Gloria Russell estaba en la sala de su casa. Le temblaba la mano en la que sostenía la carta. Miró la hora. La había traído justo a tiempo un hombre mayor con turbante en un Subaru destartalado. En la puerta del pasajero, el logotipo de Metro Rush Couriers. Muchas gracias, señora. Despídase de su vida. Ella había esperado tener por fin en sus manos la llave para borrar todas las pesadillas que había sufrido, todos los riesgos que había afrontado.
El viento aullaba en la chimenea. Un buen fuego ardía en el hogar. La casa estaba confortable y escrupulosamente limpia gracias a los esfuerzos de Mary, la mujer de la limpieza, que se acababa de marchar. A Russell la esperaban a cenar a las ocho en la casa del senador Richard Miles. Miles era muy importante para las aspiraciones políticas personales de Gloria y ya había dado los primeros pasos en su apoyo. Las cosas volvían a ir bien. Había recuperado el impulso. Después de todos aquellos momentos de humillación. Pero y ¿ahora? Ahora ¿qué?
Miró otra vez el mensaje. La incredulidad la tenía atrapada como una enorme red de pesca que la arrastraba hacia el fondo, donde ya no se movería.
Gracias por la donación benéfica. Será muy apreciada. También aprecio darme soga para colgarla. Sobre el objeto en discusión ya no está en venta. Ahora que lo pienso, los polis lo necesitarán para el juicio. Ah, por cierto, ¡que le den por el culo!
¿Soga para colgarla? Russell no entendía nada, no podía pensar, estaba bloqueada. Lo primero que se le ocurrió fue llamar a Burton, pero recordó que no estaría en la Casa Blanca. Entonces cayó en la cuenta. Corrió hacia el televisor. En el informativo de las seis estaban dando una noticia de última hora. Una arriesgada operación policial realizada conjuntamente por el departamento de policía del condado de Middleton y la policía de la ciudad de Alexandria había conseguido detener a un sospechoso en el asesinato de Christine Sullivan. Un pistolero desconocido había efectuado un disparo. Se suponía que el blanco era el sospechoso.
Russell contempló las escenas filmadas en la comisaría de Middleton. Vio a Luther Whitney, con la mirada al frente, subir las escaleras sin intentar ocultar el rostro. Era mucho mayor de lo que pensaba. Parecía un director de escuela. Aquel era el hombre que la había mirado. Ni siquiera se le ocurrió pensar que a Luther le habían arrestado por un crimen que no había cometido. Aunque tampoco hubiera hecho nada. En un momento vio a Bill Burton con Collin detrás de él mientras escuchaban al detective Seth Frank que hacía una declaración a la prensa.
¡Vaya pareja de cabrones incompetentes! Luther estaba arrestado. Le habían arrestado y ella tenía un mensaje en la mano que garantizaba que el tipo se encargaría de hundirlos a todos. Había confiado en Burton y Collin, el presidente había confiado en ellos, y habían fracasado de la peor manera. No podía creer que Burton pudiera estar tan tranquilo mientras el mundo entero estaba a punto de estallar en llamas, como una estrella que de pronto se convierte en una nova.
Su próxima acción fue una sorpresa incluso para ella. Corrió al baño, abrió el botiquín y cogió el primer frasco que vio. ¿Cuántas pastillas harían falta? ¿Diez? ¿Cien?
Intentó abrir la tapa pero le temblaban tanto las manos que no lo consiguió. Insistió hasta que las pastillas se volcaron en el lavabo. Recogió un puñado y entonces se detuvo. Se miró en el espejo. Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que había envejecido. Tenía los ojos opacos, las mejillas hundidas y el pelo como si encaneciera por segundos.
Miró el montón de pastillas verdes que tenía en la mano. No podía hacerlo. Aunque se hundiera el mundo, no podía hacerlo. Arrojó las pastillas al inodoro, apagó la luz. Llamó a la oficina del senador. Una súbita indisposición le impediría asistir a la cena. Acababa de acostarse cuando llamaron a la puerta.
Primero le pareció como un lejano redoble de tambores. ¿Traerían una orden judicial? ¿Qué tenía en su poder que pudiera ser una prueba en su contra? ¡La nota! La sacó del bolsillo y la arrojó al fuego. En cuanto la vio arder, se arregló la bata, se calzó las chinelas y salió de la sala.
Por segunda vez sintió un dolor agudo en el pecho cuando abrió la puerta y se encontró con Bill Burton. Sin decir ni una palabra, el agente entró, arrojó el abrigo sobre una silla y fue directamente hacia el bar.
Ella cerró de un portazo.
– Gran trabajo, Burton. Brillante. Lo ha hecho todo de maravilla. ¿Dónde está su compinche? ¿Ha ido al oculista?
– Cállese y escuche -le replicó Burton mientras se sentaba con la copa en la mano.
En cualquier otro momento la réplica le habría enfurecido. Pero el tono del agente la dejó helada. Se fijó en la pistolera. De pronto comprendió que estaba rodeada de gente armada. Parecían estar por todas partes. Se habían efectuado disparos. Se había mezclado con un grupo de gente muy peligrosa. Se sentó y le miró boquiabierta.
– Collin no llegó a disparar.
– Pero…
– Pero alguien lo hizo. Lo sé. -Burton se bebió de un trago la mitad de la copa. Russell pensó servirse una, pero desistió-. Walter Sullivan. Ese hijo de puta. Richmond se lo dijo, ¿no?
– ¿Cree que Sullivan estaba detrás de esto?
– ¿Quién si no? Piensa que el tipo mató a su esposa. Tiene el dinero para contratar a los mejores tiradores del mundo. Él era la única otra persona que sabía exactamente dónde y cuándo lo iban a detener. -El agente miró a la jefa de gabinete y sacudió la cabeza en un gesto de disgusto-. No sea estúpida, señora, no tenemos tiempo para estupideces.
Burton se levantó para pasearse arriba y abajo.
– Pero el hombre está detenido -insistió Russell al recordar lo que había visto en la televisión-. Se lo dirá todo a la policía. He pensado que eran ellos los que llamaban a la puerta.
– El tipo no le dirá nada a la policía. Al menos por ahora -afirmó Burton que dejó de pasearse por un momento.
– ¿De qué está hablando?
– Hablo de un hombre que hará cualquier cosa para que su niñita continúe con vida.
– ¿Usted le amenazó?
– Le transmití el mensaje con toda claridad.
– ¿Cómo lo sabe?
– Los ojos no mienten, señora. Él conoce el juego. Si habla, adiós a su hija.
– Usted, usted no puede…
Burton tendió las manos, sujetó a la jefa de gabinete, y la levantó en el aire como si fuera una pluma hasta el nivel de sus ojos.
– Mataré a cualquier cabrón que pueda joderme, ¿está claro? -El tono era feroz. La arrojó sobre la silla.
Ella le miró, con el rostro sin sangre, los ojos aterrorizados.
– Usted fue la que me metió en esto -añadió Burton, furioso-. Yo quería llamar á la policía desde el primer momento. Hice mi trabajo. Quizá maté a la mujer, pero ningún jurado en el mundo me hubiera encontrado culpable. Pero usted me engañó como a un chino, señora, con todo aquel rollo del desastre mundial y la preocupación por el presidente, y yo me lo tragué como un imbécil. Y ahora mismo estoy a un paso de perder veinte años de mi vida y no me hace nada feliz. Si no lo entiende, allá usted.
Permanecieron sentados sin hablar durante un momento. Burton sostenía la copa y miraba la alfombra, mientras pensaba. Russell le vigilaba de reojo al tiempo que hacía todo lo posible por dominar los temblores. No se atrevía a mencionarle a Burton la nota que había recibido. ¿Para qué? Bill Burton era muy capaz de sacar la pistola y matarla allí mismo. La idea de estar tan cercana a una muerte violenta le heló la sangre.
Russell consiguió sentarse en la silla. El tictac de un reloj sonaba al fondo; parecía contar los últimos instantes de su vida.
– ¿Está seguro de que él no dirá nada? -Miró a Burton.
– No estoy seguro de nada.
– Pero acaba de decir…
– Dije que el tipo hará cualquier cosa para asegurarse de que no maten a su hija. Si consigue eliminar la amenaza, entonces dormiremos durante el resto de nuestras vidas en la cárcel.
– ¿Cómo hará para eliminar la amenaza?
– Si supiera la respuesta, no estaría tan preocupado. Pero le garantizo que en este momento Luther Whitney está sentado en la celda pensando cómo hacerlo.
– ¿Qué podemos hacer?
Bill Burton recogió el abrigo y después sujetó a Russell por un brazo y la obligó a levantarse.
– Vamos, es hora de hablar con Alan Richmond.
Jack repasó las notas y después miró a los que estaban sentados alrededor de la mesa. Su equipo consistía en cuatro asociados, tres pasantes y dos socios. El éxito de Jack con Sullivan era la comidilla de la firma. Cada uno de los presentes miraba a Jack con asombro, respeto y un poco de miedo.
– Sam, tú coordinarás las ventas de materias primas a través de Kiev. El tipo que tenemos allí es un listillo de cuidado; no le pierdas de vista pero déjale que se encargue de hacer las cosas.
Sam, socio desde hacía diez años, cerró su maletín.
– Hecho -respondió.
– Ben, he revisado tu informe sobre los contactos con los lobbys. Estoy de acuerdo contigo. Creo que nos conviene insistir con la gente de relaciones exteriores. No nos vendrá mal tenerlos de nuestro lado. -Jack abrió otra carpeta-. Tenemos un mes para montar y poner en marcha la operación. Nuestra preocupación principal es la delicada situación política de Ucrania. Hay que tenerlo todo atado lo antes posible. No vaya a ser que los rusos se anexionen a nuestro cliente. Ahora quiero dedicar unos minutos…
Se abrió la puerta y la secretaria de Jack asomó la cabeza. Parecía inquieta.
– Lamento mucho interrumpir.
– Está bien, Martha, ¿qué pasa?
– Le llaman por teléfono.
– Le avisé a Lucinda que retuviera todas las llamadas excepto en caso de emergencia. Mañana devolveré todas las llamadas.
– Pienso que esta es una emergencia.
– ¿Quién es? -preguntó Jack.
– Una tal señora Kate Whitney.
Cinco minutos más tarde, Jack estaba en su coche; un flamante Lexus 300 color cobre. Pensaba a todo máquina. Kate estaba histérica.
Lo único que había entendido era que Luther estaba detenido. Por qué, no lo sabía.
Kate abrió la puerta a la primera llamada, y casi se desplomó en sus brazos. Pasaron varios minutos antes de que pudiera respirar con normalidad.
– ¿Kate, qué pasa? ¿Dónde está Luther? ¿De qué le acusan?
Ella le miró, con el rostro tan hinchado y enrojecido como si le hubiesen dado una paliza.
Cuando por fin consiguió pronunciar la palabra, Jack se sentó atónito.
– ¿Asesinato? -Miró a su alrededor sin darse cuenta de lo que veía-. Eso es imposible. ¿A quién coño creen que ha asesinado?
Kate se irguió en la silla y se apartó el pelo de la cara. Le miró a los ojos. Esta vez sus palabras fueron claras, directas y se clavaron en Jack como astillas de cristal.
– Christine Sullivan.
Jack permaneció inmóvil durante unos instantes y después se levantó de un salto. Miró a la joven, intentó hablar pero no pudo. Se acercó tambaleante a la ventana, la abrió y dejó que el frío le golpeara. Sintió el ácido en el estómago; le llegó a la garganta como si fuera fuego. Lentamente, las piernas recuperaron las fuerzas. Cerró la ventana y volvió a sentarse junto a ella.
– ¿Qué pasó, Kate?
Ella se secó los ojos con un pañuelo de papel hecho una bola. Tenía el pelo revuelto. No se había quitado el abrigo. Los zapatos estaban junto a una silla, donde habían ido a parar cuando se los quitó a puntapiés. Se rehizo lo mejor que pudo. Apartó un mechón de pelo que le caía sobre la boca, y por fin miró a Jack. Las palabras salieron de su boca, entrecortadas.
– Le han detenido. La policía cree que entró en la casa de los Sullivan. Se suponía que allí no había nadie. Pero, en realidad, estaba Christine Sullivan. -Hizo una pausa para inspirar con fuerza-. Piensan que Luther la mató. -En cuanto pronunció estas últimas palabras cerró los ojos; los párpados parecieron bajar arrastrados por un peso insoportable. Sacudió la cabeza, la piel de la frente arrugada mientras el dolor iba en aumento.
– Eso es una locura, Kate. Luther nunca mataría a nadie.
– No lo sé, Jack. Ya no sé qué pensar.
Jack se levantó y recogió el abrigo. Se pasó una mano por el pelo mientras intentaba pensar con claridad. La miró.
– ¿Cómo lo supiste? ¿Cómo coño le pillaron?
Kate se sacudió como una hoja. El dolor era tan fuerte que parecía visible, flotaba sobre ella antes de hundirse una y otra vez en su cuerpo delgado. Se tomó un momento para limpiarse el rostro con otro pañuelo. Tardó mucho en volverse hacia él, centímetro a centímetro, como si fuera una anciana inválida. Mantuvo los ojos cerrados mientras hacía un esfuerzo por expulsar el aire viciado de los pulmones.
Por fin abrió los ojos. Movió los labios sin que saliera ningún sonido. Entonces consiguió pronunciar las palabras, lentamente, como si quisiera absorber al máximo los golpes que acompañaban a cada una de ellas.
– Yo le entregué.
Luther, vestido con el uniforme naranja de los presos, se hallaba sentado en la misma sala de interrogatorios donde había estado Wanda Broome. Seth Frank, al otro lado de la mesa, le observó con atención. Luther mantuvo la mirada al frente. No estaba en las nubes. El tipo pensaba en otra cosa.
Entraron dos hombres. Uno de ellos colocó un magnetófono en el centro de la mesa y lo puso en marcha.
– ¿Fuma? -Frank le ofreció un cigarrillo. Luther aceptó y los dos hombres dieron un par de caladas en silencio.
Frank le leyó a Luther la advertencia Miranda. Esta vez no habría ningún error de procedimiento.
– ¿Comprende sus derechos?
Luther hizo un gesto vago con el cigarrillo.
El tipo no era como esperaba Frank. Desde luego era un delincuente. En los antecedentes aparecían tres condenas, pero en los últimos veinte años había estado limpio. Eso no significaba mucho. Tampoco que no aparecieran actos violentos en los antecedentes. Pero había algo en el tipo que no encajaba.
– Necesito que responda sí o no a la pregunta.
– Sí.
– Está bien. ¿Comprende que está arrestado en relación con el asesinato de Christine Sullivan?
– Sí.
– ¿Y está seguro de que desea renunciar a su derecho a tener un abogado que le represente? Podemos traerle un abogado, o usted puede llamar uno.
– Estoy seguro.
– ¿Y comprende que no tiene ninguna obligación a formular declaración alguna a la policía? ¿Que cualquier declaración que haga puede ser utilizada en su contra?
– Lo comprendo.
Los años de experiencia le habían enseñado a Frank que las confesiones obtenidas en el primer momento podían resultar un desastre para la acusación. Incluso una confesión voluntaria podía ser rebatida por la defensa con el resultado de que todas las pruebas obtenidas a través de esa confesión quedaban contaminadas y perdían todo valor. El asesino podía llevar a la policía hasta el cadáver y al día siguiente salir en libertad acompañado por su abogado que sonreiría a los polis al tiempo que rogaría interiormente que al cliente nunca se le ocurriera volver a pisar el vecindario. Pero Frank ya tenía todo lo necesario. Lo que dijera Whitney era relleno. Se centró en el detenido.
– Entonces, le formularé unas cuantas preguntas. ¿De acuerdo?
– Sí.
Frank dictó el mes, el día, el año y la hora para el expediente y a continuación le pidió a Luther que diera el nombre completo. Hasta ahí llegaron. Se abrió la puerta. Un agente asomó la cabeza.
– Tenemos a su abogado en el pasillo.
Frank miró a Luther; apagó el magnetófono.
– ¿Qué abogado?
Antes de que Luther pudiera responder, Jack apartó al agente de la puerta y entró.
– Jack Graham, soy el abogado del detenido. Saquen ese magnetófono de aquí. Si me perdonan, caballeros, quiero hablar con mi cliente a solas.
– Jack -exclamó Luther con voz aguda.
– Cállate, Luther. -Jack miró a los policías-. ¡A solas!
Los hombres salieron de la sala. Frank y Jack intercambiaron una mirada y después se cerró la puerta. Jack dejó el maletín sobre la mesa pero no se sentó.
– ¿Quieres hacer el favor de decirme qué diablos está pasando?
– Jack, no te metas en esto. Te lo digo de verdad.
– Me llamaste. Me hiciste prometer que sería tu abogado. Ahora, maldita sea, me tienes aquí.
– Estupendo, ya has cumplido, ahora vete.
– De acuerdo, me voy, y después tú ¿qué harás?
– Eso no te concierne.
– ¿Qué harás? -insistió Jack.
– ¡Me declararé culpable! -Luther elevó la voz por primera vez.
– ¿Tú la mataste?
Luther desvió la mirada.
– ¿Tú mataste a Christine Sullivan? -Luther no respondió. Jack le sujetó por el hombro-. ¿Tú la mataste?
– Sí.
Jack le miró a la cara. Después recogió el maletín.
– Soy tu abogado, lo quieras o no. Y hasta que no descubra por qué me mientes, ni se te ocurra hablar con los polis. Si lo haces, conseguiré que alguien certifique que estás loco.
– Jack, te agradezco lo que haces, pero…
– Mira, Luther, Kate me dijo lo que pasó, lo que hizo y por qué lo hizo. Pero a ver si entiendes una cosa. Si te enchironan por esto, tu bonita hija no se recuperará nunca más. ¿Lo entiendes?
Luther cerró la boca. De pronto la sala pareció encogerse a un tamaño diminuto. No se dio cuenta de la marcha de Jack. Permaneció sentado con la mirada perdida. Por una vez en su vida, no sabía qué debía hacer.
Jack se acercó a los hombres reunidos en el vestíbulo.
– ¿Quién está al mando?
– Yo. Teniente Seth Frank.
– Bien, teniente. Sólo para que conste, mi cliente no renuncia a sus derechos Miranda, y usted no intentará hablar con él sin mi presencia. ¿Entendido?
– De acuerdo -respondió Frank, que se cruzó de brazos.-¿Quién es el fiscal asignado?
– El fiscal ayudante George Gorelick.
– Supongo que tiene la orden de acusación.
– Aprobada por el gran jurado la semana pasada.
– Le creo. -Jack se puso el abrigo.
– Puede olvidarse de la fianza, aunque supongo que ya lo sabe. -Por lo que he escuchado, me parece que estará más seguro con ustedes. Cuídelo por mí, ¿de acuerdo?
Jack le dio su tarjeta a Frank y se marchó con paso decidido. Desapareció la sonrisa del teniente al escuchar el comentario de despedida. Miró la tarjeta, después hacia la sala de interrogatorios y por último a la figura del abogado defensor que se marchaba.
Kate se había dado una ducha y cambiado de ropa. El pelo húmedo le caía suelto sobre los hombros. Llevaba un suéter azul oscuro con una camiseta blanca debajo. Los vaqueros desteñidos le venían grandes en las caderas estrechas. No llevaba zapatos, sólo calcetines de lana gruesa. Jack le miró los pies mientras ella se movía con paso ágil por la habitación. Parecía estar un poco mejor. Pero el espanto se mantenía en la mirada, y la actividad física era una manera de disiparlo.
Jack se sirvió un vaso de gaseosa y volvió a su silla. Tenía los hombros rígidos. Como si hubiese notado la tensión del hombre, Kate dejó de pasear y comenzó a darle un masaje.
– No me dijo nada de la orden de acusación -comentó furiosa. -¿Crees que los polis no utilizan a la gente para conseguir lo que les interesa?
Kate hundió los dedos con fuerza en los músculos agarrotados; la sensación era maravillosa. El pelo húmedo de la joven cayó sobre elrostro de Jack mientras ella trabajaba en los puntos más duros. Jack cerró los ojos. En la radio pasaban una canción de Billy Joel: Río de sueños. ¿Cuál era su sueño?, se preguntó Jack. El objetivo se le escapaba como las manchas de sol que había intentado atrapar cuando era un niño.
– ¿Cómo está? -La pregunta de Kate le devolvió a la realidad. Se bebió de un trago el resto de la gaseosa.
– Confuso. Cabreado. Nervioso. Nunca pensé verle así. Por cierto, encontraron el fusil. En el primer piso de una de aquellas casas viejas al otro lado de la calle. Él que disparó ya debe estar muy lejos. Joder, estoy seguro que a la poli no le importa.
– ¿Cuándo será la vista?
– Pasado mañana, a las diez. -Arqueó el cuello y le cogió una mano-. Pedirán la pena capital, Kate.
Ella interrumpió el masaje.
– Eso es una idiotez. El homicidio mientras se comete un robo es un delito de clase uno, asesinato en primer grado como máximo. Dile al fiscal que revise el estatuto.
– Eh, ese es mi trabajo, ¿no? -Intentó hacerle sonreír sin éxito-. La teoría de la mancomunidad es que entró en la casa y la mujer le sorprendió cometiendo el acto. Utilizarán las pruebas físicas -el estrangulamiento, la paliza y los dos disparos en la cabeza- para separarlo del robo. Creen que eso les permitirá situarlo en el ámbito de un acto vil y depravado. Además cuentan con la desaparición de las joyas de Sullivan. El asesinato mientras se comete un robo a mano armada equivale a la pena capital.
Kate se sentó y se masajeó los muslos. No llevaba maquillaje y siempre había sido una de esas mujeres que no lo necesitaba. Sin embargo, las huellas de la tensión se hacían patentes en las ojeras, las mejillas hundidas y los hombros caídos.
– ¿Qué sabes de Gorelick? Es el fiscal del caso. -Jack se metió un cubito de hielo en la boca.
– Es un gilipollas arrogante, pomposo, intolerante y un abogado criminalista de cojones.
– Estupendo. -Jack dejó su silla y fue a sentarse junto a Kate. Le cogió una pierna y le hizo un masaje en el tobillo. Ella se hundió en el sofá; echó la cabeza hacia atrás. Siempre había sido así entre ellos, tan relajados, tan cómodos en la compañía del otro, como si los últimos cuatro años no hubieran existido.
– Las pruebas que me mencionó Frank no eran suficientes para conseguir una orden de acusación. No lo entiendo, Jack.
Jack le quitó los calcetines y le masajeó los pies con las dos manos; le gustaba tocar los huesos finos y delicados.
– La policía recibió una llamada anónima. Alguien les dio el número de la matrícula de un coche avistado en las proximidades de la casa Sullivan durante la noche del crimen. El vehículo lo encontraron en un aparcamiento para coches incautados por la policía.
– ¿Así qué? La pista era falsa.
– No. Luther me comentó en más de una ocasión lo fácil que era llevarse un coche de uno de esos aparcamientos. Haces el trabajo y lo devuelves.
Kate no le miró; parecía estar observando el techo.
– Bonitas charlas tenían los dos. -El tono recuperó el reproche de antaño.
– Venga, Kate.
– Lo siento. -La voz volvió a sonar fatigada.
– La policía revisó la moqueta del coche. Encontraron fibras de la alfombra del dormitorio de los Sullivan. También había rastros de una tierra muy especial. Resultó ser el mismo compuesto utilizado por el jardinero de los Sullivan en el maizal vecino a la casa. La tierra era una mezcla especial hecha para Sullivan; no encontrarás el mismo compuesto en ninguna otra parte. Hablé con Gorelick. Está muy seguro de sí mismo. Todavía no me han enviado los informes. Mañana presentaré el recurso.
– Una vez más, ¿así qué? ¿Cómo se relaciona todo eso con mi padre?
– Consiguieron una orden de registro para la casa y el coche de Luther. Encontraron la misma mezcla de tierra en la moqueta del coche. Y otra muestra en la alfombra de la sala.
– Estuvo en aquella casa limpiando las malditas alfombras. -Kate abrió los ojos-. Las fibras se engancharon en aquel momento. -¿Y después corrió a través del maizal? Venga.
– Quizás algún otro llevó la tierra a la casa y él la pisó. -Eso es lo que yo hubiese dicho excepto por una cosa.
– ¿Cuál?
– Junto con las fibras y la tierra, también encontraron un disolvente. La policía tomó muestras del producto en la alfombra durante la investigación. Piensa que el autor lo utilizó para limpiar huellas de sangre, su sangre. Estoy seguro de que tienen un montón de testigos dispuestos a jurar que no se utilizó ese producto antes o en el momento que limpiaron las alfombras. Por lo tanto, Luther sólo pudo mancharse con el disolvente si estuvo en la casa después de lo ocurrido. Tierra, fibras y disolvente. Ahí tienes el vínculo.
Kate se desplomó otra vez en el sofá.
– Por otra parte, dieron con el hotel donde Luther se alojó en la ciudad. Encontraron un pasaporte falso que les permitió seguirle el rastro hasta Barbados. Dos días después del asesinato voló a Texas, después a Miami, y de allí a la isla. Es lo que haría un sospechoso que huye, ¿no te parece? Tienen la declaración jurada de un taxista que llevó a Luther hasta la casa de los Sullivan en la isla. Luther mencionó haber estado en la casa de los Sullivan en Virginia. Asimismo tienen testigos dispuestos a declarar que Luther y Wanda Broome fueron vistos juntos varias veces antes del asesinato. Una mujer, muy amiga de Wanda, declaró que Wanda le dijo que necesitaba dinero con urgencia. Y que Christine Sullivan le había hablado de la caja. Esto demuestra que Wanda Broome le mintió a la policía.
– Ahora comprendo por qué Gorelick fue tan generoso con la información. Sin embargo, no deja de ser circunstancial.
– No, Kate, es el ejemplo perfecto de un caso donde no hay pruebas directas que relacionen a Luther con el crimen, pero con las suficientes evidencias indirectas como para que el jurado piense: «Venga, hijo de puta, a quién quieres engañar. Tú lo hiciste». Intentaré parar los golpes, pero así y todo nos zurrarán de lo lindo. Y si Gorelick se hace con los antecedentes de tu padre, quizás estemos acabados.
– Son demasiado viejos. No sirven para nada. Él no los mencionará. -Kate habló con una seguridad que no sentía. Después de todo, ¿cómo podía estar segura de nada? Sonó el teléfono. Vaciló antes de atender-. ¿Le has dicho a alguien que venías aquí?
Jack negó con la cabeza.
Kate atendió la llamada. Escuchó una voz monótona, profesional.
– Señora Whitney, Robert Gavin del Washington Post. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre su padre. Si está de acuerdo, ¿me concedería una entrevista?
– ¿Qué quiere?
– Oiga, señora Whitney, su padre es noticia de primera página. Usted es fiscal del estado. En mi opinión es una historia estupenda. Kate colgó. Jack miró a su ex prometida.
– ¿Quién era?
– Un reportero.
– Caray, sí que se mueven rápido.
Ella volvió a sentarse con un aire de cansancio que le sorprendió. Jack se acercó a Kate y le cogió de la mano. De pronto Kate le miró asustada.
– Jack, no puedes llevar este caso.
– Claro que sí. Soy miembro activo del colegio de abogados de Virginia. He participado en media docena de juicios por asesinato. Estoy bien preparado.
– No me refiero a eso. Sé que estás preparado. Pero Patton, Shaw no se ocupa de juicios criminales.
– ¿Y? Hay que empezar por alguna parte.
– Jack, no bromees. Sullivan es su principal cliente. Tú has trabajado para él. Lo leí en el Legal Times.
– Aquí, ahora, no se plantea ningún conflicto. No me enteré de nada en mi relación abogado-cliente con Sullivan que pueda ser utilizado en este caso. El juicio no es contra Sullivan. Somos nosotros contra el estado.
– Jack, no te dejarán que lleves caso.
– Estupendo, entonces renunciaré. Montaré mi propia barraca.
– No puedes hacer eso. Ahora las cosas te van de perlas. No puedes dejarlo como si tal cosa. No por esto.
– Entonces, ¿por qué? Sé que tu padre no le dio una paliza a esa mujer y después le voló la cabeza. Es probable que fuera a la casa para robarla, pero no mató a nadie, eso sí lo sé. Estoy seguro. ¿Quieres saber algo más? Estoy convencido de que sabe quién la mato; eso es lo que lo tiene aterrorizado. Vio algo en aquella casa, Kate. Vio a alguien.
Kate soltó el aliento mientras calaban en ella las palabras. Jack suspiró y se miró los zapatos.
Se levantó, cogió el abrigo y, con ánimo juguetón, metió los dedos en la cintura del pantalón de Kate y tironeó.
– ¿Cuánto hace que no comes?
– No lo recuerdo.
– Pues yo recuerdo cuando llenabas los pantalones de una forma harto agradable para cualquier hombre.
– Muchas gracias -respondió ella con una sonrisa.
– Todavía no está todo perdido, aún podemos hacer algo al respecto.
Kate miró los cuatro rincones del apartamento. No tenía ningún atractivo.
– ¿Qué has pensado?
– Costillas, patatas y alguna cosa más fuerte que una gaseosa. ¿Hecho?
– Espera que busque mi abrigo -contestó Kate sin vacilar.
En la calle, Jack le abrió la puerta del Lexus. Se fijó en cómo Kate no se perdía ni un solo detalle del coche de lujo.
– Seguí tu consejo. Decidí gastar un poco del dinero ganado con el sudor de la frente. -No había acabado de sentarse cuando apareció un hombre en la puerta del pasajero, con barba canosa y bigotito.
Llevaba un sombrero de fieltro, y el abrigo marrón abotonado hasta el cuello. En una mano sostenía una minigrahadora y en la otra una credencial de prensa.
– Bob Gavin, señora Whitney. Creo que se cortó la comunicación. -Miró a Jack y frunció el entrecejo-. Usted es Jack Graham. Le vi en la comisaría. El abogado de Luther Whitney.
– Felicitaciones, señor Gavin, tiene una vista excelente y una sonrisa encantadora. Adiós.
– Espere un minuto, venga, sólo un minuto -rogó Gavin mientras se sujetaba a la puerta-. El público tiene derecho a saber la historia de este caso.
Jack comenzó a decir algo, pero Kate le interrumpió.
– Lo sabrá, señor Gavin. Para eso son los juicios. Estoy segura de que usted tendrá un asiento en primera fila. Buenas noches.
El Lexus arrancó. Gavin pensó en correr detrás del coche pero desistió. A los cuarenta y seis años y en deficiente estado físico era un candidato firme al infarto. Además, todavía era muy pronto. Ya les pillaría. Se arrebujó en el abrigo para protegerse del viento y se marchó.
Era casi medianoche cuando el Lexus se detuvo delante del edificio de Kate.
– ¿Estás seguro de que quieres hacerlo, Jack?
– Demonios, nunca me gustaron los murales, Kate.
– ¿Qué?
– Vete a dormir. Los dos necesitamos descansar.
Ella apoyó una mano en la puerta y entonces vaciló. Se volvió para mirar a Jack al tiempo que, con un ademán nervioso, se arreglaba el pelo detrás de la oreja. Esta vez no había dolor en la mirada. Era otra cosa. Jack no acababa de adivinarlo. ¿Quizás alivio?
– Jack, las cosas que dijiste la otra noche…
Él sintió una opresión en la garganta, apretó el aro del volante con las dos manos. Hacía tiempo que se preguntaba cuándo surgiría el tema.
– Kate, he pensado en…
Ella le tapó la boca con la mano. Un pequeño suspiro escapó de sus labios.
– Tenías razón, Jack, sobre un montón de cosas.
Él esperó que entrara en la casa y después se marchó.
Cuando llegó a su casa el casete del contestador automático se había acabado. El intermitente rojo estaba fijo. Decidió que lo más sensato era no hacerle caso. Desconectó el teléfono, apagó las luces e intentó dormir.
No era fácil.
Había actuado con mucha confianza delante de Kate. Pero ¿a quién pretendía engañar? Hacerse cargo del caso por su cuenta, sin hablar con nadie de Patton, Shaw amp; Lord era un suicidio profesional. Sin embargo, ¿habría servido para algo? Ya sabía la respuesta. En el caso de poder escoger, sus socios se hubieran cortado las venas antes de tener a Luther Whitney de cliente.
Pero él era abogado y Luther necesitaba uno. Los temas importantes como este nunca era sencillos, por eso se esforzaba en la medida de lo posible en que las cosas fueran blancas o negras. Buenas. Malas. Correctas. Erróneas. No era fácil para un abogado preparado para buscar lo gris en todo. Un abogado en cualquier posición dependía de quién era el cliente para comer cada día.
Él había tomado su decisión. Un viejo amigo luchaba por salvar la vida y le había pedido que le ayudara. A Jack no le importaba que su cliente pareciera ahora dispuesto a rechazarlo. Los acusados en muy poco dados a colaborar. Bueno, Luther le había pedido ayudar y la recibiría, la quisiera o no. En este asunto no había grises. No había vuelta atrás.