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A las 7 de la mañana se abrieron las puertas doradas del ascensor, y Jack entró en la extensión meticulosamente decorada que era la recepción de Patton, Shaw amp; Lord.

Lucinda no había llegado, así que la mesa de recepción, hecha de teca, que pesaba unos quinientos kilos y costaba unos veinte dólares el kilo, estaba desatendida.

Caminó por los amplios pasillos, iluminados por la luz suave de los apliques de estilo neoclásico, dobló a la derecha, después a la izquierda y un minuto más tarde abrió la puerta de roble de su despacho. A lo lejos oía las campanillas de los teléfonos a medida que la ciudad se despertaba dispuesta a trabajar.

Seis pisos, más de diez mil metros cuadrados en la mejor zona del centro, que albergaban a más de doscientos abogados muy bien remunerados, con una biblioteca de dos plantas, un gimnasio completo, sauna, vestuarios y duchas para hombres y mujeres, dos salas de conferencias, varios centenares de secretarias y personal diverso y, lo más importante, una lista de clientes codiciada por todos los otros grandes bufetes del país, formaban el imperio de Patton, Shaw amp; Lord.

La firma había soportado el triste final de los ochenta, y después había cogido impulso cuando se acabaron los últimos coletazos de la recesión. Ahora funcionaba a toda máquina porque gran parte de la competencia había realizado reconversiones muy profundas. Contaba con algunos de los mejores abogados en casi todos los campos de la ley, o al menos en los campos donde más se ganaba. Muchos procedían de otras grandes firmas, cautivados por los beneficios y las promesas de que no se escatimaría ni un solo dólar a la hora de captar clientes.

Tres de los socios mayores habían pasado a ocupar cargos importantes en el gobierno. La firma les había pagado indemnizaciones superiores a los dos millones de dólares a cada uno, con el acuerdo tácito de que después de su pase por el gobierno volverían al trabajo trayendo con ellos decenas de millones de dólares en asuntos legales conseguidos de los nuevos contactos.

La regla no escrita, pero firmemente cumplida, de la firma era que no se aceptaba a ningún cliente con una facturación inferior a los cien mil dólares. Menos, había decidido el comité de gerencia, sería una pérdida de tiempo. No habían tenido problemas para cumplirla y florecer. En la capital de la nación, la gente buscaba lo mejor y no les importaba pagar por el privilegio.

La firma sólo había hecho una excepción a la regla, y por una de esas ironías había sido por el único cliente que tenía Jack además de Baldwin. Se prometió que pondría a prueba la regla con más frecuencia. Si tenía que estar aquí, lo sería con sus propias condiciones hasta donde fuera posible. Era consciente de que sus victorias serían pequeñas al principio, pero eso no le preocupaba.

Se sentó en su sillón, quitó la tapa al vaso de café y echó una ojeada al Post. Patton, Shaw amp; Lord tenía cinco cocinas y tres mayordomos con sus propios ordenadores. En la firma se consumían unas quinientas cafeteras al día, pero Jack compraba el suyo en el pequeño bar de la esquina porque no soportaba el café que empleaban aquí. Era una mezcla especial importada, costaba una fortuna y sabía a tierra mezclada con algas marinas.

Se balanceó en el sillón y echó una mirada al despacho. No estaba mal para un asociado, unos cuatro metros por cuatro y una bonita vista a la avenida Connecticut.

En el servicio del defensor público, Jack había compartido la oficina con otro abogado y no tenía ventana, sólo un póster gigante de una playa hawaiana que él había clavado una mañana muy fría y desagradable. A Jack le gustaba más el café del servicio.

Cuando le hicieran socio tendría un despacho nuevo, el doble de grande; quizá no en una esquina, todavía no, pero no tardaría en llegar. Gracias a la cuenta, Baldwin era el cuarto en la lista de los que más trabajo aportaban a la firma. Además, los tres primeros tenían más de cincuenta años y miraban más hacia los campos de golf que al interior de sus despachos. Miró su reloj. Era hora de ganarse los garbanzos.

Él era casi siempre uno de los primeros en llegar, pero no tardarían mucho en aparecer todos los demás. Patton, Shaw pagaban los mejores sueldos de Nueva York dentro del ramo, y por ese dinero esperaban grandes esfuerzos. Los clientes eran gigantes y sus demandas legales tenían el mismo tamaño. Cometer un error podía significar que un contrato de defensa de cuatro mil millones de dólares se fuera al demonio o una ciudad se declarara en quiebra.

Todos los asociados y pasantes que conocía en la firma tenían problemas estomacales; una cuarta parte de ellos estaban sometidos a algún tipo de terapia. Cada día, Jack contemplaba los rostros pálidos y los cuerpos fofos mientras desfilaban por los pasillos inmaculados de PS amp;L cargados con el peso de alguna tarea legal hercúlea. Esa era la contrapartida de los emolumentos que los colocaban entre el cinco por ciento de los profesionales mejor pagados del país.

Él era el único entre todos ellos que ya tenía la condición de socio en el bolsillo. El control de los clientes era el gran igualador en la abogacía. Sólo llevaba un año en Patton, Shaw como un abogado de empresa bisoño, y sin embargo le trataban con el respeto debido a los miembros más antiguos y experimentados de la firma.

Todo esto le hubiese hecho sentirse culpable y poco digno de no haber sido que se sentía igual de mal respecto al resto de su vida.

Se comió el último donut minúsculo, colocó el sillón en posición normal y abrió un expediente. El trabajo de empresa era bastante monótono y dados sus pocos conocimientos del tema no le tocaban los temas más importantes. La jornada de trabajo consistía en repasar contratos de alquiler, aperturas de negocios, estatutos de sociedades de responsabilidad limitada, acuerdos y otros asuntos, y las jornadas se hacían cada vez más largas, pero él aprendía rápido; debía hacerlo para sobrevivir, aquí sus habilidades para el debate no le servían casi de nada.

La firma no se ocupaba de litigios; prefería encargarse de asuntos empresariales e impositivos, que eran más duraderos y rentables. Si surgía algún pleito lo traspasaban a un grupo de bufetes selectos especializados en litigios, que a su vez pasaban a Patton, Shaw cualquier asunto que no era de los que ellos atendían. Era un arreglo que funcionaba de maravilla desde hacía años.

A mediodía, Jack había vaciado la bandeja de asuntos pendientes, dictado tres contratos y un par de cartas y atendido cuatro llamadas de Jennifer para recordarle que esa noche asistirían a una recepción en la Casa Blanca.

Alguna organización había escogido a su padre como empresario del año y decía mucho del estrecho vínculo del presidente con la gran empresa el hecho de que esta elección fuese motivo de una fiesta en la Casa Blanca. Pero al menos Jack vería al hombre de cerca. Conocerlo ya era otra cosa, aunque nunca se sabía.

– ¿Tienes un minuto? -Barry Alvis asomó la cabeza por la puerta. Era un asociado senior; esto significaba que él le había pasado en el ascenso a socio en más de tres ocasiones y que de hecho nunca daría el siguiente paso. Trabajador brillante, era un abogado que cualquier firma habría deseado tener. Sin embargo, no era un pelota y, por lo tanto, su capacidad para aportar nuevos clientes era nula. Ganaba ciento sesenta mil dólares al año, y otros veinte mil en primas. Su esposa no trabajaba, sus hijos iban a colegios privados, conducía un Beemer, no se esperaba que generara negocios y no tenía motivos de queja.

Como abogado con mucha experiencia y diez años de trabajo de alto nivel a las espaldas, era lógico suponer que estaría resentido con Jack Graham, y lo estaba.

Jack le invitó a pasar. Sabía que no le caía bien a Alvis, comprendía los motivos y no se lo reprochaba. Estaba dispuesto a soportar las envidias de los mejores, pero no dejaría que le pisotearan.

– Jack, hay que ocuparse ya de la fusión Bishop.

Jack se quedó en blanco. Aquel asunto, una auténtica pesadez, estaba muerto y enterrado, o al menos era lo que él creía. Le temblaban las manos cuando cogió un bloc.

– Pensaba que Raymond Bishop no quería acostarse con tcc.

Alvis se sentó, dejó el expediente de treinta centímetros de grosor sobre la mesa de Jack y se reclinó en la silla.

– Los acuerdos mueren, y después resucitan para atormentarnos. Necesitamos tus comentarios sobre los documentos de financiación secundaria para mañana por la tarde.

– Son catorce acuerdos y más de quinientas páginas, Barry. -Jack casi soltó la estilográfica-. ¿Cuándo te has enterado de esto?

Alvis se levantó y Jack vio la sombra de una sonrisa en el rostro del visitante.

– Quince acuerdos, y el número correcto de páginas es seiscientas trece, a un espacio, y sin contar las exposiciones. Gracias, Jack. La empresa te estará muy agradecida. -Se volvió-. Ah, por cierto, que te lo pases bien esta noche con el presidente, y saluda a la señora Baldwin de mi parte.

Alvis salió del despacho.

Jack miró el expediente que tenía delante y se masajeó las sienes. Se preguntó desde cuándo el muy cabrito sabía que el asunto Bishop había resucitado. Algo le decía que no había sido esta mañana.

Miró la hora. Llamó a la secretaria, canceló todos los compromisos para el resto del día, recogió los cuatro kilos de documentos y se fue a la sala de conferencias número nueve, la más pequeña y aislada de todas, donde podía esconderse y trabajar en paz. Trabajaría seis horas, iría a comer algo, volvería, trabajaría toda la noche, tomaría un baño turco, se ducharía y afeitaría aquí, acabaría los comentarios y los tendría sobre la mesa de Alvis a las tres, o como mucho a las cuatro. Hijo de puta.

Seis acuerdos más tarde, Jack comió la última patata, acabó la Coca-Cola, se puso la chaqueta y bajó a pie los diez tramos de escalera hasta el vestíbulo.

El taxi lo dejó en la puerta de su casa. Se quedó de una pieza.

El Jaguar estaba aparcado delante de su edificio. La matrícula privada success [Éxito] le informó que su futura esposa le esperaba en el apartamento. Estaría enfadada. Nunca venía al apartamento a menos que estuviese enfadada con él por algún motivo y quería hacérselo saber.

Miró la hora. Estaba un poco retrasado, pero tenía tiempo. Abrió la puerta mientras se tocaba la barbilla; quizá podía pasar sin afeitarse. La vio sentada en el sofá que había cubierto primero con una sábana. Estaba preciosa, una auténtica princesa. Ella se levantó muy seria y le miró.

– Llegas tarde.

– Ya sabes, no soy mi propio jefe.

– Eso no es ninguna excusa. Yo también trabajo.

– Sí, pero la diferencia está en que tu jefe tiene tu mismo apellido, y está chalado por su hija.

– Mamá y papá ya han salido. La limusina vendrá a recogernos dentro de veinte minutos.

– Sobra tiempo. -Jack se desnudó y corrió a la ducha. Apartó la cortina-. Jenn, ¿puedes sacar el traje azul cruzado?

Ella entró en el baño sin disimular el disgusto ante el desorden.

– La invitación decía corbata negra [Esmóquin. «Corbata blanca» sería frac. (N. del T.)].

– Corbata negra opcional -le corrigió él, mientras se quitaba el jabón de los ojos.

– Jack, no me hagas esto. Es la Casa Blanca, es el presidente.

– Te dan a escoger, corbata negra o no. Sólo ejercito mi derecho a no llevar corbata negra. Además, no tengo esmóquin. -Le sonrió y cerró la cortina.

– Tenías que conseguirte uno.

– Me olvidé. Venga, Jenn, por lo que más quieras. Nadie se fijará en mí, a nadie le importará cómo voy vestido.

– Gracias, muchas gracias, Jack Graham, gracias por hacerme un favor.

– ¿Sabes lo que valen esas cosas?

El jabón le irritaba los ojos. Pensó en Barry Alvis, en tener que trabajar todo la noche, en explicárselo a Jenny y después al padre, y su tono se agrió un poco.

– Además, ¿cuántas veces me pondré esa cosa? ¿Una o dos veces al año?

– Después de casarnos iremos a muchos actos donde el esmóquin no es opcional sino obligatorio. Es una buena inversión.

– Antes invertiría mi fondo de pensiones en pipas. -Asomó la cabeza otra vez para demostrarle que no lo decía en serio, pero ella no estaba.

Se secó el pelo con la toalla, se la envolvió alrededor de la cintura y entró en el pequeño dormitorio donde encontró un flamante esmóquin colgado en la puerta. Jennifer reapareció con una sonrisa.

– Con los mejores deseos de empresas Baldwin. Es de Armani. Te quedará precioso.

– ¿Cómo sabes mi talla?

– Tienes una cincuenta y dos. Podrías ser modelo. El modelo personal de Jennifer Baldwin. -Ella le pasó los brazos perfumados por los hombros y apretó. Jack sintió la presión de los pechos bastante grandes contra la espalda y maldijo en silencio no tener tiempo para aprovechar esta ocasión. Sólo una vez sin los malditos murales, sin los querubines y las carrozas; quizá sería otra cosa.

Miró con nostalgia la pequeña cama revuelta. Para colmo tenía que trabajar toda la noche. Todo por culpa del maldito Barry Alvis y el gilipollas de Raymond Bishop.

¿Por qué cada vez que veía a Jennifer Baldwin deseaba que las cosas fueran diferentes entre ellos? Por diferente quería decir mejor. Que ella o él cambiaran, o poder encontrarse a medio camino. Era hermosa, tenía todo lo que podía desear. Joder, ¿cómo podía ser tan imbécil?


La limusina circulaba sin problemas entre los restos de la hora punta. Los días de entre semana, después de las siete de la tarde, el centro de Washington siempre está casi vacío.

Jack miró a su prometida. El abrigo liviano pero carísimo no ocultaba la profundidad del escote. Las facciones exquisitamente modeladas estaban cubiertas por una piel sin mácula donde de vez en cuando brillaba una sonrisa. La abundante cabellera castaña que siempre llevaba suelta, esta vez estaba recogida en un peinado alto. Se parecía a una de aquellas super modelos de un solo nombre.

Él se acercó un poco más. Jennifer le sonrió, comprobó el maquillaje perfecto, y le palmeó la mano.

Él le acarició la pierna, le subió la falda; ella le apartó.

– Quizá más tarde -susurró Jennifer para que el chófer no la oyera.

Jack sonrió; musitó que quizá más tarde le dolería la cabeza. Ella soltó una carcajada y entonces él recordó que hoy no habría un «más tarde».

Se apoyó en el respaldo mullido y miró a través de la ventanilla. No había estado nunca en la Casa Blanca; Jennifer sí, dos veces. No parecía nerviosa; él sí. Se arregló la pajarita y se pasó la mano por el pelo cuando cruzaron el portón de entrada.

Los guardias de la Casa Blanca verificaron las identidades; como siempre, Jennifer fue objeto de las miradas de todos los hombres y mujeres presentes. Cuando se agachó para acomodarse el zapato, casi se le salieron los pechos del vestido de cinco mil dólares para gran alegría de varios ayudantes de la Casa Blanca. Jack recibió las habituales miradas de envidia por parte de los hombres. Después entraron en el edificio y presentaron las invitaciones al sargento de marina que les escoltó a través del corredor bajo nivel y a continuación por las escaleras hasta la sala Este.


– ¡Maldita sea! -El presidente se había agachado para recoger la copia del discurso de esa noche y la punzada de dolor le llegó hasta el hombro-. Creo que me pilló un tendón, Gloria.

Gloria Russell se sentó en una de las amplias y cómodas sillas que la esposa del presidente había escogido para el despacho Oval.

La primera dama por lo menos tenía buen gusto. Era agradable de ver, pero un poco pobre en el aspecto intelectual. No representaba ninguna amenaza al poder del presidente, y ayudaba a ganar votos.

Los antecedentes familiares eran impecables: gente rica de toda la vida, relaciones que venían de antaño. La vinculación del presidente con la riqueza y el sector conservador de la nación no había perjudicado sus relaciones con los liberales en lo más mínimo, aunque esto se debía en buena parte al carisma y a la voluntad de buscar el consenso, y también a que era muy bien parecido, algo cierto, si bien no se quería reconocer.

Un presidente para tener éxito necesitaba cuantos más atributos mejor, y este presidente no se quedaba corto.

– Creo que debo ir a ver al doctor. -El presidente no estaba de buen humor, pero tampoco lo estaba Russell.

– Dime, Alan, ¿cómo piensas explicarle a los periodistas acreditados en la Casa Blanca una herida de arma blanca?

– ¿Qué coño ha pasado con la relación médico-paciente? Russell miró al techo. Algunas veces, él parecía estúpido.

– Eres como una de las 500 compañías que aparecen en Fortune, Alan, todo lo que te concierne es de interés público.

– Bueno, no todo.

– Eso está por verse, ¿no es así? Esto está muy lejos de acabarse, Alan. -Russell se había fumado tres paquetes de cigarrillos y bebido dos cafeteras enteras desde la noche anterior. En cualquier momento su mundo, su carrera se hundirían para siempre. La policía llamaría a la puerta. Era lo único que podía hacer para no salir corriendo a gritos de la habitación. Ahora mismo, le dominaban las náuseas. Apretó las mandíbulas, clavó las uñas en los brazos de la silla. La imagen de la destrucción total no desapareció de su cabeza.

El presidente echó una ojeada a la copia, memorizó algunos párrafos, el resto lo improvisaría; tenía una memoria fenomenal, algo que le había ido muy bien.

– Para eso te tengo a ti, Gloria, ¿no es verdad? Para que todo salga bien.

El presidente la miró.

Por un instante ella se preguntó si él lo sabía. Si sabía lo que ella le había hecho. El cuerpo se le puso rígido y después se relajó. No podía saberlo, era imposible. Recordó sus súplicas de borracho; ¡cómo podía cambiar a una persona una botella de whisky!

– Desde luego, Alan, pero hay que tomar algunas decisiones. Debemos desarrollar algunas estrategias alternativas según las situaciones a las que nos podemos ver enfrentados.

– No puedo cancelar mi programa. Además, ese tipo no puede hacer nada.

– No podemos estar seguros -replicó Russell.

– ¡Piénsalo! Tendría que admitir el robo para justificar su presencia en el lugar. ¿Te lo imaginas intentando aparecer en las noticias de la noche con esa historia? Lo encerrarían en el psiquiátrico en menos que canta un gallo. -El presidente sacudió la cabeza-. Estoy a salvo. Ese tipo no puede tocarme, Gloria. Ni en un millón de años.

Habían planeado una estrategia en la limusina durante el viaje de regreso a la ciudad. La posición sería sencilla: una negativa categórica. Dejarían que el absurdo de la acusación, si se concretaba, trabajara para ellos. Y era una historia absurda a pesar de ser la pura verdad. La comprensión de la Casa Blanca por el pobre y desequilibrado ladrón y su avergonzada familia.

Desde luego había otra posibilidad, pero Russell había escogido no comentarla con el presidente en estos momentos. De hecho, había llegado a la conclusión de que era la más probable. En realidad era la única cosa que le permitía funcionar.

– Cosa más extrañas han pasado. -Ella le miró.

– Limpiaron el lugar, ¿no? No dejaron nada, excepto a ella, ¿no es así? -Había una nota de nerviosismo en la voz del presidente.

– Así es. -Russell se humedeció los labios. El presidente no sabía que el abrecartas con sus huellas y la sangre estaba ahora en poder del ladrón. Abandonó la silla y comenzó a pasearse arriba y abajo-. Desde luego, no puedo garantizar nada sobre rastros de contactos sexuales. Pero, en cualquier caso, no podrían relacionarlos contigo.

– Caray, ni siquiera recuerdo si lo hicimos o no. Aunque tengo la sensación de que lo hice.

Russell sonrió al escuchar el comentario. El presidente la miró. -¿Qué hay de Burton y Collin?

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Has hablado con los dos? -El mensaje del presidente estaba claro.

– Tienen tanto que perder como tú, ¿no crees, Alan?

– Como nosotros. Gloria, como nosotros. -Él se arregló la corbata delante del espejo-. ¿Alguna pista de nuestro fisgón?

– Todavía no; están investigando la matrícula.

– ¿Cuándo crees que notarán su ausencia?

– Con el calor que ha hecho hoy, espero que muy pronto.

– Muy gracioso, Gloria.

– La echarán de menos, harán averiguaciones. Llamarán al marido, irán a la casa. Al día siguiente, quizá dos, tres como máximo.

– Y entonces la policía comenzará a investigar.

– No podemos hacer nada al respecto.

– Pero no les perderás de vista ¿verdad? -Una sombra de preocupación pasó fugaz por el rostro del político mientras repasaba rápidamente las posibilidades. ¿Se había follado a Christy Sullivan? Esperaba que sí. Así al menos habría aprovechado algo de aquella noche desastrosa.

– Todo lo que podamos sin despertar demasiadas sospechas.

– Eso es fácil. Puedes decir que Walter Sullivan es gran amigo mío además de aliado político. Es lógico que tenga un interés personal en el caso. Piensa las cosas a fondo, Gloria, para eso te pago.

«Y tú te acostabas con su esposa -pensó Gloria-. Vaya amigo.»

– Ya había pensado en ello, Alan.

Russell encendió un cigarrillo y soltó el humo poco a poco. No estaba mal. Tenía que mantenerse por delante de él en este caso. Sólo un paso adelante y ella estaría segura. No sería fácil; él era listo, pero también arrogante. Las personas arrogantes por lo general sobrestiman sus capacidades y minusvaloran las de todos los demás.

– ¿Alguien sabía que iba a reunirse contigo?

– Pienso que podemos confiar en que fuera discreta, Gloria. Christy no tenía mucho en la cabeza, sus dones estaban un poco más abajo, pero entendía de cuestiones económicas. -El presidente le guiñó el ojo a la jefa del gabinete-. Arriesgaba perder ochocientos millones de dólares si el marido se enteraba de que le ponía los cuernos, incluso con el presidente.

Russell sabía de los extraños hábitos de Walter Sullivan, había visto el sillón y el espejo, pero ¿quién sabía cuál hubiese su reacción ante algún encuentro que él no hubiera presenciado? Gracias a Dios, Sullivan no era el que había estado sentado allí, en medio de la oscuridad.

– Te avisé, Alan, de que algún día tus pequeñas aventuras acabarían metiéndonos en líos.

Richmond miró a Russell con una expresión desilusionada.

– Escucha, ¿crees que soy el primer tipo en este cargo que se busca algún apaño? No seas tan ingenua, Gloria. Al menos soy muchísimo más discreto que algunos de mis predecesores. Asumo las responsabilidades del cargo… y también las ventajas. ¿Está claro?

– Clarísimo. -Russell se masajeó la nuca.

– En cuanto a ese tipo… bueno, no puede hacer nada.

– Sólo hace falta un soplo para derrumbar un castillo de naipes. -¿Sí? Hay un montón de gente viviendo en ese castillo. No lo olvides.

– No lo olvido, jefe.

Llamaron a la puerta. El ayudante de Russell asomó la cabeza. -Cinco minutos, señor. -El presidente asintió y le despidió con un ademán.

– Todo cronometrado para esta función.

– Ransome Baldwin hizo un gran aporte a la campaña, lo mismo que todos sus amigos.

– No hace falta que me recuerdes mis deudas políticas, cariño.

Russell se acercó al presidente. Le cogió del brazo sano y le miró atentamente. En la mejilla izquierda tenía una pequeña cicatriz. Recuerdo de un trozo de metralla durante su paso por el ejército al final de la guerra de Vietnam. A medida que despegaba su carrera política, la opinión femenina era que aquella diminuta imperfección realzaba su atractivo. Russell miró la cicatriz.

– Alan, haré lo que sea para proteger tus intereses. Saldrás de esta, pero debemos trabajar juntos. Somos un equipo, Alan, un equipo de cojones. No podrán con nosotros, si trabajamos unidos.

El presidente la miró por un instante, y después la recompensó con la misma sonrisa de rutina que acompañaba los titulares de primera plana. Le dio un beso en la mejilla, la estrechó contra él y Russell le devolvió el abrazo.

– Te quiero, Gloria. Eres magnífica. -Recogió el discurso-. Hora de salir a escena. -Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

Russell contempló los hombros anchos, se pasó la mano por la mejilla y le siguió.


Jack admiró la recargada elegancia del inmenso salón del ala Este. El lugar estaba lleno con algunos de los hombres y mujeres más poderosos de la nación A su alrededor se desarrollaba un intenso juego de intereses y él no podía hacer otra cosa que mirar boquiabierto. Vio a su prometida al otro lado del salón. Tenía arrinconado a un congresista de uno de los estados occidentales; sin duda intentaba conseguir la ayuda del buen legislador para defender los derechos ribereños de la empresa Baldwin.

Su prometida dedicaba mucho tiempo a relacionarse con los poseedores del poder en todos los niveles, desde comisionados de los condados a presidentes de los comités del Senado. Jennifer alimentaba los egos adecuados, untaba las manos convenientes y se aseguraba de que todos los actores importantes estuviesen en su lugar cuando la empresa Baldwin quería conseguir otro negocio gigantesco. La compañía de su padre había duplicado el capital en los últimos cinco años y en buena parte había sido gracias a su cometido. En realidad, ¿había algún hombre a salvo de ella?

Ransome Baldwin, un hombre de un metro noventa y dos de estatura, pelo blanco y voz de barítono, hacía la ronda, repartiendo fuertes apretones de mano entre los políticos que ya poseía y cortejando a los pocos que todavía no tenía.

La ceremonia de entrega había sido muy breve. Jack miró la hora. Dentro de poco tendría que regresar al despacho. En el trayecto, Jennifer había mencionado una fiesta privada en el hotel Willard a partir de la once. Se rascó la barbilla. Vaya mala suerte.

Estaba a punto de ir a buscar a Jennifer para explicarle las razones de su marcha, cuando el presidente se acercó a ella en compañía del padre, y al cabo de un instante los tres vinieron hacia él.

Jack dejó la copa y carraspeó para tener la voz clara y no quedar como un idiota cuando le tocara hablar. Jennifer y el padre conversaban con el presidente como amigos de toda la vida. Reían, comentaban, se tocaban como si él fuese el primo llegado del campo. Pero él no era un primo, era el presidente de Estados Unidos, joder.

– ¿Así que usted es el afortunado? -La sonrisa del presidente era amable. Se estrecharon las manos. Era tan alto como Jack, y éste admiró que se mantuviera en tan buen estado físico con un trabajo como el suyo.

– Jack Graham, señor presidente. Es un honor conocerle, señor.

– Tengo la impresión de que ya le conozco, Jack. Jennifer me ha hablado mucho de usted. Casi todo bueno. -Volvió a sonreír.

– Jack es socio en Patton, Shaw amp; Lord. -Jennifer mantenía el brazo entrelazado con el del presidente. Miró a Jack con una sonrisa encantadora.

– Bueno, socio todavía no, Jenn.

– Es sólo cuestión de tiempo -tronó la voz de Ransome Baldwin-. Con las empresas Baldwin como cliente, tú eres el que fija el precio con cualquier firma del país. No lo olvides. No permitas que Sandy Lord te engañe.

– Hágale caso, Jack. La voz de la experiencia. -Richmond levantó la copa y después apartó el brazo bruscamente en un gesto involuntario. Jennifer se tambaleó al quedarse sin apoyo.

– Perdona, Jennifer. Demasiado tenis. Vuelvo a tener problemas con este maldito brazo. Ransome, por lo que se ve te has conseguido un magnífico protégé.

– Más le vale. Tendrá que luchar con mi hija por el imperio. Quizá Jack pueda hacer de reina y Jenn ser el rey. ¿Qué os parece como igualdad de derechos? -Ransome soltó una carcajada a la que se sumaron los demás.

– Sólo soy un abogado, Baldwin -señaló Jack, un poco picado-. No busco ocupar un trono vacío. Hay otras cosas que hacer en la vida.

Jack cogió la copa. Esto no funcionaba como había deseado. Estaba a la defensiva. Jack mordió un cubito. Se preguntó qué pensaba en realidad Ransome Baldwin de su futuro yerno. ¿Ahora mismo? La verdad era que a Jack le traía al fresco.

Ransome dejó de reír y le miró. Jennifer ladeó la cabeza de la manera que acostumbraba cuando él decía algo inconveniente, que era la mayoría de las veces. El presidente los miró a los tres, sonrió y se disculpó. Se dirigió a un rincón donde estaba una mujer.

Jack le observó alejarse. Conocía a la mujer por la televisión, la había visto defendiendo la postura del presidente en mil y un asuntos. Gloria Russell no parecía muy contenta en este momento, pero con todas las crisis en el mundo, sin duda la alegría era un bien escaso en su trabajo.

Esta fue una reflexión posterior. Jack había conocido al presidente, le había dado la mano. Le había deseado que mejorara del brazo. Aprovechó el momento a solas con Jennifer para disculparse. Ella no ocultó su disgusto.

– Esto es algo inaceptable, Jack. ¿Te das cuenta de lo importante que es esta noche para papá?

– Eh, para el carro. Soy un trabajador, ¿sabes? Cobraré las horas.

– ¡Eso es ridículo! Y tú lo sabes. Nadie de esa firma puede pedirte semejante cosa, y mucho menos un don nadie de asociado.

– Jenn, no es para tanto. Me lo he pasado muy bien. Tu papá ya tiene su premio. Ahora tengo que volver al trabajo. Alvis no es mal tipo. Me maltrata un poco, pero trabaja tanto o más que yo. Ya sabes cómo es eso.

– No me parece justo, Jack. Me plantea un inconveniente.

– Jenn, es mi trabajo. A mí no me preocupa, así que tú no te preocupes Te veré mañana. Cogeré un taxi.

– Papá se llevará una desilusión.

– Tu padre ni siquiera se dará cuenta. Eh, tómate un copa a mi salud. Y no te olvides de lo que dijiste para más tarde. Te tomo la palabra, quizá por una vez podríamos hacerlo en mi casa.

Ella dejó que la besara. Pero en cuanto Jack se marchó fue en busca de su padre hecha una furia.

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