Lloviznaba cuando Alex cruzó el río Cam con su automóvil, del mismo modo que llovía aquel otro día en que llevó a Fabián a Cambridge para comenzar sus estudios. Era extraño, pensó, cómo se pueden recordar los más nimios detalles: el coche atestado con las pertenencias de su hijo. Y su conversación:
– ¿Has pensado lo que vas a hacer una vez que hayas terminado tus estudios en Cambridge, querido?
Miró hacia adelante, reflexionando:
– No -le había contestado sencillamente, aunque quizá con excesiva rapidez.
Se dio cuenta de que el cura tenía razón: uno sabe muy poco sobre los propios hijos, por mucho que te mimen, que te regalen rosas y que pueda apreciarse su estado de ánimo. Recordó el día en que le había dicho a Fabián que ella y David iban a separarse.
– Hace ya muchos años que lo veía venir, madre -le había dicho Fabián, que se acercó a ella y la besó, aquel hijo suyo, flaco y tan extraño, entonces mucho más fuerte y sano que lo fuera de niño, con su asma crónica, sus terribles rabietas, su oscuro carácter ensimismado y las horas y horas que se pasaba a solas en su habitación con la puerta cerrada por dentro.
Alex caminó por el vestíbulo, oyendo el eco de sus propios pasos en la escalera de piedra, a lo largo del corredor, y por fin dio con la habitación número 35. Estaba nerviosa, se dio cuenta de repente, frente a aquella puerta a la que estaba a punto de llamar.
La puerta se abrió casi instantáneamente, hasta el punto de hacerla retroceder sobresaltada.
– ¡Hola, señora Hightower! -la saludó Otto.
¿Por qué Otto empleaba siempre aquel tono que causaba la impresión de que se estaba burlando?, se preguntó. Alex contempló su cara ancha, amenazadora, más satánica ahora con todos aquellos cortes y cardenales y sus ojos extraños, sonrientes, cada uno con su propia personalidad, dos objetos horribles, fríos y burlones. ¿Fue aquél realmente el mejor amigo de su hijo?
– ¡Hola, Otto! ¿Cómo estás? -preguntó amablemente.
– Estoy bien, señora Hightower. ¿Quiere una taza de café? -le ofreció.
Alex notó el leve matiz alemán que daba cierta dureza al acento de Eton de su inglés perfecto. No hubiera podido decir si Otto se esforzaba en disimularlo o, por el contrario, pretendía que se le notara su origen.
– Sí, gracias.
Puso un puñado de granos de café en el molinillo eléctrico, preparó la cafetera, las tazas, la leche y el azúcar como quien realiza un rito.
– Está muy bien, Otto. Yo pensaba que la mayor parte de los estudiantes sólo sabían preparar un café instantáneo -comentó Alex mientras sus ojos recorrían la habitación.
– Es posible que la mayoría lo haga así.
Había pocas claves que pudieran servir para determinar su personalidad en los viejos muebles propios de la habitación de un estudiante universitario, las paredes desnudas, las estanterías llenas de libros, la mayoría de ellos científicos. Había montones de periódicos y ropas sucias y desordenadas. Un par de botellas de champán, vacías, habían ido a parar a la papelera.
– ¿Cómo te sientes, Otto?
– ¿Sentirme?
– Emocionalmente.
Se encogió de hombros, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió.
– ¿Quiere usted uno?
Alex movió la cabeza.
– Espero que no te sientas culpable.
– ¿Culpable?
– Sí. Por haber… ya sabes… por ser el único superviviente.
– No, no me siento culpable.
Sonó el pitido de la cafetera.
– Me parece que me fumaré uno. -Otto le ofreció el paquete-. No me parece justo que dos jóvenes resulten muertos a causa de un loco -se echó hacia adelante para encender su cigarrillo con el mechero que le ofrecía Otto-, aunque sea un pobre loco desgraciado.
– Quizás estaba predestinado que ocurriera así, señora Hightower.
– ¿Predestinado? -Dio una chupada al cigarrillo-. ¿Que ellos murieran o que tú sobrevivieras?
Otto alzó las cejas.
– Dime -dijo ella e hizo una pausa porque casi se sentía enferma-. En el funeral, cuando te di las gracias por haber venido, me dijiste que Fabián te lo había pedido. ¿Qué querías decir?
Otto se apoyó en el quicio de la ventana y bajó su mirada al patio interior.
Alex lo miró y se dio cuenta de lo que Otto debía estar pasando y no dijo nada; tomó un sorbo de café y sacudió la ceniza de su cigarrillo en el cenicero.
– ¿Crees que Fabián era feliz aquí, en Cambridge, Otto?
– ¿Feliz? ¿Cómo se puede decir si alguien es feliz o no? -Se volvió y le dedicó una extraña sonrisa impúdica.
– Yo estaba convencida de que lo pasaba bien aquí; os quería mucho a ti y a Charles.
Otto se estremeció.
– Tengo la impresión de que también apreciaba mucho a Carrie. La llevó a casa un par de veces. Yo no creía que fuera la chica adecuada para él, pero sin embargo lo sentí mucho cuando se deshizo de ella. En cierto modo se avenían bien.
– ¿Deshacerse de ella? -Otto casi estalló: paseó de un lado a otro por la habitación y clavó su cigarrillo en un cenicero-. No fue él quien dejó a Carrie; fue ella quien se deshizo de él. Se marchó a Estados Unidos para encontrarse a sí misma.
Alex sonrió débilmente.
– Los hijos nunca les cuentan muchas cosas a sus padres, ¿no es verdad?
– Eso depende de los padres -replicó Otto.
El tono de su voz hizo que Alex se sintiera incómoda.
– Creo que Fabián y yo teníamos buena relación. -Alex se estremeció y miró por la tétrica ventana al grisáceo cielo; los muelles del sillón en el que se sentaba se le clavaban ligeramente en un costado y al moverse produjeron un gran ruido-. Él me dijo que la había dejado… Supongo que se sentía cortado y no quiso decirme la verdad. Quizá pensó que no era bueno para su ego reconocer que ella lo había plantado; si hubo algo que nunca le causó problemas fueron las chicas.
– ¿Por qué dice eso, señora Hightower?
– ¿Qué quieres decir?
– Siempre tuvo problemas con las chicas.
– ¿Qué tipo de problemas?
– Prefiero no decirlo -sonrió. Una sonrisa curiosa muy íntima. Miró a Otto a los ojos, intrigada, pero no pudo leer nada en ellos-. La llevaré a la habitación de Fabián.
– Es la puerta de al lado, ¿no?
Otto afirmó.
– Iré yo primero, si no te importa. Si hay algo que te guste conservar, libros o lo que sea, puedes quedarte con ello.
– Gracias.
No sentía nada en absoluto mientras se dirigía a la habitación de Fabián; podía haber sido la habitación de un completo extraño. El cuarto estaba frío y húmedo y olía a muebles usados. Se quedó mirando la delgada alfombra, que dejaba ver el suelo por sus múltiples agujeros, la sencilla estufa eléctrica de tubo y el tostador automático para bocadillos, ambas cosas regalos suyos. Miró la fila de cestas decantadoras sobre el aparador. En una de ellas había una botella todavía medio llena. Le quitó el corcho y olió su contenido. Un olor dulzón y rancio que le recordaba al regaliz. «Oporto», pensó. En un rincón, pegados a la pared, había unos anaqueles con botellas, con los cuellos polvorientos. Cerca del suelo había varios grupos de botellas de champán, los cuellos cuidadosamente envueltos en papel de oro, con franjas color naranja. Alex se agachó y leyó: Veuve Clicquot Ponsardin.
Sobre la mesa un montón de papeles sujetos por un bolígrafo. Alex los examinó: «¿Fueron malas Goneril y Regan o simplemente mujeres de negocios dotadas de sentido práctico? ¿Trató Shakespeare de decirnos algo a todos nosotros, adelantándose a su época en varios siglos? ¿Existía ya en la época isabelina la mujer de negocios capaz de ganar el premio de economía del año? Y si era así, ¿hubiera podido ganarlo realmente?» Alex sonrió. Recordó que Fabián había discutido el tema con ella hacía sólo unas pocas semanas; podía recordarlo con toda claridad; lo veía yendo de un lado a otro en la cocina, las manos en los bolsillos de sus téjanos y lanzándole preguntas como si fuesen proyectiles.
Miró a su alrededor en el cuarto de su hijo; parecía como si su dueño hubiera salido sólo por unos minutos y que fuese a volver en cualquier momento. Se subió a una silla y bajó el baúl que estaba encima del armario. Las cerraduras se abrieron con apagados golpes metálicos. Alzó la tapa y vio el forro de tela amarillenta, una percha de plástico rota y un único calcetín negro, eso era todo lo que había en su interior. Recordó el primer día, hacía ya catorce años, en que preparó aquel baúl para su hijo cuando éste se fue para ingresar como interno en el colegio privado. Pudo ver los trajes cuidadosamente doblados y planchados, los blazers de uniforme, las camisas y los jerseys grises, con las etiquetas con el nombre del colegio cuidadosamente cosidas. De pronto se dio cuenta de que estaba llorando. Y no quería hacerlo por si a Otto se le ocurría entrar de repente y la sorprendía en aquel estado.
Abrió el cajón superior de la mesa y vio su diario. Pasó unas cuantas hojas del mes de marzo, pero no encontró nada de interés, citas y las horas de las clases y conferencias; el comienzo de las vacaciones marcado con una gruesa línea y la palabra ESQUIAR escrita a continuación. Pasó algunas páginas hacia atrás hasta el 15 de enero: «8 de la tarde. Cena, Carrie.» El día anterior: «7.30. Cine, Carrie.» A partir de aquella fecha, 15 de enero, no había ninguna anotación que mencionara a Carrie. En algunos días del diario no había anotación alguna salvo unos grandes asteriscos. Pasó unas hojas más hasta el 7 de abril. Con letra clara su hijo había escrito: «CUMPLEAÑOS DE MAMÁ.»
Pasó unas cuantas páginas más hacia adelante y vio otros asteriscos, entre los cuales parecía haber unas dos semanas de intervalo. Advirtió otro asterisco en el día 4 de mayo y supo que esa fecha le decía algo. De repente se sintió como si una mano fuerte e invisible la hubiese alzado y dejado caer en un baño de agua fría; sintió el frío rozando su piel como papel de lija. 4 de mayo: ésa era, precisamente, la fecha que le había mostrado su reloj digital mientras comía con Philip Main.
– ¿Cómo va todo?
Se volvió. Otto estaba en el marco de la puerta, sonriendo con aquella sonrisa horrible de quien lo sabe todo, en medio de aquella máscara grotesca, herida y llena de cardenales, que escondía, estaba segura de ello, tantos secretos sobre su hijo.
– Bien, todo va bien. Queda un poco de oporto en esa botella que está en el decantador. Te lo puedes quedar si lo quieres.
– El oporto se estropea pronto -dijo con desdén-, ya debe de estar pasado.
– Hay muchos vinos ahí, también puedes quedarte con los que quieras.
Deseaba con todas sus fuerzas que Otto aceptara, que se quedara con algo, aunque no sabía bien por qué, quizá para obligarle a estarle agradecido o, simplemente, como una expiación.
Otto hizo un gesto de desinterés.
– No creo que Fabián tuviera buen gusto en lo que se refiere a los vinos.
– Su padre era… -comenzó indignada, pero se calló dándose cuenta de que estaba a punto de picar el anzuelo-. ¿Qué querías decir hace un momento al afirmar que Fabián siempre tenía problemas con las chicas?
Otto se dirigió a una de las estanterías y sacó un libro que empezó a hojear.
– Creo que usted no sabe gran cosa sobre su hijo, señora Hightower -le respondió con aire ausente.
– ¿Saben tus padres mucho de ti, Otto?
– Mi madre está en un sanatorio desde que yo tenía cuatro años. Mi padre… -se encogió de hombros- sí, a mi padre lo veo con bastante frecuencia.
– ¿Qué tipo de sanatorio?
– Un sanatorio.
– ¿Un sanatorio mental? -preguntó Alex cariñosamente.
Otto apartó la vista de ella.
– ¿Qué piensa hacer con todas estas cosas?
– No lo sé. Me las llevaré a casa y… -Se dio cuenta de que verdaderamente no sabía qué hacer con las pertenencias de su hijo.
Cerró el diario y miró el resto de los papeles. Intrigada vio un montón de tarjetas postales y una carta dirigidas a su hijo, en su dirección de Cambridge, escritas con letra femenina, que estaban sujetas por una cinta de goma. Las unió al diario y lo puso todo en el fondo del baúl. Se dio cuenta de que Otto la observaba, pero cada vez que volvía la mirada fingía pasar las hojas del libro, como si lo estudiara con gran interés. Tomó unos pantalones, los dobló y los metió en el baúl. Se sintió cortada, con la sensación de quien está cometiendo un saqueo.
– Me quedaré con este libro, si me lo permite -dijo Otto.
– Naturalmente. Toma todo lo que quieras… Todo esto no tiene utilidad… Quiero decir que lo daré a alguien… Puedes quedarte todo lo que desees.
– Sólo este libro -insistió encogiéndose de hombros.
– ¿Qué es?
Le mostró la portada. Era un delgado libro de bolsillo. La crítica de T. S. Eliot, por F. R. Leavis.
Alex sonrió.
– Creía que estudiabas química -comentó.
– Estudio muchas cosas.
Se marchó de la habitación sin añadir ni una sola palabra más.
Durante su viaje de regreso a Londres con el baúl en el asiento delantero, a su lado, la llovizna se convirtió en una lluvia espesa y continuada. Los limpiaparabrisas expulsaban el agua, «como manos furiosas», pensó.
La lluvia se convirtió en granizada; el granizo caía sobre la carrocería del coche y tamborileaba con ruido apagado sobre el techo afelpado en su interior. De pronto la granizada volvió a ser lluvia. Pensó en el extraño comportamiento de Otto. Siempre le había parecido un tipo raro, misterioso, pero ahora era algo más; aunque resultaba comprensible, suponía, después de todo lo que había pasado; había una extraña malevolencia en él, que parecía haberse intensificado, como si el hecho de que él, y sólo él, hubiera sobrevivido al accidente fuera una broma, un chiste macabro y extrañamente personal. Y su raro comentario sobre su hijo; quizás era cierto que fue Carrie la que lo dejó a él, pero de todos modos la observación de Otto sobre Fabián, de que éste siempre tenía problemas con las mujeres, le sorprendía. ¿Qué había querido decir? ¿Podía ser que Fabián fuese gay? ¿Era posible que Otto y Fabián hubieran sido amantes? Volvió a pensar en Carrie. Una chica tan insignificante como bonita, con su cabello rubio, lacado a lo punky, y su chillón acento del sur de Londres. Con qué sensación de temor y admiración recorrió la casa.
«Me parece estar en Buckingham Palace», había comentado con admiración. Alex sonrió al recordarlo, aunque le costó trabajo que la sonrisa aflorara a sus labios.
«La verdad es que me gustan las fregonas, mamá», le había dicho Fabián.
¡Dios mío!, su hijo podía ser terriblemente esnob en ocasiones y hacer algo que estaba fuera de lugar, como llevar a casa, en Navidad, una chica como aquélla, para divertirse con ella, como si se tratara de un juego. Alex trató de recordar la razón de la presencia de la chica en Cambridge… ¡Ah, sí…! Había estado escribiendo algo para una rara revista de extrema izquierda, algo relacionado con la ecología. Recordó que ella y su hijo habían pasado en coche por el barrio de Streatham y Fabián le había mostrado uno de esos enormes y feos edificios de pisos que construye el ayuntamiento para la clase obrera y le dijo que era allí donde vivía la madre de Carrie.
De repente oyó un ruido agudo, como un chirriar, en el parabrisas y sintió miedo; la pasó un automóvil por la calzada de adelantamiento y las sucias salpicaduras de sus ruedas casi la cegaron por un momento; se produjo un nuevo roce en el parabrisas y otro.
Se aclaró el agua que le había lanzado el coche al adelantarla y Alex se quedó mirando, paralizada de horror, la rosa roja que se había enganchado en el limpiaparabrisas y que producía aquel chirrido al moverse arrastrada de un lado para otro sobre el parabrisas.