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El aparente suicidio de Walter Sullivan no sólo conmovió a la comunidad financiera. A las exequias fúnebres asistieron los grandes y poderosos de todo el mundo. En la solemne y espléndida ceremonia realizada en la catedral de San Mateo en Washington, el difunto fue ensalzado por media docena de dignatarios. Los más famosos habían hablado durante veinte minutos sobre las virtudes humanas de Walter Sullivan, de la gran presión que había sufrido y de cómo esa presión hacía que algunas personas adoptaran decisiones que nunca habrían adoptado en otro momento. Cuando Alan Richmond acabó su discurso, todo el mundo lloraba, y las lágrimas que corrían por las mejillas del presidente parecían auténticas. Él mismo siempre se asombraba de su capacidad para la oratoria.

La larga caravana mortuoria se puso en marcha, y, al cabo de tres horas y media, llegó a la pequeña casa donde Walter Sullivan había comenzado, y acabado, su vida. Mientras las limusinas buscaban espacio en la angosta carretera cubierta de nieve, Walter Sullivan fue trasladado y enterrado junto a sus padres, en la pequeña loma desde donde se disfrutaba de la mejor vista del valle.

El sepulturero comenzó a rellenar la fosa, y los amigos de Walter Sullivan iniciaron el camino de regreso al mundo de los vivos. Seth Frank, apostado a unos metros de la tumba, observó todos los rostros. Se fijó en el presidente que caminaba hacia su limusina. Bill Burton le vio y por un instante pareció sorprendido de verle. Después le saludó con un ademán. Frank le devolvió el saludo.

En cuanto se marcharon todos, Frank volvió su atención a la casa. Las cintas amarillas de la policía cerraban el paso y había dos agentes que vigilaban el lugar.

Frank se acercó, les mostró su placa y entró.

Resultaba el colmo de la ironía que uno de los hombres más ricos del mundo hubiera elegido un lugar como este para morir. Walter Sullivan había sido la encarnación del personaje de los relatos de Horatio Alger. Frank admiraba al hombre que había sido capaz de llegar a la cumbre gracias a sus méritos, valentía y decisión. ¿Quién no?

Miró una vez más la silla donde habían encontrado el cuerpo, con el arma a su lado. El arma se había apoyado en la sien izquierda de Sullivan. La herida, enorme y desgarrada, había precedido al estallido cerebral que había acabado con la vida del hombre. El arma se hallaba en el suelo en el lado izquierdo. La presencia de la herida de contacto y las quemaduras de pólvora en la palma del difunto habían llevado a la policía local a clasificar el caso como un suicidio, los hechos eran claros y evidentes. Walter Sullivan, dolido, había vengado el asesinato de su esposa y después se había quitado la vida. Sus allegados habían confirmado que Sullivan llevaba varios días sin ponerse en contacto con nadie, algo poco habitual en él. Casi nunca venía a este lugar y cuando lo hacía, siempre había alguien que sabía dónde encontrarle. El periódico encontrado junto al cadáver publicaba la noticia de la muerte del presunto asesino de su esposa. Todo indicaba que el hombre había decidido acabar con su vida.

Lo que preocupaba a Frank era un pequeño detalle que no había compartido con nadie. Había conocido a Walter Sullivan el día que había ido al depósito. Durante aquel encuentro, Sullivan había firmado diversos documentos relacionados con la autopsia y un inventario de los pocos objetos personales que su esposa llevaba en el momento de la muerte.

Sullivan había firmado aquellos papeles con la mano derecha.

No era una prueba concluyente. Sullivan podría haber empuñado el arma con la mano izquierda por cualquier motivo. Sus huellas digitales aparecían en la culata con toda claridad, quizá con demasiada claridad, pensó Frank.

En cuanto al arma resultaba imposible rastrear la procedencia. Habían borrado los números de serie con tanta habilidad que ni siquiera con el microscopio había encontrado ningún rastro. Un arma absolutamente anónima. Como la que se podía encontrar en la escena de un crimen. Pero ¿por qué Walter Sullivan se iba a preocupar de que alguien pudiera identificar el arma con la que pensaba suicidarse? La respuesta era negativa. Sin embargo, una vez más el hecho no era concluyente. Quizá la persona que le había dado el arma a Sullivan la había conseguido de forma ilegal, aunque Virginia era uno de los estados en los que más fácil resultaba comprar un arma, para desesperación de la policía en la faja noreste del país.

Frank acabó con el interior y salió de la casa. El terreno estaba cubierto por una gruesa capa de nieve. Sullivan había muerto antes de que comenzara a nevar; la autopsia lo había confirmado. Había sido una suerte que sus allegados conocieran la ubicación de la casa.

Cuando fueron a buscarle y encontraron el cuerpo, habían transcurrido unas doce horas del fallecimiento.

No, la nieve no le ayudaría. El lugar estaba tan aislado que no encontraría a nadie para preguntarle si había visto algo extraño aquella noche.

Su colega del departamento del condado salió del coche y caminó hacia él. Traía una carpeta con papeles. Él y Frank conversaron durante un rato; después, Frank le dio las gracias, subió a su coche y se marchó.

El informe de la autopsia decía que la muerte de Walter Sullivan había ocurrido entre las once y la una de la madrugada. Pero a las doce y diez, Walter Sullivan había hecho una llamada.


En los pasillos de PS amp;L reinaba un silencio poco habitual. Los capilares de un bufete próspero son los teléfonos que suenan, el zumbidos de los fax, los movimientos de labios y el ruido de los teclados. Lucinda, encargada únicamente de los teléfonos directos, atendía una media de ocho llamadas por minuto. Hoy pasaba las horas leyendo Vogue. La mayoría de las puertas estaban cerradas para ocultar de las miradas ajenas las intensas y acaloradas discusiones que mantenían la mayoría de los abogados de la firma.

La puerta del despacho de Sandy no sólo estaba cerrada, sino que tenía echado el cerrojo. Los pocos socios que habían tenido la osadía de llamar habían recibido una descarga de insultos a cual más obsceno por parte del único y malhumorado ocupante del despacho.

Estaba sentado en su sillón, con los pies descalzos sobre la mesa, sin corbata, sin afeitar y con una botella de su whisky más fuerte casi vacía al alcance de la mano. Los ojos de Sandy Lord eran dos manchas rojas. En la iglesia había mirado con aquellos ojos el brillante ataúd de latón que contenía los despojos mortales de Sullivan, aunque en esencia guardaba los restos mortales de los dos.

Durante muchos años, Lord había anticipado la desaparición de Sullivan y, con la ayuda de una docena de especialistas de PS amp;L, había organizado una intrincada serie de salvaguardias que incluía los contactos con un grupo leal en la junta de directores de la compañía madre de las empresas Sullivan, lo cual aseguraba la continuidad de la representación de la inmensa red de filiales por PS amp;L en general y por Lord en particular. La vida seguiría su curso. El tren de la PS amp;L continuaría avanzando arrastrado por la locomotora intacta e incluso reforzada. Pero había ocurrido algo inesperado.

Los mercados financieros comprendían que la muerte de Sullivan era algo inevitable. Pero lo que las comunidades empresariales y financieras aparentemente no habían podido aceptar era la muerte del hombre, por su propia mano, unida a los rumores, cada vez más insistentes, de que Sullivan había ordenado matar al presunto asesino de su esposa, algo que después de conseguido, le habría impulsado a suicidarse. El mercado no estaba preparado para estas revelaciones. Algunos economistas sostenían que un mercado sorprendido a menudo reaccionaba de una forma salvaje y precipitada. Dichos economistas vieron cumplidas sus predicciones. Las acciones de, las empresas Sullivan perdieron el sesenta y un puntos en la bolsa de Nueva York a la mañana siguiente del descubrimiento del cadáver, en la sesión de mayor venta de las acciones de una misma empresa en los últimos diez años.

Con las acciones vendiéndose a seis dólares por debajo del valor contable no tardaron mucho en aparecer los buitres.

La oferta de Centrus Corp fue rechazada por la junta de directores a instancias de Lord. Sin embargo, todos los indicios indicaban que los accionistas, asustados al ver que gran parte de su dinero había desaparecido de la noche a la mañana, estaban dispuestos a aceptar la oferta. Era probable que la batalla por los votos de los apoderados y la toma de la compañía acabara en un par de meses. Los asesores de Centrus, Rhoads, Director amp; Minor, una de las más grandes firmas de abogados del país, tenían expertos en todas las áreas del derecho.

El colofón estaba bien claro. Los servicios de PS amp;L no serían necesarios. Perderían a su principal cliente, más de veinte millones de facturación, casi un tercio de la actividad legal, desaparecía. Ahora mismo, medio mundo intentaba ponerse a salvo. Varios grupos buscaban meterse en Rhoads, avalando sus pretensiones con la experiencia al servicio de Sullivan. Un veinte por ciento de los abogados de PS amp;L ya habían presentado la renuncia, y por el momento, no había señal de que las dimisiones disminuyeran en número.

Lord acercó la mano a la botella, la cogió y acabó con el resto de la bebida. Hizo girar el sillón para mirar por la ventana, y mientras contemplaba el cielo encapotado, sonrió para sí mismo.

No tenían nada para él en Rhoads, Director amp; Minor y, como consecuencia, por fin había ocurrido: Lord era vulnerable. Había visto a sus clientes morder el polvo con una rapidez alarmante, sobre todo en la última década cuando se podía ser un multimillonario de papel en un momento y pobre desgraciado al siguiente. Sin embargo, nunca había imaginado que su propia caída, si llegaba alguna vez, sería tan rápida y tan completa.

Ese era el problema de tener a un cliente de ocho cifras. Requería todo el tiempo y la atención del mundo. Los viejos clientes se secaban y morían. No se buscaban nuevos clientes. Su complacencia había acabado por darle una patada en el culo.

Hizo un cálculo rápido. Durante los últimos veinte años había ganado unos treinta millones de dólares. Por desgracia, se las había apañado para gastar no sólo los treinta millones sino muchísimo más. Había comprado una serie de casas de lujo, una residencia de vacaciones en Hilton Head Island, un nido de amor en Nueva York donde había llevado a sus amantes casadas. Tenía coches de lujo, colecciones propias de un hombre de buen gusto y de recursos, una bodega pequeña pero selecta, incluso un helicóptero, pero tres divorcios, ninguno de ellos amistoso, habían acabado por hacer mella en su fortuna.

La residencia que acababa de dejar parecía sacada de las páginas del Architectural Digest, pero la hipoteca no le iba a la zaga en su pasmosa opulencia. Y el problema era que no tenía efectivo. Carecía de liquidez, en PS amp;L cada uno comía lo que cazaba y los socios de PS amp;L no eran muy dados a cazar en manada. Por este motivo, Lord ganaba mensualmente mucho más que todos los demás. Ahora el cheque mensual apenas si cubriría gastos menores; sólo el pago de la tarjeta de crédito rondaba las cinco cifras.

Por un momento pensó en los otros clientes. Un cálculo aproximado le dio una factura de medio millón al año, si los exprimía a fondo, si hacía el circuito, algo que no quería hacer, que no deseaba hacer. Sería una deshonra. Había sido un excelente negocio hasta que el bueno de Walter había decidido que no valía la pena vivir a pesar de tener miles de millones. «Joder. Todo por una putilla de mierda…

¡Quinientos mil! Eso era menos de lo que ganaba el pequeño gilipollas de Kirksen. Lord frunció el entrecejo cuando se dio cuenta.

Una vez más giró el sillón, y contempló el cuadro colgado en la pared más lejana. Entre las pinceladas de un artista menor del siglo xix encontró el motivo que reavivó su sonrisa. Le quedaba una opción. Aunque su principal cliente le había dado por el culo, a él todavía le quedaba un filón para explotar. Cogió el teléfono.


Fred Martin empujó el carrito a paso rápido por el pasillo. Era su tercer día de trabajo, y la primera vez que repartía el correo a los abogados de la firma. Martin quería hacer la tarea con rapidez y eficacia. Era uno de los diez mozos contratados por la firma, y ya el supervisor le metía prisa para que cogiera el ritmo. Después de recorrerlas calles durante cuatro meses sin nada más que su licenciatura en historia obtenida en Georgetown, Martin había decidido que la única manera de prosperar era asistir a la facultad de derecho. ¿Y qué mejor lugar para calibrar las posibilidades de esa carrera que uno de los más prestigiosos bufetes de la ciudad? Las innumerables entrevistas de trabajo le habían convencido de que nunca era demasiado tarde para intentar algo nuevo.

Consultó el plano con los nombres de los abogados escritos en cada uno de los cuadrados que marcaban la oficina de dicha persona. Martin había cogido el plano de la mesa de su despacho, sin darse cuenta de que la versión actualizada estaba sepultada debajo de una pila de cinco mil páginas correspondientes a una operación multinacional, que tendría que encuadernar esa tarde.

Dio la vuelta en una esquina, se detuvo y miró la puerta cerrada. Hoy todas las puertas estaban cerradas. Cogió el paquete de Federal Express, verificó el nombre en el plano, y lo comparó con el que figuraba en la etiqueta del paquete. Era el mismo. No había ninguna placa con el nombre del ocupante de la oficina. Esto le confundió.

Llamó, esperó un momento, volvió a llamar y después abrió la puerta.

Asomó la cabeza. El lugar era una leonera. Había cajas por todas partes, ningún mueble estaba en su sitio. Había papeles dispersos sobre la mesa. La primera intención fue llamar al supervisor. Quizás había un error. Miró la hora. Llevaba diez minutos de retraso. Cogió el teléfono y llamó al supervisor. No obtuvo respuesta. Entonces vio la foto de la mujer sobre la mesa. Alta, rubia, muy bien vestida. Esta tenía que ser la oficina del tipo. Sin duda se estaba instalando. ¿Quién iba a dejar la foto de una chica tan guapa olvidada en una mesa? Tras esta deducción, Fred dejó el paquete sobre el sillón del escritorio, donde el destinatario tendría que encontrarlo por narices. Cerró la puerta al salir.


– Lamento mucho lo de Walter, Sandy. Te lo juro. -Jack contempló la vista panorámica de la ciudad. Un ático en la parte alta. El lugar debía costar una fortuna y otro tanto se había invertido en la decoración. Por todas partes había cuadros originales, sillones de cuero y esculturas. Dedujo que no había muchos Sandy Lord en el mundo y que debían tener una casa en alguna parte.

Lord se sentó junto al fuego que ardía en el hogar. Vestía una bata de lana con dibujos de colores vivos y pantuflas de cuero. La lluvia azotaba la cristalera. Jack se acercó al fuego, su mente parecía crepitar y saltar al compás de las llamas; una chispa cayó sobre el suelo de mármol y se apagó al cabo de un instante. Jack agitó el contenido de su copa mientras miraba a su socio.

La llamada no le había pillado por sorpresa. «Tenemos que hablar, Jack, cuanto antes mejor para mí. En mi casa…

A su llegada, el viejo mayordomo de Lord se hizo cargo de su abrigo y de los guantes y desapareció discretamente en las profundidades de la casa

Los dos hombres se encontraban en el estudio revestido en caoba, un lujoso refugio masculino que Jack envidió con un sentimiento de culpa. La imagen de una mansión de piedra apareció por un momento en su cabeza. Tenía una biblioteca muy parecida a esta. Con un esfuerzo prestó atención a Lord.

– Me han jodido, Jack.

A Jack le entraron ganas de sonreír al escuchar las primeras palabras de Lord. Apreciaba el candor del hombre. Pero se contuvo. El tono en la voz de Lord exigía un poco de respeto.

– La firma saldrá adelante, Sandy. No vamos a perder muchos más. Subarrendaremos alguno de los pisos, no es tan grave.

Lord se levantó y fue al bar bien provisto instalado en un rincón. Llenó la copa hasta el borde y se la bebió sin respirar.

– Perdona, Jack, quizá no me he expresado con la suficiente claridad. La firma ha recibido un golpe, pero no tan fuerte como para hundirla. Tienes razón, Patton, Shaw sobrevivirá. Pero yo me refiero a si Patton, Shaw y Lord vivirán para luchar otro día.

Lord cruzó la habitación y se dejó caer sobre el sofá de cuero. Jack siguió con la mirada la hilera de tachones de latón que ribeteaban el mueble. Bebió un trago mientras observaba el rostro obeso de su socio. Los ojos parecían dos rajas en la cara.

– Tú eres el líder de la firma, Sandy, no veo que eso haya cambiado aunque tu lista de clientes haya sufrido un golpe.

Lord gimió desde su posición horizontal.

– ¿Un golpe? ¿Un golpe? Me han metido una bomba atómica en el culo. El campeón del mundo de los pesos pesados no podría haberme golpeado más fuerte. Me han noqueado. Rondan los buitres, y vienen a por mí; el cerdo relleno con una manzana en la boca y la diana en el culo.

– ¿Kirksen?

– Kirksen, Packard, Mullins, el cabrón de Townsend. Sigue contando, Jack, hasta acabar con la lista de socios. Debo admitir que mantengo una extraña relación odio-odio con mis socios.

– Pero no con Graham, Sandy. No con Graham.

Lord se incorporó un poco, se sujetó del respaldo para mirar a Jack.

El joven se preguntó por qué le caía tan bien este hombre. La respuesta quizás estaba en la comida en Fillmore’s. Nada de rollos. Un baño en el mundo real que había significado la lección más importante de su vida. Ahora el hombre estaba metido en problemas. Jack tenía los medios para protegerle. Mejor dicho, quizá los tenía; sus relaciones con los Baldwin no eran muy sólidas en este momento.

– Sandy, si van a por ti, primero tendrán que enfrentarse conmigo. -Ya estaba, lo había dicho. Y no mentía. También era verdad que Lord le había dado la oportunidad de estar con los tipos importantes, le había arrojado directamente al fuego. Pero ¿qué otra manera había para saber si valías o no? La experiencia tenía un precio.

– Nos encontraremos nadando en aguas muy revueltas, Jack.

– Soy buen nadador, Sandy. Además, no mires esto como algo únicamente altruista. Tú eres una inversión en la firma de la que soy socio. Tú eres el que consigue el trabajo. Ahora estás pasando por un bache, pero te recuperarás. Te apuesto quinientos dólares a que en menos de un año vuelves a ser el número uno. No pretendo perder al tipo que trae el dinero.

– No olvidaré esto, Jack.

– No dejaré que lo olvides.

Jack se marchó. Lord cogió la botella para servirse otra copa pero no lo hizo. Miró las manos temblorosas y dejó la botella y la copa en el bar. Alcanzó a llegar al sofá antes de que se le aflojaran las piernas. El espejo encima de la chimenea reflejó su imagen. Hacía veinte años que no lloraba. Desde la muerte de su madre. Pero ahora lloraba a mares. Había llorado por su amigo, Walter Sullivan. Durante años, Lord se había obligado a creer que el hombre no era más que un cheque millonario a final de mes. El precio de aquel engaño lo había pagado en el funeral, cuando Lord lloró con tanta emoción que tuvo que permanecer en el coche hasta la hora de enterrar a su amigo.

Ahora se frotó las mejillas otra vez para secarse las lágrimas. Maldito cabrón. Lord lo había planeado todo hasta el último detalle. Su discurso sería perfecto. Había pensado en todas las respuestas posibles excepto la que había recibido. Se había equivocado. Había supuesto que Jack haría lo mismo que habría hecho él en la misma situación: conseguir todo tipo de ventajas a cambio del enorme favor que pedía.

No era sólo culpa lo que sentía. Era vergüenza. Lo comprendió mientras le entraban náuseas y se inclinaba para vomitar sobre la alfombra. Vergüenza. Era algo que tampoco sentía desde hacía mucho tiempo. Cuando acabó de vomitar y se miró al espejo, Lord se prometió a sí mismo que no defraudaría a Jack. Volvería a situarse en la cumbre. Y no olvidaría.

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