Laura Simon estaba a punto de renunciar a cualquier esperanza de dar con alguna pista.
La furgoneta había sido espolvoreada por dentro y por fuera en busca de huellas digitales. Incluso habían traído un láser especial de la jefatura de la policía estatal en Richmond, pero cada vez que encontraban una huella, correspondía a la de algún otro. Alguien que ya conocían. Laura se sabía de memoria las huellas de Pettis. El pobre tenía todos arcos, una de las composiciones de huellas más raras, además de una pequeña cicatriz en el pulgar, lo que de hecho había permitido arrestarlo años atrás por robar un coche. Los ladrones con cicatrices en las yemas de los dedos eran un regalo del cielo para los técnicos en identificación de huellas.
Las huellas de Budizinski habían aparecido porque había metido un dedo en disolvente y después lo había apretado contra un trozo de contrachapado que había en la parte de atrás de la furgoneta, una huella tan perfecta como si se la hubiese tomado ella misma.
En total había encontrado cincuenta y tres huellas, pero no le servía ninguna. Se sentó en el centro de la zona de carga y observó cariacontecida el interior. Había repasado todos los lugares posibles donde se pudiera encontrar una huella. Había revisado cada hueco y recoveco del vehículo con el láser portátil y ya no se le ocurría dónde más mirar.
Por enésima vez repasó en la imaginación los movimientos de los hombres cargando la furgoneta, conduciéndola -el espejo retrovisor era el lugar ideal para encontrar huellas-, moviendo el equipo, levantando los bidones, arrastrando las mangueras, abriendo y cerrando las puertas. Para complicar todavía más las cosas, las huellas tendían a desaparecer con el paso del tiempo, según las características de la superficie donde estaban y las condiciones ambientales. El calor y la humedad eran los mejores conservantes, el tiempo frío y seco, el peor.
Abrió la guantera y examinó otra vez el contenido. Cada objeto había sido inventariado y espolvoreado. Pasó las hojas del libro de mantenimiento del vehículo. Las manchas rojizas en el papel le recordaron que hacía falta pedir más reactivos para el laboratorio. Las páginas estaban muy ajadas, aunque la furgoneta había tenido pocas averías en los tres años de uso. Al parecer, la compañía era partidaria de un programa de mantenimiento riguroso. Cada entrada llevaba las iniciales del responsable y la fecha. La compañía tenía sus propios mecánicos.
Mientras pasaba las páginas, le llamó la atención una entrada. Todas llevaban las iniciales de G. Henry o H. Thomas, ambos mecánicos de la Metro. Esta entrada tenía al lado las iniciales J. P. Jerome Pettis. La nota indicaba que había bajado el nivel de aceite de la furgoneta y le habían añadido dos litros. Todo muy rutinario excepto que la fecha correspondía al día que habían limpiado la casa de los Sullivan.
Simon respiró un poco más rápido mientras cruzaba los dedos y se apeaba de la furgoneta. Abrió el capó y comenzó a mirar el motor. Alumbró con el láser de aquí para allá y la encontró en menos de un minuto. Una huella aceitosa plantada en el costado del depósito de agua del limpiaparabrisas. El lugar lógico para apoyar la mano cuando había que abrir o cerrar el tapón del aceite. Y una ojeada le dijo que no era de Pettis. Tampoco era de cualquiera de los dos mecánicos. Cogió la tarjeta con las huellas de Budizinski. Estaba segura de que no era de él y acertó. Espolvoreó y recogió la huella, rellenó la tarjeta y corrió hacia la oficina de Frank. Le encontró con el abrigo y el sombrero puestos, prendas que se quitó en el acto.
– Estás de coña, Laura.
– ¿Quieres hacer el favor de llamar a Pettis a ver si recuerda si Rogers añadió el aceite aquel día?
Frank llamó a la compañía de limpieza, pero Pettis ya se había marchado. En su casa nadie atendió el teléfono.
Simon miró la tarjeta con la huella como si fuese la joya más valiosa del mundo.
– Déjalo. La pasaré por nuestros archivos. Me quedaré toda la noche si es necesario. Podemos pedirle a Fairfax que nos dé acceso al afis de la policía estatal, nuestra terminal no funciona. -Simon se refería al sistema automático de identificación de huellas digitales instalado en Richmond, donde las huellas encontradas en la escena del crimen se comparaban con las registradas en la base de datos del estado.
– Creo que tengo algo mejor -afirmó Frank.
– ¿A qué te refieres?
Frank sacó una tarjeta del bolsillo, cogió el teléfono y marcó un número.
– El agente Bill Burton, por favor.
Burton recogió a Frank y juntos fueron al edificio Hoover del fbi, ubicado en la avenida Pennsylvania. La mayoría de los turistas conocen este edificio mastodóntico y bastante feo que forma parte de las visitas obligadas de la capital federal. Allí funciona el Centro Nacional de Información Criminal, un sistema de información computerizada que maneja catorce bases de datos y dos subsistemas, y que en su conjunto es la mayor base de datos sobre criminales conocidos que funciona en el mundo. El Sistema de Identificación Automática (sia) que forma parte del cnic es una herramienta fundamental para el trabajo de la policía. Con decenas de millones de huellas digitales en la memoria, las posibilidades de identificar las que le interesaban a Frank eran muy altas.
Después de dejar la tarjeta en manos de los técnicos del fbi -que tenían instrucciones precisas de procesar este encargo con la mayor urgencia posible- Burton y Frank tomaron un café junto a la máquina que había en el vestíbulo.
– Esto tardará un poco, Seth. El ordenador dará un montón de probables. Los técnicos tendrán que hacer la identificación a mano. Me quedaré aquí y le avisaré en cuanto sepamos algo positivo -dijo Burton.
Frank miró la hora. Su hija menor participaba en una obra escolar que comenzaba dentro de cuarenta minutos. Sólo hacía de vegetal, pero ahora mismo era la cosa más importante del mundo para su pequeña.
– ¿Está seguro?
– Sólo déjeme un número de teléfono donde pueda localizarle.
Frank se lo dio y se marchó deprisa. La huella podía resultar no ser nada, la de un empleado de alguna gasolinera, pero algo le decía que este no era el caso. Christine Sullivan llevaba muerta bastante tiempo. Las rastros tan fríos por lo general se mantenían tan fríos como la víctima enterrada a un metro ochenta de profundidad, el metro ochenta más largo al que todos se enfrentarían alguna vez. Pero un rastro frío podía volverse de pronto en una cosa ardiente; si después se apagaba estaría por verse. Por ahora, Frank disfrutaría del calor. Sonrió, y no sólo porque pensaba en su hija de seis años corriendo por el escenario disfrazada de pepino.
Burton le miró marcharse. Él también sonreía pero por un motivo muy diferente. El fbi utilizaba un factor de fiabilidad superior al noventa por ciento cuando procesaba las huellas a través del sia. Esto significaba que el sistema daría como mucho dos probabilidades, y casi seguro una. Además, Burton había obtenido una prioridad de búsqueda superior a la que le había dicho a Frank. Todo esto le permitiría ganar tiempo, un tiempo precioso.
Unas horas más tarde, Burton miraba un nombre que le era totalmente desconocido.
Luther Albert Whitney
Fecha de nacimiento 5/8/29. También figuraba el número de la Seguridad Social; los tres primeros dígitos eran 179, que correspondían a Pennsylvania. Según la descripción física, Whitney medía un metro setenta de estatura, pesaba sesenta y cinco kilos, y tenía una cicatriz de cinco centímetros en el antebrazo izquierdo. Esto cuadraba con la descripción de Rogers que había dado Pettis.
Por medio de la base de datos del Indice de Identificación Interestatal del cnic, Burton también había conseguido una buena composición del pasado del hombre. El informe consignaba tres condenas por robo. Luther Whitney tenía antecedentes en tres estados diferentes. Había estado en la cárcel mucho antes, y había salido en libertad a mediados de los 70. Nada más desde entonces. Al menos nada que supieran las autoridades. Burton había conocido a otros hombres como él. Eran auténticos profesionales que cada vez eran mejores en su actividad. Estaba seguro de que Whitney era uno de esos.
Una pega, la última dirección conocida correspondía a Nueva York y era de veinte años atrás.
Burton escogió el camino más fácil. Fue a la cabina de teléfonos del vestíbulo y se hizo con todas las guías de teléfono de la región. Primero probó con el distrito capital: no encontró nada. Después intentó Virginia Norte. Había tres Luther Whitney en el listín. La siguiente llamada telefónica fue a la policía estatal de Virginia, donde tenía un contacto. Se consultaron por ordenador los archivos de la dirección de Tráfico. Dos de los Luther Whitney tenían veintitrés y ochenta y cinco años respectivamente. Sin embargo, el Luther Whitney del 1645 East Washington Avenue, Arlington, había nacido el 5 de agosto de 1929, y el número de la Seguridad Social, utilizado en Virginia como número del carné de conducir, confirmaba que era el hombre. Pero ¿era Rogers? Había una manera de averiguarlo.
Burton sacó su libreta. Frank había sido muy amable al dejarle leer el expediente de la investigación. El teléfono sonó tres veces y ala cuarta respondió Jerome Pettis. Sin precisar mucho, Burton se hizo pasar como alguien de la oficina de Frank, y formuló la pregunta. Durante los cinco segundos siguientes, Burton intentó controlar los nervios mientras escuchaba el jadeo del hombre al otro extremo de la línea. La respuesta bien valió la corta espera.
– Caray, así es. El motor casi se agarrotó. Alguien había dejado flojo el tapón del aceite. Le dije a Rogers que lo hiciera porque estaba sentado sobre la lata de aceite que llevábamos en la parte de atrás.
Burton le dio las gracias y colgó. Miró la hora. Todavía disponía de tiempo antes de dejarle a Frank el mensaje. A pesar de las constancias cada vez mayores, Burton no tenía la certeza absoluta de que Whitney hubiera sido el tipo de la caja fuerte, pero el instinto le decía que Whitney era el hombre. Y aunque no había ningún motivo para que Luther Whitney hubiese vuelto a su casa después del asesinato, Burton quería conocer mejor al tipo y quizás encontrar alguna pista sobre el lugar donde había ido. La mejor manera de hacerlo era visitar la casa donde vivía. Antes que lo hiciera la policía. Marchó a paso rápido a buscar el coche.
El tiempo volvía a ser frío y lluvioso mientras la madre Naturaleza se entretenía en jugar con la ciudad más poderosa del planeta. Los limpiaparabrisas hacían todo lo posible por quitar el agua del cristal. Kate no tenía muy claro por qué estaba allí. Había visitado el lugar sólo una vez en todos estos años. En aquella ocasión se había quedado en el coche mientras Jack entraba a verle. A decirle que él y la única hija de Luther iban a casarse. Jack había insistido, a pesar de las protestas de ella en el sentido de que al hombre le importaba un pimiento. Al parecer, se había equivocado. Él había salido a la galería, le había mirado, sonriente, e incluso había insinuado un movimiento como si quisiera acercarse a ella. Con ganas de felicitarla, pero sin saber muy bien cómo hacerlo dadas las circunstancias tan peculiares. Él había estrechado la mano de Jack, le había dado una palmada en la espalda, y después había vuelto a mirarla como si diera la aprobación.
Ella había mantenido la mirada al frente, los brazos cruzados, hasta que Jack volvió al coche y se marcharon. Por el espejo lateral había visto la pequeña figura mientras se alejaban. Parecía mucho más pequeño de lo que recordaba, casi diminuto. En la memoria, su padre siempre sería un monolito enorme que encarnaba todo lo que ella odiaba y temía en el mundo, que llenaba todo el espacio a su alrededor y le quitaba la respiración con su tamaño sobrecogedor. Aquella criatura era una ficción, pero se negaba a reconocerlo. Pero si bien no había querido tratar nunca más con aquella imagen, fue incapaz de desviar la mirada. Durante más de un minuto, a medida que el coche aceleraba, mantuvo los ojos en el reflejo del hombre que le había dado la vida para después quitársela junto con la de la madre con una finalidad brutal.
A medida que el coche se alejaba, él había continuado mirándola, con una mezcla de tristeza y resignación en las facciones que la sorprendió. Pero Kate la racionalizó, la atribuyó a otra de sus tretas para hacerle sentirse culpable. Ninguna de sus acciones merecía una calificación benigna. Era un ladrón. No tenía ningún respeto a la ley. Un bárbaro en una sociedad civilizada. En él no existía la sinceridad. Entonces doblaron en la siguiente esquina y la imagen desapareció bruscamente, como si hubiesen dado un tirón a un hilo imaginario que la sujetaba.
Kate aparcó en el camino de entrada. La casa estaba a oscuras. El reflejo de los faros en el maletero de un coche aparcado delante le molestaba en los ojos. Apagó las luces, respiró hondo para calmar los nervios y abandonó el coche.
La nevada había sido escasa, y los pocos restos que quedaban crujieron bajo sus pies mientras avanzaba hacia la puerta. La temperatura prometía heladas durante la noche. Apoyó una mano en el costado del coche para no perder el equilibrio mientras caminaba. Aunque no esperaba encontrar al padre en casa, ella se había peinado con esmero, se había puesto uno de los trajes que sólo usaba en los juicios e incluso se había maquillado un poco más de lo habitual. A su manera, ella había triunfado, y si se daba la ocasión de verse las caras, deseaba demostrarle que, a pesar del abandono paterno, además de sobrevivir había prosperado.
La llave seguía en el mismo lugar donde Jack le había dicho que la encontraría hacía ya muchos años. Resultaba irónico que un ladrón consumado dejara su propiedad tan accesible. Abrió la puerta y entró despacio, sin advertir la aparición de un coche que se detuvo al otro lado de la calle o fijarse en el conductor que la miraba atentamente y que ya había escrito el número de su matrícula.
La casa tenía el olor a moho típico de un lugar abandonado hacía tiempo. En ocasiones, ella se había imaginado cómo sería la casa por dentro. Había imaginado un lugar limpio y ordenado y no estada desencaminada.
Se sentó en una silla de la sala a oscuras, sin darse cuenta de que era la favorita de su padre e ignorante de que Luther había hecho lo mismo cuando había visitado su apartamento.
La foto estaba sobre la repisa de la chimenea. Tendría unos treinta años. Kate, en los brazos de su madre, abrigada de pies a cabeza, sólo unos cabellos negros visibles debajo del casquete rosa; había nacido con mucho pelo. Su padre, el rostro sereno y con sombrero, estaba junto a la madre y la hija; la mano musculosa acariciaba los dedos de Kate.
La madre de Kate había conservado aquella foto sobre el tocador hasta que murió. Kate la había tirado el día del funeral, mientras maldecía la intimidad entre padre e hija que reflejaba la imagen. La había tirado inmediatamente después de que el padre se presentara en la casa donde ella le había atacado con una furia que se había hecho cada vez más descontrolada a medida que él no respondía, no contraatacaba, sino que se limitaba a aceptar los improperios. Y cuanto más callado había estado él, más furiosa se había puesto ella hasta abofetearlo, con las dos manos, hasta que intervinieron otros y la apartaron. Y sólo entonces su padre se había puesto el sombrero, había dejado sobre la mesa las flores que había traído y, con el rostro inflamado por las bofetadas y los ojos llenos de lágrimas, se había marchado, cerrando la puerta con mucha discreción.
Ahora, sentada en la silla del padre, Kate pensó que también él había sufrido aquel día. Había sufrido por una mujer a la que aparentemente había amado durante buena parte de su vida y que desde luego le había querido. Sintió un nudo en la garganta y se apresuró a contenerlo con la presión de los dedos.
Se levantó para recorrer la casa. Espiaba en las habitaciones y se apartaba, cada vez más nerviosa a medida que se adentraba en los dominios de su padre. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y por fin se decidió a abrirla del todo. Al entrar se arriesgó a encender la luz, y mientras sus ojos se acomodaban al cambio se fijó en la mesa de noche. Se acercó y acabó por sentarse en la cama.
La colección de fotos era, en esencia, un pequeño relicario dedicado a ella. Desde el nacimiento en adelante, allí estaba recapitulada toda su vida. Cada noche cuando su padre se iba a dormir ella era lo último que veía. Pero lo que le sorprendió más fueron las fotos de mayor. Las de su graduación en el instituto y en la facultad de Derecho. Desde luego su padre no había sido invitado a ninguno de estos acontecimientos, pero allí estaban registrados. Ninguna de las fotos era estática. Aparecía caminando, saludando a alguien o sola sin darse cuenta de la presencia de la cámara. Miró la última foto. Bajaba las escaleras del palacio de justicia de Alexandria. Su primer día en los tribunales, comida por los nervios. Un caso de hurto, una nimiedad para el tribunal general del distrito, pero la sonrisa en su rostro proclamaba la victoria total.
Se preguntó cómo era que no le había visto. Y entonces pensó que quizá sí se había dado cuenta de su presencia pero se había negado a admitirlo
La reacción inmediata fue de enojo. Su padre la había estado espiando todos estos años. En todos los momentos especiales de su vida. Los había violado. La había violado con su presencia furtiva.
La segunda reacción fue más sutil. Y al tomar conciencia de la misma se levantó de un salto y corrió hacia la puerta.
Ese fue el momento en que topó con el gigante.
– Le ofrezco disculpas una vez más, señora. No pretendía asustarla.
– ¿Asustarme? Casi me da un síncope. -Kate se sentó en el borde de la cama. Intentó dominar los nervios, controlar los temblores, pero el frío en la habitación no ayudaba.
– Perdone, pero ¿por qué el servicio secreto está interesado en mi padre?
Miró a Bill Burton con algo parecido al miedo en los ojos. Al menos él lo interpretó como miedo. La había observado en el dormitorio mientras intentaba hacer una rápida valoración de los motivos, de los propósitos a partir de los sutiles movimientos corporales. Una habilidad desarrollada a lo largo de años de observar multitudes en busca de una o dos personas que pudieran representar un peligro auténtico. La conclusión: padre e hija distanciados. Por fin ella había venido a buscarlo. Las cosas comenzaban a aclararse, y quizá de una forma muy favorable para él.
– No estamos muy seguros, señora Whitney. Pero la policía del condado de Middleton lo tiene clarísimo.
– ¿Middleton?
– Sí, señora. Sin duda está enterada del asesinato de Christine Sullivan. -No agregó nada más a la espera de una reacción. Recibió la esperada. La incredulidad más total.
– ¿Piensa que mi padre está mezclado en ese asunto? -Era una pregunta legítima, y no formulada a la defensiva. Burton la consideró importante y también favorable al plan que había comenzado a elaborar en cuanto la vio.
– Es lo que piensa el detective a cargo del caso. Al parecer su padre, como miembro de un equipo de limpiadores de alfombras, y con un nombre falso, estuvo en la casa de los Sullivan poco antes del asesinato.
Kate contuvo la respiración. ¿Su padre limpiando alfombras? Desde luego, había estado recogiendo información como había hecho muchas veces antes. Nada había cambiado. Pero ¿asesinato?
– No puedo creer que haya matado a esa mujer.
– De acuerdo, pero considera posible que intentara robar aquella casa, ¿no es así, señora Whitney? Me refiero a que no es la primera vez ni la segunda.
Kate se miró las manos. Después sacudió la cabeza.
– La gente cambia, señora. No sé lo unidos que estaban ustedes en los últimos tiempos -Burton no pasó por alto el estremecimiento en el rostro de la muchacha-, pero las pruebas sugieren que estuvo involucrado. Y la mujer está muerta. Usted ha conseguido condenas con menos pruebas.
– ¿Cómo sabe quién soy? -Kate le miró con suspicacia.
– Veo a una mujer que se cuela en la casa de un hombre buscado por la policía y hago lo que hace cualquier agente de la ley, paso el número de matrícula por el ordenador. Su reputación la precede, señora Whitney. La policía del estado la pone por las nubes.
– No está aquí. -Kate miró la habitación-. Por lo que parece lleva tiempo sin venir.
– Sí, señora, lo sé. Por alguna casualidad no sabe dónde está, ¿verdad? ¿Ha intentado ponerse en contacto con usted?
Kate pensó en Jack y su visitante nocturno.
– No. -La respuesta fue demasiado rápida para el gusto de Burton.
– Le convendría entregarse voluntariamente, señora Whitney. Si se encuentra con uno de esos polis a los que les gusta apretar el gatillo… -El agente enarcó las cejas en un gesto muy expresivo.
– No sé dónde está, señor Burton. Mi padre y yo… llevábamos distanciados… mucho tiempo.
– Pero ahora está aquí y sabía dónde guardaba una llave auxiliar.
– Esta es la primera vez que pongo los pies en esta casa -replicó Kate, con la voz un poco más aguda.
Burton observó la expresión y comprendió que decía la verdad. El desconocimiento de la casa era una prueba de la afirmación y también de que estaban distanciados.
– ¿Tiene manera de ponerse en contacto con él?
– ¿Por qué? No quiero verme involucrada en esto, señor Burton. -Bueno, creo que, hasta cierto punto, ya lo está. Le convendría colaborar.
Kate se levantó y cogió el bolso.
– Escuche, agente Burton, no me venga con faroles. Llevo muchos años en este negocio. Si la policía quiere perder su tiempo interrogándome, figuro en la guía telefónica. En las páginas de abogados de la mancomunidad. Hasta la vista.
Caminó hacia la puerta.
– ¿Señora Whitney?
Ella dio media vuelta, preparada para la discusión. Perteneciera o no al servicio secreto no pensaba aguantar más tonterías de este tipo.
– Si su padre cometió un asesinato, entonces tendría que ser juzgado por un jurado y condenado. Si es inocente saldrá libre. Así es como funciona el sistema. Lo sabe mejor que yo.
Kate estaba a punto de responder cuando miró las fotos. Su primer día en los juzgados. Le pareció que había pasado un siglo desde entonces y con más cosas de las que estaba dispuesta a admitir. Aquella sonrisa, los sueños del principio, la perfección como única meta. Hacía mucho tiempo que había vuelto a la realidad.
La réplica cortante que iba a darle al agente se perdió en la sonrisa de una mujer joven con toda una vida por delante.
Bill Burton la observó marcharse en silencio. Miró por un segundo las fotos y después el umbral vacío.