– Un tal Andrew Mallín está al teléfono; dice que tiene una idea para una obra teatral que le gustaría discutir contigo.
Alex sacudió la cabeza.
– No, Julie -dijo en el interfono-. Hoy no.
– ¿No quieres hablar con él?
– Dile que me llame la semana próxima.
Desanimada, miró su mesa de despacho. Jesús! Estaba completamente llena de trabajo acumulado. Miró el calendario de madera: miércoles, 3 de mayo. El interfono sonó de nuevo.
– Te llama el señor Prior -anunció Julie.
– ¿El señor Prior? No conozco a nadie de ese nombre.
La voz de Julie se hizo más baja.
– Del crematorio de Highgate -aclaró con tono compasivo.
– Está bien.
El señor Prior hablaba con tono deferente, pero concreto.
– Me gustaría saber -dijo- si ha tenido tiempo de decidir qué desea hacer con las cenizas.
Miró de nuevo el calendario. 3 de mayo. De nuevo sintió un escalofrío. «Mañana -pensó-, mañana. 4 de mayo.»
– Las cenizas…
– Naturalmente nosotros podemos esparcirlas por usted si lo prefiere.
– No, no -contestó Alex.
– Podemos ofrecerle varias opciones, todas ellas muy agradables. ¿Un ramo de rosas? Podemos esparcir las cenizas sobre ellas, o enterrar las cenizas. Aunque no en la urna. Ése no es el lugar adecuado.
– No -asintió ausente-. Naturalmente que no.
– No necesita tomar una decisión ahora mismo… guardaremos las cenizas a su disposición durante tres meses.
«Una urna -pensó Alex-. Un pequeño recipiente de poliestireno. ¡Dios mío, si todo fuera tan sencillo! El 4 de mayo. El 4 de mayo. Mañana.»
– Una lápida en la pared es algo muy popular; naturalmente que en ese caso deberá renovarla cada quince años.
– Desde luego.
– La inscripción en el libro de los recuerdos es permanente; sólo hay que pagar una sola vez.
Una pequeña jarra negra con un fino polvo blanco. Su hijo.
– Todavía quedan unos espacios libres en el jardín, rocoso, pero son un poco inaccesibles. Hay una larga lista de espera para los mejores sitios.
El 4 de mayo.
– O, naturalmente, puede disponer de una urna; son muchos los que ahora lo hacen así y después arrojan sus cenizas en su lugar preferido. Es algo muy popular en estos días y que no requiere gastos accesorios.
Su lugar preferido. Esparcer las cenizas sobre el lago. Se vio a sí misma con la urna en la mano, sacando la tapa, las cenizas arrastradas por el viento rozando su rostro… Y se estremeció.
– ¿Puedo reflexionar un poco más? -preguntó.
– Sí, no hay prisa, guardaremos las cenizas durante tres meses… antes de disponer de ellas. Naturalmente se lo comunicaríamos antes.
– Naturalmente.
El 4 de mayo.
Philip Main estaba al teléfono. ¿Quería hablar con él? ¿Dónde estaba el hombre del crematorio?, pensó de repente. ¿Había terminado de hablar con él? ¿Cómo habían quedado, finalmente?
– ¿Cómo estás? -preguntó suavemente.
– Bien.
– ¿Lo hiciste…?
– Sí. Esta tarde -sintió que las lágrimas afluían a sus ojos- celebrarán una misa de réquiem. El sacerdote me dijo que una ceremonia de exorcismo tarda mucho tiempo en autorizarse… Que no suelen autorizarlas hasta que no haya transcurrido bastante más tiempo desde el fallecimiento… ¡Oh Dios mío, Philip! Estoy tan asustada.
– Todo irá bien.
– Me gustaría que tú también vinieras.
– Estarás bien, muchacha.
Alex se limpió la nariz.
– ¿Puedo llamarte después?
– Sí, tomaremos una copa.
Alex sorbió por las narices y de repente se sintió bien, contenta de tenerlo al otro extremo de la línea, como si la invadiera una gran marea cálida y reconfortante.
– Me encantará.
Se las arregló para aparcar exactamente frente a su casa. Eran las seis menos cuarto. Desconectó el motor y cerró los ojos. Oyó ruido de pasos y sobresaltada levantó la vista; era un hombre que paseaba a su perro, un labrador, sujeto con la correa, que le dirigió una mirada de admiración a través del parabrisas. Alex apartó la mirada, se ruborizó y durante un momento se sintió extrañamente animada. Normalidad, aún reinaba la normalidad, aún era posible en alguna parte. Se aferró al volante con ambas manos, fuertemente, y miró a su casa; como un conejo, pensó, como un conejo en su madriguera.
El 4 de mayo.
¿Qué demonio significaba esa fecha? ¿Por qué volvía a su mente una y otra vez?
¿Por qué razón tenía que estar sentada así, en su coche, a pocos metros de la entrada de su casa sin atreverse a entrar en ella? ¿Su casa? ¿Su casa? Miró la puerta pintada de azul y la pintura blanca de la fachada, que empezaba a estar en mal estado y debería ser pintada pronto. Trató de recordar cuándo se pintó la fachada por última vez. Hacía al menos cinco años. La casa parecía tan sólida, tan normal, pero ¿volvería realmente a ser normal alguna vez? ¿Podría volver a vivir allí después de todo lo que le había ocurrido?
Alex tembló. En el retrovisor exterior pudo ver al cura y a otro hombre, ambos con sotanas negras, que caminaban por la calle llevando algo entre ellos; una especie de maletín de plástico negro, según pudo ver cuando estuvieron más cerca.
El otro sacerdote era mayor que Allsop y debía de tener, a su juicio, poco más de cuarenta años.
Salió del coche.
– ¡Oh, bien! -dijo Allsop-, ya veo que acaba de llegar. Estábamos preocupados al pensar que íbamos a llegar tarde. Ustedes ya se conocen, ¿verdad?
Alex sonrió cortésmente al mayor de los sacerdotes, un hombre con el rostro seco e inexpresivo, el rostro del clérigo profesional que no se dedica a tareas pastorales. Si hubiera llevado un traje normal en vez de una sotana, se le podría haber tomado por un abogado de altos vuelos.
– No -respondió Alex.
– Soy Derek Matthews -se presentó el hombre con voz cortante y le tendió la mano, sin sonreír-, vicario de St. Mary's.
– ¡Ah! -dijo Alex advirtiendo el firme apretón de su mano-. Me temo que últimamente descuidamos bastante la asistencia a la iglesia.
– Son muchos los que lo hacen, señora Hightower -comentó sin el menor rastro de humor.
– Espero que no los haya molestado que no acudiéramos a usted para realizar el servicio religioso en el funeral de mi hijo, pero lo celebró un sacerdote amigo de mi marido que conocía muy bien a mi hijo… a nuestro hijo. -Se estremeció-. Pensamos que eso era lo más apropiado.
– Naturalmente.
– ¿Podemos… ya? -preguntó Allsop.
– Sí -Alex se sentía ciertamente incómoda por la presencia de Matthews-, desde luego, pasen, por favor. -Miró el maletín. Causaba la impresión de contener los bocadillos destinados a una excursión campestre-. Es una iglesia muy bonita, St. Mary's.
– No a gusto de los puristas -dijo Matthews con cierta tensión-. Es un verdadero desastre arquitectónico.
Entraron y Alex cerró la puerta tras ella. Matthews miró a su alrededor con cierto desdén.
– ¿Desean ustedes tomar algo… una taza de té?
– Creo que lo mejor será proceder de inmediato -dijo Matthews mirando su reloj-. Tengo una reunión a la que no puedo faltar.
Alex miró a Allsop, que trató, demasiado tarde, de esquivar sus ojos y se sonrojó.
– Yo… creí que sería una ayuda para todos que Derek estuviera presente. Él tiene mucha más experiencia que yo en estas cosas. -Su ojo derecho temblaba furiosamente.
– Sí, claro. -Alex miró nerviosa a Matthews-. ¿Qué habitación vamos a utilizar?
– La habitación en la que ocurrió la aparición -dijo Matthews con sequedad, como si se estuviera dirigiendo al conserje de un hotel.
– La aparición se ha producido casi en todas las habitaciones -replicó con acritud.
– ¿Puedo preguntarle, señora Hightower, si se ha estado divirtiendo aquí con actos relacionados con el ocultismo?
– No acostumbro a divertirme con esas cosas -respondió consciente de que la rabia comenzaba a reflejarse en su voz.
– ¿No ha celebrado aquí alguna sesión de espiritismo o algo semejante?
«Mire -estuvo a punto de decir-, no estoy en la escuela.» Pero se contuvo y afirmó:
– La semana pasada celebramos un círculo. -Se dio cuenta de que su cara enrojecía y miró a Allsop pidiéndole disculpas, como si le hubiera hecho quedar mal delante de su compañero.
– Entonces creo que deberíamos ir a la habitación donde se celebró esa reunión -dijo Matthews cada vez más impaciente.
– Lo siento -se excusó Alex, que se sentía estúpida e impotente.
Los condujo escalera arriba; nada iba a pasar, lo sabía, nada en absoluto, y Matthews acabaría pensando que era aún más estúpida.
«Oh, Dios», pensó mientras abría la puerta y se daba cuenta de que su rostro se enrojecía turbado al ver las sillas que aún seguían colocadas formando un círculo.
Sintió la mirada de Matthews fija en ella y fue incapaz de mirarlo a los ojos. Levantó la vista al retrato de Fabián y después a las cortinas, a la cinta adhesiva que aún las mantenía sujetas a la pared para impedir que entrara la luz.
– Esas prácticas resultan muy peligrosas, señora Hightower -la amonestó el vicario de St. Mary's.
– Lo sé -respondió ella, humildemente, como una escolar cogida en falta, dándose cuenta de la expresión mortificada en el rostro de Allsop.
Éste dejó el maletín en el suelo y algo en su interior hizo un ruido metálico. Matthews se arrodilló y abrió la cremallera.
– Necesitamos una mesa; y también un poco de sal.
– ¿Sal? -se extrañó Alex.
– Sí, sal común. ¿Tiene un salero de cocina?
– Iré a buscar uno.
Alex fue a la cocina a buscarlo y seguidamente entró en su dormitorio. La estancia estaba muy fría y Alex sintió miedo de separarse de los otros dos aunque sólo fuera unos segundos. Cogió la mesita que estaba a los pies de la cama y con ella regresó a toda prisa al cuarto de Fabián.
– Muchas gracias.
Matthews tomó de sus manos la mesita y el salero, como si le estuviera confiscando a un niño sus juguetes preferidos.
Los dos sacerdotes empezaron a realizar sus preparativos como si fuera algo ya ensayado muchas veces con anterioridad. Allsop colocó tres sillas en fila, mientras que Matthews empezó a sacar algunos objetos del maletín y los colocó sobre la mesa. Primero situó dos pequeños candelabros en el centro de la mesa, después un cáliz, una botellita de vino y una bandeja de plata. Los religiosos trabajaron en silencio, olvidados de ella, ignorándola, como si pese a su incomodidad no contara para nada.
Matthews sacó una copa de plata y puso en ella un poco de agua bendita que llevaba en un recipiente al tiempo que musitaba una oración en silencio. Después echó un poco de sal. Se alzó y se dio la vuelta, como si mirase por encima de Alex sin ver su presencia, y oró:
– ¡Protégenos, oh Señor, te lo suplicamos!
Sacó de la bolsa un hisopo de plata, introdujo su parte superior en el agua, pasó junto a Alex y se dirigió a la pared, que salpicó fuertemente con el agua bendita. Dejó la copa de plata y el hisopo sobre la mesa, sacó del bolsillo un encendedor Dunhill de oro y encendió las velas.
Cuidadosamente, Allsop volvió a poner en el recipiente el agua bendita que había sobrado y seguidamente colocó la copa en el maletín.
– ¿Podemos comenzar? -preguntó Matthews.
Alex se sentó frente a los dos sacerdotes.
– Supongo que ha sido usted confirmada -dijo Mathews.
Alex respondió afirmativamente.
– Oremos -indicó en voz alta, severo, como si estuviera hablando ante un tribunal de justicia.
El cura unió las manos y las levantó a la altura del rostro.
Parecía más una clase de religión en la escuela que un verdadero servicio divino. En silencio, Alex imitó al sacerdote, temblando de rabia y humillación.
– Oye nuestras oraciones, Señor, con las que humildemente suplicamos tu gracia.
¿Era esto todo lo que sabían hacer aquellos dos? ¿Qué creían poder conseguir con su maletín de plástico y sus ornamentos de plata? ¿Sabían más que Morgan Ford? ¿O que Philip? ¿Eran algo más que un par de charlatanes bienintencionados que actuaban bajo el peso de las conveniencias? ¿O eran verdaderamente portadores y representantes de la autoridad divina, del poder supremo que reinaba sobre todo lo demás? ¿Qué poder?
Alex se inclinó hacia adelante y cerró los ojos, tratando de concentrarse, tratando de sentir su unión con el Dios con el que ella solía hablar cuando era una niña, con aquel Dios que solía escucharla y protegerla para que todo le saliera bien.
– Escucha nuestras oraciones, Señor, con las que humildemente suplicamos tu gracia, para que el alma de tu siervo Fabián, al que te llevaste de esta vida, sea conducida por ti a un lugar de paz y luz y pueda así compartir la vida de tus santos. Por Cristo nuestro Señor.
– Amén -dijo Allsop.
– Amén -coreó Alex plenamente consciente del tono de su voz.
– Te rogamos, Señor, que recibas el alma de este tu siervo Fabián, por el cual derramaste tu sangre. Recuerda, Señor, que sólo somos polvo y que el hombre es como la hierba y las flores del campo.
«¡Pon algo de sentimiento en lo que estás haciendo, hombre! -le hubiera gustado gritar-. ¡Maldita sea, pon un poco de sentimiento!» Pero se limitó a abrir los ojos y mirarlo, furiosa, por entre los dedos de sus manos unidas frente al rostro.
– Señor, concédele el eterno descanso. -Matthews se detuvo para mirar su reloj-. Deja que tu luz perpetua brille sobre él. Concede, Señor, a tu siervo Fabián un lugar de descanso y perdón.
Alex miró el retrato de Fabián; después cerró los ojos y se los cubrió de nuevo con las manos. «¿Qué piensas de todo esto, querido? ¿Te importa? ¿Lo comprendes?»
– ¡Oh, Señor, tú que siempre perdonas y acoges en tu seno a los que a ti acuden! Tú has llamado a tu lado a tu siervo Fabián que creía en ti y había puesto en ti todas sus esperanzas.
Nada. Ella no lograba sentir nada, excepto que no podía creer que todo aquello estuviera sucediendo. Observó a Allsop, con las manos unidas y expresión piadosa, los ojos fuertemente cerrados. La habitación empezaba a cargarse; podía oler la cera fundida de las velas y se dio cuenta de que estaba sudando.
– ¡Oh, Dios, tú que mides la vida y el tiempo de todos los hombres! Nosotros que sufrimos porque tu siervo Fabián estuvo con nosotros muy poco tiempo, te suplicamos humildemente que le concedas la eterna juventud y la alegría de tu presencia, por toda la eternidad.
La luz de las velas tembló, arrojando sus sombras sobre el rostro de Matthews, como si disgustadas con él le devolvieran el agua que él había hisopado contra la pared.
– Nuestro hermano fue alimentado con el Cuerpo de Cristo, con el pan de la vida eterna. Permite que llegue a ella en el día del juicio final. Por Cristo nuestro Señor.
– Amén -terminó Allsop.
Alex no consiguió decir nada.
Se produjo un largo silencio.
El calor era cada vez mayor en la habitación.
– Santo, santo, santo Señor, Dios del poder y la fuerza, el cielo y la tierra están llenos de tu gloria. Hosanna en las alturas.
Matthews fijó los ojos en la dueña de la casa.
– Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.
Matthews hizo una pausa, después miró por encima de la cabeza de Alex, como si sus palabras fueran demasiado importantes para ser dirigidas solamente a ella.
– Pues tuyos son el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.
Solemnemente dio la vuelta a la mesa convertida en altar. Tomó la Hostia y rompió un trozo, que puso en el cáliz.
– Cordero de Dios, tú que quitas los pecados del mundo; ten piedad de nosotros. -Se dio la vuelta y la miró directamente-. Que esta mezcla del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo lleve la vida eterna a quien la recibe.
El sacerdote le hizo señas de que se acercara.
Lentamente Alex se levantó y se aproximó vacilante.
El cura le indicó que se arrodillara y alzó la Hostia.
– Toma, come -le dijo sin mirarla mientras colocaba la Hostia en el cuenco de sus manos unidas.
Paladeó la seca dulzura de la Hostia y a continuación notó en sus labios el frío metálico del borde del cáliz y la repentina humedad del vino.
– Ésta es la Sangre de Cristo.
En silencio, Alex regresó a su silla con un amargo sabor metálico en la boca.
– Dios nuestro Señor, tu hijo nos dio el sacramento de su Cuerpo para apoyarnos en nuestra última jornada. Haz que nuestro hermano Fabián pueda sentarse en su sitio en el banquete eterno junto a Cristo, que vive y reina por los siglos de los siglos.
– Amén -musitó Alex.
Allsop no dijo nada y Matthews la miró casi con desdén, una jovencita incapaz de concentrarse y que hablaba cuando no le correspondía hacerlo. Alex cerró los ojos.
– Dios todopoderoso. Tú que alejaste la muerte de nosotros con el sacrificio de tu Hijo Jesucristo.
Las palabras del sacerdote comenzaban a resonar en su cerebro como un martilleo incesante.
– Con tu estancia en la tumba y tu resurrección gloriosa de la muerte, has santificado la tumba.
Alex oyó el gotear del agua, un sonido agudo, agresivo, gotas que sonaban como disparos. Una de ellas la golpeó en la frente, como un puñetazo, después otra. Las gotas se deslizaron hasta entrar en sus ojos, saladas y escocedoras. Se llevó la mano a la frente. Pero no había nada en ella, nada, salvo la ligera humedad de su transpiración.
– Recibe nuestras oraciones por aquellos que han muerto en Cristo y han sido enterrados con él y que esperan ascender al cielo el día de su resurrección. Dios de los vivos y de los muertos, te rogamos por el eterno descanso de Fabián. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
El oficiante volvió a consultar su reloj.
– Amén -repitió Allsop.
Matthews se inclinó, sopló las velas y comenzó a guardar los ornamentos en el maletín.
Allsop abrió los ojos y sonrió amablemente a Alex, se levantó y se puso a ayudar a su compañero.
Alex los observó. «¿Esto es todo -le hubiera gustado decirles-, esto es todo?» Pero ni siquiera estaba segura de que Matthews se hubiera molestado en contestarle.
Descendieron al recibidor y ella les abrió la puerta. Matthews salió el primero y se volvió hacia ella.
– Espero que en el futuro se lo pensará detenidamente antes de volver a recurrir al ocultismo, señora Hightower.
Ella asintió con la cabeza, dócilmente.
El cura se dio la vuelta y bajó los escalones de la puerta principal. Allsop tomó el maletín y le dirigió una sonrisa.
– La telefonearé dentro de unos días para ver cómo se encuentra.
– Muchas gracias.
Alex cerró la puerta cuidadosamente y se dio la vuelta.
Fabián estaba erguido al pie de la escalera.
De pronto le llegó un fuerte olor a petróleo; todo el recibidor parecía invadido por el humo. Fabián comenzó a moverse hacia ella, deslizándose en silencio, sin mover las piernas, hasta que lo único que Alex pudo ver fueron sus ojos, unos ojos que eran los de cualquier otro, pero no los de su hijo, unos ojos fríos y malignos, que brillaban llenos de odio.
– ¡No! -gritó cerrando los ojos.
Se dirigió a la puerta y a ciegas comenzó a trastear en la cerradura, hasta que logró abrir y salió a la calle precipitadamente.
«¡Ayudadme! -quiso gritar, pero las palabras no acudieron a sus labios-. ¡Ayudadme! -¡Nada!-. ¡Oh, Dios mío! ¡Deteneos, volved, volved, por favor!»
Dirigió la mirada hacia ellos, desesperada. Pero los dos clérigos estaban ya casi al final de la calle, caminando a grandes pasos con sus sotanas y la bolsa entre ellos, como una pareja rechoncha y cómica que se fuera a merendar al campo.