21

Dan Kirksen abrió el Washington Post mientras acercaba el vaso de zumo de naranja a la boca. No llegó a probarlo. Gavin se las había apañado para escribir un artículo sobre el caso Sullivan con el único hecho concreto de la participación de Jack Graham, flamante socio de Patton, Shaw amp; Lord, como defensor del acusado. Kirksen llamó de inmediato a la casa de Jack. No obtuvo respuesta. Se vistió, pidió su coche y a las ocho y media entraba en el vestíbulo de la firma. Pasó por delante de la vieja oficina de Jack donde se amontonaban las cajas y objetos personales. El despacho nuevo de Jack estaba un poco más allá, al otro lado del que ocupaba Lord. Una belleza de seis metros por seis con un bar, muebles antiguos y una vista panorámica de la ciudad. Mucho más bonito que el suyo, pensó Kirksen amargado.

El sillón estaba de espaldas a la puerta. Kirksen no se molestó en llamar. Entró y arrojó el periódico sobre la mesa.

Jack se giró en el sillón lentamente. Miró el periódico.

– Bueno, al menos han escrito el nombre de la firma correctamente. Estupenda publicidad. Nos conseguirá casos de primera.

Kirksen se sentó sin apartar la mirada de Jack. Replicó al comentario de Jack con voz pausada y muy clara, como si hablara con un niño.

– ¿Te has vuelto loco? No nos ocupamos de casos criminales. No nos ocupamos de ninguna clase de litigios. -Kirksen se levantó con un movimiento brusco, le brillaba la calva, su cuerpo diminuto temblaba de rabia-. Sobre todo cuando el animal ha asesinado a la esposa del principal cliente de la firma -añadió con voz chillona.

– Eso no es del todo correcto. No nos ocupábamos de casos criminales pero ahora sí. Además, en la facultad me enseñaron que el acusado es inocente hasta que se demuestre lo contrario, Dan. Quizá lo has olvidado. -Jack miró a Kirksen muy tranquilo. «Cuatro millones contra tus seiscientos mil. Cállate, gilipollas.»

Kirksen sacudió la cabeza y miró al techo con el aire de quien se enfrenta a una situación absurda.

– Jack, quizá no tienes muy claros los procedimientos que se siguen en la firma antes de aceptar cualquier asunto nuevo. Mi secretaria te enviará un copia de los pasos a seguir. Mientras tanto, haz lo que sea necesario para desvincular inmediatamente a la firma y a ti mismo de este caso.

Con un aire de desprecio, Kirksen dio media vuelta dispuesto a marcharse. Jack dejó el sillón.

– Escucha, Dan, he aceptado el caso, lo defenderé en el juicio y no me importa lo que tú o la política de la empresa digan al respecto. Cierra la puerta cuando salgas.

Kirksen volvió a girarse y observó a Jack con una mirada muy atenta.

– Jack, ve con cuidado. Soy el socio gerente de la firma.

– Sé quién eres, Dan. Seguro que siendo tan responsable, sabrás cerrar la puerta cuando salgas.

Kirksen, sin decir ni una palabra más, giró sobre los talones y salió sin olvidarse de cerrar la puerta.

Poco a poco desapareció el dolor de cabeza y Jack volvió a su trabajo. Le faltaba poco para completar los documentos. Quería presentarlos antes de que nadie intentara detenerlo. Imprimió los documentos, los firmó y llamó a un mensajero. Hecho esto descansó unos momentos en el sillón. Eran casi las nueve. Tenía que ponerse en marcha, la cita con Luther era a las diez. Tenía que formular un sinnúmero de preguntas. Entonces recordó aquella noche. La noche helada en el Mall. La mirada de Luther. Jack haría las preguntas, pero sólo podía confiar en que sería capaz de aceptar las respuestas.

Se puso el abrigo, y unos minutos más tarde, iba en su coche camino a la cárcel del condado de Middleton.


Según la constitución de la mancomunidad de Virginia y el estatuto de procedimiento criminal, el estado debe entregar al acusado cualquier evidencia. No hacerlo significa el fin fulminante de la carrera del fiscal, además de permitir que el acusado resultara absuelto en la apelación.

Estas normas traían de cabeza a Seth Frank. Pensaba en el detenido sentado en la celda a unos pocos pasos de su oficina. Su apariencia tranquila no preocupaba a Frank. Algunos de los criminales más salvajes que había arrestado después de haberle abierto la cabeza a alguien por diversión, parecían chicos del coro de la iglesia. Gorelick estaba montando un buen caso, recolectaba metódicamente un saco de pequeñas hebras que tejidas todas juntas delante de un jurado, se convertirían en una soga bien sólida para colgar a Luther Whitney. Esto tampoco preocupaba a Frank.

Lo que le preocupaban era las pequeñas cosas que no encajaban. Las heridas. Las dos armas. Una bala arrancada de la pared. El lugar limpio como una sala de operaciones. El hecho de que Luther estuviera en Barbados y hubiese vuelto. El tipo era un profesional. Frank había dedicado cuatro días a averiguar todo lo posible sobre Luther Francis Whitney. Había resuelto un crimen complicadísimo que excepto por un golpe de suerte habría quedado impune. Un botín de millones, los polis sin una pista; estaba fuera del país, y el muy hijo de puta regresa. Los profesionales no hacían estas cosas. Frank hubiese comprendido que regresara por la hija, pero lo había comprobado en la compañía aérea. Luther Whitney había regresado a Estados Unidos con un nombre falso mucho antes de que Frank urdiera la trampa con Kate.

Y lo más grave: ¿debía creer que Luther Whitney tenía algún motivo para revisar la vagina de Christine Sullivan? Para colmo alguien había intentado matar el tipo. Esta era una de las pocas ocasiones en que Frank tenía más preguntas sin responder después de arrestar al sospechoso que antes de pillarlo.

Sacó el paquete de cigarrillos. Había renunciado a los caramelos. Intentaría dejar de fumar el año que viene. Cuando levantó la mirada se encontró con Bill Burton delante de su mesa.


– Que quede claro, Seth, que no puedo probar nada, pero en mi opinión tuvo que ser de esa manera.

– ¿Está seguro de que el presidente se lo dijo a Sullivan?

Burton asintió. Se entretuvo por un momento con una taza vacía que estaba sobre la mesa del teniente.

– Acabo de estar en una reunión con él. Supongo que fue culpa mía no decirle que se lo callara. Lo siento, Seth.

– Joder, es el presidente, Bill. ¿Quién le dice al presidente lo que debe hacer?

– Entonces, ¿qué le parece?

– Tiene sentido. No puedo dejarlo correr, eso se lo advierto desde ahora. Si Sullivan estuvo detrás de esto iré a por él. No me importan sus razones. Aquel disparo pudo matar a cualquiera.

– Quizá, pero sabiendo cómo actúa Sullivan, no encontrará gran cosa. Es probable que el tirador esté en alguna isla del Pacífico con una cara nueva y disponga de un centenar de testigos dispuestos a jurar que nunca estuvo en Estados Unidos.

Frank acabó de escribir en el libro de registro.

– ¿Consiguió sacarle algo a Whitney?

– ¡Ni una palabra! Su abogado le ha dicho que no abra la boca.

– ¿Quién es? -Burton disimuló su interés.

– Jack Graham. Trabajaba en la oficina del defensor público del distrito. Ahora es uno de los socios de uno de esos grandes bufetes de postín. En este momento está reunido con Whitney.

– ¿Es bueno?

Frank hizo una pausa. Retorció el palo de la cerilla.

– Sabe lo que hace -contestó.

– ¿Cuando formalizarán la acusación?

– Mañana a las diez.

– ¿Llevará a Whitney?

– Sí. ¿Quiere venir, Bill?

– No quiero saber nada más de este asunto -contestó Burton que se tapó los oídos con las manos.

– ¿Cómo es eso?

– No quiero que nada pueda llegar a oídos de Sullivan.

– ¿Cree que lo intentarán de nuevo?

– Lo único que sé es que no sé la respuesta a esa pregunta y usted tampoco. Yo en su lugar adoptaría unas cuantas medidas especiales. Frank le miró con atención.

– Cuide de nuestro muchacho, Seth. Tiene una cita con la cámara de ejecución en Greensville.

Burton se marchó.

Frank permaneció sentado un rato más. Lo que había dicho Burton tenía sentido. Quizá lo intentarían otra vez. Cogió el teléfono, marcó un número, habló durante un par de minutos y colgó. Había tomado todas las precauciones necesarias para transportar a Luther. Esta vez Frank confiaba en que no habría filtraciones.


Jack dejó a Luther en la sala de interrogatorios y cruzó el vestíbulo para ir a la máquina de café. Delante de él tenía a un tipo fornido, con un buen traje y paso ágil. El hombre se dio vuelta en el momento que Jack pasaba a su lado. Tropezaron.

– Perdone.

Jack se frotó el hombro donde se había golpeado contra el arma. -No es nada.

– Usted es Jack Graham, ¿no?

– Depende de quién lo pregunte. -Jack miró al tipo; a la vista de que iba armado no podía ser un reportero. Por la manera que mantenía las manos listas para actuar al instante y la mirada que se fijaba en todo sin que pareciera hacerlo debía ser un poli.

– Bill Burton, servicio secreto de Estados Unidos.

Se dieron la mano.

– Soy una especie de correveidile del presidente en esta investigación.

– Ahora le recuerdo. Estuvo en la conferencia de prensa. Bueno, supongo que su jefe estará muy contento esta mañana.

– Lo estaría si no fuera por el follón que hay en el resto del mundo. En cuanto a su cliente, vaya, en mi opinión sólo se es culpable cuando lo dice el jurado.

– Estupendo. ¿Quiere estar en mi jurado?

– Tranquilo. -Burton sonrió-. Ha sido un placer hablar con usted.


Jack dejó los dos vasos de café sobre la mesa y miró a Luther. Después se sentó y acomodó por enésima vez el bloc de notas impoluto.

– Luther, si no me das alguna información tendré que improvisar sobre la marcha.

Luther bebió un trago de café mientras miraba a través de la ventana el roble pelado y solitario que había junto al edificio. La nevada era espesa. Bajaba la temperatura y la circulación era un desastre.

– ¿Qué quieres que te diga, Jack? Consígueme un arreglo, evítanos a todos las molestias del juicio y acabemos con este asunto.

– Me parece que no lo entiendes, Luther. Este es el arreglo que ofrecen. Te atarán en una camilla, te meterán una aguja en la vena, te llenarán de veneno y dirán que eres un experimento de química. Aunque creo recordar que la comunidad permite que el condenado escoja. La inyección o asarte en la silla eléctrica. Eso es lo que ofrecen.

Jack se levantó y fue a mirar por la ventana. Por un momento pasó por su cabeza la imagen de una encantadora velada delante de un buen fuego en la chimenea de la mansión mientras los pequeños Jack y Jennifer correteaban por el patio. Tragó saliva, sacudió la cabeza y volvió a mirar a Luther.

– ¿Has escuchado lo que acabo de decir?

– Te he oído. -Por primera vez, Luther devolvió la mirada de Jack.

– Luther, ¿quieres por favor decirme qué pasó? Quizás estabas en aquella casa, quizá robaste el contenido de la caja fuerte, pero nunca, nunca conseguirás hacerme creer que tú mataste a la mujer. Te conozco, Luther.

– ¿De veras, Jack? -Luther sonrió-. Eso está bien, quizás uno de estos días podrás decirme quién soy.

– Te declararé no culpable -afirmó Jack al tiempo que guardaba el bloc en el maletín-. Quizá recuperes la sensatez antes de que comience el juicio. -Hizo una pausa y añadió-: Así lo espero.

Se volvió dispuesto a marcharse. Sintió la mano de Luther que se posaba sobre su hombro. Miró al viejo y vio cómo le temblaba el rostro.

– Jack. -Luther tragó con dificultad, le parecía tener la lengua hinchada como un balón-. Si pudiera decírtelo te lo diría. Pero eso no serviría de nada, ni a ti, ni a Kate o a cualquier otro. Lo siento.

– ¿Kate? ¿De qué hablas?

– Ya nos veremos, Jack. -Luther miró otra vez por la ventana. Jack miró a su amigo, sacudió la cabeza, y golpeó la puerta para llamar al guardia.


Los gruesos copos de nieve habían sido reemplazados por el granizo que repiqueteaba contra los ventanales como una lluvia de guijarros. Kirksen no prestó atención al tiempo sino que miró directamente a Lord. La pajarita del socio gerente estaba un poco torcida. Se dio cuenta al verse reflejado en el cristal y la enderezó con un ademán furioso. Le brillaba la calva por culpa de la rabia y la indignación. El mierda de Jack iba a recibir su merecido. Nadie le hablaba a él de esa manera.

Sandy Lord contempló la masa oscura de los edificios en el horizonte. Un puro humeaba en su mano derecha. Se había quitado la chaqueta y la enorme barriga tocaba la ventana. Los tirantes rojos resaltaban sobre el blanco inmaculado de la camisa almidonada. Miró con atención a una figura que cruzaba la calle a la carrera detrás de un taxi.

– Está socavando la relación que tiene esta firma, y la tuya, con Walter Sullivan. No quiero imaginar lo que debe haber pensado Sullivan esta mañana cuando vio el periódico. Su propia firma, su abogado representando a esta persona. ¡Dios mío!

Lord sólo escuchaba en parte el discurso de Kirksen. No tenía noticias de Sullivan desde hacía varios días. Las llamadas a la oficina ya su casa no habían sido contestadas. Nadie sabía dónde estaba. Este no era un comportamiento habitual. Su viejo amigó siempre se había mantenido en contacto permanente con un reducido círculo de personalidades del que Sandy Lord formaba parte.

– Sugiero, Sandy, que tomemos una decisión inmediata contra Graham. No podemos dejarlo correr. Sentaría un precedente nefasto. Me importa un comino que Baldwin sea su cliente. Caray, Baldwin es conocido de Walter. Debe estar furioso con toda esta situación. Podemos convocar una reunión del comité de dirección para esta noche. No creo que tardemos mucho en adoptar una decisión. Entonces…

Por fin Lord levantó una mano para interrumpir la palabrería de Kirksen.

– Yo me encargaré del asunto.

– Pero, Sandy, como socio gerente creo que…

Lord se volvió para mirarle. Los ojos enrojecidos se clavaron en la figura canija de Kirksen como dos puñales.

– Dije que me encargaré del asunto.

Lord miró otra vez por la ventana. Le traía sin cuidado ofender a Kirksen. Lo único que le preocupaba era que alguien había intentado matar al hombre acusado de asesinar a Christine Sullivan. Y que nadie podía hablar con Walter Sullivan.


Jack aparcó el coche, miró al otro lado de la calle y cerró los ojos. Esto no le sirvió de nada porque la matrícula privada parecía estar impresa en la retina. Salió del coche y esquivó a los vehículos mientras cruzaba el pavimento resbaladizo.

Metió la llave en la cerradura, se armó de valor y abrió la puerta.

Jennifer le esperaba sentada en una silla junto al televisor. La falda corta negra hacía juego con los zapatos de tacón alto negros y las medias caladas del mismo color. La blusa blanca abierta; en el cuello un collar de esmeraldas refulgía como un faro en la pequeña habitación. Había un abrigo largo de marta cibelina bien doblado sobre el sofá cubierto con una sábana. La joven repiqueteaba con las uñas contra el televisor cuando él entró. Jennifer le miró sin decir palabra. Los labios pintados color rubí formaban una línea recta.

– Hola, Jenn.

– No hay duda de que has estado muy ocupado en las últimas veinticuatro horas, Jack. -Ella no sonrió; continuó repiqueteando con las uñas.

– Tengo que ganarme la vida, ya lo sabes. -Se quitó el abrigo y la corbata; fue a la cocina a buscar una cerveza y cuando volvió se sentó en el sofá-. Sabes, he conseguido un caso.

Jennifer metió una mano en el bolso, sacó un ejemplar del Post y lo arrojó sobre el sofá.

– Estoy enterada.

Él miró los titulares.

– Tu firma no te dejará hacerlo.

– Mala suerte, ya lo he hecho.

– Ya sabes lo que quiero decir. ¿Qué diablos se te ha metido en la cabeza?

– Jenn, conozco al tipo, ¿está bien? Le conozco, es amigo mío. No le creo capaz de matar a nadie y voy a defenderlo. Es algo que hacen los abogados todos los días en todos los lugares donde hay acusados, y en este país los encuentras hasta debajo de las piedras.

– Se trata de Walter Sullivan, Jack -le recordó Jennifer-. Piensa en lo que haces.

– Sé que Walter Sullivan está por medio, Jenn. ¿Y qué? ¿Luther Whitney no se merece una buena defensa porque alguien dice que mató a la esposa de Walter Sullivan? Perdona, pero ¿dónde está escrito?

– Walter Sullivan es tu cliente.

– Luther Whitney es mi amigo y le conozcó desde mucho antes que a Walter Sullivan.

– Jack, el hombre que defiendes es un criminal vulgar. Ha estado en la cárcel buena parte de su vida.

– Hace veinte años que no ha pisado una cárcel.

– Es un ladrón convicto.

– Pero nunca le condenaron por asesinato -replicó Jack.

– En esta ciudad hay más abogados que asesinos. ¿Por qué no se puede ocupar del caso otro abogado?

– ¿Quieres una cerveza?

– Responde a mi pregunta.

Jack se levantó y arrojó la botella contra la pared.

– ¡Porque él me lo pidió!

Jenn le miró, la expresión de miedo que apareció en su rostro se esfumó en cuanto los trozos de cristal y la cerveza cayeron al suelo. Recogió el abrigo y se lo puso.

– Estás cometiendo un error muy grave y espero que recuperes la sensatez antes de que el daño sea irreparable. A mi padre casi le dio un ataque cuando leyó el artículo.

Jack apoyó una mano sobre el hombro de la muchacha y la obligó a volverse.

– Jenn, esto es algo que debo hacer -dijo en voz baja-. Confiaba en que tú me apoyarías.

– Jack, ¿por qué no dejas de beber cerveza y comienzas a pensar en cómo quieres vivir el resto de tus días?

Jennifer se marchó y Jack se apoyó contra la puerta masajeándoselas sienes hasta que le pareció que la piel se le desprendería por la presión ejercida por los dedos. Observó a través de los cristales sucios de la ventana cómo desaparecía el coche en la nevada. Se sentó en el sofá y releyó los titulares.

Luther quería hacer un trato pero no había trato posible. El escenario estaba preparado. Todo el mundo quería asistir al juicio. Los informativos de televisión había hecho un análisis detallado del caso; decenas de millones de personas habían visto la foto de Luther. Las encuestas sobre la inocencia o culpabilidad de Luther marcaban que el público le consideraba culpable por amplia mayoría. Y Gorelick se relamía los labios pensando que esta era la oportunidad de oro para aspirar al cargo de fiscal general en unos pocos años. En Virginia, los fiscales generales solían presentarse, y ganaban, a las elecciones a gobernador.

Bajo, calvo y gritón. Gorelick era tan mortífero como una cascabel rabiosa. Juego sucio, ética dudosa, siempre dispuesto a clavar el puñal en la espalda a la primera ocasión. Así era George Gorelick. Jack sabía que le aguardaba una pelea muy dura.

Mientras tanto, Luther no hablaba. Tenía miedo. ¿Qué tenía que ver Kate con ese miedo? Nada encajaba. Mañana se presentaría ante el juez y solicitaría la absolución de Luther cuando no tenía nada para demostrar que no era culpable. Pero probarlo era trabajo del estado. El problema radicaba en que podían hacerlo. Jack podía buscarle los tres pies al gato, pero su cliente había estado tres veces en la cárcel aunque en los últimos veinte años no aparecían más delitos en sus antecedentes. A ellos les tenía sin cuidado. ¿Por qué iban a preocuparse? El tipo era el final perfecto para una historia trágica. El ejemplo ideal de la regla de las tres condenas.

Arrojó el periódico al otro lado de la habitación, recogió los cristales rotos y limpió la cerveza derramada. Se frotó la nuca, tenía los músculos rígidos. Fue al dormitorio y se puso un chándal.


La ymca estaba a diez minutos de su casa. Jack tuvo la suerte de encontrar un hueco delante mismo del local y aparcó el coche. El sedán negro que venía detrás no tuvo la misma suerte. El conductor dio varias vueltas a la manzana hasta que se decidió a aparcar en la acera opuesta. Limpió el vaho de la ventanilla del pasajero y miró el edificio de la ymca. Al cabo de un instante salió del coche y subió las escaleras. Echó una ojeada a su alrededor, observó el Lexus y después entró en el local.

Tres partidos de baloncesto más tarde, Jack estaba empapado de sudor. Se sentó en el banco mientras los adolescentes continuaban jugando con el vigor inagotable de la juventud. Jack gimió cuando uno de los larguiruchos chicos negros, vestido con unos pantalones cortos que le venían grandes, camiseta de tirantes y unas zapatillas enormes, le lanzó la pelota. Se la devolvió.

– Lo siento, tíos, ya es suficiente.

– ¿Qué pasa, tío, estás cansado?

– No, sólo viejo.

Jack se masajeó las pantorrillas para aliviar las agujetas y abandonó la cancha.

En el momento que salía del edificio sintió que una mano se posaba sobre su hombro.


Jack conducía el coche. Miró de reojo a su acompañante. Seth Frank miraba con admiración el interior del Lexus.

– Me han contado maravillas de estos coches. ¿Cuánto le costó si no le molesta que pregunte?

– Cuarenta y nueve mil quinientos.

– ¡Diablos! No los gano en todo el año.

– Tampoco yo hasta hace poco.

– Creo que los defensores públicos no ganan mucho.

– Así es.

Permanecieron en silencio durante un par de minutos. Frank era consciente de que estaba infringiendo todas las reglas y Jack también lo sabía. Por fin, Jack le miró.

– Escuche, teniente, doy por hecho que no está aquí para hablar del coche. ¿Quiere alguna cosa?

– Gorelick tiene un caso ganador contra su cliente.

– Quizá. Tal vez no. No tengo intención de tirar la toalla si es eso lo que quiere averiguar.

– ¿Pedirá la absolución?

– No, voy a llevarlo hasta el centro correccional de Greensville y yo mismo me encargaré de inyectarle la mierda. Siguiente pregunta.

– Bueno, me lo merezco -reconoció Frank con una sonrisa-. Usted y yo tenemos que hablar. Hay algunas cosas en este caso que no concuerdan. No sé si favorecen o hunden más a su cliente. ¿Está dispuesto a escuchar?

– De acuerdo, pero no crea que será un intercambio de información.

– Conozco un lugar donde la carne la puedes cortar con el tenedor y el café es pasable.

– ¿Es un lugar discreto? No creo que le siente bien el uniforme.

– Siguiente pregunta -contestó Frank sonriente.

Jack le devolvió la sonrisa, y se acercaron hasta su casa para cambiarse.

Jack pidió otra taza de café mientras Frank continuaba con la primera. La carne rellena resultó deliciosa, y el lugar estaba tan aislado que Jack ni siquiera tenía claro dónde se encontraba. En alguna parte del sur de Maryland. Echó una ojeada a los pocos comensales del restaurante. Nadie se fijaba en ellos. Se volvió hacia su compañero de mesa que le miraba con una expresión risueña.

– Tengo entendido que usted y Kate Whitney mantuvieron una relación hace tiempo.

– ¿Se lo dijo ella?

– Qué va, no. Vino a la comisaría unos minutos después de que usted se marchara. El padre no quiso verla. Hablé con ella un rato. Me disculpé por cómo habían ido las cosas. -Los ojos de Frank brillaron por un momento, y añadió-: No tendría que haber hecho lo que hice, Jack. Utilizarla para cazar al padre. Nadie se lo merece.

– Funcionó. Algunas personas le dirían que no se debe lamentar el éxito.

– Está bien. La cuestión es que hablamos de usted. No soy tan viejo como para no ver un destello en los ojos de una mujer.

La camarera trajo el café de Jack. Él bebió un trago. Los dos hombres miraron a través de la ventana. Había cesado la nevada y el campo aparecía cubierto de un grueso y esponjoso manto blanco.

– Escuche, Jack, sé que el caso contra Luther es circunstancial, pero en muchas ocasiones ha sido suficiente para enviar a mucha gente a la cárcel.

– No lo dudo.

– La verdad, Jack, es que hay un montón de cosas que no encajan.

– Le escucho.

Frank echó una ojeada al salón y después miró otra vez a Jack.

– Sé que me estoy jugando el tipo, pero no me hice policía para enviar gente a la cárcel por delitos que no cometieron. Ya tienen bastantes culpables ahí dentro.

– ¿Qué es lo que no encaja?

– Algunas cosas las verá usted mismo cuando reciba todos los informes, pero la cuestión es que estoy convencido de que Luther Whitney cometió el robo en la casa, y también estoy convencido de que no mató a Christine Sullivan. Pero…

– Pero piensa que vio al que lo hizo.

– ¿Cuánto hace que lo piensa? -le preguntó el teniente que se echó para atrás en la silla y le miró sorprendido.

– No hace mucho. ¿Alguna idea al respecto?

– Creo que a su hombre casi le pillaron con las manos en la masa y entonces tuvo que meterse dentro.

Jack le miró extrañado. Frank se tomó unos pocos minutos para hablarle de la caja fuerte, la incongruencia de las pruebas materiales y sus propias dudas.

– Así que Luther está metido en la caja fuerte mirando lo que hacen la señora Sullivan y el tío que está con ella. Entonces pasa alguna cosa y la matan. Después, Luther ve cómo limpian todas los huellas.

– Es lo que creo, Jack.

– Él no se presenta a la policía porque no puede hacerlo sin acusarse a sí mismo.

– Eso explica muchas cosas.

– Excepto quién lo hizo.

– El único sospechoso es el marido, y no creo que fuera él.

– De acuerdo -asintió Jack que, por un instante, pensó en Walter Sullivan-. Entonces, ¿quién no es tan obvio?

– La persona que estuvo con ella aquella noche.

– Por lo que me cuenta de la vida sexual de la difunta, eso nos reduce la búsqueda a un par de millones.

– Nunca dije que sería fácil.

– La intuición me dice que no es un cualquiera.

– ¿Por qué no?

Jack bebió un trago de café y miró la porción de pastel de manzana.

– Mire, teniente…

– Seth.

– Bueno, Seth, sé que estoy caminando por la cuerda floja. Le escucho y le agradezco la información. Pero…

– Pero no sabe a ciencia cierta si confiar en mí, y en cualquier caso, no quiere decir nada que pueda perjudicar a su cliente.

– Algo así.

– Me parece justo.

Pagaron la cuenta y se marcharon. En el viaje de regreso comenzó a nevar con tanta fuerza que los limpiaparabrisas se veían desbordados.

Jack miró al detective, que mantenía la mirada al frente, ensimismado en sus pensamientos, o quizá sólo a la espera de que Jack dijera algo.

– Está bien, correré el riesgo. No tengo mucho que perder, ¿no?

– Creo que no -contestó Frank sin desviar la mirada del parabrisas.

– Aceptemos por el momento que Luther estaba en la casa y vio el asesinato de la mujer.

Esta vez, Frank miró a Jack con una expresión de alivio en el rostro.

– Bien.

– Hay que conocer a Luther, saber cómo piensa, comprender cómo reaccionaría ante algo así. Es la persona más serena que conozco. Aunque sus antecedentes no lo mencionen, es digno de toda confianza y muy responsable. Si yo tuviera hijos y necesitara dejarles con alguien, los dejaría con Luther porque sé que nada malo podría pasarles mientras estuvieran con él. Es muy capaz. Luther lo ve todo. Es un maniático del control.

– Excepto que su hija le metiera en una trampa.

– Así es, excepto eso. No lo habría descubierto. Ni en mil años.

– Sé a la clase de persona que se refiere, Jack. Algunos de los tipos que he arrestado, aparte del hábito de robar cosas a la gente, eran las personas más dignas que he conocido en mi vida.

– Le juro que si Luther vio el asesinato de la mujer habría buscado la manera de entregar al asesino a la poli. No lo habría dejado correr. ¡No le habría dejado salirse con la suya! -Jack miró muy serio a través del parabrisas.

– ¿A no ser?

– A no ser que tuviera un motivo muy justificado. Quizá conocía al asesino o había escuchado hablar de él.

– ¿Se refiere a la clase de persona a la que nadie creería capaz de hacer algo así y entonces Luther pensó que no valía la pena intentarlo?

– Tiene que haber algo más, Seth. -Jack dobló en la esquina siguiente y aparcó el coche delante de la ymca -. Nunca había visto a Luther tan asustado antes de que ocurriera todo esto. Ahora está asustado. Aterrorizado. Se ha resignado a aceptar la culpa y no sé por qué. Me refiero a que incluso se había ido del país.

– Y regresó.

– Así es, y sigo sin saber por qué. Por cierto, ¿tiene la fecha del regreso?

Frank buscó en la libreta y le dijo la fecha.

– ¿Qué pasó después del asesinato de Christine Sullivan que le llevó a volver?

– Podría ser cualquier cosa -opinó Frank, que se encogió de hombros.

– No, fue una cosa determinada y si pudiéramos descubrir qué fue, quizá podamos encontrar la solución a todo este asunto.

Frank guardó la libreta y pasó una mano sobre el tablero mientras pensaba. Jack se acomodó mejor en el asiento.

– Además no sólo está asustado por lo que le pueda pasar. Le espanta lo que le pueda pasar a Kate.

– ¿Cree que alguien amenazó a Kate?

– No. Ella me lo habría dicho -contestó Jack-. Creo que alguien le hizo llegar el mensaje a Luther. Si hablas me la cargo.

– ¿La misma gente que intentó matarle?

– Quizá. No lo sé.

Frank unió las manos y las apretó con fuerza. Observó la calle por un momento, inspiró con fuerza y miró a Jack.

– Mire, tiene que conseguir que Luther hable. Si nos entrega al asesino de Christine Sullivan, recomendaré la libertad condicional y trabajos sociales a cambio de su cooperación; no tendrá que ir a la cárcel. Joder, hasta es probable que Sullivan le deje quedarse con el botín a cambio del asesino.

– ¿Recomendará?

– Digamos que se lo haré tragar a Gorelick. ¿Le parece bien? -Frank le ofreció la mano.

Jack se la aceptó mientras miraba al detective a los ojos.

– Me parece bien.

Frank salió del coche pero volvió a asomar la cabeza antes de cerrar la puerta.

– Por lo que a mí respecta, el encuentro de esta noche nunca ocurrió y lo que me ha dicho es algo que no saldrá a la luz, sin excepciones. Ni siquiera en el banco de los testigos. En serio.

– Gracias, Seth.

Seth Frank caminó sin prisa hacia el lugar donde tenía aparcado el coche mientras el Lexus pasaba junto a él, doblaba en la esquina y desaparecía de la vista.

Tenía muy claro qué clase de persona era Luther Whitney. ¿Qué podía aterrorizar tanto a un tipo así?

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