy seguro de que ella está encantada.

– No me atrevería a decir tanto. Escuche, las cosas están que arden. Siga mi consejo y lárguese pitando. Está perdiendo un tiempo muy valioso que después lamentará haber malgastado.

– Pero Kate…

– Venga, Jack, sólo tienen el testimonio de un tipo que la acosaba para conseguir una exclusiva. Es su palabra contra la suya. Nadie más le vio a usted. Está bien claro que no pueden acusarla de nada. Hablé con el fiscal ayudante. Piensa desestimar el caso.

– No lo sé.

– Maldita sea, Jack. Kate saldrá mejor parada que usted de todo este asunto si no se involucra en su propio futuro. Tiene que largarse cuanto antes. No sólo es mi opinión. Ella está de acuerdo.

– ¿Kate?

– Hoy hablé con ella. No estamos de acuerdo en casi nada, pero en este punto no hay discusión.

– Está bien, ¿dónde voy y cómo salgo de aquí? -preguntó Jack, que suspiró mucho más tranquilo.

– Acabo el turno a las nueve. A las diez estaré en su habitación. Tenga las maletas preparadas. Yo me encargaré del resto. Mientras tanto, ni se le ocurra moverse.

Frank colgó el teléfono e intentó relajarse. Se estaba jugando la carrera. Más le valía no pensar en ello.


Jack miró la hora y echó una ojeada a la maleta que había sobrela cama. No necesitaba gran cosa para la huida. Miró el televisor colocado en una esquina, pero pensó que ninguno de los programas le entretendría. Le entró sed, sacó unas cuantas monedas del bolsillo, abrió la puerta de la habitación y asomó la cabeza. La máquina de bebidas estaba al final del pasillo. Se puso la gorra de béisbol, las gafas y salió al pasillo. No oyó que se abría la puerta de la escalera en el otro extremo del pasillo. También se olvidó de cerrar la puerta con llave.

Cuando volvió a entrar en la habitación, le sorprendió ver la luz apagada. La había dejado encendida. En el momento que tendía la mano hacia el interruptor, alguien cerró la puerta y lo arrojaron sobre la cama. Se levantó de un salto y se encontró ante la presencia de dos hombres. Esta vez no llevaban máscaras, algo muy significativo.

Jack intentó lanzarse sobre ellos pero se detuvo al ver las armas que le apuntaban. Se sentó en la cama mientras miraba sus rostros.

– Qué coincidencia. Tuve el placer de conocerles a cada uno de ustedes por separado. -Señaló a Collin-. Usted intentó volarme la cabeza. -Se volvió hacia Burton-. Y usted intentó engañarme. Admito que lo consiguió. Burton, ¿no? Bill Burton. Nunca olvido un nombre. -Miró a Collin-. Sin embargo, no sé el suyo.

Collin miró a su compañero y después otra vez a Jack.

– Agente del servicio secreto, Tim Collin. Tiene buen físico, Jack, y sabe usarlo. ¿Jugaba en el equipo de fútbol en la universidad?

– Sí, todavía me duele el hombro.

Burton se sentó en la cama junto a Jack, que le miró.

– Creía haber cubierto mi rastro bastante bien. Me sorprende que hayan podido encontrarme.

– Nos lo dijo un pajarito, Jack -contestó Burton que miró al techo.

– Escuchen -dijo Jack mirando a los dos agentes-, me voy de la ciudad y no tengo la intención de volver. No creo necesario que me añadan a la lista de cadáveres.

Burton miró la maleta sobre la cama, después se levantó y guardó el arma en la funda. Con un movimiento inesperado sujetó a Jack y lo lanzó contra la pared. El agente no dejó ni un lugar del cuerpo de Jack sin revisar. A continuación, Burton dedicó otros diez minutos a buscar aparatos de escuchas y otros objetos de interés por toda la habitación, y acabó con la maleta de Jack. Sacó el sobre con las fotos y las contó.

Satisfecho, Burton las guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y le sonrió a Jack.

– Perdone, pero en mi trabajo la paranoia es algo habitual. -Volvió a sentarse en la cama-. Hay algo que quiero saber, Jack. ¿Por qué le envió aquella foto al presidente?

– Bueno, dado que aquí no tengo nada más que hacer -contestó Jack, que se encogió de hombros-, pensé que su jefe querría contribuir a mi fondo para el viaje. No les costaba nada enviarme una transferencia, como hicieron con Luther.

Collin sacudió la cabeza y sonrió divertido al oír la respuesta.

– El mundo no funciona así, Jack, lo lamento. Tendría que haber buscado otra solución a su problema.

– Quizá tendría que haber seguido su ejemplo -replicó Jack, con un tono mordaz-. ¿Tienes un problema? Mátalo.

La sonrisa de Collin desapareció como por ensalmo. Sus ojos dirigieron una mirada sombría al abogado.

Burton dejó la cama y comenzó a pasearse por la habitación. Sacó un cigarrillo, pero después lo aplastó con el puño y guardó los restos en el bolsillo. Se volvió hacia Jack.

– Tendría que haberse largado pitando, Jack -dijo en voz baja-. Quizás habría conseguido escabullirse.

– No con ustedes dos pisándome los talones

– Nunca se sabe. -Burton se encogió de hombros.

– ¿Cómo saben que no envié una de las fotos a la poli?

Burton sacó el sobre con las fotos y volvió a contarlas para que Jack lo viera.

– Cámara Polaroid. El rollo de película es de diez fotos. Whitney le envió dos a Russell. Usted le envió otra al presidente. Aquí quedan siete. Lo lamento, Jack, mala suerte.

– Quizá le conté a Seth Frank todo lo que sé.

– Si lo hubiera hecho mi pequeño pajarito me lo hubiese dicho. -Burton sacudió la cabeza-. Pero si le interesa insistir en el tema podemos esperar a que llegue el teniente y se una a la fiesta.

Jack se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Ya casi tenla la mano sobre el pomo, cuando un puño de hierro le golpeó en los riñones. Jack cayó al suelo. Un instante después, le levantaron para arrojarle otra vez sobre la cama.

Jack miró el rostro de Collin.

– Ahora estamos a mano, Jack -dijo el agente.

Jack soltó un gemido y se tendió de espaldas en la cama, mientras intentaba dominar las náuseas que le había provocado el golpe. Descansó un momento, y poco a poco recuperó el aliento a medida que disminuía el dolor.

Por fin consiguió levantar la cabeza y su mirada buscó el rostro del agente Burton. Sacudió la cabeza, con una expresión de incredulidad en el rostro.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Burton que le devolvió la mirada.

– Creía que ustedes eran los buenos -respondió Jack en voz baja.

Burton permaneció en silencio durante un buen rato.

Collin agachó la cabeza y miró al suelo.

Burton respondió finalmente al comentario. Lo hizo con voz débil, como si tuviera algo que le molestara en la garganta.

– Yo también, Jack. Yo también. -Hizo una pausa, tragó con dificultad y añadió-: Por nada en el mundo hubiera deseado verme metido en este lío. Si Richmond hubiese sabido mantener la bragueta cerrada no hubiera ocurrido nada de todo esto. Pero ocurrió. Y nosotros tenemos que arreglarlo. -El agente se puso de pie, y miró su reloj-. Lo siento, Jack, lo lamento de todo corazón. Sé que le parecerá ridículo pero es lo que siento.

Miró a Collin y asintió. Collin le indicó a Jack que se tendiera en la cama.

– Espero que el presidente aprecie lo que hacen por él -dijo Jack con un tono de amargura.

– Digamos que lo espera, Jack. -Burton mostró una sonrisa triste-. Quizá todos lo hacen, de una manera u otra.

Jack se tendió en la cama sin dejar de mirar el cañón del arma que se acercaba cada vez más a su rostro. Olió el metal. Imaginó el humo, el proyectil saliendo del cañón a una velocidad que la mirada no podía seguir.

Entonces se sintió el ruido de un impacto tremendo contra la puerta. Collin se dio la vuelta. El segundo golpe echó la puerta abajo y media docena de policías entraron en la habitación con las armas en las manos.

– Quietos. Todo el mundo quieto. Las armas al suelo. Ya.

Collin y Burton acataron la orden sin perder ni un segundo, y dejaron las pistolas en el suelo. Jack no se movió de la cama; mantuvo los ojos cerrados. Se tocó el pecho, el corazón parecía a punto de estallar. Burton miró a los hombres de azul.

– Pertenecemos al servicio secreto de Estados Unidos. Tenemos las placas en el bolsillo interior derecho de las chaquetas. Buscábamos a este hombre. Ha amenazado con atentar contra el presidente. Nos disponíamos a entregarlo a la policía.

Los polis cogieron las placas y comprobaron la identidad de los dos agentes. Otros doy agentes levantaron a Jack de la cama sin muchos miramientos. Uno comenzó a leerle sus derechos mientras el otro le esposaba.

Devolvieron las placas a los agentes.

– Bien, agente Burton, tendrá que esperar hasta que nosotros hayamos acabado con el señor Graham aquí presente. El asesinato tiene prioridad incluso sobre las amenazas al presidente. Quizá la espera resulte un poco larga a menos que este tipo tenga nueve vidas.

El policía miró a Jack y después a la maleta sobre la cama.

– Tendría que haber escapado cuando tuvo la oportunidad, Graham. Aunque tarde o temprano habríamos dado con usted. -Hizo una señal a sus hombres para que se llevaran al detenido. Después miró a los agentes boquiabiertos y sonrió de buena gana-. Recibimos un chivatazo. La mayoría de los chivatazos no sirven para una mierda. Pero este sí. Este me conseguirá el ascenso que me merezco desde hace tanto tiempo. Que pasen un buen día, caballeros. Délen recuerdos al presidente de mi parte.

Los policías se marcharon con el detenido. Burton miró a Collin y después sacó el sobre con las fotos. Ahora Graham no tenía nada. Podía contarle a la policía todo lo que le había dicho y ellos le meterían en una celda acolchada. Pobre cabrón. Una bala hubiera sido mucho mejor que el destino que le esperaba. Los dos agentes recogieron las armas y salieron de la habitación.

La habitación quedó en silencio. Al cabo de diez minutos, se abrió la puerta que comunicaba con la habitación vecina y entró un hombre. El desconocido se acercó al televisor y desmontó la tapa trasera. El aparato parecía un televisor normal pero no lo era. El hombre metió las manos en el interior y sacó una cámara. Después empujó el cable de conexión por un agujero de la pared hasta que desapareció de la vista.

El hombre volvió a la otra habitación. Había un magnetófono sobre una mesa arrimada a la pared. Recogió el cable y lo guardó en una bolsa. Por último sacó la cinta de vídeo del magnetófono.

Diez minutos más tarde el hombre, cargado con una mochila de grandes dimensiones, salió por la puerta principal del Executive Inn, dobló a la izquierda y caminó hasta el final del aparcamiento donde había un coche con el motor al ralentí. Tarr Crimson pasó junto al coche y sin mirar arrojó la cinta de vídeo a través de la ventanilla abierta sobre el asiento delantero. Siguió su marcha hasta donde estaba aparcada su Harley-Davidson 1200, la niña de sus ojos; se montó en la moto, la puso en marcha y se alejó a todo gas. Instalar el sistema de vídeo había sido un juego de niños. Una cámara activada por la voz. Casete de vídeo VHS. No sabía qué había grabado en la cinta, pero debía ser algo importante. Jack le había prometido un año de servicios legales gratis por hacerlo. Mientras volaba por la autopista, Tarr sonrió al recordar el último encuentro en el que Jack se había quejado de los avances en vigilancia electrónica.

En el aparcamiento, el conductor del coche arrancó con una mano en el volante y la otra sobre el videocasete. Seth Frank tomó la calle principal. No era muy aficionado al cine pero se moría de ganas por ver esta película.


Bill Burton estaba en el dormitorio pequeño y acogedor que había compartido con su esposa mientras criaban a sus cuatro hijos tan queridos. Veinticuatro años juntos. Aquí habían hecho el amor mil veces. En el rincón junto a la ventana, Burton se había sentado en la vieja mecedora para darle el biberón a sus cuatro retoños antes de marcharse al trabajo, para dejar que su esposa se tomara unos pocos minutos del descanso que tanto necesitaba.

Habían sido años muy buenos. Nunca había ganado mucho dinero, pero no le había dado mucha importancia. Su esposa había vuelto a estudiar para acabar la carrera de enfermería después de que el hijo menor entrara en el instituto. Tener más ingresos no estaba mal, pero lo mejor era ver que alguien que había sacrificado sus metas personales a beneficio de los demás, por fin había hecho algo para sí mismo. En su conjunto había sido una vida muy buena. Un casa bonita en un barrio tranquilo y seguro, alejado de las guerras de pandillas que se extendían por otras partes. Siempre había habido gente mala. Y también siempre había habido gente buena como Bill Burton para combatirlos. O gente como había sido Burton.

Miró a través de la ventana del dormitorio. Hoy era su día libre. Vestido con vaqueros, una camisa de franela roja y borceguíes Timberland, podía pasar fácilmente por un rudo leñador. Su esposa estaba descargando el coche. Hoy era el día de la compra semanal. El mismo día durante los últimos veinte años. Contempló su figura con admiración mientras se agachaba para descargar los paquetes. Chris, de quince años, y Sidney, de diecinueve, piernas largas y una auténtica belleza, que estudiaba en John Hopkins, con sus miras puestas en la facultad de medicina, la ayudaban. Los otros dos vivían por su cuenta y les iba muy bien. De vez en cuando llamaban al padre para pedirle consejo sobre la compra de un coche o una casa. Metas a largo plazo. Y a él le encantaba. Él y su esposa habían tenido cuatro joyas y le hacían sentirse bien.

Se sentó delante de la pequeña mesa de despacho, abrió el cajón y sacó una caja. Levantó la tapa y apiló los cinco casetes que sacó junto a la carta que había escrito aquella mañana. El nombre del destinatario estaba escrito en letras grandes y claras. «Seth Frank.» Coño, se lo debía.

Oyó las risas y volvió a acercarse a la ventana. Sidney y Chris libraban una guerra con bolas de nieve con Sherry, su esposa, pillada entre los dos bandos. Todos sonreían y la batalla concluyó con los tres tumbados sobre una montaña de nieve al costado del camino de entrada.

Se apartó de la ventana e hizo algo que no recordaba haber hecho nunca antes. Ni siquiera durante los ocho años en la policía, cuando había tenido en sus brazos a bebés asesinados a golpes por aquellos que debían protegerles y amarles, durante días y días de enfrentarse a lo peor de la humanidad. Las lágrimas eran saladas. Lloraba como una Magdalena. Su familia no tardaría en entrar. Esta noche saldrían a cenar. Por una de esas ironías del destino, hoy era el cumpleaños de Bill Burton. Cuarenta y cinco años.

Se apoyó sobre la mesa, y con un movimiento rápido, sacó el revólver de la cartuchera. Una bola de nieve golpeó la ventana. Querían que el padre se reuniera con ellos.

«Lo siento. Las quiero. Ojalá pudiera estar aquí. Lamento todo lo que hice. Por favor, perdonar a papá.» Antes de que pudiera arrepentirse se metió el cañón del arma en la boca todo lo que pudo. Era frío y pesado. Una de las encías comenzó a sangrarle.

Bill Burton había hecho todo lo posible para que nunca nadie pudiera averiguar la verdad. Había cometido crímenes; había matado a personas inocentes y estaba involucrado en otros cinco homicidios. Y ahora, cuando todo parecía resuelto, que el horror ya pertenecía al pasado, después de meses de rechazo hacia aquello en que se había convertido y de una noche de insomnio junto a la mujer que había amado con todo su corazón durante más de veinte años, Burton se había dado cuenta de que no podía aceptar lo que había hecho, ni podía vivir con el peso de la culpa.

Había comprendido que sin respeto a sí mismo, sin su orgullo, no valía la pena vivir. Y el amor inquebrantable de su familia no le ayudaba en nada, sólo empeoraba las cosas. Porque el objeto de aquel amor, de aquel respeto, sabía que no se lo merecía.

Miró el montón de casetes. Su póliza de seguro. Ahora se convertirían en su legado, en su grotesco epitafio. Algún bien saldría de todo esto. Gracias a Dios.

Sus labios formaron una sonrisa casi imperceptible. El servicio secreto. Esta vez los secretos los conocería todo el mundo. Pensó por un segundo en Alan Richmond y le brillaron los ojos. «Espero que te condenen a cadena perpetua sin libertad condicional y que vivas hasta los cien años, gilipollas.»

Curvó el dedo sobre el gatillo.

Otra bola de nieve se estrelló contra la ventana. El sonido de las voces entró en el dormitorio. Volvió a llorar cuando pensó en lo que dejaría atrás. «Maldita sea.» Las palabras escaparon de sus labios, como la expresión de una culpa y una angustia que ya no podía soportar.

«Lo siento. No me odiéis. Por favor, no me odiéis.»

Al oír el disparo, se interrumpió el juego mientras tres pares de ojos se volvían como uno solo hacia la casa. Un minuto más tarde estaban dentro. Sólo pasó otro minuto antes de que sonaran los gritos que rompieron la tranquilidad del vecindario.

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