El Jaguar avanzó lentamente por el largo camino particular, se detuvo y bajaron dos personas.
Jack se alzó el cuello del abrigo. La noche era fresca y el cielo estaba encapotado con nubarrones que amenazaban lluvia.
Jennifer pasó por delante del capó para ir a reunirse con Jack y se apoyaron en el vehículo.
Jack contempló la casa. La hiedra, muy espesa, tapaba toda la parte superior de la entrada. La mansión transmitía una sensación de fortaleza y sosiego que sin duda contagiaría a sus ocupantes. Ahora mismo a él le vendrían muy bien las dos cosas. Tenía que admitirlo: era preciosa. Además, ¿qué tenían de malo las cosas hermosas? Cuatrocientos mil dólares como socio. Si traía más clientes, ¿quién sabía cuánto llegaría a ganar? Lord ganaba cinco veces más, dos millones al año, y ese era el mínimo.
El dinero que ganaban los socios era materia estrictamente reservada y nunca se discutía en la firma, ni siquiera en las circunstancias más informales. Sin embargo, Jack había adivinado la palabra clave que daba acceso al archivo de cuentas de los socios en el ordenador. La palabra era «codicia». La secretaria que la escogió se habría partido de la risa.
Jack observó el prado, que tenía el tamaño de la cubierta de un portaaviones. Tuvo una visión y miró a su prometida.
– Hay lugar de sobra para jugar al fútbol con los chicos -comentó con una sonrisa.
– Sí, así es. -Ella le devolvió la sonrisa y le dio un beso en la mejilla mientras le cogía un brazo para que le rodeara la cintura.
Jack volvió a mirar la casa, de tres millones ochocientos mil dólares, que muy pronto sería su hogar. Jennifer no dejó de observarle, con la sonrisa cada vez más amplia. Sus ojos brillaban, incluso en la oscuridad.
Por su parte, Jack sintió una profunda sensación de alivio. Esta vez sólo veían ventanas.
A doce mil metros de altura, Walter Sullivan se recostó en la mullida butaca y contempló la oscuridad a través de la ventanilla del 747. A medida que avanzaban de este a oeste, Sullivan añadía horas al día, pero los husos horarios nunca le habían preocupado. Cuanto más viejo se hacía menos necesitaba dormir, y además nunca había dormido mucho.
El hombre sentado delante de él aprovechó la ocasión para observar al anciano con atención. Sullivan era conocido en todo el mundo como un empresario honrado, aunque duro de pelar. Honrado. Esta era la palabra que pasaba una y otra vez por la cabeza de Michael McCarty. Los empresarios honrados no tenían necesidad de (ni ganas de hablar con) los caballeros con una profesión como la de McCarty. Pero cuando a alguien le avisan a través de los canales más discretos que uno de los hombres más ricos de la tierra desea entrevistarse con ese alguien, la persona en cuestión acepta. McCarty no se había convertido en uno de los mejores asesinos del mundo porque le gustara mucho el trabajo. Él disfrutaba con tener dinero y los lujos que el dinero le permitía comprar.
McCarty contaba con la ventaja de parecer él también un empresario, o un universitario, cosa que era verdad porque se había licenciado en política internacional en Dartmouth. Con el pelo rubio ondulado, los hombros anchos y sin una arruga en la cara, cualquiera le hubiese tomado por un empresario en el camino a la cumbre o una estrella de cine. El hecho de que se ganara la vida matando gente, por una tarifa superior al millón de dólares, no empañaba su entusiasmo juvenil o su amor por la vida.
Por fin, Sullivan se fijó en él. McCarty, a pesar de la enorme confianza en sí mismo y su frialdad ante la presión, comenzó a inquietarse ante el escrutinio del multimillonario. De una elite a otra.
– Quiero que mate a alguien por mí -dijo Sullivan, sin inmutarse-. Por desgracia, en este momento, no sé quién es esa persona. Pero con un poco de suerte, algún día lo averiguaré. Hasta que llegue ese día, queda usted contratado y sus servicios estarán a mi disposición.
– Sin duda conoce mi reputación, señor Sullivan -replicó McCarty con una sonrisa al tiempo que meneaba la cabeza-. Existe una gran demanda de mis servicios. Como ya sabe, mi trabajo me obliga a viajar por todo el mundo. Si le dedicase todo mi tiempo a usted hasta que se presente la oportunidad, entonces no cumpliría con los demás compromisos. Me temo que mi cuenta bancaria, junto con mi reputación, resultarían perjudicadas.
– Cien mil dólares al día hasta que surja la oportunidad, señor McCarty -respondió Sullivan en el acto-. Cuando cumpla con éxito el trabajo, le pagaré el doble de la tarifa habitual. No puedo hacer nada para preservar su reputación; sin embargo, confío en que mi oferta evite cualquier perjuicio a su peculio personal.
McCarty abrió los ojos un poco más de la cuenta pero enseguida recuperó la compostura.
– Considero que es una oferta adecuada, señor Sullivan.
– Desde luego, se dará cuenta de que no sólo deposito una gran confianza en su capacidad para eliminar sujetos, sino también en su discreción.
McCarty disimuló una sonrisa. El avión de Sullivan le había recogido en el aeropuerto de Estambul a la medianoche, hora local. La tripulación no sabía quién era. Nunca nadie le había identificado, por lo tanto no le preocupaba que alguien le reconociera. Sullivan, al recibirle personalmente, había eliminado un peligro. Al intermediario, que habría tenido a Sullivan en su poder. Por su parte, McCarty no tenía ningún motivo para traicionar a Sullivan, más de un millón de razones para no hacerlo.
– Recibirá los detalles cuando estén disponibles -añadió Sullivan-. Se alojará en la zona metropolitana de Washington, aunque su misión podría ser en cualquier parte del mundo. Necesitaré que se mueva al primer aviso. Me informará de su paradero en todo momento y se pondrá en contacto cada día a través de líneas de comunicación seguras que yo le asignaré. Pagará sus gastos de la cantidad que reciba. El dinero lo recibirá por transferencia a la cuenta que usted nos diga. Mis aviones estarán a su disposición si surge la necesidad. ¿Está claro?
McCarty asintió, un poco desconcertado por las órdenes de su cliente. Pero nadie llegaba a multimillonario sin ser un poco mandón, ¿no? McCarty estaba enterado del asesinato de Christine Sullivan. ¿Quién coño podía culpar al viejo?
Sullivan apretó un botón en el apoyabrazos de la butaca.
– ¿Thomas? ¿Cuánto falta para que lleguemos?
– Cinco horas y catorce minutos, señor Sullivan -respondió la voz serena del capitán-, si mantenemos la velocidad y la altura actuales.
– Asegúrese de que así sea.
– Sí, señor.
Sullivan apretó otro botón y apareció un camarero que preparó la mesa y les sirvió una cena que McCarty nunca había tenido oportunidad de probar a bordo de un avión. Sullivan no dijo nada hasta que acabaron de cenar y el joven se levantó mientras el camarero le explicaba cómo llegar a su litera. A un ademán de Sullivan, el camarero dejó solos a los dos hombres.
– Una cosa más, señor McCarty. ¿Alguna vez ha fallado en una misión?
McCarty entrecerró los párpados hasta que sólo se vio una raja mientras miraba a su nuevo patrón. Por primera vez resultó evidente que el tipo con pinta de empresario era muy peligroso.
– Una vez, señor Sullivan. Con los israelíes. Algunas veces parecen sobrehumanos.
– Por favor, que no ocurra otra vez. Muchas gracias.
Seth Frank paseaba por los salones de la casa Sullivan. Las cintas amarillas de la policía seguían colocadas en el exterior, sacudidas por la brisa cada vez más fuerte, mientras el cielo se encapotaba con gruesos nubarrones que prometían nuevos aguaceros. Sullivan se alojaba en su apartamento del Watergate. El personal doméstico se encontraba en la residencia de su patrón en Fisher Island, Florida, sirviendo a los miembros de la familia Sullivan. Los criados no tardarían en regresar a casa para ser sometidos a nuevos interrogatorios.
Se tomó un momento para admirar el lugar. Era como si estuviese de visita en un museo. Tanto dinero… El lugar rezumaba dinero, desde las soberbias antigüedades a los cuadros pintados con brocha gorda que había por todas partes, con firmas de verdad en una esquina. Caray, en esta casa todo era original.
Entró en la cocina y después en el comedor. La mesa parecía un puente que unía los extremos de la alfombra azul claro que cubría el suelo de parqué, los pies se hundían en el espesor del pelo. Se sentó en la cabecera de la mesa, sin dejar de mirar a todas partes. Por lo que se veía, aquí no había pasado nada. Pasaba el tiempo sin conseguir el menor progreso.
Fuera, el sol se abrió pasó por un instante entre las nubes, y Frank tuvo su primera oportunidad en el caso. Se le habría escapado de no haber sido porque en aquel momento admiraba las molduras en el techo. Su padre había sido carpintero. Las juntas se fundían sin solución de continuidad.
Entonces fue cuando vio el arco iris que se movía por el techo. Se preguntó de dónde surgiría. Su mirada buscó por todo el comedor la vasija llena de oro que, según la leyenda, estaba al final del arco iris. Tardó unos segundos, pero entonces lo encontró. Se arrodilló junto a la mesa y espió debajo de una de las patas. La mesa era una Sheraton, del siglo xviii, o sea que pesaba una tonelada. Necesitó dos intentos, el sudor le corrió por la frente, una gota le entró en el ojo derecho y le hizo lagrimear, pero por fin consiguió levantar un poco la mesa y sacarlo.
Volvió a sentarse y contempló su nueva posesión, quizá su pequeña vasija de oro. El trozo de material plateado servía como barrera para evitar que las alfombras húmedas dañaran la madera o la tapicería de los muebles. Con la ayuda de la luz del sol, la superficie metalizada había dado origen a la aparición del arco iris. Él tenía un paquete de estas cosas en su casa. Su esposa las usaba cuando se ponía muy nerviosa ante el anuncio de la visita de los suegros y decidía hacer una limpieza a fondo.
Frank sacó su libreta. Los sirvientes llegarían a Dulles al día siguiente por la mañana, a las diez. Dudaba que en esta casa el pequeño objeto hubiese permanecido mucho tiempo debajo de la mesa. Podía no ser nada o serlo todo. Era un margen muy amplio. Si tenía suerte, quizá se encontrara en un término medio.
Se arrodilló otra vez y olió la alfombra, se pasó los dedos por el pelo. Con los productos de limpieza de hoy en día resultaba difícil saber. No dejaban olor, se secaban en un par de horas. No tardaría en averiguar cuándo había sido y si le serviría de algo. Podía llamar a Sullivan, pero por alguna razón, prefería saberlo por alguien que no fuera el dueño de la casa. El anciano no estaba en los primeros puestos de la lista de sospechosos, pero figuraba en la misma. Si ganaba o perdía posiciones, dependería de lo que él descubriera hoy, mañana, o la semana próxima. Cuando lo planteaba así, resultaba muy sencillo. Esto no estaba mal, porque, hasta ahora, nada sobre la muerte de Christine Sullivan era sencillo. Salió del comedor pensando en la caprichosa naturaleza del arco iris y de las investigaciones policiales en general.
Burton observó a la multitud. Collin estaba a su lado. Alan Richmond se abrió paso hacia el podio instalado en los escalones de entrada al juzgado de Middleton, un edificio de ladrillos revocados, con dentículos blancos, escalones de cemento gastados por el tiempo y la ubicua bandera americana junto a la de Virginia ondeando en la brisa de la mañana. El presidente inició su discurso exactamente a las nueve y treinta y cinco. Detrás de él se encontraban el delgado e impertérrito Walter Sullivan y el muy corpulento Herbert Sanderson Lord.
Collin se acercó un poco más a la multitud de reporteros que se empujaban los unos a los otros sin miramientos al pie de las escaleras como dos equipos de baloncesto esperando que el lanzamiento de falta entre o pegue en el borde del aro. Se había marchado de la casa de la jefa de gabinete a las tres de la mañana. Qué noche había sido, qué semana. Gloria Russell parecía despiadada e insensible en la vida pública, pero Collin había conocido otro aspecto de la mujer, un aspecto que le resultaba muy atractivo. Tenia la sensación de soñar despierto. Se había acostado con la jefa de gabinete del presidente. Esas cosas no ocurrían. Pero le había ocurrido al agente Tim Collin. Habían acordado verse todas las noches. Tenían que ir con cuidado, pero ambos eran cautos por naturaleza. Cómo acabaría todo esto era algo que Collin ignoraba.
Nacido y criado en Lawrence, Kansas, Collin había sido educado en los valores tradicionales del Medio Oeste. Se salía con una chica, se enamoraba, se casaba y tenía cuatro o cinco hijos, todo en ese orden. No veía que esto fuera a ocurrir aquí. Lo único que deseaba era estar con ella otra vez. Miró hacia la tarima y vio a Gloria detrás y a la izquierda del presidente. Con las gafas de sol, el pelo agitado por el viento, parecía tener el dominio total de todo lo que ocurría a su alrededor.
Burton, que vigilaba la multitud, echó una ojeada a su compañero a tiempo para ver la mirada que Collin dirigía a la jefa de gabinete. Frunció el entrecejo. Collin era un buen agente que cumplía con su trabajo, en ocasiones con un exceso de celo. No era el primer agente al que le pasaba, y tampoco era criticable. Pero había que mantener la mirada en la muchedumbre, en todo lo que tenía delante. ¿Qué diablos estaba pasando? Burton espió de reojo a Russell. La mujer miraba al frente, sin prestar ninguna atención a los hombres asignados a la custodia. Burton miró otra vez a Collin. El chico miraba ahora al público cambiando siempre de ritmo, izquierda a derecha, derecha a izquierda, algunas veces arriba, otras directamente al frente, sin establecer una pauta que un posible atacante pudiera utilizar. Sin embargo Burton no olvidaba la mirada que le había dirigido a la jefa de gabinete. Detrás de las gafas de sol, Burton había visto algo que no le gustaba.
Alan Richmond acabó el discurso con una mirada inflexible al cielo sin una nube mientras el viento le desordenaba el peinado impecable. Parecía estar mirando a Dios para implorarle su ayuda, aunque en realidad intentaba recordar si la cita con el embajador japonés sería a las dos o las tres de la tarde. Pero su mirada en lontananza, casi visionaria quedaría muy bien en las noticias de la noche.
En el instante oportuno volvió su atención a Walter Sullivan y dio al desconsolado marido un abrazo digno de alguien de su condición.
– Lo lamento mucho, Walter. Mis más sinceras y profundas condolencias. Si hay algo, cualquier cosa que pueda hacer por ti. Ya lo sabes.
Sullivan estrechó la mano que le ofrecían. Le temblaron las piernas y de inmediato dos miembros de su comitiva le sostuvieron antes de que nadie se diera cuenta.
– Muchas gracias, señor presidente.
– Alan, por favor, Walter. Ahora de amigo a amigo.
– Gracias, Alan, no sabes cuánto te agradezco por haberte tomado la molestia. Christy se hubiese sentido muy conmovida por tus palabras.
Sólo Gloria Russell, que no se perdía detalle del encuentro entre los dos personajes, captó el leve tirón de una mueca de burla en la mejilla de su jefe.
– Sé que no hay palabras para expresar el dolor que sientes, Walter. Cada día ocurren cosas en este mundo que no tienen ningún sentido. Si no hubiese sido por aquella súbita enfermedad, esto nunca hubiese pasado. No puedo explicar por qué pasan cosas como esta, nadie puede. Pero quiero que sepas que estoy aquí por ti, siempre que me necesites. En cualquier lugar, en cualquier momento. Hemos pasado muchas cosas juntos. Y, desde luego, tú me has ayudado en momentos muy difíciles.
– Tu amistad siempre ha sido importante para mí, Alan. Nunca olvidaré esto.
Richmond pasó un brazo por los hombros del anciano. En el fondo colgaban los micrófonos sujetos en pértigas. Rodeaban a la pareja como cañas de pescar gigantescas a pesar de los esfuerzos de los escoltas de los dos personajes.
– Walter, voy a comprometerme en esto. Algunos dirán que no es mi trabajo y que en mi posición no puedo involucrarme personalmente en nada. Pero maldita sea, Walter, eres mi amigo y no pienso dejar que esto pase como si nada. Los responsables pagarán por lo que han hecho.
Los dos volvieron a fundirse en un abrazo mientras las cámaras de televisión y los fotógrafos registraban la escena. A través de las antenas de seis metros de altura de la flota de unidades móviles, el mundo presenció esta muestra de ternura y amistad. Otro ejemplo de que Alan Richmond era algo más que un presidente. La gente de relaciones públicas de la Casa Blanca se estremecía al pensar en el efecto que tendría en las encuestas preelectorales.
En la pantalla del televisor aparecieron sucesivamente la mtv, grand Ole Opry, los dibujos animados, la qvc, la cnn, Pro Wrestling, y otra vez la cnn. El hombre se sentó en la cama, apagó el cigarrillo y dejó a un lado el mando a distancia. El presidente daba una conferencia de prensa. Se mostraba severo e impresionado por el abominable asesinato de Christine Sullivan, esposa del multimillonario Walter Sullivan, uno de los amigos íntimos del presidente, y el creciente clima de inseguridad en el país. No se mencionó en ningún momento si el presidente hubiera dicho lo mismo en el caso de que la víctima hubiese sido un pobre negro, un hispano o un asiático degollado en algún callejón de la capital. El presidente habló, con voz firme y el tono de rigor exacto, de aplicar mano dura. Había que poner coto a la violencia. La gente debía sentirse segura en sus casas, o en sus mansiones en este caso particular. Era una escena impresionante. Un presidente atento y considerado.
Los reporteros se lo tragaban todo y formulaban las preguntas correctas.
La televisión mostró a la jefa de gabinete Gloria Russell, vestida de negro, que asentía satisfecha cada vez que el presidente mencionaba sus opiniones sobre el crimen y el castigo. Los votos de la policía y de la asociación de jubilados y pensionistas estadounidenses estaban asegurados para las próximas elecciones. Cuarenta millones de votos bien valían una excursión matinal.
La jefa de gabinete no habría estado tan feliz de haber sabido quién les miraba en aquel instante. Los ojos clavados en el rostro de ella y del presidente, mientras el recuerdo de aquella noche, nunca lejos de la mente, se inflamaba como un volcán dispuesto a sembrar la destrucción.
El vuelo a Barbados había transcurrido con toda normalidad. El Airbus era un aparato inmenso cuyos motores gigantescos habían levantado al avión sin ningún esfuerzo de la pista de San Juan de Puerto Rico, y en unos minutos había alcanzado la altitud de vuelo necesaria, doce mil metros. El avión iba lleno. San Juan era el punto de embarque de los miles de turistas con destino a las islas del Caribe. Los pasajeros de Oregón, Nueva York y de todas las ciudades entre ellas contemplaron los nubarrones negros cuando el avión viró a la izquierda y dejó atrás los restos de una tormenta tropical.
Una escalera metálica les recibió al salir del avión. Un coche, pequeño en comparación con los americanos, llevó a cinco de ellos por el lado equivocado de la carretera cuando dejaron el aeropuerto en dirección a Bridgetown. La capital de la antigua colonia británica conservaba muchos rasgos de la larga colonización en el habla, los vestidos y las costumbres. El conductor, con una voz melodiosa, les informó de las muchas maravillas de la pequeña isla. Les hizo hincapié del barco pirata, con el pabellón de la calavera y las tibias cruzadas, que hacía una excursión por un mar bastante agitado. En la cubierta, los camareros atiborraban a los turistas. de piel enrojecida por el sol con tal cantidad de ponche de ron que todos acabarían muy borrachos y/o muy mareados cuando regresaran al muelle al caer la tarde.
En el asiento trasero, dos parejas de Des Moines comentaban entusiasmados todo lo que pensaban hacer. El hombre mayor sentado junto al chofer miraba a través del parabrisas pero sus pensamientos estaban puestos en otro lugar a más de tres mil kilómetros de allí. Un par de veces comprobó la dirección que seguían, en una actitud instintiva para orientarse. Los puntos de referencia eran pocos; la isla tenía unos treinta y cuatro kilómetros de longitud y veintidós en el punto más ancho. La temperatura media de treinta grados resultaba tolerable gracias a la brisa constante, cuyo sonido acaba por fundirse en el subconsciente, aunque siempre estaba allí como un sueño que se resiste a desaparecer.
El hotel era el Hilton americano de costumbre construido en una playa artificial que sobresalía en un extremo de la isla. El personal estaba bien preparado, cortés y muy dispuesto a dejar en paz al cliente que lo deseara. A diferencia de la mayoría de los huéspedes dispuestos a dejarse mimar, uno de ellos rehuía cualquier contacto, sólo salía de su habitación para pasear por las zonas solitarias de la playa de arena blanca, o por la banda montañosa de la isla que miraba al Atlántico. El resto del tiempo lo pasaba en la habitación, a media luz, la televisión encendida, con las bandejas del restaurante desparramadas por la alfombra y los muebles de mimbre.
El primer día, Luther cogió un taxi en la puerta del hotel para ir a recorrer la parte norte, casi al borde del océano donde, en lo alto de una de las muchas colinas de la isla, se alzaba la mansión Sullivan. Luther no había escogido Barbados porque sí.
– ¿Conoce al señor Sullivan? No está aquí. Regresó a América. -La voz cantarina del taxista sacó a Luther del trance. Los sólidos portones de hierro al pie de la colina cubierta de hierba ocultaban un largo y sinuoso camino hasta la mansión, que, con sus paredes estucadas color salmón y las columnas de mármol de seis metros de altura, parecía muy apropiada en medio de tanto verde, como una enorme rosa sobresaliendo entre los arbustos.
– Estuve en su casa -contestó Luther-. En Estados Unidos. El taxista le miró con respeto.
– ¿Hay alguien en la casa? ¿Alguien del personal? -preguntó Luther.-No, se fueron todos. Esta mañana.
Luther se recostó en el asiento. La razón era obvia. Habían encontrado a la dueña de la casa.
Luther pasó varios de los días siguientes en la playa entretenido en mirar a los turistas que desembarcaban de los barcos de crucero y se lanzaban sobre las tiendas libres de impuestos que había en el centro de la ciudad. Los buscavidas de la isla hacían sus rondas cargados con sus maletines astrosos donde llevaban relojes, perfumes y demás baratijas falsificadas.
Por cinco dólares americanos, un isleño cortaba una hoja de áloe y volcaba el líquido espeso en una botellita de vidrio para ser utilizado cuando el sol comenzara a picar sobre la tierna piel blanca que permanecía dormida y sin mácula debajo de chaquetas y blusas. Un sombrero de paja hecho a mano costaba cuarenta dólares. Tardaban una hora en confeccionarlo, y había muchas mujeres con los brazos fofos y los tobillos hinchados que esperaban pacientemente sentadas en la arena a recibir el suyo.
La belleza de la isla tenía que haber servido para liberar a Luther, hasta cierto punto, de su melancolía. Y, por fin, el sol, la brisa suave y el ritmo tranquilo de la vida acabaron por apaciguar sus nervios hasta que llegó un momento en que sonreía a algún paseante, respondía con monosílabos a la charla del camarero y se bebía sus combinados tendido en la playa, escuchando el ruido de las olas en la oscuridad que, poco a poco, le arrancaban de la pesadilla. Pensaba marcharse dentro de unos días. Todavía no tenía muy claro a dónde.
Y entonces el cambio de canales se había detenido en la cnn y Luther, como un pez cansado sujeto a un sedal irrompible, fue arrastrado de vuelta, después de gastar varios miles de dólares y viajado miles de kilómetros, al lugar del que pretendía escapar.
Russell dejó la cama y fue hasta el buró a buscar los cigarrillos.
– Te quitarán diez años de vida. -Collin se dio la vuelta en la cama y contempló sus movimientos nerviosos con una expresión divertida.
– Ya me los ha quitado el trabajo. -Encendió un cigarrillo, le dio varias chupadas rápidas, lo apagó y volvió a acostarse sobre el vientre de Collin. Sonrió complacida cuando él la sujetó entre sus brazos largos y musculosos.
– La conferencia de prensa estuvo bien ¿verdad? -Ella casi le oía pensar. Era bastante transparente. Sin las gafas oscuras todos lo eran.
– Siempre que no descubran lo que pasó en realidad.
Ella se volvió para mirarle, pasó un dedo a lo largo de su cuello marcando una uve sobre el pecho suave. El pecho de Richmond era peludo; algunos de los mechones eran grises y enrulados en las puntas. El de Collin era como el culo de un bebé, pero se notaban los músculos fuertes debajo de la piel. Él podía partirle el cuello con la facilidad con que se parte un palillo. Por un segundo se preguntó qué se sentiría.
– Sabes que tenemos un problema.
Collin estuvo a punto de soltar una carcajada pero se contuvo.
– Sí, tenemos a un tipo que corre por ahí con las huellas del presidente y las huellas y la sangre de una mujer muerta en un cuchillo. Sin ninguna duda es un problema muy gordo.
– ¿Por qué crees que no ha dicho nada?
Collin encogió los hombros. Él en su lugar habría desaparecido. Hubiera cogido la pasta y adiós. Millones de dólares. Collin era muy leal, pero si hubiese tenido ese dinero eso era lo que hubiese hecho. Largarse. Por un tiempo. Miró a la mujer. ¿Con esa cantidad ella aceptaría irse con él? Entonces volvió a la realidad. Quizás el tipo pertenecía al partido del presidente, quizá le había votado. En cualquier caso para qué buscarse problemas.
– Quizás está asustado -respondió.
– Hay muchas maneras de hacerlo de forma anónima.
– Puede que el tipo no sea muy listo. O quizá no ve ningún beneficio. O a lo mejor le importa una mierda. Tú eliges. Si hubiera tenido la intención de decir algo ya lo habría hecho. En cualquier caso, no tardaremos en saberlo.
Ella se sentó en la cama.
– Tim, todo esto me preocupa. -El tono de su voz hizo que Tim también se sentara-. Yo tomé la decisión de guardar aquel abrecartas sin limpiarlo. Si el presidente descubre… -Ella le miró. El agente interpretó el mensaje en sus ojos. Le acarició el pelo y apoyó una mano contra su mejilla.
– Por mí no lo sabrá.
– Lo sé, Tim, te creo. Pero ¿qué pasará si él, esta persona, intenta comunicarse directamente con el presidente?
– ¿Por qué iba a hacer algo así? -preguntó Collin intrigado.
Russell se acomodó en el borde de la cama, dejó que los pies le colgaran a unos cuantos centímetros del suelo. Por primera vez, Collin vio la pequeña marca de nacimiento roja y ovalada en la nuca. Entonces se dio cuenta de que temblaba a pesar del calor que hacía en el dormitorio.
– ¿Por qué iba a hacer algo así, Gloria? -repitió Collin. Ella le dio la respuesta a la pared.
– ¿Se te ha ocurrido pensar que ese abrecartas es en este momento uno de los objetos más valiosos del mundo? -Ella se volvió, le mesó el pelo, y sonrió al ver cómo cambiaba de expresión a medida que llegaba a la única conclusión posible.
– ¿Chantaje?
Ella asintió.
– ¿Cómo se hace para chantajear al maldito presidente?
Ella se levantó, se echó una bata sobre los hombros y se sirvió otra copa de la botella casi vacía.
– Ser presidente no te hace inmune a los intentos de chantaje, Tim. Joder, tienes mucho más que perder o ganar.
Russell hizo girar la bebida en la copa sin prisas, se sentó en el sofá y se bebió la copa de un trago. Sintió el calor reconfortante de la bebida que le llegaba al estómago. Desde hacía un tiempo bebía más de lo habitual. Hasta ahora no afectaba a su rendimiento, pero tendría que vigilarlo, sobre todo en este nivel, en este momento crítico. Pero decidió que lo vigilaría a partir de mañana. Esta noche, con el peso de un desastre político a punto de caerle encima y con un hombre joven y apuesto en su cama, bebería. Se sentía quince años más joven. Cada momento con él la hacía sentir más hermosa. No olvidaba su objetivo, pero ¿dónde estaba escrito que no podía divertirse?
– ¿Qué quieres que haga?
Russell esperaba esta pregunta. Su joven y apuesto agente del servicio secreto. Un moderno caballero blanco como aquellos que aparecían en las novelas que leía siendo niña. Ella le miró sosteniendo la copa con la punta de los dedos mientras que con la otra mano se quitaba la bata y la dejaba caer al suelo. Había tiempo de sobra, sobre todo para una mujer de treinta y siete años que nunca había tenido una relación seria con un hombre. Tenía tiempo para todo. La bebida disipó los temores, la paranoia. Y también la cautela que tanta falta le hacía. Pero no esta noche.
– Hay algo que puedes hacer por mí. Te lo diré por la mañana. -Sonrió, se tendió en el sofá y tendió una mano. Él se levantó obediente y fue hacia ella. Unos instantes después sólo se oían los gemidos y el chirriar de los resortes sobrecargados del sofá.
A media manzana de la casa de Russell, Bill Burton permanecía sentado en el Bonnevilla de su esposa, con una lata de gaseosa sin calorías entre las rodillas. De vez en cuando echaba una ojeada a la casa donde había entrado su compañero a las doce y cuarto de la noche y había atisbado a la jefa de gabinete con un atuendo poco adecuado para una visita de trabajo. Con la cámara equipada con teleobjetivo había sacado dos fotografías de aquella escena que Russell habría matado por tener. Las luces se habían encendido sucesivamente en todas las habitaciones hasta llegar al lado este, cuando todas las luces se apagaron al unísono.
Burton miró los faros traseros apagados del coche del colega. El chico había cometido un error al venir aquí. Se jugaba la carrera, quizá no sólo él, sino también Russell. Burton recordó otra vez aquella noche. Collin que corría de regreso a la casa. Russell blanca como una sábana. ¿Por qué? En medio de la confusión Burton se había olvidado preguntar. Y después habían corrido a través de un maizal persiguiendo a alguien que no tenía que estar allí, pero que estaba.
Collin había vuelto a la casa por algún motivo y Burton decidió que ya era hora de saber cuál era. Tenía el presentimiento de que se gestaba una conspiración. Dado que le habían excluido, llegó a la conclusión de que él no se beneficiaría de la misma. Ni por un momento había creído que a Russell sólo le interesaba lo que había detrás de la bragueta de su compañero. Ella no era de esa clase, ni de lejos. Todo lo que hacía tenía un propósito, un propósito importante. Un buen polvo no era suficiente.
Pasaron otras dos horas. Burton miró la hora y entonces se puso alerta al ver salir a Collin de la casa, bajar poco a poco por la calle, y subir al coche. Cuando pasó a su lado, Burton se agachó, un poco avergonzado por vigilar las actividades de otro agente. Vio la señal del intermitente cuando el Ford dobló por la calle que le sacaba de la zona residencial.
Burton miró otra vez hacia la casa. Se encendió una luz en la que debía ser la sala de estar. Era tarde, pero la señora de la casa funcionaba a tope. Su vigor era legendario en la Casa Blanca. Burton se preguntó si en la cama mostraría la misma resistencia. Dos minutos más tarde la calle quedó desierta. La luz en la casa continuó encendida.