Seth Frank miró al viejo. Bajo, con una gorra de fieltro en la cabeza, pantalones de pana, un suéter grueso y botas de invierno, el hombre parecía inquieto y muy excitado por estar en una comisaría. En la mano llevaba un objeto rectangular envuelto en papel marrón.
– No acabo de entenderle, señor Flanders.
– Verá, yo estaba allí. El día aquel, en el tribunal. Ya sabe, cuando mataron al hombre. Sólo fui a ver de qué iba todo aquel escándalo. Vivo allí desde que nací. Nunca vi nada parecido, se lo aseguro.
– Eso lo entiendo -señaló Frank, con un tono seco.
– Yo tenía mi Camcorder nueva, canela fina, tiene una pantalla visor y toda la pesca. No tienes más que aguantar, mirar y rodar. Algo de primera. Así que la parienta dijo que viniera.
– Eso está muy bien, señor Flanders. ¿Y cuál es el motivo de su visita? -Frank le miró esperando una respuesta sensata.
La expresión en el rostro de Flanders demostró que había comprendido qué se esperaba de él.
– Oh, disculpe, teniente. Aquí estoy charlando por los codos, tengo tendencia a hacerlo, pregúnteselo a la parienta. Me jubilé hace un año. Nunca hablaba mucho en el trabajo. Trabajaba en una cadena de montaje. Ahora me gusta hablar. También me gusta escuchar. Me paso horas en aquel café que está detrás del banco. El café es bueno y sirven unos bollos estupendos bien cargados de mantequilla.
Frank le miró impaciente. Flanders se dio prisa.
– Verá, vine para mostrarle esto. En realidad, para dárselo. Yo tengo una copia, desde luego. -Le alcanzó el paquete.
Frank lo abrió. Miró la cinta de vídeo.
Flanders se quitó la gorra; era calvo y tenía unos mechones como trozos de algodón sobre las orejas.
– Como le dije, filmé algunas tomas muy buenas. Del presidente y del tipo cuando lo matan. Lo tengo todo. Claro que sí. Verá, yo seguía al presidente. Me metí justo en medio de todo el follón.
Frank miró al hombre.
– Ahí está todo, teniente. A ver si le sirve. -Miró la hora-. Vaya, debo irme. Llego tarde a comer. A la parienta no le gusta que llegue tarde. -Caminó hacia la puerta. Frank miró la cinta-. Ah, teniente, una cosa más.
– Sí.
– Si sacan algo de provecho de mi cinta, ¿cree que mencionarán mi nombre cuando escriban sobre ella?
– ¿Escribir sobre qué?
– Sí, ya sabe, los historiadores -contestó el viejo entusiasmado-. Quizá la llamen la cinta Flanders o algo así. O el vídeo Flanders. Ya sabe, como la otra vez.
– ¿Como la otra vez? -Frank se masajeó las sienes.
– Sí, teniente. Ya sabe, como Zapruder con Kennedy.
Por fin, Frank entendió lo que intentaba decir el hombre.
– Me encargaré de mencionar su nombre, señor Flanders. Por si acaso, para la posteridad.
– Eso es. -Radiante de orgullo, Flanders le señaló con un dedo-. Posteridad, me gusta la palabra. Que pase un buen día, teniente.
– ¿Alan?
Richmond con un ademán ausente le indicó a Russell que entrara y después continuó con la lectura de las notas en su libreta. Al cabo de unos momentos, cerró la libreta y miró a la jefa de gabinete con una mirada impasible.
Russell vaciló, observó la alfombra, con la manos cruzadas delante de ella. Después cruzó la habitación a paso rápido y se dejó caer más que sentarse en una de las sillas.
– No sé muy bien qué decir, Alan. Comprendo que no hay excusas para mi comportamiento, algo absolutamente inapropiado. Si pudiese, alegaría locura temporal.
– Entonces, ¿no tienes intención de justificarlo diciendo que fue en favor de mis intereses? -Richmond se reclinó en el sillón, sin desviar la mirada de Russell.
– No lo haré. Estoy aquí para presentar mi renuncia.
– Quizá te he subestimado, Gloria -comentó el presidente con una sonrisa. Dejó el sillón, rodeó el escritorio y se apoyó contra el mueble, delante de la mujer-. Aunque no lo creas, tu comportamiento fue el más apropiado. Yo, en tu lugar, habría hecho lo mismo.
Russell le miró con una expresión de asombro.
– No me malinterpretes, Gloria. Espero lealtad como haría cualquier otro ser humano. Sin embargo, no espero que los seres humanos sean algo más que eso, me refiero a humanos, con todas las debilidades e instintos de supervivencia que eso conlleva. Después de todo, somos animales. He conseguido mi posición en la vida sin perder nunca de vista el hecho de que la persona más importante en el mundo soy yo mismo. En cualquier situación, ante cualquier obstáculo, nunca he olvidado ese principio básico. Lo que hiciste aquella noche demuestra que tú compartes la misma creencia.
– ¿Sabes lo que pretendía?
– Desde luego, Gloria. No te condeno por haber intentado sacar el máximo de provecho de aquella situación. Caray, es la base sobre la que se sustenta la nación y esta ciudad en particular.
– Pero cuando Burton te dijo…
El presidente alzó una mano para interrumpirla.
– Admito que aquella noche sentí ciertas emociones. Quizá la traición era la más fuerte. Pero desde entonces, he llegado a la conclusiónde que tú demostraste tu fuerza, y no la debilidad, de carácter.
– ¿Debo pensar que no quieres mi renuncia? -preguntó la jefa de gabinete mientras se esforzaba por entender en qué acabaría todo aquello.
– Ni siquiera recuerdo que hayas mencionado la palabra, Gloria, -Se inclinó para coger una de sus manos-. En ningún momento se me ha pasado por la cabeza interrumpir nuestra relación después de haber llegado a conocernos tan bien. No hablemos más del asunto, ¿de acuerdo?
Russell se levantó dispuesta a marcharse. El presidente volvió a su sillón.
– Ah, Gloria, quiero repasar una serie de temas contigo esta noche. La familia está de viaje. Así que quizá trabajaremos en mis habitaciones. -La jefa de gabinete le miró-. Quizá se nos haga la madrugada. Trae ropa para cambiarte. -El presidente no sonrió. Su mirada pareció atravesar el cuerpo de la mujer. Después volvió a su trabajo.
A Russell le temblaban las manos mientras cerraba la puerta.
Jack aporreó la puerta con tanta fuerza que se hizo daño en los nudillos. El ama de llaves abrió la puerta y Jack pasó junto a ella sin darle oportunidad de abrir la boca.
Jennifer Baldwin bajó las escaleras y cruzó el vestíbulo. Llevaba un elegante vestido de noche muy escotado, y el pelo le caía sobre los hombros. Su expresión era seria.
– Jack, ¿qué haces aquí?
– Quiero hablar contigo
– Jack, voy a salir. Tendrás que esperar.
– ¡No! -Él la sujetó de una mano, miró a su alrededor, abrió la puerta que tenía más cerca y la arrastró a la biblioteca. Jennifer apartó la mano.
– ¿Te has vuelto loco, Jack?
Él miró la habitación con las estanterías hasta el techo llenas de libros encuadernados en cuero y lomos dorados. Sólo servían de muestra, nadie los había abierto. No eran más que parte del decorado.
– Sólo quiero que me respondas a una pregunta y después me iré.
– Jack…
– Una pregunta. Y después me iré.
La joven le miró con suspicacia; cruzó los brazos.
– ¿De qué se trata?
– ¿Llamaste o no a mi firma y les dijiste que despidieran a Barry Alvis porque me hizo trabajar la noche que estuvimos en la Casa Blanca?
– ¿Quién te lo dijo?
– Sólo responde a la pregunta, Jenn.
– Jack, ¿por qué es tan importante?
– ¿Entonces hiciste que le despidieran?
– Jack, quiero que dejes de pensar en eso y pienses más en nuestro futuro. Si…
– ¡Responde a la puñetera pregunta!
– ¡Sí! -gritó Jennifer-. Sí, hice que despidieran a ese cretino. ¿Y qué? Se lo merecía. Te trató como a un subalterno. Y se equivocó. Él no era nada. Jugó con fuego y se quemó. No siento ninguna pena por él. -Jennifer le miró sin una pizca de remordimiento.
En cuanto escuchó la respuesta que va se esperaba, Jack se sentó en una silla y miró el gran escritorio al otro extremo de la habitación. El sillón de respaldo alto miraba hacia el otro lado. Contempló los óleos originales colgados en las paredes, las ventanas enormes con unas cortinas que debían valer una fortuna, el trabajo de marquetería, las esculturas de metal y mármol. El techo estaba pintado con una legión de personajes medievales. El mundo de los Baldwin. Se lo podían meter donde les cupiera. Cerró los ojos.
Jennifer se echó hacia atrás el pelo, y miró a su prometido, un tanto angustiada. Por un momento, vaciló. Después se acercó a él, se arrodilló a su lado y le tocó el hombro. Él se sintió envuelto por el aroma de su perfume. La muchacha le habló en voz baja, con la boca casi pegada a su oreja.
– Jack, te lo dije antes, no tienes que aguantar esa clase de comportamientos. Ahora que se ha acabado ese ridículo caso de asesinato podemos continuar con nuestras vidas. Nuesta casa está lista, es algo fantástico, de veras. Y tenemos que acabar con los preparativos de la boda. Cariño, ahora todo puede volver a la normalidad. -Le tocó el rostro, lo volvió hacia ella. Jennifer le dedicó su mirada más seductora y después le besó con ansiedad, y cuando apartó los labios lo hizo muy lentamente. Sus ojos buscaron los de Jack. No encontró lo que buscaba.
– Tienes razón, Jenn. Se acabó el ridículo caso de asesinato. Le volaron los sesos a un hombre al que respetaba y quería. Caso cerrado, es hora de pasar a otra cosa. Tengo que amasar una fortuna.
– Sabes qué quiero decir. Nunca tendrías que haberte implicado en ese asunto. No era tu problema. Si no hubieras cerrado los ojos te habrías dado cuenta de que estaba por debajo de ti.
– Y también molesto para ti, ¿no?
Jack se puso de pie. Estaba agotado más que cualquier otra cosa.
– Que disfrutes de una vida muy hermosa, Jenn. Te diría que ya nos veremos pero de verdad que no me lo imagino. -Se dirigió haciala puerta, pero ella le cogió de la manga.
– Jack, por favor, ¿puedes decirme qué hice que es tan terrible?
Él vaciló por un instante y entonces se enfrentó a ella.
– ¿Y encimas lo preguntas? ¡Joder! -Sacudió la cabeza, cansado-. Cogiste la vida de un hombre, Jenn, un hombre al que ni siquiera conocías y la destrozaste. ¿Por qué lo hiciste? Porque algo que él hizo te «molestó». Así que borraste de un plumazo diez años de su carrera. Con una llamada. Sin pensar en lo que podía pasarle a él, a su familia. Podía haberse volado la cabeza, su mujer podía haberle pedido el divorcio. Para ti eso no tenía la menor importancia. Ni siquiera pensaste en ello. La conclusión final es que yo no puedo amar, no puedo pasar mi vida con alguien capaz de hacer algo así. Si no lo comprendes, si de verdad piensas que no hiciste nada malo, eso es razón más que suficiente para que nos digamos adiós ahora mismo. Es mucho mejor que hablemos de las diferencias irreconciliables antes del matrimonio. Así evitaremos a todo el mundo un montón de problemas y pérdidas de tiempo. -Abrió la puerta y sonrió-. Todos los que conozco seguramente dirán que estoy loco por hacer esto. Que tú eres la mujer perfecta: rica, hermosa, inteligente, y tú lo eres, Jenn. Dirán que hubiéramos sido la pareja ideal. Que lo teníamos todo. ¿Cómo no ibamos a ser felices? Pero la cuestión es que no podría hacerte feliz porque no me interesan las mismas cosas que a ti. No me interesan los millones en trabajo para la firma, ni las casas del tamaño de edificios de apartamentos o los coches que cuestan el sueldo de un año. No me gusta esta casa, no me gusta tu estilo de vida, no me gustan tus amigos. Y puestos a decir, tampoco me gustas tú. Probablemente soy el único hombre del planeta que diría eso. Pero soy un tipo bastante simple, Jenn, y la única cosa que no haría sería mentirte. No nos engañemos, dentro de un par de días una docena de tipos que te convienen mucho más que Jack Graham llamarán a tu puerta. No estarás sola.
Jack hizo una pausa y la miró. Sintió un poco de pena al ver la expresión de asombro en el rostro de la joven.
– Si alguien te pregunta, tú me has dejado. No daba la talla para pertenecer a la familia Baldwin. Un pelagatos. Adiós, Jenn.
Ella permaneció en la biblioteca durante unos minutos más. Una serie de emociones distintas se reflejaron en su rostro sin que ninguna llegara a dominar. Por fin salió de la habitación. El sonido de los tacones altos en el mármol del vestíbulo se apagó en la alfombra de la escalera.
En la biblioteca reinó el silencio. Entonces, se movió el sillón del escritorio y Ransome Baldwin contempló la puerta por la que acababa de salir su hija.
Jack miró por la mirilla, casi convencido de que vería a Jennifer Baldwin con un arma. Enarcó la cejas al ver quién era.
Seth Frank entró y se quitó el abrigo mientras contemplaba con una mirada de aprecio el desorden reinante en el pequeño apartamento.
– Compañero, esto me trae recuerdos de una gran época de mi vida, se lo aseguro.
– Deje que adivine. Fraternidad de los Delta, generación del 75. Era el vicepresidente encargado del funcionamiento del bar.
– Le ha faltado poco para la verdad -señaló Frank con una sonrisa-. Disfrútelo mientras pueda, amigo mío. Sin pretender faltar a lo políticamente correcto, una mujer no le permitiría vivir así.
– Entonces quizá soy un hombre afortunado.
Jack entró en la cocina y reapareció cargado con botellas de cerveza.
Se sentaron cada uno con su botella.
– ¿Problemas con el futuro matrimonio, abogado?
– En una escala de uno a diez, un uno o diez según por dónde la mire.
– ¿Por qué pienso que la chica Baldwin no acaba de dar la talla?
– ¿Nunca deja de ser detective?
– No si puedo evitarlo. ¿Quiere hablar del tema?
– Quizá le dé la lata en otra ocasión, pero esta noche no.
– Avíseme. -Frank encogió los hombros-. Yo traeré la cerveza.
– ¿Un regalo? -preguntó Jack, al ver el paquete sobre el regazo de Frank.
– Supongo que tiene un vídeo debajo de toda esta morralla -dijo el detective mientras sacaba la cinta del paquete.
Las primeras imágenes de la cinta aparecieron en la pantalla del televisor. Frank miró a Jack.
– Esta película no es apta para todos los públicos. Se lo aviso. Lo muestra todo, incluido lo que le pasó a Luther. ¿Está preparado?
– ¿Cree que veremos algo que nos ayude a capturar al que lo hizo?
– Eso es lo que espero. Usted le conocía mucho mejor que yo.
– Quizá vea algo que yo no vi.
Aunque estaba sobre aviso, Jack no estaba preparado. Frank le observó atentamente a medida que se acercaba el momento. Jack se echó hacia atrás, con una expresión de horror en el rostro, cuando sonó el disparo. El policía paró el vídeo.
– Se lo advertí -dijo, preocupado.
Jack se había derrumbado en la silla. Su respiración era irregular, tenía la frente bañada en sudor. Se estremeció por un instante y poco a poco recuperó la compostura. Sacó un pañuelo y se enjugó la frente.
– ¡Coño!
El comentario de Flanders cuando mencionó el ejemplo de Kennedy no había sido exagerado.
– Si quiere, Jack, podemos dejarlo.
– ¡Y una mierda! -replicó Jack, decidido.
Jack apretó la tecla de rebobinado una vez más. Habían visto la cinta una docena de veces. Ver cómo estallaba la cabeza de su amigo resultaba muy duro, pero la pena era mitigada en parte por la rabia cada vez más intensa que sentía con cada nuevo visionado.
– Es mala suerte que el tipo no filmara en la otra dirección -opinó el detective-. Quizá hubiéramos visto al tirador. -Sacudió la cabeza-. Supongo que eso hubiese sido mucho pedir. ¿Tiene café? Me cuesta pensar sin cafeína.
– Hay café preparado en la cafetera. Yo también me tomaré una taza. Están sobre el fregadero.
Frank volvió de la cocina con dos tazas de café humeantes. Jack miraba a Alan Richmond pronunciando su discurso en la tarima improvisada delante del juzgado.
– Ese tipo va como una moto.
– Le conocí el otro día -dijo Frank.
– ¿Sí? Yo también. Fue cuando iba a unirme en matrimonio a la gente rica y famosa.
– ¿Qué opina del tipo?
Jack bebió un trago de café, cogió la bolsa de galletas de mantequilla de cacahuete que estaba sobre el sofá, le ofreció una a Frank, que la aceptó, y después apoyó los pies sobre la mesa de centro destartalada. El ahogado volvía a adoptar con toda naturalidad los hábitos menos formales de los solteros.
– No lo sé. -Jack se encogió de hombros-. Me refiero a que él es el presidente. Siempre pensé que estaba hecho para el cargo. ¿Y usted qué opina?
– Es listo. Muy listo. Es de esa clase de tipos con el que no te puedes enfrentar a menos que estés muy seguro de tu propia capacidad.
– Supongo que es bueno que esté de nuestra parte.
– Sí. -Frank miró la pantalla-. ¿Algo le ha llamado la atención?
– Una cosa. -Jack apretó un botón del mando a distancia-. A ver qué le parece. -La cinta avanzó a doble velocidad. Las figuras se movían como los actores en una película muda-. Atento.
Las imágenes mostraron a Luther cuando salía de la furgoneta. Miraba el suelo; los grilletes le dificultaban la marcha. De pronto, el presidente seguido por una columna de gente apareció en la pantalla. Luther quedó parcialmente oscurecido. Jack congeló la imagen.
– Mire.
Frank observó la imagen, mientras masticaba una galleta y se acababa el café. Sacudió la cabeza.
– Mire la cara de Luther -le indicó Jack-. Allí, entre los trajes. Mire su cara.
Frank se inclinó hasta casi tocar la pantalla con la nariz. De pronto se echó hacia atrás, con los ojos bien abiertos.
– Maldita sea, parecía decir algo.
– No, parece como si le estuviera diciendo algo a alguien. -¿Cree que reconoció a alguien, quizás al tipo que le mató? -preguntó el detective.
– Dadas las circunstancias, no pienso que estuviese de charla con algún desconocido.
Frank volvió a ensimismarse en la contemplación de la imagen. Por fin sacudió la cabeza.
– Necesitaremos la ayuda de algún talento especial. -Se levantó-. Vamos.
– ¿Dónde? -preguntó Jack, al tiempo que cogía el abrigo.
Frank sonrió mientras rebobinaba la cinta. Después se puso el sombrero.
– Primero lo llevaré a cenar. Soy un hombre casado, más viejo y más gordo que usted. Por lo tanto, no me basta con un puñado de galletitas. Después iremos a la comisaría. Quiero presentarle a una persona.
Dos horas más tarde, Seth Frank y Jack entraron en la comisaría de Middleton, ahítos de comida. Laura Simon les esperaba en el laboratorio con el equipo preparado.
Después de las presentaciones, Laura metió la cinta en el magnetófono. Las imágenes aparecieron en la pantalla de cuarenta y seis pulgadas del televisor instalado en un rincón del laboratorio. Frank avanzó la cinta hasta el lugar apropiado.
– Allí -señaló Jack-, allí está.
Frank congeló la imagen.
Laura se sentó delante de un teclado y escribió una serie de órdenes. En la pantalla, la parte del encuadre correspondiente a la imagen de Luther se separó del resto y se amplió como un globo que se hincha, hasta que el rostro de Luther ocupó casi toda la pantalla.
– Es el máximo que da la máquina. -Laura hizo girar la silla y le hizo una seña a Frank. El teniente apretó un botón del mando a distancia y las imágenes volvieron a moverse.
La banda sonora era muy confusa: los alaridos, los gritos, el ruido del tráfico y el rumor de la multitud impedían entender lo que decía Luther. Miraron mientras sus labios se abrían y cerraban.
– Está cabreado. No sé qué dice, pero está cabreado. -Frank sacó un cigarrillo, pero lo guardó al ver la mirada de Simon.
– ¿Alguien sabe leer los labios? -preguntó Laura.
Jack miró la pantalla. ¿Qué coño decía Luther? Ya había visto antes la expresión de su cara. Si pudiera recordar cuándo… Había sido hacía poco, estaba seguro.
– ¿Ve algo que nosotros no vemos? -preguntó Frank.
Jack miró al detective.
– No lo sé -contestó. Se pasó la mano por la cara-. Allí hay algo, pero no consigo recordar qué es.
Frank le dijo a Simon que apagara el equipo. Dejó la silla y se desperezó.
– Bueno, váyase a dormir. Si mañana cuando se despierte recuerda algo, llámeme. Gracias por venir, Laura.
Los dos hombres se marcharon juntos. Frank miró a Jack, extendió una mano y le tocó la nuca.
– Caray, tiene los músculos a punto de estallar.
– Vaya, no sé por qué. No me casaré con la mujer con quien estaba prometido, la mujer con la que me quiero casar me acaba de decir que desaparece para siempre de mi vida, y estoy casi seguro que mañana ya no tendré trabajo. Ah y eso sin mencionar que asesinaron a una persona que estimaba y que quizá nunca encontraremos al asesino. Coño, mi vida no podría ser más perfecta.
– Quizás ahora venga la buena racha.
– Sí. -Jack abrió la puerta del Lexus-. Por cierto, si conoce a alguien que quiera comprar un coche casi nuevo, avíseme.
– Lo siento, no conozco a nadie que pueda permitírselo -contestó el detective con una mirada pícara.
– Yo tampoco -afirmó Jack con una sonrisa.
En el camino de regreso, Jack miró la hora en el reloj del coche. Era casi medianoche. Pasó por delante del edificio de Patton, Shaw, vio las oficinas a oscuras, y decidió entrar. Utilizó la tarjeta para abrir la puerta del garaje, saludó con la mano a la cámara de seguridad instalada junto a la puerta, y al cabo de unos minutos subía en uno de los ascensores.
No sabía muy bien por qué estaba allí. Sus días en Patton, Shaw estaban contados. Sin Baldwin como cliente, Kirksen le echaría a patadas. Sintió un poco de pena por Lord. Le había prometido protección. Pero no pensaba casarse con Jennifer Baldwin sólo para que Lord siguiera cobrando un salario estupendo. Además, le había mentido respecto a la marcha de Barry Alvis de la firma. Pero Lord se salvaría. Jack creía con toda sinceridad que Lord saldría adelante. Cualquier bufete le contrataría de inmediato. El futuro de Lord era mucho mejor que el de Jack.
Se abrieron las puertas del ascensor y Jack entró en la recepción de la planta. Sólo estaban encendidas las lámparas de pared y la penumbra le hubiera intranquilizado un poco de no haber sido por su ensimismamiento. Caminó por el pasillo hacia su oficina, y se detuvo un momento en la cocina para servirse un vaso de gaseosa. Por lo general, incluso a medianoche, siempre había unas cuantas personas ocupadas en acabar algún trabajo urgente. Esta noche el lugar se veía desierto.
Jack encendió la luz de su oficina y cerró la puerta. Echó una ojeada a su nuevo dominio conseguido gracias a su ascenso a socio. Su reino, aunque sólo fuera por un día más. Era impresionante. El mobiliario de primera calidad, la alfombra y el tapizado de las paredes, de lujo. Se paseó delante de sus diplomas enmarcados. Algunos los había conseguido con esfuerzo, otros se los habían concedido sólo por ser abogado. Vio que habían recogido los papeles desparramados por el escritorio, obra de la eficaz cuadrilla de limpieza acostumbrada al desorden de los abogados y a sus ocasionales rabietas.
Se sentó en el sillón de cuero y se echó hacia atrás. Era mucho más cómodo que su cama. Se imaginó a Jennifer hablando con su padre. Ransome Baldwin se pondría rojo de furia ante lo que interpretaría como un insulto imperdonable a su preciosa hijita. El hombre llamaría por teléfono mañana por la mañana y su carrera como abogado de empresa se habría acabado.
No le importaba en lo más mínimo. Lo único que lamentaba era no haberlo hecho antes. Con un poco de suerte le aceptarían otra vez en la oficina del defensor público. Aquello era lo suyo. Nadie se lo impediría. Sus problemas habían comenzado cuando intentó ser alguien que no era. No cometería el mismo error nunca más.
Pensó en Kate. ¿Dónde iría? ¿Iba en serio lo de dejar el trabajo? Jack recordó la expresión fatalista en su rostro y llegó a la conclusión de que sí, ella lo había dicho en serio. Él había vuelto a suplicarle. Como había hecho cuatro años antes. Le había suplicado que no se fuera, que no volviera a desaparecer de su vida. Pero había habido algo imposible de atravesar. Quizás era la culpa que sentía. O quizá se trataba sencillamente de que ella no le quería. ¿Alguna vez se lo había planteado? La verdad era que no. Al menos conscientemente. Le ponía los pelos de punta pensar en la respuesta. Sin embargo, ahora ¿qué más daba?
Luther estaba muerto; Kate se marchaba. Su vida no había cambiado mucho a pesar de la reciente actividad. Por fin, los Whitney le habían abandonado para siempre.
Miró la pila de mensajes rosados. Pura rutina. Entonces apretó un botón del teléfono para escuchar el contestador automático, cosa que no había hecho en un par de días. Patton, Shaw permitía a sus clientes la elección de dejar los anticuados mensajes escritos u optar por el moderno contestador. A los clientes más quisquillosos les encantaba este último. Al menos así no tenían que esperar para despacharse a gusto.
Había dos llamadas de Tarr Crimson. Le buscaría a Tarr otro abogado. Patton, Shaw era demasiado caro para él. Había otros cuantos relacionados con los Baldwin. Bien. Estos podían esperar al próximo tipo que le cayera en gracia a Jennifer Baldwin. El último mensaje despertó su atención inmediata. Era la voz de una mujer. Suave, tímida, mayor, incómoda por tener que hablar con el contestador. Jack lo escuchó otra vez.
«Señor Graham, usted no me conoce. Me llamo Edwina Broome. Era amiga de Luther Whitney.» ¿Broome? El nombre le sonaba. «Luther me dijo que si le pasaba alguna cosa tenía que esperar un poco y entonces enviarle el paquete. Me dijo que no lo abriera y no lo hice. Dijo que era como una caja de Pandora. Si miraba en su interior podía pasar una desgracia. Dios bendiga su alma, Luther era un buen hombre. No tuve noticias suyas, aunque no las esperaba. Pero se me ocurrió que debía llamarle y averiguar si usted había recibido el paquete. Nunca había enviado nada por este sistema, creo que lo llaman servicio inmediato. Y pienso que lo hice bien, pero no lo sé. Si no lo ha recibido, por favor llámeme. Luther dijo que era muy importante. Y Luther nunca decía nada que no fuera verdad.»
Jack escuchó el número de teléfono y lo anotó. Verificó la hora de la llamada. El día anterior por la mañana. Buscó en la oficina. No había ningún paquete. Fue al trote por el pasillo hasta la mesa de su secretaria. Tampoco estaba allí. Volvió a su oficina. «Dios mío, un paquete de Luther. ¿Edwina Broome?» Se pasó la mano por el pelo, se rascó la cabeza, se obligó a pensar. Entonces recordó el nombre. La madre de la mujer que se había suicidado. Frank la había mencionado. La presunta cómplice de Luther.
Jack marcó el número. Le pareció que sonaba una eternidad.
– ¿Ho… hola? -La voz sonaba somnolienta, lejana.
– ¿Señora Broome? Soy Jack Graham. Perdone por llamarla tan tarde.
– ¿Señor Graham? -La voz cambio de tono. Sonó alerta, vivaz. Jack se imaginó a la mujer sentada en la cama, con el camisón cerrado hasta el cuello, mientras miraba nerviosa el teléfono.
– Lo siento, acabo de recibir su mensaje. No recibí el paquete, señora Broome. ¿Cuándo lo envió?
– Déjeme pensar un minuto. -Jack oyó la respiración laboriosa-. Hoy hace cinco días.
– ¿Tiene el recibo con el número?
– El hombre me dio un papel. Tendré que ir a buscarlo.
– Esperaré.
Repiqueteó con los dedos sobre la mesa. Intentó no perder el control. «Aguanta, Jack. Aguanta un poco más.»
– Ya lo tengo, señor Graham.
– Por favor, llámeme Jack. ¿Lo envió por Federal Express?
– Así es, sí.
– Muy bien, ¿cuál es el número de rastreo?
– ¿El qué?
– Perdón. El número que está en la esquina superior derecha del papel. Es una hilera de números muy larga.
– Ah, sí. -La mujer los leyó. Jack los anotó y se los repitió para confirmarlos. También confirmó la dirección de la firma.
– Jack, ¿esto es muy serio? Me refiero a la forma en que murió Luther y todo eso.
– Aparte de mí, ¿la ha llamado alguien que no conozca?
– No.
– Bueno, si le llaman quiero que avise a Seth Frank, del departamento de policía de Middleton.
– Le conozco.
– Es una buena persona, señora Broome. Puede confiar en él.
– Está bien, Jack.
Jack colgó y llamó a Federal Express. Oyó el ruido del teclado delordenador al otro lado de la línea. La voz de la mujer era profesional y concisa.
– En efecto, señor Graham, lo entregaron en las oficinas de Patton, Shaw amp; Lord el jueves a las diez y dos minutos de la mañanay el recibo lo firmó la señora Lucinda Alvarez.
– Muchas gracias. Supongo que estará por alguna parte. -Estaba a punto de colgar cuando escuchó la pregunta de la mujer.
– ¿Hay algún problema en particular con la entrega del paquete, señor Graham?
– ¿Un problema particular? -repitió Jack, extrañado-. No, ¿porqué?
– Según los datos que aparecen en pantalla preguntaron por el paquete hoy mismo.
– ¿Hoy? -Jack se puso tenso-. ¿A qué hora?
– A las seis y media de la tarde.
– ¿Dieron algún nombre?
– Eso es lo extraño. Según el registro, la persona también se identificó como Jack Graham. -Por el tono quedaba muy claro que dudaba mucho de la verdadera identidad de su interlocutor.
Jack sintió un sudor frío. Colgó el teléfono. Alguien, no sabía quién, compartía su interés por el paquete. Y ese alguien sabía que estaba destinado a él. Le temblaban las manos cuando volvió a coger el teléfono. Llamó a Seth Frank, pero el detective se había ido a su casa. La persona no quiso darle el número particular, y Jack recordó que se había dejado el número en el apartamento. Después de mucho insistir, la persona llamó a la casa del teniente, sin obtener respuesta. Maldijo por lo bajo. Una llamada a información no dio resultado; el número era privado.
Jack se reclinó en el sillón, su respiración era cada vez más agitada. Sentía una fuerte opresión en el pecho. Siempre se había considerado como una persona muy valiente. Ahora no lo tenía tan claro.
Se obligó a centrarse en el asunto. Habían entregado el paquete. Lucinda había firmado el recibo. La rutina en Patton, Shaw era estricta; la correspondencia tenía una importancia vital para cualquier firma de abogados. Los paquetes traídos por Federal Express los repartían los mozos con la otra correspondencia del día. La transportaban en un carrito. Todos sabían dónde estaba la oficina de Jack. Incluso si no lo sabían, la firma imprimía un plano que se actualizaba periódicamente. Si utilizaban el plano correcto, pensó Jack.
Jack corrió hacia la puerta, la abrió y siguió su carrera por el pasillo. A la vuelta de la esquina, en la dirección opuesta, se encendió la luz en la oficina de Sandy Lord.
Encendió la luz en su vieja oficina. Sin perder ni un segundo, buscó entre las papeles, carpetas y otros objetos amontonados sobre la mesa; nada. Entonces apartó la silla para sentarse y vio el paquete en el asiento. Jack lo recogió. En un gesto instintivo miró a su alrededor, vio las persianas abiertas y se apresuró a cerrarlas.
Leyó la etiqueta: Edwina Broome a Jack Graham. Era el paquete. Parecía ser una caja, pero pesaba poco. Una caja dentro de otra, eso era lo que ella había dicho. Comenzó a abrirlo, y se detuvo. Ellos sabían que el paquete estaba aquí. «¿Ellos?» No se le ocurría ninguna otra denominación. Si ellos sabían que el paquete estaba aquí, de hecho habían llamado hoy mismo, ¿qué harían? Si lo que había dentro era tan importante, y hubiese estado abierto ellos ya sabrían que contenía. Como no era así, ¿qué harían?
Jack volvió otra vez a su oficina, con el paquete bien sujeto bajo el brazo. Se puso el abrigo, recogió las llaves del coche con tanta prisa que volcó el vaso de gaseosa, y se dispuso a salir. Se quedó de piedra.
Un ruido. Resultaba difícil precisar dónde; resonaba suavemente en el pasillo, como el chapoteo de agua en un túnel. No era el ascensor. Estaba seguro de que hubiera oído el ascensor. ¿Lo estaba? Era un lugar muy grande. El ruido de fondo del ascensor era algo habitual. Además, había estado con toda la atención puesta en la llamada telefónica. No, no estaba seguro. Por otra parte, quizá sólo era algún abogado de la firma que venía a trabajar o a recoger alguna cosa. El instinto le avisó que era una conclusión errónea. Éste era un edificio seguro. Pero, ¿hasta qué punto era seguro un edificio público? Cerró la puerta.
Ahí estaba otra vez. Sus oídos se esforzaron para ubicado sin éxito. Los intrusos se movían lentamente, con mucho sigilo. Nadie de los que trabajaban aquí hubiera hecho eso. Se acercó a la pared, apagó la luz, esperó un momento y después abrió la puerta con mucho cuidado.
Asomó la cabeza. El pasillo se veía desierto. ¿Por cuánto tiempo? El problema táctico era obvio. El espacio de la planta estaba configurado de tal manera que si optaba por una dirección había que seguirla. Además, no había muebles en los pasillos. Si se cruzaba con alguien no tendría dónde esconderse.
Una consideración práctica le pasó por la cabeza y buscó con la mirada en la penumbra de la oficina. Por fin su mirada se posó en un pesado pisapapeles de granito, uno de los muchos regalos recibidos cuando le hicieron socio. Utilizado correctamente podía hacer mucho daño. Jack estaba seguro de que sabría usarlo. Si iba a caer no se lo pondría fácil. Esta postura fatalista le ayudó a fortalecer su decisión. Esperó unos segundos antes de aventurarse al pasillo; no olvidó cerrar la puerta. Los que le buscaban tendrían que abrir todas las puertas para dar con su oficina.
Caminó agachado cuando se acercó a una esquina. Ahora deseó con toda el alma que la planta estuviera a oscuras. Inspiró con fuerza y espió. El camino estaba despejado, al menos por ahora. Pensó deprisa. Si había más de un intruso, sin duda se separarían para reducir a la mitad el tiempo de la búsqueda ¿Sabrían que estaba en el edificio? Quizá le habían seguido hasta aquí. Eso era preocupante. Tal vez en este momento le rodeaban, se acercaban desde direcciones opuestas.
El sonido se acercaba. Pisadas. Afinó el oído al máximo. Le pareció escuchar la respiración de otra persona, o al menos se lo imaginó. Tenía que decidirse. Su mirada se posó en algo que había en la pared, algo que brillaba: la alarma de incendios.
Estaba a punto de lanzarse cuando una pierna asomó por la esquina al otro extremo del pasillo. Jack retrocedió sin esperar a ver el resto. Caminó a paso ligero en la dirección opuesta. Dio la vuelta en la esquina, cruzó el vestíbulo, y llegó a la puerta de la escalera. La abrió de un tirón; el chirrido de las bisagras resonó por todo el piso.
Oyó el ruido de pies que corrían.
– ¡Mierda! -Cerró de un portazo y corrió escaleras abajo.
Un hombre apareció en la esquina. Llevaba la cabeza cubierta con un pasamontañas y empuñaba una pistola en la mano derecha.
Se abrió la puerta de una oficina y Sandy Lord salió al pasillo, en camiseta y los pantalones bajados hasta las rodillas. Lord tropezó y se llevo por delante al hombre. Ambos cayeron al suelo. En la desesperación por sujetarse, Lord le arrancó el pasamontañas.
Lord se puso de rodillas; le chorreaba sangre de la nariz.
– ¿Qué coño pasa aquí? ¿Quién coño es usted? -Lord miró furioso al desconocido. Entonces vio el arma y se quedó inmóvil.
Tim Collin le devolvió la mirada al tiempo que sacudía la cabeza como si lamentara su mala suerte. Ahora ya no podía escoger. Levantó la pistola.
– ¡Virgen santa! ¡Por favor, no! -chilló Lord e intentó apartarse.
Sonó el disparo y la sangre brotó en el centro de la camiseta.
Lord jadeó una vez, con los ojos vidriosos y su cuerpo cayó contra la puerta que se abrió del todo. En el interior, una joven casi desnuda miraba atónita el cadáver del abogado. Collin maldijo por lo bajo. Miró a la muchacha.
Ella sabía lo que le esperaba, Collin lo veía en sus ojos aterrorizados.
– Lo siento, señora. En el lugar equivocado, a la hora equivocada.
La pistola disparó por segunda vez y el cuerpo delgado salió despedido hacia atrás. Con las piernas abiertas, los puños abiertos, los ojos miraron sin ver el techo; su noche de placer se había convertido bruscamente en su última noche en la Tierra.
Bill se acercó a la carrera al compañero arrodillado y observó la carnicería con una expresión de asombro que cambió por otra de furia en un segundo.
– ¡Estás loco! -gritó.
– Me vieron la cara, ¿qué coño iba a hacer? ¿Pedirles que prometieran silencio? ¡A la mierda con ellos!
Los nervios de los dos hombres estaban al rojo vivo. Collin apretó con fuerza la culata del arma.
– ¿Dónde está? ¿Era Graham? -preguntó Burton.
– Sí. Bajó por las escaleras de incendios.
– Le perdimos.
– Todavía no. -Collin se levantó-. No he matado a dos personas para que se largue.
Antes de que pudiera dar un paso, Burton le sujetó.
– Dame la pistola, Tim.
– Coño, Bill, ¿te has vuelto loco?
Burton meneó la cabeza, sacó su pistola y se la dio a Collin al tiempo que cogía la del joven.
– Ahora ve a por él. Yo intentaré controlar los daños.
Collin corrió hacia la puerta y desapareció por la escalera.
Burton miró los dos cadáveres. Reconoció a Sandy Lord y contuvo el aliento. «Maldita sea, maldita sea», murmuró. Dio media vuelta y regresó de prisa a la oficina de Jack. Mientras seguía a su compañero, había dado con ella cuando sonó el primer disparo. Abrió la puerta y encendió la luz. Echó una ojeada. El tipo se había llevado el paquete. Estaba claro. Richmond había acertado con Edwina Broome. Whitney le había confiado el paquete. Mierda, habían estado cerca. ¿Quién se iba a pensar que Graham o cualquier otro estaría aquí tan tarde?
Echó otra mirada al contenido de la habitación, después se fijó en lo que había sobre la mesa. En unos segundos ya tenía un plan. Ya era hora de que les sonriera la suerte. Se acercó a la mesa.
Jack llegó al primer piso y tiró de la manija. No se movió. Se le heló el corazón. Ya habían tenido el mismo problema antes. En los simulacros de incendio las puertas habían permanecido cerradas. El problema estaba resuelto según el administrador. ¡Estupendo! Sólo que ahora su error le costaría la vida. Y no por culpa de un incendio.
Miró escaleras arriba. Bajaban deprisa, ya no les preocupaba el silencio. Jack subió al segundo piso, y musitó una plegaria antes de coger la manija. Casi gritó de alivio al sentir que giraba. Dobló la esquina, y al llegar al ascensor apretó el botón. Después corrió de vuelta hasta la esquina y se ocultó.
¡Venga! Oyó el ruido del ascensor que subía. Entonces pensó en algo terrible. El perseguidor podía estar en el ascensor. Quizá había descubierto las intenciones de Jack y pretendía adelantarse.
El ascensor llegó al piso. En el momento que se abrían las puertas Jack oyó el golpe de la puerta de la escalera de incendios contra la pared. Corrió hacia el ascensor, saltó entre las puertas que estaban a punto de cerrarse con tanta violencia que se estrelló contra la pared de la cabina. Se levantó de un salto y apretó el botón del garaje.
Jack notó la presencia al instante, el sonido de la respiración agitada. Vio algo negro, después el arma. Tiró el pisapapeles contra el desconocido y se acurrucó en un rincón.
Oyó un grito de dolor cuando las puertas se cerraron.
En cuanto llegó al garaje corrió en la penumbra hasta llegar al coche y al cabo de unos momentos atravesó la puerta automática y pisó el acelerador. El coche salió disparado. Jack miró por el retrovisor. Nada. Se miró en el espejo. Tenía el rostro bañado en sudor. Notó el cuerpo rígido por la tensión. Se masajeó el hombro que se había golpeado contra la pared del ascensor. Se había librado por los pelos.
Se preguntó dónde iría. Le conocían, al parecer lo sabían todo de él. Era obvio que no podía volver a su casa. Entonces, ¿dónde? ¿A la policía? No. No hasta que supiera quién le perseguía. El mismo que había podido matar a Luther a pesar de todos los polis. El que parecía saber lo mismo que sabían los polis. Esta noche se quedaría en algún lugar de la ciudad. Tenía las tarjetas de crédito. Por la mañana, a primera hora, llamaría a Frank. Entonces se acabarían los problemas. Miró el paquete. Pero esta noche echaría una ojeada a aquello que casi le había costado la vida.
Russell se tapó con la sábana. Richmond había acabado encima de ella. Después de haberla utilizado, se había ido sin decir palabra. La mujer se frotó las muñecas magulladas por las manos del presidente. También le dolían los pechos maltratados. Recordó la advertencia de Burton. Christine Sullivan también había sido destrozada, y no sólo por las balas de los agentes.
Movió la cabeza lentamente, mientras luchaba por contener las lágrimas. ¡Había deseado esto con tantas ganas! Había deseado que Alan Richmond le hiciera el amor; lo había imaginado como algo romántico, idílico. Dos personas inteligentes, dinámicas y poderosas. La pareja ideal. Qué maravilloso hubiera sido. Y entonces la visión del hombre la devolvió a la realidad; la había poseído con el rostro inexpresivo como si hubiese estado masturbándose en el baño con el último Penthouse. Ni siquiera la había besado, no había dicho ni una palabra. Se había limitado a desnudarla en cuanto ella entró en el dormitorio, y después de penetrarla se había marchado. No había tardado ni diez minutos. Y ahora estaba sola. ¡Jefa de gabinete! Puta jefa era más exacto. Le entraron ganas de gritar: «¡Te follé! ¡Cabrón! ¡Te follé aquella noche en aquel dormitorio y no pudiste hacer nada por evitarlo, hijo de puta!»
Sus lágrimas mojaron la almohada y se reprochó a sí misma su debilidad. Había estado tan segura de sus habilidades, de su capacidad para controlarle… Cómo había podido ser tan tonta… El hombre había mandado matar. Walter Sullivan. Walter Sullivan había sido asesinado, con el conocimiento, con la bendición del presidente de Estados Unidos. Cuando se lo contó, a ella le pareció increíble. Había dicho que deseaba mantenerla informada de todo. Tendría que haber dicho aterrorizada. Ella no sabía lo que el hombre se traía entre manos. Russell ya no era una pieza básica de la campaña, y dio gracias a Dios por no serlo.
Se sentó en la cama, se tapó como pudo con el camisón roto. Se estremeció de vergüenza. Ahora se había convertido en su puta particular. Pero también era algo más. Y como una consideración por esto, lo único que había obtenido era la promesa tácita de que no la aplastaría. Pero, ¿eso era todo? ¿De verdad no había nada más?
Se envolvió con la manta y miró la habitación en penumbras. Ella era una cómplice. Pero también era algo más. Era un testigo. Luther Whitney también había sido un testigo y ahora estaba muerto. Richmond había ordenado con toda tranquilidad la ejecución de uno de sus más viejos y queridos amigos. Si podía hacer eso, ¿qué valía su vida? La respuesta estaba clara.
Se mordió una mano hasta que se hizo daño. Miró la puerta por la que él había salido. ¿Estaba allí, escuchando agazapado en la oscuridad? ¿Planeaba qué hacer con ella? Tembló de miedo. Estaba atrapada. Por una vez en la vida no tenía opciones. Ni siquiera estaba segurar de que sobreviviría.
Jack dejó la caja sobre la cama, se quitó el abrigo, miró a través de la ventana de la habitación del hotel y después se sentó. Estaba seguro de que no le habían seguido. Había salido de aquel edificio como alma que lleva el diablo. Había decidido, en el último momento, abandonar el coche. No sabía quiénes eran los perseguidores, pero daba por hecho que contaban con los medios para rastrear el paradero del coche.
Miró la hora. El taxi le había dejado delante del hotel hacía un cuarto de hora. Era un lugar común, un hotel donde se alojaba el turismo barato que recorría la ciudad para conocer unos cuantos monumentos históricos antes de regresar a casa. Estaba apartado del centro, cosa que agradecía.
Jack contempló la caja y decidió que ya había esperado demasiado. La abrió y un segundo después miraba el objeto metido en una bolsa de plástico.
¿Un cuchillo? Lo miró con más atención. No, era un abrecartas de modelo antiguo. Sostuvo la bolsa por las puntas y examinó el objeto centímetro a centímetro. No era un especialista forense y por lo tanto no se dio cuenta de que las manchas negras en la empuñaduray la hoja eran sangre muy seca. Tampoco advirtió las huellas digitales en el cuero.
Dejó la bolsa con mucho cuidado y se reclinó en la silla. Esto tenía algo que ver con el asesinato de la mujer. Estaba seguro. Pero ¿qué? La miró otra vez. Sin duda era una prueba muy importante. No era el arma asesina; a Christine Sullivan la habían muerto a tiros. Sin embargo, para Luther había tenido un valor fundamental.
Jack se irguió en la silla. ¡Porque identificaba al asesino de Christine Sullivan! Cogió la bolsa y la sostuvo a la luz para escudriñarla a fondo. Ahora las vio, como una espiral de hilos negros. Huellas. El objeto tenía las huellas dactilares de la persona que lo había utilizado. Jack continuó con el examen. Sangre. También en la empuñadura. No podía ser otra cosa. ¿Qué le había dicho Frank? Hizo un esfuerzo por recordar. Sullivan había apuñalado al atacante. En el brazo o en la pierna con un abrecartas, el mismo de la foto del dormitorio. Al menos ésta era una de las teorías que el detective había compartido con Jack. El objeto que tenía en la mano parecía sustentar esa teoría.
Guardó la bolsa en la caja y la ocultó debajo de la cama.
Se acercó a la ventana para mirar al exterior. Arreciaba el viento. La ventana vibraba y hacía ruidos.
Si Luther se lo hubiese dicho, si hubiese confiado en él. Pero estaba asustado por Kate. ¿Cómo habían convencido a Luther de que Kate estaba en peligro?
Hizo memoria. Luther no había recibido nada mientras estuvo en el calabozo de la comisaría. Jack estaba seguro. Entonces, ¿cómo? ¿Alguien se había acercado a Luther y le había dicho tranquilamente: habla y tu hija morirá? ¿Cómo habían averiguado que tenía una hija? Los dos no habían compartido una habitación en años.
Jack se tendió en la cama y cerró los ojos. No, estaba equivocado. Había habido un momento en que aquello hubiera sido posible. El día que arrestaron a Luther. Aquella había sido la única vez que padre e hija habían estado juntos. ¿Era posible que, sin decir una palabra, alguien le transmitiera el mensaje a Luther, sólo con la mirada, y nada más? Jack había tenido casos en que los testigos tenían miedo de declarar. Nadie les había dicho nada. Era únicamente una amenaza tácita. Un terror silencioso, no tenía nada de nuevo.
Entonces, ¿quién había estado allí y fue capaz de hacerlo? ¿Transmitir un mensaje que había hecho cerrar la boca a Luther como si se la hubiesen cosido? Pero las únicas personas presentes, por lo que Jack sabía, eran polis. A menos que fuera la persona que había disparado contra Luther. Si era él, ¿por qué se había quedado? ¿Cómo había podido esa persona entrar en el lugar, acercarse a Luther, y transmitirle el mensaje con la mirada, sin que nadie se diera cuenta?
Jack abrió los ojos.
A no ser que esa persona fuera un poli. El pensamiento inmediatamente posterior fue como un puñetazo en el pecho.
Seth Frank.
Lo descartó en el acto. No había ningún motivo. Por mucho que le diera vueltas, no podía imaginar al detective y a Christine Sullivan metidos en una aventura amorosa, porque ese era realmente el motivo. El amante de Sullivan la había matado y Luther lo había visto todo. No podía ser Seth Frank porque contaba con el hombre para salir de esta situación. Pero ¿qué pasaría si mañana Jack le entregaba a Frank el objeto que había estado buscando con tanta desesperación? Se le cae, abandona la habitación, Luther sale de la caja fuerte, lo recoge y escapa. Era posible. El lugar estaba tan limpio que sólo lo podía haber hecho un profesional. Un profesional. Un detective de homicidios con experiencia, que sabía cómo limpiar la escena del crimen.
Jack sacudió la cabeza. ¡No! ¡Maldita sea, no! Tenía que creer en algo, en alguien. Tenía que ser otra cosa. Otra persona. Ahora estaba cansado. Comenzaba a desvariar. Seth Frank no era un asesino.
Volvió a cerrar los ojos. Por ahora estaba a salvo. Al cabo de unos minutos se hundió en un sueño intranquilo.
El frío de la mañana era tonificante. La tormenta de la noche había barrido el aire viciado y húmedo.
Jack estaba despierto; había dormido vestido y las prendas lo evidenciaban. Se lavó la cara en el baño, se peinó un poco, apagó la luz y regresó al dormitorio. Se sentó en la cama y miró la hora. Frank no tardaría mucho en llegar a su oficina. Sacó la caja de debajo de la cama, la dejó a su lado. Tenía la sensación de estar sentado junto a una bomba de relojería.
Encendió el pequeño televisor de color que había en un rincón. Emitían el primer informativo de la mañana. La rubia vivaracha, sin duda con la ayuda de grandes cantidades de cafeína mientras esperaba su oportunidad en la hora de máxima audiencia, resumía los titulares.
Jack esperaba ver la letanía habitual de las crisis mundiales. Oriente Medio merecía un minuto cada mañana. Quizás un nuevo terremoto en el sur de California. La disputa del presidente con el congreso.
Pero hoy sólo había una noticia. Jack prestó toda su atención cuando apareció en la pantalla un lugar que conocía muy bien.
Patton, Shaw amp; Lord. El vestíbulo de PS amp;L. ¿Qué decía la mujer?¿Gente muerta? ¿Sandy Lord asesinado? ¿Muerto a tiros en su despacho? Jack cruzó la habitación de un salto y subió el volumen. Vio atónito cómo sacaban dos camillas del edificio. Un foto de Lord apareció en la esquina superior derecha de la pantalla. Ofrecieron un rápido resumen de su brillante carrera. Pero estaba muerto. Alguien le había asesinado en su oficina.
Jack volvió a sentarse en la cama. ¿Sandy había estado allí anoche? ¿Quién era la otra persona? ¿La que habían sacado cubierta conuna sábana? No lo sabía. No podía saberlo. Pero creía saber lo que había pasado. El hombre que le perseguía, el hombre con la pistola. Vaya a saber cómo, Lord se había tropezado con él. Ellos iban a por Jack y Lord se había cruzado en el camino.
Apagó el televisor, fue hasta el baño y se lavó la cara con agua fría. Le temblaban las manos, tenía la garganta seca. Todo lo ocurrido le resultaba inverosímil. Demasiado inesperado. No era culpa suya, pero se sentía culpable por la muerte de su socio. Culpable, como Kate. Era una emoción aplastante.
Cogió el teléfono y marcó el número.
Seth Frank llevaba en la oficina casi una hora. Un amigo en la sección de homicidios de la capital le había comunicado todo lo que sabían del doble asesinato en la firma de abogados. Frank no sabía si estaban relacionados con Sullivan. Pero había un denominador común. Un denominador común que le había provocado un dolor de cabeza tremendo, y apenas eran las siete de la mañana.
Sonó el teléfono directo. Atendió la llamada y en su rostro apareció una expresión incrédula.
– Jack, ¿dónde diablos está?
Había una dureza en el tono del detective que Jack no esperaba oír.
– Buenos días a usted también.
– Jack, ¿sabe lo que ha pasado?
– Acabo de verlo en la televisión. Yo estuve allí anoche, Seth. Me perseguían; no sé cómo pero Sandy debió cruzarse en su camino y ellos le mataron.
– ¿Quiénes? ¿Quiénes le mataron?
– ¡No lo sé! Yo estaba en la oficina, oí un ruido. Después un tipo armado con una pistola me persiguió por todo el edificio y tuve suerte de salir de allí con la cabeza intacta. ¿La policía tiene alguna pista?
Frank inspiró con fuerza. La historia sonaba fantástica. Creía en Jack, confiaba en él. Pero, ¿quién podía poner la mano en el fuego por nadie en estos tiempos?
– ¿Seth? ¿Seth?
Frank se mordió las uñas mientras pensaba a toda máquina. Según lo que hiciera a continuación podrían ocurrir dos cosas muy distintas. Por un momento pensó en Kate Whitney. En la trampa que le había tendido a ella y al padre. Todavía no lo había olvidado. Era un poli, pero también era un ser humano. Confiaba en que aún le quedara algo de decencia.
– Jack, la policía tiene una pista. De hecho, una pista muy buena. -De acuerdo. ¿Cuál es?
– Es usted, Jack -respondió Frank, tras una pausa-. Usted es la pista. El tipo que la policía de todo el distrito está buscando en este mismo momento por toda la ciudad.
A Jack se le cayó el auricular de la mano. Le pareció que la sangre no le circulaba por las venas.
– ¿Jack? Jack, maldita sea, hábleme. -Las palabras del detectiveno se registraron en la mente del abogado.
Jack miró a través de la ventana. Afuera había personas que querían matarle y otras que querían arrestarlo por asesinato.
– ¡Jack!
– Yo no maté a nadie, Seth -contestó por fin con un esfuerzo. Las palabras sonaron como si se derramaran por un desagüe, a punto de ser arrastradas.
Frank escuchó lo que deseaba escuchar con desesperación. No eran las palabras -la gente culpable siempre mentía- sino el tono con que fueron dichas. Desaliento, incredulidad, horror, una mezcla muy explosiva.
– Le creo, Jack -dijo Frank, en voz baja.
– ¿Qué demonios está pasando, Seth?
– Por lo que me han dicho, los polis le tienen grabado en una cinta entrando en el garaje a medianoche. Al parecer, Lord y una amiga ya se encontraban en el edificio.
– No los vi.
– No estoy muy seguro de que tuviera que verles. -Frank sacudió la cabeza y continuó-: Al parecer, les encontraron semidesnudos, sobre todo la mujer. Supongo que acababan de hacer lo que les había llevado allí.
– ¡Vaya!
– También aparece en el vídeo cuando sale del garaje después delos asesinatos.
– ¿Qué hay del arma? ¿Encontraron el arma?
– Sí. En un contenedor de basura en el garaje. -¿Y?
– Sus huellas estaban en el arma, Jack. Eran las únicas que había. Después de verle en el vídeo, los polis de Washington buscaron sus huellas en el archivo de abogados del estado de Virginia. Vieron que eran las mismas.
Jack se hundió en la silla.
– Nunca toqué ningún arma, Seth. Alguien intentó matarme y salí corriendo. Le pegué al tipo, con un pisapapeles que cogí de mi mesa. Eso es lo único que sé. -Hizo una pausa-. ¿Qué hago ahora?
Frank esperaba la pregunta. Honestamente, no sabía qué contestar. Desde un punto de vista técnico, al hombre le buscaban por asesinato. Su deber como agente de la ley estaba muy claro, pero se daba el caso de que no era así.
– Quiero que se quede donde está. Haré unas cuantas averiguaciones. Pero bajo ninguna circunstancia vaya a ninguna parte. Llámeme dentro de tres horas. ¿De acuerdo?
Jack colgó y pensó en su situación. La policía le buscaba por el asesinato de dos personas. Sus huellas dactilares aparecían en un arma que no había tocado. Era un fugitivo de la justicia. Y acababa de hablar con un policía. Frank no le había preguntado dónde estaba. Pero podían rastrear la llamada. Podían haberlo hecho con toda facilidad. Sólo que Frank no lo haría. Entonces Jack pensó en Kate.
Los polis nunca decían toda la verdad. El detective había engañado a Kate. Después lo había lamentado, o al menos había dicho que lo lamentaba.
Un sirena sonó en la calle y a Jack se le paró el corazón por un instante. Corrió a la ventana y miró, pero el coche de la policía siguió su camino hasta que las luces azules se perdieron de vista.
Pero quizás ya estaban de camino. Venían a buscarle ahora mismo. Cogió el abrigo y se lo puso. Entonces miró la cama.
La caja.
No le había dicho ni una palabra a Frank del objeto. Anoche había sido la cosa más importante de su vida, pero ahora había pasado a un segundo plano.
– ¿No tienes bastante trabajo en el campo? -Craig Miller era detective de homicidios en Washington con muchos años de servicio. Fornido, con una abundante cabellera negra y ondulada, y una cara que traicionaba su afición al buen whisky. Frank le conocía desde hacía años. Eran unos buenos amigos que compartían la creencia de que el crimen siempre debía ser castigado.
– Nunca lo suficiente como para impedirme venir hasta aquí y saber si vales para el trabajo de detective -replicó Frank, con una sonrisa severa.
Miller le devolvió la sonrisa. Se encontraban en la oficina de Jack. La unidad criminal estaba acabando el trabajo.
Frank echó una ojeada a la amplia y lujosa habitación. Jack ahora estaba muy lejos de esta clase de vida, pensó para sí mismo. Miller le miró mientras recordaba una cosa.
– Este tipo, Graham, estaba involucrado en el caso Sullivan, ¿no?
– Era el abogado del sospechoso.
– ¡Eso es! Vaya cambio. De abogado defensor a futuro acusado. -Miller volvió a sonreír.
– ¿Quién encontró los cuerpos?
– La encargada de la limpieza. Entra a trabajar sobre las cuatro de la mañana.
– Te ha pasado por la cabezota algún motivo?
– Venga -dijo Miller con una mirada de suspicacia-. Son las ocho de la mañana. Has venido hasta aquí desde el medio de la nada para escarbar en mi cabeza. ¿Qué pasa?
– No lo sé. -Frank se encogió de hombros-. Conocí al tipo durante el caso. Me quedé de piedra cuando vi su cara en las noticias del a mañana. No lo sé. Llámalo intuición.
Miller le miró con atención durante un instante y decidió no insistir.
– Por lo que parece, el motivo está claro. Walter Sullivan era el principal cliente del muerto. Este tipo, Graham, sin hablar con nadie de la firma, aparece y representa al chorizo acusado de matar a la esposa del tipo. Eso, obviamente, no le sentó bien a Lord. Según parece, los dos tuvieron una reunión en la casa de Lord. Quizás intentaron resolver las cosas, o quizá las empeoraron más.
– ¿Cómo te has enterado de todo esto?
– El socio gerente de la firma. -El detective abrió la libreta-. Daniel J. Kirksen. Me contó todos los dimes y diretes de la historia.
– ¿Y eso qué tiene que ver con que Graham entrara aquí para matarlos?
– No digo que fuera premeditado. Los horas que aparecen en las grabaciones muestran que el difunto llegó aquí varias horas antes de que apareciera Graham.
– ¿Entonces?
– Así que los dos no sabían que el otro estaba aquí, o quizá Graham vio la luz encendida en la oficina de Lord cuando pasaba por la calle. La oficina da a la calle, cualquiera hubiera podido ver si había alguien.
– Sí, excepto si el hombre y la mujer estaban follando. No tengo claro que quisieran mostrarse al resto de la ciudad. Seguramente tenían las persianas cerradas.
– Correcto, pero escucha, Lord no estaba muy en forma así que dudo que estuvieran follando todo el tiempo. La luz de la oficina estaba encendida cuando les encontraron y las persianas estaban subidas un poco. En cualquier caso, por accidente o no, los dos se encontraron. Resurge la discusión. Se calientan los ánimos, quizá se amenazan. Y entonces, bam. Un pronto. Quizá Lord sacó un arma. Pelean. Graham le quita la pipa al viejo. Dispara. La mujer lo ve todo, también recibe un balazo. Todo se acaba en segundos.
– Perdona que te lo diga, Craig, pero suena muy cogido de los pelos.
– ¿Ah, sí? Tenemos al tipo saliendo de aquí más blanco que una sábana. La cámara lo filmó de frente. Vi la película, ni gota de sangre en la cara del tipo, Seth, te lo juro.
– ¿Cómo es que no aparecieron los de seguridad?
– ¿Seguridad? -Miller soltó una carcajada-. Mierda. La mitad del tiempo esos tipos ni siquiera miran los monitores. Graban las cintas y tienes suerte si alguna vez las ven. En estos edificios de oficinas, la gente entra como Pancho por su casa, fuera del horario de trabajo.
– Entonces, quizás alguien lo hizo.
– No lo creas, Seth. -Miller sonrió mientras movía la cabeza-. Ese es tu problema. Buscas una respuesta difícil cuando tienes lo más obvio delante de las narices.
– Entonces, ¿cómo apareció el arma?
– Hay mucha gente que tiene armas en la oficina.
– ¿Mucha? ¿Cuánta, Craig?
– Te sorprenderías, Seth.
– ¡Quizá! -replicó Frank.
– ¿Qué mosca te ha picado con este asunto? -preguntó Miller curioso.
Frank no miró a su amigo. Observó la mesa.
– No lo sé. Ya te lo dije. Conozco al tipo. No tiene pinta de asesino. ¿Sus huellas estaban en el arma?
– Dos huellas perfectas. El pulgar y el índice derecho. Nunca había visto unas huellas tan claras.
Algo en las palabras de su amigo sacudió a Frank. Contemplaba la mesa. En la superficie pulida aparecía una marca de agua.
– Entonces, ¿dónde está el vaso?
– ¿El qué?
– El vaso que dejó esa marca. -Frank la señaló-. ¿Lo tienes tú?
– No he mirado en la cocina, si es eso lo que quieres saber. Ahora iremos.
Miller se volvió para firmar un informe. Frank aprovechó para mirar la mesa más de cerca. En el medio de la mesa había un pequeño cuadrado de polvo. Allí había habido algo. Cuadrado, de unos diez centímetros de ancho. El pisapapeles. Frank sonrió.
Seth Frank se marchó al cabo de unos minutos. El arma tenía impresas unas huellas perfectas. Demasiado perfectas. Frank también había visto el arma y el informe de la policía. Un arma del calibre 44, con los números de serie borrados, imposible de identificar. Como el arma encontrada junto al cadáver de Walter Sullivan.
El teniente se permitió una sonrisa. Había acertado en lo que había hecho, o mejor dicho en lo que no había hecho.
Jack Graham le había dicho la verdad. No había matado a nadie.
– ¿Sabes, Burton? Estoy un poco cansado de dedicar tanto tiempo y atención a este asunto. Por si lo has olvidado, te recuerdo que tengo que dirigir un país. -Richmond se sentó en una silla del despacho Oval delante de la chimenea. Mantenía los ojos cerrados y las manos unidas formando una pirámide. Antes de que Burton pudiera responder, el presidente añadió-: En lugar de tener el objeto a buen recaudo, sólo has conseguido darle más trabajo a los detectives de homicidios, y el abogado de Whitney sigue suelto por allí con una prueba que nos hundirá a todos. Me emociona tanta eficacia.
– Graham no irá a la policía a menos que le guste la comida de la cárcel y quiera tener a un gigantón peludo como novia durante el resto de su vida. -Burton miró al presidente inmóvil. Él se estaba jugando el culo para salvarlos a todos, y el muy cabrón se quedaba tranquilamente en la retaguardia. Y ahora encima criticaba. Como si al agente secreto le encantara haber visto a otras dos personas inocentes asesinadas.
– En eso te tengo que felicitar -señaló Richmond-. Demuestras buenos reflejos. Sin embargo, no creo que podamos fiarnos de ello como una solución a largo plazo. Si la policía arresta a Graham, él les entregará el abrecartas, si es que lo tiene.
– Pero he conseguido un poco más de tiempo.
El presidente se levantó para apoyar las manos en los hombros fuertes de Burton.
– Sé que aprovecharás ese tiempo para encontrar a Jack Graham y persuadirle de que emprender cualquier acción en contra de nuestros intereses resultará muy perjudicial para los suyos.
– ¿Quiere que se lo diga antes o después de volarle la cabeza?
– Eso lo dejo a tu juicio profesional. -Richmond sonrió antes de volver a su mesa.
Burton miró la espalda del presidente. Por un instante, Burton se imaginó disparando con su arma contra la nuca de Richmond. La mejor manera de acabar con este asunto ahora mismo. Si alguien se merecía un tiro, era este tipo.
– ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar?
– No, pero tengo una fuente bastante segura. -Burton no mencionó la llamada de Jack a Seth Frank a primera hora de la mañana. Tarde o temprano, acabaría por decírselo al detective. Y entonces Burton entraría en acción.
El agente inspiró con fuerza. No había mejor desafío que éste para los amantes de las situaciones peligrosas. Era como patear un penalty. ¿Metería la pelota entre los palos o la mandaría a las gradas?
Mientras salía del despacho, parte de él deseó que ocurriera esto último.
Seth Frank esperaba impaciente en su oficina, sin apartar la mirada del reloj. En el momento que el segundero pasaba las doce sonó el teléfono.
Jack estaba en una cabina. Dio gracias a Dios porque en el interior hiciera tanto frío como afuera. El grueso anorak que había comprado al salir del hotel encajaba a la perfección con la multitud. Sin embargo, no conseguía librarse de la sensación de que todo el mundo le miraba.
Frank atendió la llamada, y en el acto oyó el ruido de fondo.
– ¿Dónde coño está? Le dije que no saliera de donde se hallaba. Jack no respondió.
– ¿Jack?
– Oiga, Seth, no me gusta quedarme sentado a esperar que me maten. Tampoco estoy en una situación como para confiar a fondo en nadie. ¿Entendido?
Frank abrió la boca para protestar, pero después se echó atrás. El tipo tenía más razón que un santo.
– Muy justo. ¿Quiere saber cómo hicieron el montaje?
– Le escucho.
– Había un vaso en la mesa. Al parecer, usted se había servido algo de beber. ¿Lo recuerda?
– Sí, una gaseosa, ¿y qué?
– Si no me equivoco el que le perseguía se tropezó con Lord y la mujer tal como usted dijo y tuvo que matarles. Usted se escapó. Sabían que en el vídeo del garaje aparecería saliendo del edificio más o menos a la hora de la muerte de ambos. Levantaron las huellas del vaso y las transfirieron al arma.
– ¿Se puede hacer?
– Claro que se puede, si se sabe cómo hacerlo y se tiene el equipo necesario, algo que probablemente encontraron en la sala de mantenimiento de la firma. Si tuviéramos el vaso podríamos demostrar que fue un falsificación. De la misma manera que las huellas dactilares de una persona son irrepetibles, sus huellas en el arma no pueden coincidir en todos los detalles con las del vaso. La presión aplicada y todo lo demás.
– ¿Los polis de Washington aceptarían la explicación?
– Yo no contaría con eso, Jack. Yo no lo haría. Lo único que quieren es cogerle. Dejarán que otras personas se preocupen de todo lo demás.
– Estupendo. Entonces, ¿qué?
– Vamos por orden. En primer lugar, ¿por qué le buscaban? Jack estuvo a punto de darse bofetadas por tonto. Miró la caja. -Recibí un envío especial de una persona. Edwina Broome. Es algo que seguramente despertará su entusiasmo cuando lo vea.
Seth se levantó con el deseo de poder tender la mano a través del teléfono y cogerlo.
– ¿Qué es?
Jack se lo dijo.
Sangre y huellas digitales. Simon se lo pasaría en grande.
– Me encontraré con usted dónde y a la hora que sea.
Jack pensó de prisa. Resultaba irónico, los lugares públicos parecían más peligrosos que los privados.
– ¿Qué le parece la estación del metro de Farragut West, en la boca de la calle 18, alrededor de las once de esta noche?
– Allí estaré -prometió Frank, mientras anotaba la dirección y la hora.
Jack colgó el teléfono. Iría a la estación del metro antes de la hora señalada. Sólo por si acaso. Si veía algo mínimamente sospechoso pasaría a la clandestinidad hasta donde pudiera. Contó el dinero que le quedaba. Cada vez menos. No podía utilizar las tarjetas de crédito. Se arriesgaría con los cajeros automáticos. Conseguiría algunos cientos de dólares. Serían suficientes, al menos por un tiempo.
Salió de la cabina, miró la muchedumbre. Era la típica multitud de Union Station. Nadie demostró el menor interés en él. Jack se estremeció. Una pareja de policías caminaba en su dirección. Entró una vez más en la cabina y esperó hasta verles pasar.
Compró hamburguesas y patatas fritas en uno de los bares del vestíbulo y después cogió un taxi. Comió mientras el taxi le llevaba a través de la ciudad. Aprovechó el respiro para pensar en sus opciones. Una vez entregado el abrecartas a Frank, ¿se acabarían los problemas? Al parecer, las huellas y la sangre corresponderían con las de la persona que había estado aquella noche en casa de los Sullivan. Entonces la mente de abogado defensor de Jack entró en juego. Desde ese punto de vista comprendió que había unos cuantos obstáculos casi insalvables para llegar a una decisión tan diáfana. Primero, las pruebas físicas podían ser no concluyentes. Quizá no podrían identificarlas porque el adn y las huellas dactilares de la persona no estaban en los archivos. Jack recordó una vez más la expresión de Luther la noche aquella en el Mall. Era alguien importante, alguien que la gente conocía. Aquí tenía otro obstáculo. Si acusaba a una persona así, más le valía tener pruebas concluyentes o el caso nunca vería la luz pública.
Segundo, se enfrentaban a un grave problema de custodia gigantesco. ¿Podían probar que el abrecartas provenía de la casa de los Sullivan? Sullivan estaba muerto; el personal quizá no podría jurar que era el mismo. Christine Sullivan lo había tocado. Tal vez el asesino lo había tenido en su poder durante un breve período. Luther lo había guardado durante un par de meses. Ahora lo tenía Jack y, con un poco de suerte, se lo entregaría al detective. Por fin cayó en la cuenta.
El valor del abrecartas como prueba era nulo. Incluso si encontraban a la persona, cualquier abogado defensor competente demostraría que no tenía ningún valor. Ni siquiera podrían conseguir una orden de acusación basada en la prueba. La evidencia contaminada no servía como prueba.
Dejó de comer de repente y se reclinó en el sucio asiento de vinilo.
¡Pero coño! ¡Habían intentado recuperarlo! Habían matado para hacerse con el objeto. Estaban dispuestos a asesinar a Jack para recuperarlo. Para ellos era muy importante, como si se jugaran la vida. Así que aparte de la importancia legal, tenía un valor. Y algo valioso podía ser aprovechado. Quizá le quedaba una oportunidad.
Eran las diez cuando Jack bajó por la escalera de la estación del metro de Farragut West. La estación, que formaba parte de las líneas naranja y azul del metro de Washington, era un lugar muy concurrido debido a su cercanía con la zona del centro donde funcionaban miles de oficinas. Sin embargo, a las diez de la noche, se veía casi desierta.
Jack salió de la escalera mecánica y echó una ojeada. Las estaciones del metro eran grandes túneles con los techos abovedados y suelos de ladrillos hexagonales. Un ancho pasillo con una de las paredes cubierta con carteles de cigarrillos, y la otra con máquinas expendedoras de tarjetas y billetes, conducía hasta la taquilla en el centro del vestíbulo, con los torniquetes a cada lado. Junto a las cabinas de teléfonos había un enorme plano del metro con los horarios de los trenes y el precio de los billetes.
En el interior de la taquilla, un empleado aburrido se balanceaba en la silla. Jack observó el lugar y después miró la hora en el reloj colocado encima de la taquilla. Volvió a mirar hacia la escalera y se quedó inmóvil al ver a un agente de policía. Jack se obligó a actuar con naturalidad y caminó sin separarse mucho de la pared hasta las cabinas de teléfonos. Entró en la primera. Se apretó contra el teléfono, oculto tras el plástico azul. Se arriesgó a espiar. El agente se acercó a las máquinas, saludó al taquillero con un ademán y contempló el vestíbulo. Jack volvió a ocultarse. Esperaría. El agente no tardaría en marcharse; tenía que hacerlo.
Pasó el tiempo. Una voz fuerte interrumpió los pensamientos de Jack. Asomó la cabeza. Un mendigo bajaba por la escalera. Vestido con harapos, llevaba un manta enrollada sobre el hombro. La barba y el pelo sucios y despeinados. El rostro curtido y tenso. Afuera hacía frío. El calor de las estaciones de metro era un paraíso para los indigentes hasta que los echaban. Los portones de hierro eran para impedir la entrada a personas como él.
Jack echó un vistazo. El agente había desaparecido. Quizá recorría el andén, o estaba tomando un café con el empleado del metro. Miró hacia la taquilla. El hombre no estaba.
Volvió a mirar al mendigo, que se había acurrucado en un rincón,y hacía un inventario de sus pocas pertenencias. Se frotaba las manos protegidas con unos guantes roñosos para mantener la circulación.
Jack sintió el aguijonazo de la culpa. El número de mendigos era cada vez mayor. Una persona generosa podía vaciar los bolsillos en el trayecto de una manzana. Jack lo había hecho en más de una ocasión.
Una vez más miró el túnel y el vestíbulo. Nadie. No pasaría otro tren hasta dentro de quince minutos. Salió de la cabina y observó al mendigo. El hombre no parecía hacerle caso; su atención estaba enfocada en su pequeño mundo, muy apartado de la realidad normal. Pero entonces Jack pensó que su propia realidad tampoco era normal, si es que lo había sido alguna vez. Él y el mendigo al otro lado del pasillo estaban librando sus propias luchas, y la muerte podía reclamar a cualquiera de ellos, en cualquier momento. Excepto que la muerte de Jack sería un tanto más violenta, un tanto más repentina, aunque quizás era preferible a la muerte lenta que le esperaba al otro.
Sacudió la cabeza para despejarla. Estos pensamientos le perjudicaban. Si quería sobrevivir debía mantener la concentración, tenía que creer en su capacidad para vencer a las fuerzas lanzadas en su contra.
Jack dio un paso hacia delante y se detuvo. La descarga de adrenalina fue como una bomba; sintió que se le iba la cabeza.
El mendigo llevaba zapatos nuevos. Unos zapatos de cuero marrón que costaban más de ciento cincuenta dólares. Destacaban entre los andrajos como un enorme diamante azul en una playa de arena blanca.
El hombre le miró. Sus ojos se clavaron en el rostro de Jack. Le resultaban conocidos. Debajo de la masa de arrugas, pelo sucio y mejillas curtidas por el viento, había visto antes aquellos ojos; estaba seguro. El mendigo comenzó a incorporarse. Parecía tener mucha más energía que antes.
Jack miró a su alrededor, desesperado. El lugar parecía un sepulcro. El suyo. Miró atrás. El hombre caminaba hacia él. Jack retrocedió, con la caja apretada contra el pecho. Recordó la fuga por los pelos en el ascensor. El arma. No tardaría en verla. Le apuntaría al pecho.
Jack caminó por el pasillo hacia la taquilla. El hombre metió la mano debajo del abrigo, una prenda que perdía el relleno de lana a cada paso. Oyó pasos. Miró al hombre mientras decidía si echaba a correr para subir al tren. Entonces apareció.
Jack casi gritó de alegría.
El agente apareció en una esquina. Jack corrió hacia él, al tiempo que señalaba al mendigo que ahora permanecía inmóvil en el pasillo.
– Aquel hombre no es un mendigo. Es un impostor. -Jack había pensado en la posibilidad de ser reconocido por el poli, pero el agente no pareció darse cuenta de que estaba delante de un fugitivo.
– ¿Qué? -El poli miró a Jack, desconcertado.
– Mire los zapatos. -Jack comprendió que parecía un imbécil, pero ¿cómo podía explicarle al policía toda la historia?
El agente miró hacia el túnel, vio al mendigo y adoptó una expresión severa. Confuso, optó por las preguntas habituales.
– ¿Le ha molestado, señor?
– Sí -contestó, tras vacilar por un instante.
– ¡Eh! -le gritó el policía al hombre.
Jack miró mientras el agente echaba a correr. El mendigo dio medio vuelta y huyó. Llegó a las escaleras mecánicas, pero la de subida no funcionaba. Se volvió para correr por el túnel, llegó a una esquina y desapareció, perseguido por el policía.
Jack se quedó solo. Miró hacia la taquilla. El empleado del metro seguía ausente.
Jack sacudió la cabeza. Había oído algo. Le pareció un grito de dolor que procedía del lugar donde habían desaparecido los dos hombres. Se adelantó. Mientras lo hacía, el policía, casi sin aliento, apareció en la esquina. Miró a Jack, y levantó un brazo en un gesto cansino para indicarle que se acercara. El tipo parecía indispuesto, como si hubiese visto o hecho algo repugnante.
Jack se reunió con el agente. El poli respiraba afanoso.
– ¡Maldita sea! ¡No sé qué coño está pasando aquí, señor! -El poli se esforzó todavía más en llevar aire a los pulmones. Apoyó una mano contra la pared para aguantarse.
– ¿Le pilló?
– Claro que sí.
– ¿Qué pasó?
– Vaya y véalo usted mismo. Tengo que informar a la comisaría. -El poli se irguió y señaló a Jack en un gesto de advertencia-. No se mueva de aquí. No voy a explicar yo solo todo este asunto y me parece que usted sabe mucho más de lo que dice. ¿De acuerdo?
Jack asintió sin rechistar. El poli se alejó. Jack caminó hasta la esquina. No moverse. El poli le había dicho que no se moviera. Que esperara a que vinieran a detenerle. Tenía que escapar ahora. Pero no podía. Quería saber quién era el presunto mendigo. Estaba seguro de que le conocía. Tenía que verle.
Jack miró al frente. Este era un camino de servicio para el personal del metro y los equipos de mantenimiento. En la penumbra, bastante lejos, se divisaba un bulto de ropa. Jack forzó la vista al máximo. A medida que se acercaba comprobó que se trataba del mendigo. Permaneció quieto durante unos segundos. Quería que aparecieran los polis. El lugar era muy oscuro, muy silencioso. El bulto no se movió. Tampoco parecía respirar. ¿Estaba muerto? ¿El poli había tenido que matarle?
Por fin, Jack se adelantó. Se arrodilló junto al hombre. Qué disfraz tan bueno. Pasó una mano por las greñas. Incluso el olor agrio de la mugre era auténtico. Entonces vio el reguero de sangre que goteaba de la cabeza del falso mendigo. Apartó el pelo. Vio un corte, bastante profundo. Ese era el sonido que había oído. Habían peleado y el poli le había tumbado con la porra. Se había acabado. Habían querido cazar a Jack y habían acabado cazados. Le entraron ganas de quitarle la peluca y el resto del disfraz, ver quién coño había sido el perseguidor. Pero tendría que esperar. Quizás era una suerte la intervención de la policía. Les daría el abrecartas. Confiaría en la poli.
Se incorporó, dio media vuelta y vio al policía que se acercaba por el pasillo a paso ligero. Jack sacudió la cabeza. Menuda sorpresa se llevaría este tipo. «Ya puedes contarlo como tu día de suerte, muchacho», pensó.
Jack salió al encuentro del poli y se detuvo en el acto al verle desenfundar una pistola del calibre 9 milímetros.
– Señor Graham -dijo el poli con una mirada alerta.
Jack se encogió de hombros y sonrió. Por fin, el tipo le había identificado.
– El mismo que viste y calza. -Le mostró la caja-. Tengo algo para ustedes.
– Lo sé, Jack. Es lo que venía a buscar.
Tim Collin vio cómo se esfumaba la sonrisa de Jack. Su dedo se cernió sobre el gatillo mientras avanzaba.
Frank notó que se le aceleraba el pulso mientras se acercaba a la estación. Por fin tendría algún indicio. Se imaginó a Simon más feliz que un niño con zapatos nuevos. Tenía la certeza casi absoluta de que encontrarían la huella del asesino guardada en alguna base de datos. Entonces el caso se abriría como un huevo lanzado desde lo alto del Empire State. Y finalmente las preguntas, las malditas preguntas tendrían respuestas.
Jack miró el rostro, sin pasar por alto ningún detalle. No es que le fuera a servir de mucho. Echó una ojeada a las prendas andrajosas, a los zapatos nuevos en los pies del cadáver. El tipo se había calzado sus primeros zapatos nuevos en años y ahora no los disfrutaría. Jack volvió a mirar a Collin.
– El tipo está muerto -afirmó furioso-. Usted le mató. -Déme la caja, Jack.
– ¿Quién coño es usted?
– Qué más da. -Collin abrió un estuche sujeto al cinto y sacó un silenciador que se apresuró a atornillar en el cañón de la pistola.
Jack observó la pistola que le apuntaba al pecho. Recordó el momento en que sacaban las camillas con los cadáveres de Lord y la mujer. Su turno le llegaría en el periódico de mañana. Jack Graham y un mendigo. Otras dos camillas. Desde luego lo arreglarían para que Jack apareciera como asesino del mendigo. Jack Graham, de socio de Patton, Shaw a asesino múltiple muerto.
– A mí me importa.
– ¿Y a mí qué? -Collin avanzó empuñando el arma con las dos manos.
– ¡Coño, tenga! -Jack lanzó la caja contra la cabeza de Collin en el momento que apretaba el gatillo. La bala destrozó una esquina de la caja, y se incrustó en la pared. En el mismo instante, Jack dio un salto adelante y chocó contra el pistolero. Collin era puro músculo y hueso pero también lo era Jack. Además tenían casi el mismo tamaño. Jack sintió cómo el aire escapaba de los pulmones de Collin cuando su hombro golpeó contra el diafragma. Instintivamente, los movimientos de la lucha libre volvieron a sus miembros. Jack levantó y después estrelló el cuerpo del agente contra el suelo de ladrillo. Cuando Collin consiguió levantarse, Jack ya había desaparecido a la vuelta de la esquina.
Collin recogió la pistola y la caja. Se detuvo a descansar un instante porque tenía náuseas. Le dolía la cabeza del golpe contra el suelo. Se arrodilló hasta recuperar el equilibro. Jack estaba fuera de su alcance pero él tenía lo que buscaba. Por fin lo tenía. Apretó la caja con fuerza.
Jack pasó como una exhalación junto a la taquilla, saltó los molinetes, bajó la escalera y atravesó el andén. No se daba cuenta de las miradas de la gente. Se le había caído la capucha. Su rostro era visible. Alguien gritó a su paso. El tipo de la taquilla. Pero Jack continuó corriendo y salió de la estación por la boca de la calle 17. No creía que el hombre estuviera solo. Y lo que menos le interesaba era que alguien le siguiera. Sin embargo, dudaba que tuvieran cubiertas las dos salidas. Quizás habían dado por hecho que no saldría vivo de la estación. Le dolía el hombro del choque y el aire frío le quemaba en los pulmones. Estaba a dos manzanas de la estación cuando dejó de correr. Se ajustó el abrigo. Y entonces se dio cuenta. Se miró las manos vacías. ¡La caja! Se había dejado la caja. Se apoyó contra la ventana de un McDonald’s cerrado.
Vio que se acercaba un coche. Caminó deprisa y dobló la esquina. Unos minutos más tarde se subió a un autobús, sin preocuparse en averiguar dónde iba.
El coche dobló en la calle L y siguió por la 19. Seth Frank fue hasta Eye y allí giró para tomar la 18. Aparcó en la esquina delante de la boca del metro, salió del coche y fue hasta la escalera mecánica.
Al otro lado de la calle, Bill Burton montaba guardia oculto detrás de una montaña de escombros, basuras y alambres inservibles, correspondientes a la demolición de un edificio. Maldijo por lo bajo al ver al detective, apagó el cigarrillo y sin perder ni un segundo fue tras él.
En cuanto salió de la escalera, Frank echó una ojeada al vestíbulo y miró la hora. No había llegado tan temprano como pensaba. Se fijó en un montón de basura acumulada contra la pared. Entonces advirtió que en la taquilla no había nadie. Tampoco se veía a ningún viajero. Todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. El radar de peligro de Frank se encendió en el acto. Con un movimiento automático desenfundó su arma. Sus oídos acababan de captar un sonido ala derecha. Avanzó a paso rápido por el pasillo lejos de los torniquetes. Fue a dar a un túnel en penumbra. Al principio no vio nada. Después, a medida que sus ojos se acomodaban a la falta de luz vio dos cosas. Una se movía, la otra no.
Frank miró, mientras el hombre se erguía lentamente. No era Jack. El tipo vestía de uniforme, llevaba un arma en una mano y una caja en la otra. El detective acercó el dedo al gatillo sin perder de vista el arma del desconocido. Frank avanzó con cautela. Llevaba años sin hacer esto. La imagen de su esposa y sus tres hijas apareció en sumente hasta que consiguió borrarla. Necesitaba el máximo de concentración.
Por fin llegó a la distancia adecuada. Rogó para que la respiración agitada no le traicionara. Apuntó a la espalda del hombre. -¡Quieto! Soy agente de policía.
El hombre se quedó inmóvil.
– Ponga el arma en el suelo, por la culata. No quiero ver su dedo cerca del gatillo. Si lo veo le volaré la cabeza. ¡Hágalo! ¡Ya!
El arma bajó hacia el suelo poco a poco. Frank vigiló la bajada, centímetro a centímetro. Entonces su visión se volvió borrosa. Le pareció que le estallaba la cabeza, se tambaleó y luego se desplomó.
Al oír el ruido, Collin se dio la vuelta. Vio a Bill Burton que sujetaba la pistola por el cañón. Miró a Frank.
– Vamos, Tim.
Collin se levantó con las piernas flojas, miró al detective y acercó la pistola a la cabeza de Frank. Burton le apartó la mano.
– Es un poli. No matamos polis. Ya no mataremos a nadie más, Tim. -Burton miró a su colega. Le invadió una fuerte inquietud al ver la facilidad con que el joven agente se había convertido en un asesino despiadado.
Collin se encogió de hombros y guardó el arma.
Burton cogió la caja, miró al detective y después el cadáver del mendigo. Miró a su socio y sacudió la cabeza en un gesto de desdén mientras le dirigía una mirada de reproche.
Seth Frank recuperó el conocimiento al cabo de unos minutos, soltó un gemido, intentó levantarse y volvió a desmayarse.