CAPÍTULO XII

Alex conducía su coche por la Fulham Road, contenta de verse por fin fuera del piso de la señora Needham y lejos de la claustrofóbica desolación de aquella finca.

Sentía que la rabia crecía en ella, una furia que se dirigía contra aquella mujer, por vivir como vivía, por no tener en cuenta que Fabián estaba muerto; rabia por su comportamiento patético, porque pudiera existir, siquiera, un lugar como aquél. Después pensó en aquella vista, aquella magnífica vista que se ofrecía desde la ventana, y le pareció absurdo que el único elemento de belleza en todo el lugar fuera la contemplación de algo que estaba fuera de allí, en alguna otra parte.

Su casa estaba tranquila; tomó los periódicos del domingo que estaban junto a la alfombra de la entrada y con ellos en la mano se dirigió a la cocina. Oyó el leve zumbido del reloj eléctrico, el sordo respirar del calentador eléctrico. Todo parecía normal, sonidos normales, olores normales. La casa susurraba, suspiraba, crujía, como ese viejo amigo que siempre fue para ella. Se sintió cómoda, segura. En casa.

Sonó el teléfono: era David.

– ¡Hola, Alex! ¿Te encuentras bien?

La voz sonó torpe, como una intrusión en su paz e, instantáneamente, se sintió enfadada con él; pero después recordó cómo lo había tratado la noche anterior y se sintió triste y arrepentida.

– ¡Hola, David! -le contestó haciendo un esfuerzo para que su voz sonara complacida, como si se alegrara de su llamada-. Sí estoy bien… Mira, siento mucho lo ocurrido la noche pasada… No sé lo que me pasó.

– Debieron de ser los nervios, la tensión, querida. Los dos estamos bajo una gran tensión, la terrible impresión de lo que nos ha sucedido.

«¡Grítame, por lo que más quieras! Ponte duro conmigo, no seas tan asquerosamente amable y tolerante; insúltame, llámame puta, haz que te tenga miedo», pensó, pero no pudo decirlo.

– Sí, tienes razón -dijo simplemente-. Corrí detrás de ti, te llamé a gritos, agité los brazos, todos debieron de pensar que estaba chiflada.

David se rió.

– ¿Por qué?

– Quería pedirte disculpas.

– Te llamé al llegar a casa. No me contestó nadie. Estuve muy preocupado, casi me sentí enfermo.

– Me fui a mi despacho.

– ¿A la agencia?

– Pensé que me vendría bien intentar trabajar algo. Así lo hice. Acabé durmiendo allí.

– Creo que el trabajo ayuda mucho en estas circunstancias, nos hace pensar en otras cosas, ¿sabes? Pero no debes abusar. Tienes que tratar de descansar.

Alex vio su propio reflejo en la tostadora y al ver sus ojos apartó la mirada, incapaz de enfrentarse consigo misma. Allí estaba, mintiendo a sabiendas y sabiendo que estaba siendo creída, pensó. Era como engañarse a sí misma.

– He ido a ver a la madre de Carrie.

– ¿Carrie? ¿Lo sabía?

– No. Nada. Por lo visto no ve a su hija con frecuencia. Carrie está ahora en algún lugar de Estados Unidos.

– Era una chiquilla muy bonita. -Su voz cambió de tono-. ¿Qué te parece si salimos a cenar alguna noche de esta semana?

– Me encantaría.

– ¿El martes?

– De acuerdo.

Suspiró mientras colgaba el teléfono y por un momento pensó en el tiempo que habían estado juntos, cuando eran felices. ¿O sólo habían pretendido serlo? ¿Había sido todo, simplemente, un engaño prolongado? Se preparó un bocadillo y se lo llevó consigo al salón, encendió la chimenea, puso una casete de Don Giovanni y se acurrucó en el sofá.

Era ya casi de noche cuando se despertó con la cabeza pesada como quien ha tenido una pesadilla. Se sentía confusa y ardiendo. Soñó que iba en coche con Fabián, por algún lugar: su hijo hizo un chiste sobre algo y ambos se rieron; su hijo pareció tan real en el sueño, tan increíblemente real, que tardó varios segundos en recordar que ya no podría viajar con él por ninguna parte, que ya no podrían volver a reír juntos. Se sentía triste, engañada y defraudada. Defraudada por el sueño y defraudada por la vida. Se levantó con el corazón lleno de tristeza y pesado como si fuera de plomo, se dirigió a la ventana y abrió las cortinas para dejar entrar el resto de luz del atardecer.

Deseó con toda el alma que su madre no hubiera muerto, que aún viviera alguien querido, mayor y más inteligente, en quien poder confiar; alguien que hubiese pasado antes por ese mismo trance. Había cosas en el hecho de ser un adulto a las que nunca se había habituado. En cierto modo era como si hubiera llegado a ser esposa y madre sin dejar de ser una niña.

Abrió su bolso y sacó de él la tarjeta postal que cogió en casa de la madre de Carrie: era una amplia vista panorámica sobre un río, que mostraba en su orilla una avenida con grandes edificios universitarios. Le dio la vuelta: «Massachusetts Institute of Technology, Boston, Massachusetts» estaba impreso en la parte baja del reverso de la tarjeta. Miró la letra: grande, clara, recta.


Hola, mamá: Éste es un lugar realmente tranquilo. Me han ocurrido muchas cosas y he conocido a gente estupenda. Volveré a escribirte pronto. Con cariño, C.


Había una «X» escrita sin excesivo entusiasmo detrás de la inicial de su nombre. Con la tarjeta en la mano Alex subió la escalera y entró en la habitación de Fabián. El baúl estaba sobre la cama como un ataúd, pensó con un estremecimiento. F.M.R. Hightower, había sido escrito con grandes letras blancas, que ya empezaban a desvanecerse por el tiempo entre los arañazos y raspaduras de la tapa. Abrió la primera cerradura y el resorte de muelle saltó con violencia y la golpeó en el dedo dolorosamente, por lo que procedió con mayor precaución al abrir la segunda. Alzó la tapa del baúl, rebuscó entre las ropas y cogió el diario de su hijo. Lo abrió y sacó las tarjetas postales sin escribir que había encontrado en la mesa de trabajo de su hijo en Cambridge y las comparó con aquella que tenía en la mano y que había cogido de casa de la madre de Carrie; aunque las vistas y fotografías eran diferentes, la marca y los datos de la compañía impresora eran exactamente los mismos. Frunció el ceño intrigada y su mirada recorrió la habitación. Captó la mirada del retrato de Fabián, que le hizo bajar la vista, como si se sintiera cortada, culpable de lo que estaba haciendo.

La contraportada del diario tenía un pequeño departamento cerrado con cremallera y Alex lo abrió; en su interior había unas hojas de papel de color rosa de las que se utilizan para tomar notas, con algo que parecía escrito con la letra de Carrie. El mensaje tenía la fecha 5 de enero y estaba dirigido a la dirección de Fabián en Cambridge. Decía así:


Querido Fabián:

Por favor, deja tus persistentes llamadas telefónicas, que están resultando molestas y enojosas para todos. Ya te he dicho que no quiero volver a verte y no hay nada que pueda hacer cambiar mi decisión. No hay ningún otro como tú sigues insistiendo en creer. Es sólo que no puedo resistir más tus extraños hábitos. Por favor, déjame sola. Con cariño, C.


La misma «C» curvada y el mismo estilo de escritura de la tarjeta postal, pero había algo diferente que llamó la atención de Alex, aunque ésta no pudiera decir de qué se trataba. Leyó la nota de nuevo. Hábitos extraños. «Hábitos extraños», pensó, intrigada, consciente de que otra vez empezaba a sentir frío en aquella habitación, una sensación desagradable de frío e incomodidad. Sonó el timbre de la puerta. Miró su reloj: las seis y cuarto. Volvió a dejar todo en su sitio, en el diario; dejó éste sobre el baúl y se dirigió al piso de abajo.

Abrió la puerta y vio con disgusto a la mujer grande y de pelo oxigenado que estaba frente a ella.

– ¡Hola, señora Hightower!

Alex vio su pequeño y bien cuidado sombrerito redondo, sus guantes de piel y su blusa inmaculada y bien planchada.

– ¿Me recuerda? Soy Iris Tremayne. Sandy me sugirió que viniera. Estuve aquí la semana pasada.

Alex observó sus delgados labios pintados de color rosa que al hablar se abrían en los pliegues suaves de su rostro, como una puerta secreta tras la cual se escondieran misterios insondables. Había una firme determinación en los ojos de la visitante, como si esta vez no estuviera dispuesta a marcharse de allí tan fácilmente.

– Pase -dijo Alex, incapaz en ese momento de decir o pensar otra cosa.

– Usted me necesita, querida, puedo verlo -aseguró la mujer, que entró en la casa con aire posesivo.

Alex aún seguía teniendo en su mente las dos palabras de la nota, «extraños hábitos», la mirada del retrato de su hijo, el repentino frío que invadió la habitación. Recordó que la persona que había decidido ver era Morgan Ford y la cita era para el día siguiente.

– Me parece que hay un error… -comenzó.

Iris Tremayne recorrió con mirada imperiosa el recibidor y después siguió a Alex a la sala de estar.

– Usted se siente preocupada, hay algo que la perturba, ¿no es así, querida?

Había en la voz un débil matiz de ternura que impedía que imperara en ella su tono de mando.

– Es sólo que estoy un poco inquieta, nerviosa, eso es todo.

– Comprendo que se sienta así querida, con todo lo que está ocurriendo.

Alex la miró recelosa.

– ¿Qué quiere decir…? ¿Qué está sucediendo?

– Algo la está inquietando, hay algo que la confunde y la trastorna, ¿no es así? Pude sentirlo tan pronto entré aquí. Y todo eso va en aumento. Tengo razón, ¿verdad? Vamos, querida, dígame que estoy en lo cierto.

Alex fijó los ojos en la visitante, repentinamente enojada por aquella intromisión del todo inesperada en su vida privada. Tenía una cita para el día siguiente y de momento no necesitaba hablar con nadie. Se preguntó si existiría algún tipo de conexión entre Morgan Ford e Iris Tremayne, si Morgan la había localizado por medio del número de Olivetti que le había dado y era él quien le enviaba a Iris Tremayne. Ridículo.

– ¿Quiere una taza de té?

– ¡Oh, no, querida! Gracias

Volvió a mirar a su alrededor.

– Tiene una casa muy bonita.

Llamó su atención un cuadro en la pared y se dirigió a él señalándolo con el dedo.

– ¿Es un Stubbs?

– No.

– Es el único pintor de caballos que conozco.

– Es de mi marido.

– ¿Es pintor?

Alex la miró con frialdad.

– No, el caballo. Solía tener varios. Uno de sus hobbies.

– No doy una en el clavo… Y supongo que debería poder hacerlo… Con mi sensibilidad… pero parece como si esa sensibilidad nunca pudiera ser utilizada en favor de uno mismo. No conozco a nadie capaz de predecirse un ganador. Los cuadros de caballos transmiten una sensación de calma, ¿no es así?

– Nunca pensé en ello. -Alex la observó con impaciencia-. ¿Qué quiso dar a entender antes cuando me dijo que había cosas que me estaban inquietando y molestando?

– Su espíritu no descansa, ¿verdad, querida? Quiere que le ayudemos.

La médium se sentó cuidadosamente en uno de los sillones, «como un paquete que se coloca en su sitio», pensó Alex. Cerró los ojos con fuerza, inclinó el cuerpo hacia adelante y con los guantes puestos sujetó su muñeca derecha con la mano izquierda. Abrió los ojos y levantó la cabeza.

Por primera vez Alex creyó apreciar cierta expresión de duda en las maneras seguras y positivas de su visitante.

– No se preocupe, querida. -Los labios se distendieron en una sonrisa nerviosa y después se encogieron como si tuvieran vida propia-. No le cobraré nada, nada en absoluto. Naturalmente puede hacer un donativo a una obra de caridad si así lo quiere, pero eso es optativo, una opción libre. -Alzó sus pestañas postizas hacia el techo y frunció el ceño como si hubiera advertido una mancha en la pintura. Después sonrió de nuevo, insegura-. Puede soportarlo, ¿verdad, querida?

– Sí -respondió Alex con frialdad-, puedo hacerlo.

– Está por aquí, ¿no es así?

– ¿Qué quiere usted decir?

Iris Tremayne sacudió la cabeza y respiró con fuerza; de pronto sus hombros se contrajeron y volvieron a relajarse. Cerró los ojos y siguió sentada muy quieta. Alex la observó con curiosidad y de repente tuvo una profunda impresión de temor, como si algo la amenazara peligrosamente.

La mujer comenzó a temblar, casi imperceptiblemente. De repente sus temblores cesaron y se levantó erguida, con los ojos muy abiertos.

– Lo siento, querida -se disculpó-, he cometido una terrible equivocación. No debí haber venido. -Su voz cambió y ahora sonaba fría como el hielo; la calma había desaparecido de su rostro y daba la impresión de estar muy asustada-. No, no debí haber venido en absoluto. Una terrible equivocación.

– ¿Qué quiere decir?

La visitante movió la cabeza.

– Será mejor que me vaya -dijo abruptamente al tiempo que cogía su bolso.

De pronto Alex tuvo miedo.

– ¿Qué quiere decir? -repitió.

– Creo que debo irme, querida; no se trata en absoluto de lo que yo había pensado.

Alex se fijó en la redonda blancura de sus ojos, en las oscuras pupilas que parecían escudriñar la habitación, en las arrugas ceñudas que se habían formado en su frente carnosa.

– ¿No podría decirme, al menos, qué pasa?

Iris Tremayne se sentó por un momento, buscó en su bolso y sacó la polvera. La abrió, se oyó el clic del cierre y se miró en el pequeño espejo.

– He visto una señal -explicó mientras se empolvaba la nariz.

Alex se dio cuenta de que su enfado crecía.

– Por favor, dígame qué significa todo esto.

La visitante se la quedó mirando, después cerró la polvera de golpe. Vaciló un momento y seguidamente agitó la cabeza.

– Debe creerme, querida. Será mejor que me vaya, no hablar en absoluto de este asunto; olvídelo, olvide que he venido. Tenía usted razón, totalmente, en lo que me dijo la última vez que vine a verla. -Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo y trató de sonreír a Alex amablemente, pero temblaba demasiado para poder hacerlo-. De veras, creo que lo mejor que puedo hacer es marcharme, dejarlo todo. Sí, creo que eso es lo mejor. No se preocupe, no tiene que pagarme nada.

– Oiga, quiero una explicación, por favor.

Se oyó un golpe seco y apagado en el piso de arriba. Por un momento Alex pensó en la posibilidad de que fuera sólo cosa de su imaginación, pero vio la mirada nerviosa de la mujer y supo que ella también lo había oído.

– Él está trastornado, no encuentra la paz, querida.

– Voy a subir a ver qué fue ese ruido.

– No, yo no lo haría. Lo he molestado, ya lo ve -dijo vacilando-. No le ha complacido mi visita, en absoluto. -La mujer movió la cabeza-. Deje las cosas como están, querida, acepte mi consejo… Nunca he tenido… nunca he conocido nada como esto; tiene que dejarlo solo, sí, déjelo solo, ignórelo. -De pronto dio un paso hacia Alex, le tomó una mano y se la apretó con firmeza. Alex sintió el frío de su mano a través de la piel del guante-. Tiene que hacerlo, querida. -Se dio la vuelta y se dirigió al recibidor. Se oyó el clic de la puerta y la mujer se marchó.

Alex recorrió el salón con la mirada; la cabeza le daba vueltas, abrió las cortinas y miró fuera. Pudo ver a Iris Tremayne que caminaba calle abajo, con sus cortos pasos de pato, cada vez más de prisa, como si tuviera ganas de correr, de escapar de allí, y no se atreviera a hacerlo.

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