22

Eran las siete y media de la mañana cuando Jack entró con el Lexus en el aparcamiento de la comisaría de Middleton. El día era despejado pero muy frío. Entre los vehículos policiales cubiertos de nieve había un sedán negro con el capó frío. Seth Frank se levantaba temprano.

Luther tenía un aspecto distinto; el uniforme naranja de los presos había sido reemplazado por un traje marrón, y la corbata a rayas era discreta. Con el pelo gris bien cortado y los restos del moreno de las islas podía pasar por un vendedor de seguros o un socio mayor de un bufete de abogados. Algunos abogados defensores habrían reservado el traje para el juicio donde el jurado tendría ocasión de ver que el acusado no era mala persona, sino un incomprendido. Pero Jack estaba dispuesto a insistir en el asunto; estaba convencido de que Luther no se merecía ir vestido de naranja brillante. Quizás era un delincuente, pero no la clase de malhechor que hacía temblar a la gente o capaz de atacar a cualquiera. Esos tipos merecían que les vistieran de naranja para que los demás vieran en todo momento dónde estaban.

Esta vez Jack no se molestó en abrir el maletín. Ya conocía la rutina. Le leerían a Luther los cargos de la acusación. El juez le preguntaría a Luther si entendía los cargos y entonces Jack presentaría la solicitud de absolución. A continuación, el juez formularía toda una serie de preguntas para determinar si Luther comprendía lo que significaba la solicitud de absolución, y si Luther estaba satisfecho con su representante legal. La única cosa que preocupaba a Jack era que Luther le enviara a tomar por el culo y se declarara culpable. Esto ya había ocurrido en otras ocasiones. ¿Y quién sabía lo que podía pasar? El juez quizá lo aceptara. Pero lo más probable era que el juez se atuviera al reglamento, porque, en un caso de asesinato donde se pedía la pena capital, cualquier fallo en los procedimientos podía dar pie a una apelación. Y las apelaciones en las condenas a muerte podían durar años. Jack tendría que confiar en que las cosas salieran bien.

Con un poco de suerte, todo el procedimiento duraría cinco minutos. Fijarían la fecha del juicio y entonces comenzaría la diversión.

Dado que la mancomunidad ya disponía de una orden de acusación contra él, Luther no tenía derecho a una audiencia preliminar. A Jack no le hubiera servido de mucho, pero al menos habría tenido la ocasión de echarle una ojeada al caso de la mancomunidad y de hacerle algunas preguntas a los testigos de la acusación, aunque los jueces del circuito por lo general no dejaban que los defensores utilizaran las audiencias preliminares para averiguar alguna cosa.

También podría haber aceptado la orden de procesamiento, pero la intención de Jack era hacerles luchar por cada punto. Quería a Luther ante el jurado, para que todos le vieran, y quería que la solicitud de absolución se escuchara con toda claridad. Después pretendía tumbar a Gorelick con la petición de cambio de juzgado y sacar el caso de la jurisdicción del condado de Middleton. Con un poco de suerte nombrarían a otro fiscal y el señor Futuro Fiscal General se pillaría un cabreo que le duraría décadas. Y a continuación conseguiría que Luther hablara. Kate tendría protección. Luther contaría su historia y entonces llegarían al arreglo del siglo. Jack miró a Luther.

– Tienes buena pinta.

Los labios de Luther se torcieron en una mueca de burla.

– Kate quiere verte antes del proceso.

– No. -La respuesta de Luther sonó como un disparo.

– ¿Por qué no? Ya está bien, Luther. Primero querías recuperar tu relación con ella, y ahora que, por fin, Kate parece dispuesta, tú te cierras. Maldita sea, hay veces que no te entiendo.

– No la quiero cerca de mí.

– Mira, ella lamenta lo que hizo. Está destrozada, te lo juro.

– ¿Cree que estoy enojado con ella? -preguntó Luther.

Jack se sentó. Por primera vez había conseguido la atención de Luther. Se reprochó no haber probado antes con este tema.

– Claro que sí. ¿Por qué otro motivo no querrías verla?

Luther miró la vulgar mesa de pino y meneó la cabeza, disgustado.

– Dile que no estoy enojado. Ella hizo lo correcto. Díselo.

– ¿Por qué no se lo dices tú?

Luther se levantó con un movimiento brusco caminó por el cuarto antes de detenerse delante de Jack,

– ¿Sabes una cosa? Este lugar tiene muchos ojos. ¿Me comprendes? Alguien la ve aquí conmigo, entonces ese alguien piensa que ella sabe algo que no sabe. Créeme, eso no es bueno.

– ¿De quién hablas?

– Sólo transmítele lo que te digo. -Luther se sentó-. Dile que la quiero, que siempre la he querido y la querré. Convéncela, Jack. Lo demás no importa.

– ¿Me estás diciendo que ese alguien pensará que me has dicho algo aunque no me lo hayas dicho?

– Te dije que no aceptaras el caso, Jack, pero no quisiste escucharme.

Jack encogió los hombros, abrió el maletín y sacó un ejemplar del Post.

– Mira los titulares.

Luther echó una ojeada a la primera página. Entonces en un arrebato de cólera arrojó el periódico contra la pared.

– ¡Maldito cabrón! ¡Maldito cabrón! -Las palabras explotaron de la boca del viejo.

Se abrió la puerta de la habitación y un guardia gordo asomó la cabeza, con una mano puesta sobre el arma reglamentaria. Jack le indicó con un ademán que no pasaba nada y el poli se apartó lentamente sin quitar la mirada de Luther.

Jack dejó la silla y fue a recoger el periódico. En la primera plana aparecía una foto de Luther tomada delante de la comisaría. El titular, en letras enormes, reservadas casi siempre para noticias como «Los Skins ganan la Super Bowl», decía: Hoy se presenta ante el juez el presunto asesino de Sullivan. Jack observó el resto de la página. Más muertes en la antigua Unión Soviética mientras continuaba la limpieza étnica. El departamento de Defensa preparaba otro recorte presupuestario. La mirada de Jack pasó por encima pero sin darse cuenta en el anuncio del presidente Alan Richmond sobre la reforma de la asistencia sanitaria y una foto del primer mandatario en un centro infantil de los barrios pobres del sudeste de la capital.

El rostro sonriente había sido como un mazazo en la frente de Luther. Con un bebé negro en los brazos para que todo el mundo le viera. Mentiroso cabrón hijo de puta. En sus recuerdos, el puño machacaba el rostro de Christine Sullivan. La sangre volaba por el aire. Las manos se cerraban sobre la garganta como una serpiente, arrancándole la vida sin ningún remordimiento. Era un ladrón de vidas. Besaba bebés y asesinaba mujeres.

– ¿Luther? ¿Luther? -Jack apoyó una mano sobre el hombro de Luther. El viejo se sacudía como una máquina que necesitaba una puesta a punto, amenazaba con saltar hecho pedazos, sin poder contenerse por más tiempo en el interior de una cáscara que se resquebrajaba. Por un momento, Jack se preguntó si Luther habría matado a la mujer, si su amigo se habría vuelto loco. Sus temores se disiparon cuando Luther volvió a mirarle. Los ojos aparecían serenos una vez más.

– Sólo dile a Kate lo que te he dicho, Jack. Acabemos de una vez con esto.

El juzgado de Middleton había sido desde siempre el centro del condado. El edificio, construido hacía ciento noventa y cinco años, había sobrevivido a la guerra contra los ingleses en 1812, a los yanquis y a los confederados en la guerra de la agresión norteña o la guerra civil según el lado de la línea Mason-Dixon en que estuviera la persona que respondiera. Las obras de reforma de 1947 lo habían remozado y los ciudadanos honrados esperaban que siguiera en pie para disfrute de sus biznietos, y que lo visitaran de cuando en cuando por cosas no mucho más serias que una infracción de tráfico o solicitar una licencia de matrimonio.

Al principio el edificio se erguía solo al final de la calle de doble dirección que era la zona comercial de Middleton, pero ahora compartía el espacio con tiendas de antigüedades, restaurantes, un mercado, un hostal enorme y una gasolinera que era toda de ladrillo, para mantener el estilo arquitectónico de la zona. Apiñadas a muy poca distancia del juzgado había una serie de oficinas donde colgaban los carteles de muchos abogados rurales de prestigio.

Era un lugar tranquilo excepto los viernes por la mañana, que era el día de registro de sumarios de procedimientos civiles y criminales, pero en esta ocasión el juzgado de Middleton ofrecía un espectáculo que hubiera hecho remover en sus tumbas a los fundadores de la ciudad. A primera vista daba la impresión de que los rebeldes y los chaquetas azules de la Unión habían vuelto para dirimir sus diferencias de una vez para siempre.

Seis camiones de la televisión con las letras de sus cadenas pintadas a los costados blancos habían tomado posición delante de las escaleras del juzgado. Los grandes mástiles de las antenas se desplegaban lentamente. Una multitud de diez en fondo se apiñaba y empujaba contra la barrera de alguaciles, reforzada con agentes de la policía estatal de Virginia que miraban imperturbables a la masa de reporteros que agitaban libretas, micrófonos y bolígrafos delante de sus caras.

Por fortuna, el edificio tenía una entrada lateral, que en este momento estaba protegida por un semicírculo de policías, provistos con armas antidisturbios y escudos, que desafiaban a cualquiera que intentara acercarse. La furgoneta que transportaba a Luther se detendría aquí. Por desgracia, el juzgado no disponía de un garaje interior. Pero la policía consideraba que tenía controlada la situación. Luther sólo estaría expuesto durante unos segundos.

Al otro lado de la calle, más agentes con fusiles recorrían las aceras atentos a cualquier destello metálico, a una ventana abierta sin ningún motivo.

Jack miró a través de la pequeña ventana del juzgado que daba a la calle. La sala era tan grande como un auditorio, con un estrado tallado a mano de dos metros cuarenta de alto y casi cinco metros de ancho. Las banderas de Estados Unidos y Virginia ocupaban cada uno de los extremos. Un alguacil solitario ocupaba una mesa pequeña delante del estrado, igual a un remolcador delante de un transatlántico.

Jack miró la hora, observó las posiciones de las fuerzas de seguridad y después miró al grupo de periodistas. Los reporteros eran los mejores amigos o la peor pesadilla de los abogados defensores. Muchas cosas dependían de lo que los reporteros pensaran sobre un acusado o un crimen en particular. Un buen reportero pondría el grito en el cielo respecto a su objetividad en el tratamiento informativo al mismo tiempo que crucificaba al acusado en la última edición, mucho antes de que se llegara a un veredicto. Las mujeres periodistas tendían a ser generosas con los acusados de violación, ya que intentaban demostrar que no tomaban partido por razones de sexo. Por la misma razón, los hombres se inclinaban por las mujeres maltratadas que, por fin, se defendían. Luther no tendría esa suerte. Los ex presidiarios asesinos de mujeres jóvenes, ricas y hermosas, recibían los palos de todos los plumíferos, con independencia del sexo.

Jack había recibido una docena de llamadas de productoras de Los Ángeles que pedían a gritos la historia de Luther. Antes de que el tipo tuviera oportunidad de pedir la absolución. Querían la historia y pagarían por ella. Pagarían bien. Quizá Jack tendría que aceptar, pero con una condición. «Si él les dice algo avisenme, porque ahora mismo, no tengo nada.»

Miró al otro lado de la calle. La presencia de los agentes armados le tranquilizaba un poco. Aunque la última vez también había polis por todas partes y no sirvió de nada. Al menos ahora la policía estaba sobre aviso. Tenían las cosas controladas. Pero no habían contado con algún imprevisto, y éste venía ahora por la calle.

Jack volvió la cabeza mientras miraba al pelotón de reporteros y a la multitud de curiosos volverse en masa y correr hacia la caravana de coches. En un primer momento pensó que llegaba Walter Sullivan, hasta que vio a los motoristas de la policía seguidos por las furgonetas del servicio secreto, y por último los dos banderines estadounidenses en la limusina.

El ejército que acompañaba a este hombre empequeñecía al que se preparaba para recibir a Luther Whitney.

Vio a Richmond salir del vehículo. Detrás de él se situó el agente con el que había hablado en una ocasión. Burton. Ese era el nombre del tipo. Un tipo duro, muy serio. Su mirada recorría la zona como un radar. Mantenía una mano casi pegada al presidente, listo para tirarle al suelo en el acto. Las furgonetas del servicio secreto aparcaron al otro lado de la calle. Una aparcó en un callejón delante mismo del juzgado y Jack volvió a mirar al presidente.

Se montó un podio improvisado y Richmond comenzó la inesperada conferencia de prensa mientras se disparaban las cámaras y cincuenta adultos, todos periodistas licenciados, intentaban apartar al colega para situarse en primera fila. Un pequeño grupo de ciudadanos más discretos y sensatos revoloteaban por el fondo; dos, con cámaras de vídeo, grababan lo que para ellos era, en efecto, un momento muy especial.

Jack se volvió y casi chocó con el alguacil, un gigante negro, que estaba detrás de él.

– Llevo aquí veintisiete años y nunca vi antes a ese tipo por aquí. Ahora ha venido dos veces en el mismo año. Las cosas que se ven.

– Bueno, si tiene un amigo que invirtió diez millones en su campaña estoy seguro de que usted también estaría ahí fuera -comentó Jack con una sonrisa.

– Tiene a un montón de tíos muy grandes contra usted. -No pasa nada. Traigo un bate gigante…

– Samuel, Samuel Long.

– Jack Graham, Samuel.

– Lo necesitará, Jack, espero que esté cargado con plomo.

– ¿Usted qué opina, Samuel? ¿Cree que aquí mi cliente recibirá un trato justo?

– Si me lo hubiera preguntado hace dos o tres años, le habría contestado que sí, desde luego. Sí, señor. -Miró a la multitud que se apiñaba en el exterior-. Si me lo pregunta ahora, le diré que no lo sé. No tiene importancia el juzgado que sea. El Tribunal Supremo, el de tráfico. Las cosas están cambiando. No sólo en los juzgados. En todas partes. En todo el mundo. Todo está revuelto y yo ya no sé nada.

Ambos volvieron a mirar por la ventana.

Se abrió la puerta y apareció Kate. Jack se dio la vuelta por instinto y la miró. No vestía para actuar de fiscal. Llevaba una falda negra plisada sujeta a la cintura con un cinturón negro. La blusa era sencilla y abotonada hasta el cuello. Se había peinado para atrás y el pelo le caía sobre los hombros. Tenía las mejillas rojas por el frío y llevaba el abrigo en el brazo.

Se sentaron juntos en la mesa de la defensa. Samuel desapareció discretamente.

– Ya es casi la hora, Kate.

– Lo sé.

– Escucha, Kate, es tal como te lo dije por teléfono, no es que no quiera verte, está asustado. Tiene miedo por ti. Tu padre te quiere por encima de cualquier otra cosa en el mundo.

– Jack, si no se decide a hablar, tú ya sabes las consecuencias.

– Quizá, pero tengo algunas pistas. El caso del estado no es tan perfecto como parece creer la mayoría.

– ¿Cómo lo sabes?

– Confía en mí ¿Has visto al presidente?

– Es imposible no verle. A mí me vino bien. Nadie se fijó en mí cuando entré.

– Es obvio que la gente sólo se fija en él.

– ¿Luther ya está aquí?

– Dentro de unos minutos.

Kate abrió el bolso y buscó con manos torpes el paquete de caramelos. Jack le apartó las manos con una sonrisa, cogió el paquete y se lo dio.

– ¿Puedo hablar con él por teléfono?

– Veré qué puedo hacer.

Jack cogió la mano de Kate y juntos miraron el enorme estrado. Dentro de muy poco comenzaría la audiencia. Por ahora no podían hacer otra cosa que esperar. Juntos.


La furgoneta blanca apareció por la esquina, pasó entre el semicírculo de agentes y se detuvo a un par de metros de la puerta lateral. Frank aparcó el coche detrás de la furgoneta y se apeó, con el radio-transmisor en la mano. Dos agentes salieron de la furgoneta y observaron el lugar. No vieron nada anormal. La muchedumbre se concentraba delante del edificio atenta sólo a lo que decía el presidente. El oficial al mando le hizo una seña a los agentes que se encontraban en el interior del vehículo. Un instante después apareció Luther Whitney, con las manos esposadas y grilletes en los tobillos, con un abrigo oscuro sobre el traje marrón. Pisó el suelo y, con un agente delante y otro detrás, caminó hacia el juzgado.

En aquel momento, la muchedumbre llegó a la esquina. Seguía al presidente que caminaba por la acera en dirección a la limusina, respondiendo a los gritos y aplausos del público. Cuando pasó por el lateral del juzgado, Richmond miró hacia donde estaba la policía. Como si presintiera su presencia, Luther, que hasta ese momento miraba al suelo, levantó la cabeza. Sus miradas se cruzaron por un momento terrible. Las palabras escaparon de los labios de Luther antes de saber qué pasaba.

«Mentiroso cabrón hijo de puta.» Lo dijo sin gritar, pero los agentes escucharon algo, porque se volvieron para mirarle cuando el presidente pasaba a unos treinta metros de distancia. Se sorprendieron. Y entonces sólo pensaron en una cosa.

A Luther no le aguantaban las piernas. En un primer instante, los agentes pensaron que intentaba resistirse, pero entonces vieron la sangre que le caía por una de las mejillas. Uno soltó una maldición al tiempo que sujetaba a Luther por el brazo. El otro desenfundó el revólver y lo movió trazando un arco hacia el lugar desde donde pensaba que habían disparado. Los hechos que se sucedieron a continuación fueron muy confusos para la mayoría. El sonido del disparo no se escuchó con claridad entre el griterío. Sin embargo, los agentes del servicio secreto sí lo escucharon. En una fracción de segundo Richmond estaba en el suelo protegido por un escudo de veinte agentes armados con armas automáticas.

Frank vio salir del callejón la furgoneta del servicio secreto que se situó como una barrera entre la muchedumbre histérica y el presidente. Un agente salió del vehículo con una metralleta en la mano y observó la calle, sin dejar de dar instrucciones por radio.

El teniente ordenó a sus hombres que cerraran la zona; instalarían barreras en los cruces y realizarían una búsqueda casa por casa. Traerían unos cuantos centenares de agentes más, pero Frank sabía que era tarde.

Un segundo después Frank estaba junto a Luther. Miró incrédulo la sangre que se derramaba sobre la nieve formando un repugnante charco rojo. Una ambulancia llegaría en cuestión de minutos. Pero el teniente también sabía que no serviría de nada. El rostro de Luther tenía la palidez de la muerte, los ojos velados, los dedos agarrotados. Luther Whitney tenía dos agujeros más en la cabeza, y una bala había abierto un agujero en la furgoneta después de atravesar al hombre. Alguien no había querido correr ningún riesgo.

Frank cerró los ojos del muerto y después miró a su alrededor. El presidente ya estaba de pie y caminaba hacia la limusina. En un par de segundos, la limusina y las furgonetas habían desaparecido. Los reporteros se acercarán en masa a la escena del crimen, pero Frank le hizo una seña a sus hombres y los periodistas toparon con una barrera de policías furiosos y avergonzados que esgrimían las porras con ganas de descargarlas contra cualquiera que intentara pasar.

Seth Frank miró el cadáver. Se quitó la chaqueta a pesar del frío y la colocó sobre el pecho y el rostro de Luther.

Jack se había acercado a la ventana en cuanto comenzó el griterío. El corazón le latía desbocado y tenía la frente empapada de sudor.

– Quédate aquí, Kate. -La miró. La muchacha parecía una estatua. La expresión de su rostro registraba algo que Jack deseaba con toda el alma que no fuera verdad.

Samuel apareció en el sala.

– ¿Qué es todo ese griterío?

– Por favor, Samuel, quédese con ella.

Samuel asintió y Jack salió a la carrera.

En el exterior habían más hombres armados de los que ya había visto en su vida a no ser en una película de guerra. Corrió hacia la entrada lateral y un agente estaba a punto de abrirle la cabeza con la porra cuando se escuchó el grito de Frank.

Jack se acercó cauteloso. Parecía tardar una eternidad en cada paso. Sentía las miradas que se clavaban en él. La figura acurrucada debajo de la chaqueta. La sangre que empapaba la nieve. La expresión de angustia y de atónita irritación se reflejaban en las facciones del detective Seth Frank. Recordaría cada una de estas imágenes durante muchas noches de insomnio, quizá durante el resto de su vida.

Por fin se arrodilló junto a su amigo. Tendió las manos para apartar la chaqueta, pero se detuvo. Se volvió para mirar hacia donde había venido. El grupo de reporteros se había dividido. Incluso la pared de policías se había apartado lo justo para dejarla pasar.

Kate permaneció allí durante un minuto que se hizo eterno. El viento helado que soplaba en el callejón la sacudía como una hoja. Mantenía la mirada tan perdida que parecía no ver nada y verlo todo al mismo tiempo. Jack intentó levantarse, ir hacia ella, pero las piernas no le respondieron. Tan sólo unos minutos antes había estado listo para plantear una batalla, furioso con un cliente que se negaba a colaborar. Ahora no le quedaban fuerzas.

Frank le ayudó a ponerse de pie. Jack caminó tembloroso hacia Kate. Por una vez en su vida, los reporteros no intentaron hacer preguntas. Los fotógrafos se olvidaron de las cámaras. Mientras Kate se arrodillaba junto a su padre y apoyaba con mucha suavidad una mano sobre el hombro, los únicos sonidos fueron el viento y el aullido de la sirena de la ambulancia que se acercaba. Durante un par de minutos, el mundo se detuvo ante el juzgado del condado de Middleton.


Alan Richmond se arregló la corbata y se sirvió una copa en la limusina que le llevaba de regreso a la ciudad. Pensó en los titulares de los periódicos. Los periodistas de las grandes cadenas de televisión estarían impacientes por entrevistarle, y él los aprovechada al máximo. Mantendría la actividad habitual del día. El presidente firme como una roca. Disparaban a su alrededor y él ni pestañeaba, continuaba con su cometido de gobernar al país, de liderar a la gente. Se imaginaba las encuestas. Subirían diez puntos. Todo había sido muy fácil. ¿Cuándo iba a enfrentarse a un auténtico reto?

Bill Burton miró al presidente. Luther Whitney acababa de morir atravesado por una bala capaz de destrozar a un elefante, y el tipo se estaba tomando un copa tan tranquilo. Burton sintió náuseas. Y esto todavía no había acabado. Nunca olvidada lo ocurrido, pero quizás aún llegada a vivir el resto de sus años como un hombre libre. Un hombre respetado por sus hijos, aunque él ya no se respetaba a sí mismo.

Mientras continuaba mirando al presidente, Burton pensó que el muy hijo de puta parecía orgulloso de sí mismo. Había visto antes esta serenidad en medio de una violencia extrema y calculada. Ningún remordimiento por el sacrificio de una vida humana. Al contrario: sensación de euforia, de triunfo. Recordó las marcas en el cuello de Christine Sullivan, la mandíbula rota, los terribles sonidos que había oído al otro lado de las puertas de otros dormitorios. El hombre del pueblo.

Burton recordó la reunión con Richmond en la que había informado a su jefe de todos los hechos. Aparte de ver sufrir a Russell no había sido una experiencia agradable.

Richmond les había mirado. Burton y Russell sentados uno al lado del otro. Collin de pie junto a la puerta. Estaban reunidos en los alojamientos privados de la familia presidencial. Una parte de la Casa Blanca vedada al público. El resto de la familia estaba de vacaciones. Mejor así. El miembro más importante no estaba de buen humor.

El presidente, por fin, conocía todos los hechos. El más grave era que un abrecartas manchado de sangre y con sus huellas digitales estaba en poder del intrépido ladrón, testigo ocular. Richmond se había quedado de una pieza cuando Burton se lo dijo. Mientras el agente pronunciaba las palabras, Richmond se había vuelto para mirar a Gloria Russell.

Cuando Collin mencionó que Russell le había ordenado que no limpiara el abrecartas, el presidente se dirigió amenazador hacia la jefa de gabinete, que se hundió en la silla como si quisiera fundirse con el tapizado. La mujer acabó por taparse los ojos con las manos. La blusa estaba manchada en las axilas de sudor.

Richmond volvió a sentarse. Había mirado a través de la ventana mientras masticaba el cubito del cóctel. Todavía llevaba la ropa que había vestido en una recepción pero había deshecho el nudo de la corbata. Sin dejar de mirar por la ventana había preguntado:

– ¿Durante cuánto tiempo, Burton?

– ¿Quién lo sabe? -contestó Burton, que dejó de mirar al suelo-. Quizá para siempre.

– Puedes ser más preciso. Quiero tu opinión profesional.

– No tardará mucho. Ahora tiene un abogado. En algún momento encontrará la manera de decírselo a alguien.

– ¿Tenemos alguna idea de dónde está el objeto?

– No, señor. -Burton se frotó las manos inquieto-. La policía buscó en la casa, en el coche. Si hubieran encontrado el abrecartas me habría enterado.

– ¿Pero saben que falta de la casa de Sullivan?

– La policía está enterada de su importancia. Si aparece sabrán qué hacer con él.

El presidente se levantó. Se entretuvo unos instantes pasando los dedos por la colección de figurillas góticas de su esposa que estaban sobre una mesa. A él le parecían muy feas. Junto a las figurillas se hallaban las fotos de la familia. No se fijó en los semblantes. Lo único que veía en los rostros eran las ruinas de su gobierno. Su rostro parecía enrojecer ante la conflagración invisible. La historia estaba a punto de ser reescrita, y todo por culpa de un ratero cabrón y una jefa de gabinete tan estúpida como ambiciosa.

– ¿Sabemos a quién contrató Sullivan?

Una vez más le tocó responder a Burton. Russell ya no era una igual. Collin sólo estaba allí para hacer lo que le mandaran.

– Podría ser cualquiera en una lista de veinte o treinta profesionales de primera. De todos modos, ya no estará por aquí.

– ¿Pero se lo has insinuado a nuestro detective?

– Sabe que usted le dijo a Walter Sullivan «con toda inocencia» dónde y cuándo. El tipo es muy listo; con eso tiene suficiente.

Richmond cogió de pronto una de las figurillas y la arrojó contra la pared donde se hizo pedazos. Las esquirlas de cristal volaron por toda la habitación; la expresión de odio y rabia en el rostro del presidente atemorizó incluso a Burton.

– ¡Maldita sea, si no hubiera fallado, todo habría salido perfecto!

Russell miró los trozos de cristal en la alfombra. Ahí estaba su vida. Tantos años de estudio, de esfuerzos, de semanas de cien horas. Para esto.

– La policía investigará a Sullivan. Me aseguré de que el detective a cargo del caso comprendiera su posible participación -añadió Burton-. Pero aunque sin duda es el sospechoso más obvio, Sullivan lo negará todo. No tengo muy claro de qué nos servirá todo esto, señor.

Richmond comenzó a caminar arriba y abajo por la habitación. Podía estar preparando un discurso o disponiéndose a estrechar las manos de un pelotón de boy scouts de algún estado del medio oeste. En realidad, pensaba en cómo matar a alguien de forma tal que ni la más leve sombra de sospecha recayera sobre él.

– ¿Qué pasará si lo intenta otra vez? ¿Ahora con éxito? -¿Cómo podemos controlar los actos de Sullivan? -preguntó el agente, intrigado.

– Haciéndolo nosotros.

Nadie dijo nada por un par de minutos. Russell miró incrédula a su jefe. Toda su vida acababa de irse a tomar viento y ahora se veía obligada a participar en una conspiración para cometer un asesinato. Había estado aturdida emocionalmente desde que había comenzado todo esto, convencida de que las cosas no podía ser peores. Ahora comprobaba su equivocación.

– No sé si la policía se cree que Sullivan pueda estar loco -aventuró Burton-. Sin duda sabe que se husmean algo, aunque no se lo puedan probar. Si nos cargamos a Whitney, no tengo muy claro que vayan a por él.

El presidente dejó de moverse. Se detuvo delante de Burton.

– Dejemos que la policía llegue a esa conclusión, si es que llega.

La realidad era que Richmond ya no necesitaba a Walter Sullivan para mantenerse en la Casa Blanca. Quizá lo más importante era que así se libraría de respaldar el trato de Sullivan con Ucrania en contra de los intereses rusos; una decisión que cada día era más arriesgada. Si Sullivan se veía implicado incluso de forma remota en la muerte del asesino de su esposa, ya no haría más negocios a escala mundial. Richmond le retiraría su apoyo con toda discreción. La gente que contaba comprendería la retirada silenciosa.

– ¿Alan, quieres que Sullivan cargue con la responsabilidad de una sesinato? -Esta era la primera vez que Russell decía algo desde el inicio de la reunión. Su rostro reflejaba el asombro que sentía.

Richmond la miró sin disimular su desprecio.

– Alan, piensa en lo que dices. Se trata de Walter Sullivan, no de un ratero muerto de hambre que no le importa nada a nadie.

Richmond sonrió. La estupidez de la mujer le resultaba graciosa. Ella que se había mostrado tan brillante, tan capaz cuando él le dio el cargo. Se había equivocado. Hizo unos cálculos aproximados. En el mejor de los casos había una posibilidad de cinco a uno de que Sullivan resultara acusado por el asesinato. En circunstancias similares, Richmond habría aceptado esa posibilidad. Sullivan era un tipo listo, sabía cuidar de sí mismo. ¿Y si fallaba? Bueno, para eso estaban las cárceles. Miró a Burton.

– ¿Burton, lo has entendido?

El agente no respondió.

– Estabas dispuesto a matar al tipo, Burton -añadió el presidente, con voz enérgica-. En lo que a mí respecta, lo que está en juego no ha cambiado. De hecho, la situación es más grave. Para todos nosotros. ¿Lo entiendes, Burton? -Richmond hizo una pausa, y después repitió la pregunta.

– Lo comprendo -contestó Burton en voz baja.

Durante las dos horas siguientes se dedicaron a trazar los planes. En el momento que los dos agentes del servicio secreto y Russell se disponían a salir, el presidente miró a la mujer.

– Dime una cosa, Gloria, ¿qué pasó con el dinero?

– Fue donado en forma anónima a la Cruz Roja -respondió Russell sin vacilar-. Tengo entendido que una de las mayores donaciones que han recibido en toda su historia.

Se cerró la puerta y el presidente sonrió. «Bonita jugada, Luther Whitney. Disfrútala mientras puedas, maldito cabrón.»

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