29

Frank nunca había imaginado que pudiera estar sentado en aquel lugar. Miró la habitación y comprobó que, efectivamente, tenía forma ovalada. El mobiliario era sólido, conservador, pero con una nota de color aquí, una raya allá, un par de zapatillas caras colocadas en un estante bajo, daban testimonio de que al ocupante de la habitación le faltaban años para el retiro. Frank tragó saliva y se obligó a respirar con normalidad. Era un policía veterano y este era sólo otro interrogatorio de rutina. Sólo seguía una pista, nada más. En cuestión de minutos habría acabado y se marcharía.

Pero su cerebro le recordó que la persona a la que estaba a punto de interrogar era el actual presidente de Estados Unidos. Se sintió nervioso como un colegial cuando se abrió la puerta y él se puso de pie en el acto, dio media vuelta y miró durante un momento la mano extendida hasta que por fin reaccionó y la estrechó.

– Gracias por venir, teniente.

– No ha sido ninguna molestia, señor. Tiene usted cosas más importantes que hacer que estar metido en un atasco de tráfico, señor presidente, aunque supongo que a usted no le afectan los atascos.

Richmond ocupó su sitio detrás de la mesa e indicó a Frank con un gesto que volviera a sentarse. Un Bill Burton impasible, al que Frank no había visto hasta ahora, cerró la puerta y saludó al detective con un ademán.

– Mis rutas están establecidas de antemano. Es verdad que no me veo metido en muchos atascos pero le quita toda espontaneidad al asunto. -El presidente sonrió y Frank notó que respondía a la sonrisa de una forma automática.

El presidente se inclinó hacia delante y miró a Frank. Unió las manos, frunció el entrecejo y en su semblante apareció una expresión seria.

– Quiero darle las gracias, Seth. -Miró a Burton-. Bill me ha comentado su buena disposición a la hora de mantenerme informado sobre la investigación del asesinato de Christine Sullivan. Se lo agradezco, Seth. Algunos no habrían estado tan bien dispuestos o habrían intentado convertir el tema en un circo en beneficio propio. Esperaba otra cosa de su parte y no me ha defraudado. Una vez más, muchas gracias.

Frank se sintió como un escolar al que la maestra le acaba de nombrar el mejor de la clase.

– Dígame, ¿ha averiguado algo concreto sobre la presunta relación entre el suicidio de Walter y la muerte del criminal?

Frank volvió a la realidad y miró con ojos serenos las facciones bien marcadas de Richmond.

– No se asombre, teniente. Todos los círculos oficiales o no de Washington no hacen otra cosa en este momento que discutir sobre si Walter Sullivan contrató a un asesino para vengar la muerte de su esposa y después se suicidó. No puede evitar los cotilleos de la gente. Sólo quiero saber si en sus investigaciones ha encontrado algo que dé crédito al rumor de que Walter ordenó matar al asesino de su esposa.

– Mucho me temo, señor, que no pueda decirle nada. Espero que lo entienda, pero es una investigación policial en marcha.

– No se preocupe, teniente, no quiero entrometerme. Pero quiero decirle que ha sido un hecho muy doloroso para mí. Pensar que Walter Sullivan pudiera llegar a suicidarse. Uno de los hombres más brillantes de su época, de todas las épocas.

– Es la opinión general.

– Pero entre usted y yo, conociendo a Walter como le conocía, no tendría nada de extraño que hubiese adoptado medidas precisas y concretas para ocuparse del asesino de su esposa.

– Presunto asesino, señor presidente. Todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

– Tenía entendido que el caso estaba listo y bendecido.

– Hay algunos abogados de la defensa que les encantan los casos así -opinó Frank. Se rascó la oreja-. Verá, señor presidente, la mayoría de las veces cuando escarban un poco encuentran que están llenos de agujeros.

– ¿El defensor de este caso era uno de esos?

– En efecto, señor. No soy un jugador, pero creo que sólo teníamos un cuarenta por ciento a nuestro favor de conseguir una condena. Nos veíamos enfrentados a una auténtica batalla.

El presidente se reclinó en el sillón y pensó un momento antes de mirar a Frank.

El teniente por fin se dio cuenta de que Richmond esperaba sus preguntas y abrió la libreta. Se tranquilizó al leer las anotaciones. -¿Sabía que Walter Sullivan le llamó momentos antes de su muerte?

– Hablé con él. No sabía que fue inmediatamente antes de suicidarse.

– Me sorprende que no nos diera antes esta información.

– Lo sé. A mí también me sorprende un poco -respondió Richmond con una expresión compungida-. Supongo que lo hice para proteger a Walter, o al menos a su memoria, de más sufrimientos. Aunque sé que la policía acabaría por descubrir la llamada. Lo lamento, teniente.

– Necesito saber los detalles de la conversación.

– ¿Quiere beber alguna cosa, Seth?

– Un taza de café no me vendría mal, gracias.

Burton cogió el teléfono que estaba en un rincón y un minuto más tarde apareció un camarero con una bandeja de plata con el café.

El detective probó el café caliente. Richmond miró la hora, y entonces vio que Frank le miraba.

– Lo siento, Seth. Concedo a su visita la importancia que se merece, pero tengo una comida con una delegación del congreso dentro de unos minutos. No es que me apetezca mucho. Aunque parezca ridículo, no me entusiasman los políticos.

– Lo comprendo. Sólo tardaré unos minutos. ¿Cuál era el propósito de la llamada?

– La definiría como la llamada de un hombre desesperado -contestó Richmond, después de una breve pausa-. No era el mismo de siempre. Parecía desequilibrado, fuera de control. Hacía unas pausas muy largas. No sonaba como el Walter Sullivan que conocía.

– ¿De qué habló?

– De todo y de nada en concreto. Algunas veces sólo balbuceaba. Mencionó la muerte de Christine y también habló del hombre, el hombre que usted arrestó por el asesinato. Del odio que le profesaba, de cómo había destruido su vida. Resultaba penoso escucharle.

– ¿Usted qué le dijo?

– Le pregunté varias veces dónde estaba. Quería encontrarle, enviarle ayuda. No me lo dijo. Creo que no escuchó ni una sola palabra. Estaba perdido.

– ¿Le dio la impresión de que podía suicidarse, señor?

– No soy psiquiatra, teniente, pero si quiere mi opinión de lego sobre su estado mental, diría que sí, Walter Sullivan hablaba aquella noche como un suicida. Fue una de las pocas veces durante mi presidencia que me sentí impotente. De verdad, después de la conversación que mantuve con él, no me sorprendí cuando me comunicaron su muerte. -Richmond miró el rostro impasible de Burton y una vez más a Frank-. Por eso le pregunté si había algo de verdad en el rumor de que Walter tenía algo que ver con el asesinato de esta persona. Después de la llamada de Walter, reconozco que esa idea pasó por mi cabeza.

– Supongo que no tendrá grabada la conversación, ¿verdad? -le preguntó Frank a Burton-. Sé que graban algunas conversaciones.

– Sullivan llamó a mi línea privada, teniente -contestó Richmond-. Es una línea segura y nadie está autorizado a grabar las conversaciones.

– Comprendo. ¿Hizo alguna manifestación directa sobre una posible vinculación con la muerte de Luther Whitney?

– No, directamente no. Era obvio que no pensaba con claridad. Pero leyendo entre líneas, por la rabia que sentía, me molesta hacer cualquier comentario sobre un hombre que está muerto, yo diría que había mandado matar al asesino. No tengo ninguna prueba, pero es lo que saqué en claro.

– Una conversación la mar de incómoda.

– Sí, sí, muy incómoda. Ahora si me disculpa, teniente, las obligaciones me llaman.

– ¿Por qué cree que le llamó, señor? -preguntó Frank, sin moverse-. ¿A esa hora de la noche?

El presidente volvió a sentarse. Dirigió una mirada rápida a Burton.

– Walter era uno de mis amigos más íntimos. Nunca hacía mucho caso de los horarios habituales, lo mismo que yo. No tenía nada de extraño que llamara a esa hora. No había tenido ocasión de verle mucho en los últimos meses. Como usted sabe, estaba sometido a una fuerte tensión personal. Walter era de los que sufren en silencio. Ahora, Seth, con su permiso.

– Me resulta muy extraño que entre toda la gente a la que podía llamar, le llamara a usted. Quiero decir que lo más probable era que no le encontrara. Las agendas de viaje de los presidentes son muy ajetreadas. Me pregunto en qué pensaría.

Richmond se reclinó en el sillón, unió las puntas de los dedos y miró al techo. «El poli quiere demostrar lo listo que es.» Miró a Frank con una sonrisa.

– Si pudiera leer en la mente de los demás no dependería tanto de las encuestas.

– No creo que necesite ser telépata para saber que será presidente por otros cuatro años, señor.

– Se lo agradezco, teniente. Lo único que puedo decirle es que Walter me llamó. Si pensaba suicidarse, ¿a quién iba a llamar? No mantenía ninguna relación con su familia desde que se casó con Christine. Conocía a mucha gente, pero tenía sólo un puñado de amigos íntimos. Walter y yo nos conocíamos de toda la vida, y para mí era como un padre. Como usted sabe me interesé a fondo por la investigación del asesinato de su esposa. Todo esto puede explicar la llamada, sobre todo si pensaba suicidarse. Es todo lo que sé. Lo lamento, no puedo ayudarle más.

Se abrió la puerta. Frank no sabía que era en respuesta a la llamada del pequeño botón oculto en la mesa del presidente. Richmond miró a la secretaria.

– Ahora mismo voy, Lois. Teniente, si puedo hacer algo más por usted, no vacile en llamar a Bill. Por favor.

– Muchas gracias, señor -contestó Frank mientras guardaba la libreta.

Richmond contempló la puerta durante un momento después de la marcha de Frank.

– ¿Cómo se llamaba el abogado de Whitney, Burton?

– Graham. Jack Graham.

– El nombre me suena.

– Trabaja en Patton, Shaw. Es uno de los socios.

La mirada del presidente se congeló en el rostro de Burton. -¿Qué pasa?

– No estoy muy seguro. -Richmond abrió uno de los cajones de la mesa y sacó una libreta donde había anotado toda una serie de datos referentes al asunto-. No pierdas de vista el hecho de que, hasta el momento, no ha aparecido una prueba muy importante y por la que pagamos cinco millones de dólares.

El presidente pasó las páginas de la libreta. Allí figuraban todos los individuos involucrados en el drama. Si Whitney le había dado a su abogado el abrecartas junto con un relato de lo ocurrido, a estas alturas ya sería del conocimiento público. Richmond recordó la entrega del premio a Ransome Baldwin en la Casa Blanca. Graham no era un pipiolo. Era evidente que no lo temía. ¿A quién, si es que lo había hecho, se lo habría dado Whitney?

A medida que su mente analizaba todos los datos disponibles, un nombre se destacó entre los muchos escritos en la libreta. El de una persona de la que nadie se había preocupado.


Jack aguantó la caja con un brazo, el maletín con el otro, y se las apañó para sacar la llave del bolsillo. Antes de que pudiera meterla en la cerradura, se abrió la puerta. Jack se sorprendió.

– No esperaba encontrarte en casa.

– No hacía falta que te demoraras a comprar comida. Podía haber preparado cualquier cosa.

Jack entró, dejó el maletín en la mesa de centro y se dirigió a la cocina. Kate le siguió con la mirada.

– Eh, tú también trabajas todo el día. ¿Por qué ibas a cocinar?

– Las mujeres lo hacen todos los días, Jack. Mira a tu alrededor.

– No lo pongo en duda. -Jack asomó la cabeza-. ¿Qué prefieres? ¿Cerdo agridulce o ternera con salsa de ostras? También hay una ración doble de rollitos de primavera.

– Lo que tú no vayas a comer. No tengo mucha hambre. Jack salió de la cocina con dos platos colmados.

– Sabes, si no te decides a comer un poco más se te llevará el viento. A veces me dan ganas de meterte unas cuantas piedras en los bolsillos.

Se sentó en el suelo junto a ella con las piernas cruzadas. Kate picoteo la comida mientras él devoraba la suya.

– ¿Cómo te ha ido en el trabajo? Podrías haberte tomado unos días más de descanso. Te exiges demasiado.

– Mira quién habla. -Kate cogió un rollito de primavera, pero lo dejó otra vez en el plato. Jack dejó de comer y la miró.

– Te escucho.

Kate se levantó del suelo para sentarse en el sofá, y permaneció callada por unos instantes mientras jugaba con el collar. Vestida con las prendas de trabajo, la joven parecía exhausta, como una flor marchita.

– Pienso mucho en lo que le hice a Luther.

– Kate…

– Jack, déjame terminar. -Su voz sonó como un latigazo. Se serenó en el acto y añadió más tranquila-: He llegado a la conclusión de que nunca conseguiré superarlo, así que más me vale aceptarlo. Quizá hay mil razones que justifiquen lo que hice. Pero no estuvo bien al menos por un motivo. Él era mi padre. Por estúpido que parezca, ese es un buen motivo. -Retorció el collar hasta convertirlo en un montón de nudos pequeños-. Creo que ser abogada, al menos el tipo de abogada que soy, me ha convertido en alguien que no me gusta mucho. No resulta agradable cuando vas a cumplir los treinta.

Jack le sujetó las manos para que no temblaran. Ella no las apartó. Él sintió el latido de las venas.

– Dicho esto, creo que se impone un cambio radical. De carrera, de vida, de todo.

– ¿De qué hablas? -Jack se levantó para sentarse a su lado. El corazón le iba a cien por hora mientras adivinaba lo que vendría a continuación.

– Dejaré de ser fiscal, Jack. De hecho, tampoco seré abogada. Esta mañana presenté la dimisión. Reconozco que se llevaron una sorpresa. Me dijeron que lo pensara. Les respondí que ya lo había hecho detenidamente.

– ¿Has dejado tu trabajo? -preguntó Jack incrédulo-. Hostia, Kate, has invertido mucho en tu carrera. No puedes tirarlo todo por la borda.

Ella se levantó de un salto, fue hasta la ventana y miró al exterior.

– De eso se trata, Jack. No estoy tirando nada por la borda. Los recuerdos de lo que he hecho durante los últimos cuatro años son sólo una pesadilla espantosa. No tienen nada que ver con lo que pensaba en mi primer año de derecho, cuando discutíamos sobre los grandes principios de la justicia.

– No te juzgues tan mal. Las calles son mucho más seguras gracias a tu trabajo.

– Ya ni siquiera consigo parar la corriente -afirmó Kate-. Me arrastró al mar hace mucho tiempo.

– ¿Qué vas a hacer? Eres una abogada.

– No, te equivocas. Sólo he sido una abogada durante un período muy corto de mi vida. Me gustaba mucho más cómo vivía antes de serlo. -Se detuvo y le miró con los brazos cruzados sobre el pecho-.Tú me lo hiciste ver con toda claridad, Jack. Me hice abogada para vengarme de mi padre. Tres años de facultad y cuatro años de no vivir fuera del juzgado es un precio demasiado caro. -Un suspiro profundo emergió de su garganta, y su cuerpo se sacudió antes de que recuperara la compostura-. Además, creo que ya me he tomado la revancha.

– Kate, no fue culpa tuya. -Jack se interrumpió al ver que ella le volvía la espalda.

Se estremeció cuando escuchó las siguientes palabras de Kate.

– Me marcho, Jack. Todavía no sé dónde. Tengo algunos ahorros. El sudoeste parece un lugar agradable. O quizá Colorado. Quiero ir a un lugar que no se parezca en nada a esto.

– ¿Marcharte? -Jack pronunció la palabra casi para sí mismo-. ¿Marcharte? -Repitió la palabra como si quisiera borrarla al mismo tiempo que pretendía desmenuzada y conseguir un significado que no fuera tan doloroso.

– No hay nada que me retenga aquí, Jack -murmuró Kate mientras se miraba las manos.

Él la miró y sintió más que escuchó la respuesta furiosa que salió de su boca.

– ¡Maldita sea! ¿Cómo te atreves a decir eso?

Kate le miró. Él sintió el quiebro en la voz cuando ella le respondió.

– Creo que es mejor que te vayas.


Jack se sentó en su despacho, sin ninguna gana de enfrentarse a la montaña de trabajo y la pequeña montaña de mensajes escritos en papel rosa, y se preguntó si la situación podía llegar a ser peor. En aquel momento, Dan Kirksen entró en el despacho. Jack gimió para sus adentros.

– Dan, de verdad…

– No estuviste en la reunión de los socios de esta mañana.

– Nadie me avisó de que había una.

– Se envió un nota, claro que tus horarios de oficina han sido un tanto erráticos en los últimos tiempos. -Miró con un gesto de enfado el desorden en la mesa de Jack. En su escritorio nunca había ni un papel; era una muestra del poco trabajo legal que hacía.

– Ahora estoy aquí.

– Me han dicho que tú y Sandy se reunieron en su casa.

– Por lo que veo ya no hay nada privado -comentó Jack con ironía.

– Los asuntos de los socios deben ser discutidos en presencia de todos -afirmó Kirksen furioso-. Lo que no queremos son camarillas que debiliten esta firma más de lo que ya está.

Jack estuvo a punto de soltar una carcajada. Dan Kirksen, el rey indiscutido de las camarillas.

– Creo que hemos superado lo peor.

– ¿Lo crees, Jack? ¿De verdad? -se burló Kirksen-. Que yo sepa no tienes mucha experiencia en esta clase de cosas.

– Si te preocupa tanto, Dan, ¿por qué no te marchas?

La mueca de burla desapareció en el acto del rostro del hombre.

– Llevo en esta firma casi veinte años.

– Entonces creo que es hora de un cambio. Quizá te haga bien.

Kirksen se sentó. Se quitó las gafas, limpió los cristales y volvió a ponérselas.

– Te daré un consejo de amigo, Jack. No hagas causa común con Sandy. Si lo haces cometerás un error grave. Está acabado.

– Gracias por el consejo.

– Lo digo en serio, Jack, no pongas en peligro tu situación en un intento inútil, aunque bien intencionado, por salvarle.

– ¿Poner en peligro mi situación? Te refieres a Baldwin, ¿no?

– Es tu cliente, por ahora.

– ¿Piensas en un cambio de capitán? Si es así, te deseo suerte. Durarás un minuto.

– Nada es para siempre, Jack. -Kirksen se levantó-. Incluso Sandy Lord te lo diría. Lo que toca, toca. Puedes quemar los puentes de la ciudad, sólo que antes te debes asegurar de que no queda nadie vivo en esos puentes.

Jack abandonó la silla, rodeó el escritorio y se acercó a Kirksen dominándolo con su estatura.

– ¿Eras así de pequeño, Dan, o te convertiste en una mierda de mayor?

– Te lo repito, nunca se sabe, Jack -replicó Kirksen con una sonrisa, al tiempo que iba hacia la puerta-. Las relaciones con el cliente son siempre muy tenues. Mira la tuya, por ejemplo. Se basa en tu futuro matrimonio con Jennifer Ryce Baldwin. Ahora, si la señorita Baldwin descubriera, es un decir, que no has ido a tu casa por la noche sino que has compartido el apartamento con una mujer joven, quizá no se mostraría tan dispuesta a tenerte como abogado, y mucho menos a convertirse en tu esposa.

Fue cuestión de un segundo. Kirksen se encontró cogido por el cuello contra la pared y Jack tan cerca que el aliento del joven le empañaba las gafas.

– No cometas ninguna tontería, Jack. Por muy importante que te creas, los socios no verán con buenos ojos una agresión física. Todavía tenemos algunas norma en Patton, Shaw.

– Nunca más se te ocurra entrometerte en mi vida privada, Kirksen. Jamás. -Jack le arrojó contra la puerta como quien arroja un muñeco y volvió a su mesa.

Kirksen se arregló la camisa y sonrió para sus adentros. Eran fáciles de manipular. Todos estos tipos grandes y apuestos. Fuertes como mulas y sin sesos. Sofisticados como un ladrillo.

– Sabes, Jack, tendrías que saber en qué te has metido. Por alguna razón que ignoro pareces confiar en Sandy Lord. ¿Te contó la verdad de lo ocurrido con Barry Alvis? ¿Te lo dijo, Jack?

Jack se volvió para mirarle con ojos opacos.

– ¿Utilizó la historia del asociado permanente y que no aportaba clientes a la firma? ¿O te dijo que Alvis había hundido un gran proyecto?

Jack continuó mirándole.

Kirksen sonrió con aire triunfal.

– Una llamada, Jack. La hija llama para quejarse de que el señor Barry Alvis había tenido la osadía de molestar a su padre y a ella. Y Alvis desaparece. Es así como funciona el juego, Jack. Quizá no te guste jugar. Si es así nadie te impedirá marcharte.

Kirksen llevaba planeando esta estrategia desde hacía tiempo. Tras la desaparición de Sullivan, él podía prometerle a Baldwin que su trabajo recibiría un trato preferente, y Kirksen aún tenía el mejor grupo de abogados de la ciudad. Si sumaba los cuatro millones de facturación a los que ya tenía se convertiría en el socia principal de la firma. Y el nombre de Kirksen por fin aparecería en el placa de la puerta, en sustitución de otro que sería defenestrado. El socio gerente le sonrió a Jack.

– Puede que no te caiga bien, Jack, pero te digo la verdad. Eres un adulto, ahora te toca a ti actuar.

Kirksen salió del despacho y cerró la puerta.

Jack permaneció de pie durante un segundo más y entonces se desplomó en la silla. Se inclinó hacia delante, apartó de un manotazo los papeles que había encima de la mesa y apoyó la cabeza sobre la superficie.

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