Mantuvo las manos apoyadas sobre el volante mientras el coche, con los faros apagados, rodaba un par de metros más y se detenía. Se oyó el ruido de la grava aplastada por los neumáticos y después le envolvió el silencio. Se tomó un momento para habituarse al entorno antes de sacar los viejos y muy usados binoculares de visión nocturna. Hizo girar la ruedecilla poco a poco hasta enfocar la casa. Sin prisas, se acomodó mejor en el asiento. A su lado tenía una mochila. El interior del coche se veía viejo pero limpio.
El auto también era robado, y de un lugar un tanto inverosímil.
Un par de palmeras diminutas colgaban del espejo retrovisor. Una sonrisa severa apareció en su rostro mientras las miraba. Quizá muy pronto estaría en un país de palmeras. Aguas tranquilas, azules, transparentes, puestas de sol espectaculares, levantarse tarde por la mañana. Tenía que bajarse del coche. Era la hora. Aunque se había repetido lo mismo cien veces, esta vez estaba seguro.
Con sesenta y seis años, Luther Whitney ya tenía edad para jubilarse: de hecho, estaba afiliado a la asociación americana de jubilados y pensionistas. A esta edad la mayoría de los hombres habían iniciado una segunda carrera como abuelos, criadores a tiempo parcial de los hijos de sus hijos, cuando las articulaciones cansadas se posaban con cuidado en el sillón favorito y las arterias acaban por cerrarse del todo con el coágulo de los años.
Luther sólo había tenido una carrera en toda su vida: forzar la entrada de las casas y locales de otras personas, a ser posible durante la noche, como ahora, y arramblar con todo lo que pudiera cargar.
Aunque era un fuera de la ley, Luther nunca había disparado un arma o arrojado un cuchillo impulsado por la furia o el miedo, excepto en su participación en una guerra bastante confusa librada en una región donde las dos Coreas estaban unidas por la cadera. Y los únicos puñetazos que había repartido había sido en los bares, y sólo en defensa propia cuando la cerveza convertía a los hombres en más valientes de lo que eran.
Luther sólo tenía un criterio a la hora de escoger a las víctimas: robaba a aquellos que podían permitirse el lujo de ser despojados. Se consideraba a sí mismo como uno más en las legiones de personas que le hacían la pelota a los ricos para convencerlos de que compraran cosas que no necesitaban.
Buena parte de sus sesenta y pico de años los había pasado en diferentes penitenciarías de seguridad media y alta a lo largo de la costa Este. Como piedras colgadas del cuello, tenía en su haber tres condenas anteriores por robo en tres estados diferentes. Le habían quitado años de su vida. Años importantes. Pero ahora ya no podía hacer nada al respecto.
Había perfeccionado sus habilidades hasta un punto donde las posibilidades de una cuarta condena eran mínimas. No había nada oculto en lo que ocurriría si lo pillaban otra vez: le condenarían a veinte años. A su edad, veinte años era una condena a muerte. Más valía que le electrocutaran, que era la manera elegida por la mancomunidad de Virginia para acabar con los malhechores más contumaces. Los ciudadanos de este vasto estado histórico eran en su gran mayoría personas temerosas de Dios, y la religión, basada en la idea de la igualdad de la retribución, exigía con firmeza el pago definitivo. La mancomunidad era la tercera en condenas a muerte, y los líderes, Texas y Florida, compartían los sentimientos morales de la hermana sureña. Pero no por robo; incluso los buenos virginianos tenían un límite.
Sin embargo, a pesar del riesgo, era incapaz de apartar la mirada de la casa, aunque lo correcto era calificarla de mansión. Le había fascinado durante meses. Esta noche se acabaría la fascinación.
Middleton. Virginia. Un viaje de cuarenta y cinco minutos en coche en dirección oeste por una carretera recta como una flecha desde Washington, D. C., Región de grandes fincas, coches Jaguar, y caballos cuyos precios eran suficientes para alimentar a los inquilinos de un edificio de pisos en el centro de la ciudad durante un año. Las casas en esta zona disponían de terrenos tan grandes y de tanto esplendor como para merecer nombre propio. La ironía del nombre de su objetivo, Coppers [polizones (N. del T.)], no le pasó inadvertida.
La descarga de adrenalina que acompañaba cada trabajo era insuperable. Imaginaba que se parecía en algo a lo que sentía el bateador mientras trotaba despreocupado de base en base, tomándose todo el tiempo del mundo, después de que la pelota acabara de aterrizar fuera del estadio. La multitud de pie, cincuenta mil pares de ojos clavados en un solo ser humano, todo el aire del mundo concentrado en un solo lugar, y de pronto desplazado por el arco de un glorioso golpe de bate.
Luther echó una larga ojeada al terreno. Su mirada aguda sólo vio alguna que otra luciérnaga, nada más. Escuchó por un momento el canto de las cigarras y después el coro se convirtió en un ruido de fondo, tan omnipresente para toda persona que acostumbraba a vivir en la zona.
Arrancó otra vez, condujo el coche unos metros más por la carretera a oscuras y entró marcha atrás por un sendero de tierra que acababa en un bosquecillo de árboles muy altos y gruesos. Se cubría el pelo canoso con una gorra de esquí negra. Llevaba el rostro curtido pintado de negro con crema de camuflaje; los ojos verdes brillaban por encima de una mandíbula firme y fuerte como la roca. La carne que cubría su esqueleto enjuto se mantenía tan firme como siempre. Parecía el comando que había sido una vez. Luther se apeó del coche.
En cuclillas detrás de un árbol espió el objetivo. Coppers, como muchas otras fincas rurales que no eran explotaciones agrícolas o cuadras, tenía un gran portón de hierro forjado entre dos columnas de ladrillos, pero carecía de cercado. Se podía acceder a la propiedad directamente desde la carretera o los bosques cercanos. Luther entró desde el bosque.
Tardó dos minutos en llegar al límite del maizal adyacente a la casa. Era obvio que el dueño no necesitaba cultivar verduras, pero al parecer había adoptado a fondo el papel de caballero rural. Luther no tenía motivos de queja, ya que le facilitaba un atajo oculto casi hasta la puerta.
Esperó un momento y después desapareció en la espesura del maizal.
El suelo estaba casi limpio y las zapatillas no hacían ningún ruido, algo muy importante, porque aquí cualquier sonido llegaba muy lejos. Mantuvo la vista al frente; los pies, después de mucha práctica, escogían con gran cuidado el camino entre las hileras, y compensaban las pequeñas diferencias del terreno. El aire de la noche era fresco después del calor sofocante de otro verano de agobio, pero no lo suficiente para transformar el aliento en nubecillas de vapor que podían ser vistas de lejos por ojos inquietos o insomnes.
Luther había cronometrado esta operación varias veces durante el mes pasado, y siempre se había detenido en el borde del maizal antes de entrar en el prado y pasar a la tierra de nadie. Había repasado centenares de veces cada uno de los detalles hasta que el guión exacto de cada movimiento, pausa y nuevo movimiento se había grabado en su mente y en sus músculos.
Se puso en cuclillas donde comenzaba el prado y echó otra larga ojeada; no hacía falta apresurarse. No había perros a los que temer, algo muy importante. Un humano, por muy joven y preparado que estuviera, no corría más rápido que un perro. Pero era el ruido lo que helaba la sangre de hombres como Luther. No había un sistema de seguridad en el perímetro de la finca, sin duda para evitar las innumerables falsas alarmas provocadas por el paso de ardillas, venados y mapaches que abundaban en la región. Sin embargo, Luther no tardaría en enfrentarse con un sistema muy sofisticado, que debía desactivar en treinta y tres segundos, y ello incluía los diez segundos que emplearía en quitar la tapa del panel.
Los guardias de seguridad privados habían pasado por allí treinta minutos antes. Se suponía que los clones de poli debían variar las rutinas y pasar por los sectores de vigilancia cada hora. Pero después de un mes de observaciones, Luther había descubierto la pauta que seguían. Disponía como mínimo de tres horas antes que hicieran la siguiente ronda. No necesitaba ni la mitad de ese tiempo para hacer el trabajo.
La oscuridad era total, y unos arbustos muy espesos, los mejores amigos de los ladrones, se apretaban contra la entrada de ladrillos como un nido de avispas a la rama de un árbol. Miró cada una de las ventanas de la casa: todas estaban oscuras, todas en silencio. Dos días antes había presenciado la marcha de la caravana que transportaba a los ocupantes de la casa en dirección sur, y había tomado debida nota de los integrantes. La mansión más próxima estaba casi a cuatro kilómetros de distancia.
Inspiró con fuerza. Lo había planeado todo, pero en este negocio, la única pega era que nunca podías preverlo todo.
Aflojó los tirantes de la mochila y después cruzó el prado con pasos rápidos y largos; en diez segundos se encontraba delante de la sólida puerta de madera reforzada con acero y dotada de una cerradura que pasaba por ser la mejor del mercado. Nada de esto le preocupaba en lo más mínimo.
Sacó una copia de la llave del bolsillo y la insertó en la cerradura, aunque no la hizo girar.
Esperó unos segundos. Después se quitó la mochila y se cambió los zapatos para no dejar huellas de barro. Preparó el destornillador eléctrico, que le permitiría abrir la tapa diez veces más rápido que a mano.
Lo siguiente que sacó de la mochila pesaba exactamente ciento sesenta y ocho gramos, era un poco más grande que una calculadora de bolsillo y aparte de su hija era la mejor inversión que había hecho en toda su vida. Bautizada con el nombre de Ingenio por su dueño, el pequeño artilugio había ayudado a Luther en sus tres últimos trabajos sin el menor fallo.
Luther ya conocía los cinco dígitos del código de seguridad de la casa y los había introducido en el ordenador. Ignoraba la secuencia correcta, pero ese obstáculo lo salvaría el pequeño compañero de metal, cables y microchips si quería evitar el aullido estridente de las cuatro sirenas instaladas en las esquinas de esta fortaleza de mil metros cuadrados que estaba invadiendo. Después seguiría la llamada a la policía efectuada por un ordenador anónimo al que se enfrentaría en unos segundos. La casa también contaba con ventanas sensibles a la presión, detectores en el suelo y sellos magnéticos en las puertas. Todo esto no serviría de nada si Ingenio leía correctamente la secuencia del código del sistema.
Con un movimiento ágil enganchó Ingenio en el cinturón para que colgara sin impedimentos. Miró la llave, y la hizo girar atento al sonido que escucharía a continuación, los rápidos pitidos del sistema de seguridad que avisaban del inminente desastre para el intruso si no suministraba el código correcto en el tiempo asignado y no una milésima de segundo más tarde.
Se quitó los guantes de cuero negro y se puso otros de plástico con una segunda capa de guata en las puntas de los dedos y las palmas. No tenía el hábito de dejar atrás ninguna prueba. Luther inspiró con fuerza y abrió la puerta. Le saludaron los pitidos insistentes del sistema de seguridad. Entró en el enorme recibidor y se enfrentó al panel de alarma.
El destornillador eléctrico giró en silencio; Luther recogió los seis tornillos y los guardó en una bolsa sujeta al cinturón. Los cables conectados a Ingenio resplandecieron con el rayo de luz de la luna que se filtraba por la ventana junto a la puerta, y entonces Luther comenzó a buscar como un cirujano en el pecho de un paciente, encontró el punto correcto, conectó las pinzas en el lugar, y después encendió el ordenador.
Desde el otro lado del recibidor, le miraba un ojo encendido. El detector de infrarrojos ya tenía registrado el patrón térmico de Luther. A medida que corrían los segundos, el aparato esperaba pacientemente que el «cerebro» del sistema de alarma decidiera si el intruso era amigo o enemigo.
A una velocidad que el ojo no podía seguir, los números parpadearon en la pantalla ámbar de Ingenio; el tiempo corría en una pequeña ventana en la esquina superior derecha de la pantalla.
Pasaron cinco segundos y entonces los números 5, 13, 9, 3 y 11 aparecieron en la pantalla de Ingenio y quedaron fijos.
Se interrumpió el pitido en cuanto se desactivó el sistema de alarma, la luz roja se apagó, en su lugar apareció otra verde, y Luther se encontró con el paso expedito. Quitó los cables, atornilló la tapa, guardó el equipo en la mochila y después cerró la puerta.
El dormitorio principal estaba en el tercer piso. Había un ascensor a mano derecha en el vestíbulo, pero Luther optó por las escaleras. Cuanto menos dependiera de algo que no tenía bajo control, mejor. Quedarse encerrado en un ascensor durante semanas no era parte del plan de trabajo.
Miró el detector en una esquina del techo que parecía sonreír con su gran boca rectangular; ahora descansaba. Se dirigió hacia las escaleras.
El dormitorio principal no estaba cerrado. Sacó la linterna y dedicó un momento a echar un vistazo. El ojo verde de un segundo panel de seguridad brillaba junto a la puerta del dormitorio.
La casa la habían construido en los últimos cinco años. Luther había consultado el registro, incluso había tenido acceso a una copia de los planos en la oficina del comisionado de planificación y urbanismo. La construcción era tan grande que había necesitado una autorización especial, como si alguna vez el ayuntamiento se hubiese opuesto a los deseos de los ricos.
No había ninguna sorpresa en los planos. Era una casa enorme y bien hecha, que valía los millones de dólares que el propietario había pagado en efectivo por ella.
Luther ya había visitado la casa en una ocasión anterior, a plena luz del día y con gente por todas partes. Había estado en este mismo salón y visto todo lo que necesitaba. Por eso estaba esta noche allí.
Una corona dorada de veinte centímetros de altura le contempló mientras se arrodillaba junto a la enorme cama con dosel. A un costado de la cama había una mesa de noche con un pequeño reloj de plata, la última novela romántica y un pesado abrecartas antiguo de plata con empuñadura de cuero.
Todo en el lugar era grande y caro. Había tres armarios empotrados, cada uno del tamaño de la sala de estar de Luther. Dos estaban ocupados por ropas de mujer, zapatos, bolsos y los demás complementos femeninos en los que alguien podía racionalmente o no gastarse el dinero. Luther observó con una mirada irónica las fotos sobre la mesa de noche dónde aparecían la veinteañera «mujercita de la casa» junto al marido setentón.
Había loterías de todas clases en el mundo, y no todas las administraba el gobierno.
Varias de las lotos mostraban los encantos de la señora de la casa al máximo, y una rápida inspección al armario reveló que su gusto en materia de ropas era claramente vulgar y de mal gusto.
Observó el espejo de cuerpo entero, estudió las tallas del marco y después revisó los costados de éste. Era un marco muy pesado que, al parecer, estaba encastrado en la pared. Pero Luther sabía que las bisagras estaban ocultas en los rebajos apenas visibles a quince centímetros del suelo y de la parte superior.
Luther volvió a mirar el espejo. Hacía un par de años había visto un modelo como este, aunque entonces no había pensado vaciarlo. Pero no podía pasar por alto un segundo tesoro sólo porque tenía otro a mano; este segundo tesoro le habría reportado unos cincuenta dólares. El botín que había al otro lado de este espejo sería diez mil veces mayor.
Con una palanca y fuerza bruta podía descerrajar el cierre oculto en el marco pero le llevaría un tiempo precioso. Y, sobre todo, dejaría señales de que el lugar había sido robado. Aunque se suponía que la casa estaría vacía durante varias semanas, nunca se sabía. Cuando saliera de Coppers no habría ninguna evidencia de que hubiera estado allí. Incluso a su regreso, los dueños quizá no entrarían en la caja fuerte durante algún tiempo. En cualquier caso, no era necesario coger el camino más duro.
Se acercó a paso rápido al televisor que estaba junto a una de las paredes de la enorme habitación. El sector estaba arreglado como una sala de estar con sillones de cretona a juego con las cortinas y una mesa de centro grande. Luther miró los tres mandos a distancia que había sobre la mesa. Uno correspondía al televisor, el otro al vídeo y el tercero le reduciría el trabajo de la noche en un noventa por ciento. Todos llevaban el nombre de la marca, los tres eran muy parecidos, pero una prueba rápida demostró que dos hacían funcionar los respectivos aparatos y el tercero no.
Volvió a cruzar el dormitorio, apuntó el mando al espejo y apretó el único botón rojo, situado en la parte inferior. En cualquier otro mando, esta acción correspondía a grabación. En cambio, esta noche y aquí significaba que el banco abría las puertas para un único y muy afortunado cliente.
Luther observó la apertura de la puerta, que giró sin ruido sobre los goznes, que no necesitaban mantenimiento. Por puro hábito dejó el mando en el mismo lugar donde lo había cogido, sacó una bolsa de la mochila y entró en la caja fuerte.
Mientras alumbraba el interior de la cámara acorazada que media casi dos metros por dos le sorprendió ver un sillón en el centro. En uno de los brazos había otro mando a distancia, una medida de seguridad por si alguien se quedaba encerrado por accidente. Entonces se fijó en las estanterías.
Primero metió en la bolsa los fajos de billetes, después el contenido de las cajas que a todas luces no eran joyas de fantasía. Luther contó casi doscientos mil dólares en bonos negociables, dos cajas pequeñas de monedas antiguas y otra de sellos de correo, incluido uno con una figura invertida que le dejó sin aliento cuando lo vio. No hizo caso de los cheques y las cajas llenas de documentos; para él no tenían ningún valor. En total había recogido un botín de unos dos millones de dólares, quizá más.
Echó otra ojeada, por si acaso se le hubiese pasado algo por alto. Las paredes eran gruesas, supuso que a prueba de incendios. El lugar no era estanco; el aire era fresco, no rancio. Cualquiera podía quedarse encerrado aquí durante días.
La limusina circulaba a gran velocidad por el camino, escoltada por una furgoneta. Los conductores de los vehículos debían ser muy expertos dado que no llevaban los faros encendidos.
En la parte de atrás de la limusina se sentaban un hombre y dos mujeres. Una, casi borracha, hacía todo lo posible por desvestir al hombre y a sí misma, a pesar de la suave resistencia que oponía la víctima.
La otra mujer sentada delante de la pareja mantenía los labios apretados y hacía ver que no tenía ningún interés en aquel espectáculo ridículo, que incluía muchas risitas infantiles y abundantes jadeos, aunque en realidad no, se perdía detalle. Mantenía la mirada en la agenda abierta sobre la falda, donde las citas y las notas peleaban entre sí por el espacio y la atención del hombre que tenía delante. Él, por su parte, aprovechó la oportunidad de que su pareja se estaba quitando los zapatos de tacón alto para servirse otra copa. Su resistencia al alcohol era legendaria. Podía beber el doble de lo que había bebido esta noche y seguir tan fresco, sin impedimentos en el habla ni en las funciones motoras, algo fatal para un hombre en su posición.
Ella le admiraba por ser como era, con sus obsesiones y sus vulgaridades, al tiempo que era capaz de proyectar una imagen al mundo de fuerza y pureza, incluso de grandeza. Lo adoraban todas las mujeres de América, estaban enamoradas de su gallardía, de su seguridad, y también por lo que representaba para cada una de ellas. Y él devolvía esa admiración universal con una pasión que, aunque equivocada, no dejaba de asombrarle.
Por desgracia, esa pasión nunca apuntaba hacia ella a pesar de los sutiles mensajes, los roces prolongados más allá de lo debido, las referencias sexuales en las sesiones de estrategia y las maniobras que hacía por las mañanas para que él la viera con su mejor aspecto.
Pero hasta que llegara ese momento -y no dejaba de repetirse que acabaría por llegar- debía tener paciencia.
Miró a través de la ventanilla. Esto se prolongaba demasiado; estropeaba todo lo demás. Hizo una mueca de disgusto.
Luther oyó la entrada de los vehículos en el camino de la casa. Corrió hasta una de las ventanas y observó el recorrido de la furgoneta que aparcó detrás de la casa donde quedaba oculta de las miradas. Vio bajar a cuatro personas de la limusina y otra de la furgoneta. Pensó en quiénes podían ser. Era un grupo demasiado pequeño para ser los propietarios de la casa. Demasiados para ser alguien que sólo venía a echar una mirada. No alcanzaba a verles las caras. Por un instante, Luther pensó en si la casa estaba destinada a ser saqueada dos veces en una misma noche. Pero era una coincidencia demasiado grande. En este negocio, como en cualquier otro, se jugaba por porcentajes. Además, los ladrones no se presentaban a robar vestidos con atuendos más propios de una velada de gala.
Pensó rápidamente mientras le llegaban los ruidos, al parecer desde la parte de atrás de la casa. Sólo tardó un segundo en advertir que le habían cortado la retirada y en calcular cuál sería el plan a seguir.
Cogió la bolsa, corrió hacia el panel del sistema de seguridad instalado junto a la puerta del dormitorio y activó la alarma. Agradeció en silencio su buena memoria para los números. Después, Luther entró en la cámara acorazada, y cerró la puerta con mucho cuidado. Se acurrucó todo lo que pudo. Ahora sólo le quedaba esperar.
Maldijo su mala suerte: hasta ahora todo había ido sobre ruedas. Sacudió la cabeza para despejarse y se forzó a respirar con normalidad. Era como volar. Cuanto más se vuela, mayores son las probabilidades de que ocurra algo malo. Ahora no podía hacer más que rogar para que los recién llegados no necesitaran hacer un depósito en este banco privado.
Unas risas seguidas por el ruido de voces se colaron al interior, seguidas por los pitidos agudos del sistema de alarma, que sonaba como el aullido de un avión a reacción directamente encima de su cabeza. Al parecer, se habían confundido al teclear el código de seguridad. El sudor corrió por la frente de Luther que ya se imaginaba el sonido de la alarma y la llegada de la policía dispuesta a revisar cada rincón de la casa sólo por si acaso, empezando por su escondite.
Se preguntó cuál seria su reacción mientras escuchaba cómo se abría la puerta, y la cámara iluminada, sin ninguna posibilidad de ocultarse. Los rostros desconocidos mirando el interior, las armas preparadas, la lectura de sus derechos. Casi se echó a reír. Atrapado como una maldita rata, sin un lugar a donde ir. No fumaba desde hacía treinta años, pero ahora ansiaba un cigarrillo. Dejó la bolsa en el suelo y se irguió poco a poco para que no se le entumecieran las piernas.
Pisadas fuertes en las escaleras de roble. Los visitantes no se preocupaban de disimular su presencia. Luther contó cuatro, quizá cinco. Torcieron a la izquierda y vinieron hacia él.
La puerta del dormitorio chirrió un poco cuando la abrieron. Luther hizo memoria. Lo había recogido todo y lo había dejado otra vez en su sitio. Sólo había tocado los mandos a distancia, y los había puesto en el espacio marcado por la leve capa de polvo. Ahora Luther sólo escuchaba tres voces, un hombre y dos mujeres. Una de las mujeres tenía voz de borracha, la otra muy seria. Entonces desapareció la señora Seria, se cerró la puerta pero no echaron la llave, y la señora Borracha y el hombre se quedaron solos. ¿Dónde estaban los demás? ¿Dónde había ido la señora Seria? Continuaron las risas. Los pasos se acercaron al espejo. Luther se agachó en un rincón y confió en que el sillón le ocultara de la vista, aunque sabía que no era posible.
Entonces la luz le hirió en los ojos y casi gritó ante la rapidez conque su pequeño mundo pasó de la oscuridad total a la luz del mediodía. Parpadeó varias veces para ajustarse al cambio, las pupilas dilatadas al máximo se cerraron hasta quedar como cabezas de alfileres. Pero no se escucharon gritos, no se vieron rostros desconocidos ni armas.
Por fin, después de un minuto que le pareció eterno, Luther espió por encima del respaldo del sillón y se llevó otra sorpresa. La puerta de la cámara había desaparecido; veía directamente la maldita habitación. Casi se cayó de espaldas, pero se contuvo. De pronto Luther comprendió para qué servía el sillón.
Reconoció a las dos personas en el dormitorio. A la mujer la había visto esta noche, en las fotos: la mujercita que se vestía como una puta.
Al hombre le conocía por una razón muy diferente; desde luego, no era el dueño de esta casa. Luther meneó la cabeza asombrado y soltó el aliento. Le temblaban las manos y le dominó la inquietud. Hizo un esfuerzo para vencer las náuseas y miró el dormitorio.
La puerta de la cámara acorazada también servía de espejo en una sola dirección. Con la luz exterior y la oscuridad en el pequeño recinto, tenía la impresión de estar delante de una gigantesca pantalla de televisión.
Entonces lo vio y una vez más se sintió lleno de angustia; el collar de diamantes en el cuello de la mujer. Su ojo de experto calculó el valor en unos doscientos mil dólares, quizá más. La clase de chuchería que cualquiera guarda en la caja fuerte antes de irse a dormir. Después se relajó al ver que la mujer se quitaba el collar y lo dejaba caer al suelo.
Poco a poco perdió el miedo, se levantó y se instaló en el sillón. Así que el viejo se sentaba aquí y miraba cómo se follaban a la mujercita una legión de tíos. Por la pinta de la mujer, Luther supuso que entre los voluntarios figuraban jóvenes que no tenían ni para comer o que sólo la tarjeta verde les permitía estar en libertad. Pero el visitante de esta noche era un caballero de otra clase.
Luther miró a su alrededor, los oídos atentos a cualquier ruido de los otros visitantes. Pero ¿qué podía hacer? En treinta años de profesión, nunca se había encontrado con nada parecido. Decidió hacer la única cosa a su alcance. Con un par de centímetros de vidrio entre él y el desastre, se arrellanó en el sillón de cuero y esperó.