CAPÍTULO XV

Aparcó frente a la sombría fila de casas de la Gloucester Road y cruzó los dedos con la esperanza de que no hubiera alguien que aparcara en doble fila y le impidiera salir. Los números de las distintas viviendas del edificio habían sido asignados desordenadamente sin la menor lógica, y tuvo que recorrer la explanada en toda su longitud y cruzar la calle. Crecía su ansiedad por miedo a llegar tarde a la cita y perder su oportunidad de ser atendida.

Por fin vio el número: 49. Precisamente en el edificio que estaba directamente frente al lugar donde había aparcado su automóvil, casi mirándola cara a cara, casi desafiándola, pensó furiosa. Se acercó a la puerta y vio el panel de nombres en el portero automático: Goldsworthy, Maguire, Thomas, Kay, Blackstock, Pocock, Azziz. Algunos de los nombres habían sido escritos con bolígrafo y sólo Azziz estaba subrayado.

Entre todos aquellos nombres descubrió una pequeña tarjeta de color amarillo, empalidecido por el tiempo, en la que se había mecanografiado simplemente la palabra «Ford».

Por un momento se sintió aliviada; después comenzó a ponerse nerviosa. Insegura, miró en torno suyo, preguntándose si los vecinos conocían las actividades profesionales de Ford y si la gente que pasaba por la acera la señalaba con el dedo. Se preguntó si los médiums ganaban mucho dinero. Si era así, Ford no se gastaba sus ganancias en arreglar el exterior de su edificio. Las baldosas del porche estaban agrietadas y la escayola se caía de las columnas.

Una voz fría, poco acogedora, sonó en el portero automático.

– ¿Sí?

– Soy…

¡Oh, Dios! ¿Cuál era el nombre que había dado? No podía recordarlo. Necesitaba ganar tiempo.

– ¡Johnson! -dijo de repente y se sintió aliviada-. La señora Johnson.

Le había dado también su nombre de pila, ¿cuál? De nuevo estrujó su cerebro febrilmente.

El sombrío zaguán, débilmente iluminado, decía bien poco de la identidad de los inquilinos. Había varios montones de cartas sobre una estantería y una vieja bicicleta apoyada en la pared.

El apartamento de Ford estaba en el tercer piso y la puerta se abrió en el momento en que llegaba a ella. La apariencia de Ford la sorprendió y Alex se preguntó qué era realmente lo que había esperado: ¿Un viejo extravagante y barbudo, una reminiscencia de los años sesenta, vestido con caftán, calzado con sandalias y que quemaba barritas de incienso? En vez de eso, tenía ante ella a un hombre pequeño con el cabello gris bien cuidado y un traje igualmente gris y bien cuidado, con poco más de cincuenta años, supuso.

– ¿Shoona Johnson?

Por un momento Alex estuvo a punto de decir: «No, no, soy Alex Hightower», pero supo contenerse a tiempo. A través de la puerta, detrás del médium, pudo ver un pequeño despacho, en el que sobre un escritorio había un montón de cartas y periódicos muy bien ordenado.

– Sí -respondió Alex.

Ése era el nombre de pila, recordó. Shoona. ¿Por qué diantre había elegido ese nombre?, se preguntó. Nunca, en toda su vida, había conocido a nadie que se llamara Shoona.

El hombre le ofreció una mano pequeña y rosada en la que destacaba un vulgar anillo con una piedra tan falsa como llamativa. La mano era tan pequeña que Alex se preguntó si se trataba de una deformidad. Tuvo la impresión de que estrechaba la mano de un niño.

– Pase. Gracias por ser tan puntual -había un tono acogedor y cantarino que destacaba en su acento galés, y hacía que su voz sonara muy distinta de cuando habló con él por teléfono-. Lo siento, pero hoy está esto un poco desordenado. Mi secretaria no ha podido venir.

Alex tuvo una sensación de desencanto cuando entró en el pequeño recibidor. Todo aquello parecía tan vulgar; sin nada que insinuara la magia, la solemnidad de una ceremonia espiritista. Un hombre con traje gris que disponía de un despacho y que se lamentaba de la ausencia de su secretaria. La verdad era que no había esperado encontrarse con alguien que de modo tan obvio demostraba que ejercía su trabajo como una forma simple de ganarse la vida.

El estudio del médium le hizo cambiar de opinión. Un gran salón con muebles color vino de Borgoña, con una fantástica vista sobre los jardines. Estaba amueblado en exceso con bellos muebles y antigüedades caras, casi en una vulgar exhibición de dinero. En la chimenea ardía un gran fuego de gas que dejaba escapar un silbido suave. Dos gatos se sentaban uno a cada lado del hogar, inmóviles como centinelas; uno de ellos un gato ordinario de color pajizo y el otro un bello ejemplar birmano de color gris-humo. El primero saltó a la alfombra y lleno de curiosidad empezó a dar vueltas en torno a la visitante.

En ese momento vio el florero lleno de rosas rojas sobre la mesa que había en el centro del estudio.

Alex comenzó a temblar e inició unos pasos hacia atrás. Empezó a sonar el teléfono.

– Por favor, siéntese.

Ford pasó junto a ella y descolgó el auricular.

– ¡Diga!

Alex lo observó mientras hablaba, en aquel mismo tono frío y lejano:

– Hay una cancelación el jueves a las once y media. Puedo recibirla a esa hora. Muy bien. Por favor, ¿cuál es su nombre?

¿Le decía lo mismo a todos? ¿Había siempre un cliente que cancelaba su cita oportunamente? Alex se sentó en un incómodo sillón Victoriano y volvió a mirar las rosas.

– Espere un momento. Voy a buscar mi diario y confirmaré la hora.

El hombre vio cómo Alex miraba las flores.

– Le gustan las rosas, ¿verdad? Éstas son muy hermosas, ¿no le parece?

Cuando el médium salió de la habitación, Alex se preguntó si sus palabras habían sido una simple observación inocente o si efectivamente era cierto el malicioso guiño que había creído ver en los ojos de Ford. Volvió a mirar las rosas; posiblemente todo era una mera coincidencia, pues las rosas hacían juego con los gatos, la chimenea y el mobiliario. Un salón extraño, que no parecía el más adecuado en la vivienda de un hombre de mediana edad. A su juicio parecía más propio de la casa de un anciano aristócrata viudo.

Alex miró un cuadro en la pared. Tres rostros fantasmagóricos, cuyos ojos eran como cortes en sus caras, aparecían muy juntos, blancos sobre un fondo blanco. En un anaquel, situado exactamente debajo del cuadro, descansaba una estatua de Buda. Vio que había otros cuadros, todos ellos igualmente siniestros; la estancia comenzaba a asustarla. Miró las rosas, tan iguales a aquellas otras que le había regalado Fabián. Se dirigió al florero y las contó. El mismo número. El mismo color. ¿Se trataba de un mensaje? ¿Una señal? Ridículo. Cuando miró las rosas tuvo la impresión de que se encendían, como si adquirieran vida propia; cerró los ojos, movió la cabeza y se giró. Oyó el ruido de los pasos de Ford y un sonido seco cuando se sonó la nariz. Alex se dio cuenta de que el ambiente cambiaba de inmediato cuando Ford entró en la habitación. Todo quedó en calma, en paz de nuevo; Alex se sintió tranquila. Volvió a mirar las rosas; eran muy bonitas, alegres, e hicieron que repentinamente se sintiera bien.

El gato callejero la miró y saltó a su regazo. Le dedicó una sonrisa nerviosa, preguntándose si el gato iba a atacarla y, con temor, le acarició el cuello y la nuca. El gato se tranquilizó, dejó descansar la cabeza en sus muslos y la miró sin parpadear. Se sintió tranquilizada con el contacto, por sentir bajo su mano, sobre la panza del animal, el calor del cuerpo a través de su pelo, por la regularidad rítmica de su respiración.

– Déjelo en el suelo, es un pesado.

– No, no, está bien así.

– Hay mucha gente que tiene ideas extrañas sobre los gatos.

– Este es simpático.

Ford estaba de pie frente a ella, las manos unidas detrás de la espalda, y le dedicó una amable sonrisa, después miró al aparador.

– Hemos empezado con retraso, así que le concederé un tiempo extra.

De nuevo Alex se sintió incómoda por su actitud más propia de un hombre de negocios. Estaba segura de que nadie podía ser un médium por horas, o por períodos de tiempo aún menores, como si fuera un abogado o un gestor atendiendo a un cliente.

– ¿Tiene usted algo que yo pueda sostener?

– ¿Cómo dice?

– Algo que usted suela llevar. Su reloj, una pulsera…

Se quitó su Rolex y se lo entregó.

– Bien, ahora dígame: ¿hay algo especial que quiera saber o empezamos sin más para ver qué ocurre?

Alex se encogió de hombros sin saber qué decir.

Sin esperar la respuesta, el hombre se sentó en una silla próxima a la suya, sostuvo el reloj de Alex sobre su mano abierta y después cerró los dedos sobre él.

– Algo que la perturba -dijo amablemente-. Siento que hay algo que la trastorna, algo que afecta el ritmo normal de su vida, algo trágico que sucedió recientemente, muy recientemente, hace sólo unas semanas, ¿es así?

El médium se la quedó mirando.

– ¿Quiere usted que le responda?

– Como usted desee -sonrió Ford-. No es necesario que lo haga si no quiere, pero me sería útil que me ayudara diciéndome si voy por el buen camino.

– Está en el buen camino.

El médium siguió sentado, inmóvil y frunció el ceño, después echó la cabeza hacia atrás y mantuvo los ojos muy abiertos.

– Sí -dijo-. Sí presiento algo muy peculiar, alguien muy próximo, joven, enérgico, una gran cantidad de energía. Es un niño… No, no es un niño, pero tampoco un adulto, eso está claro. Una persona alrededor de los dieciocho o los veinte años. -Miró a Alex con aire interrogativo, pero ella no le respondió nada-. Varón.

El rostro del hombre hizo un gesto preocupado, ceñudo, y Alex vio la misma extraña expresión nerviosa que ya viera en el rostro de Iris Tremayne el día anterior. Ford siguió sentado muy quieto y durante un momento no dijo nada.

Alex acarició al gato, volvió a mirar las rosas, los tres espíritus y las llamas que quemaban sus cuerpos; después volvió los ojos a Morgan Ford. El cuerpo del médium parecía contraído, agarrotado como un puño cerrado. Temblaba visiblemente y había un gesto de firme determinación en su rostro, como si se estuviera llevando a cabo una terrible batalla en su interior.

– Esto es extraordinario -dijo-. Está tratando de decirme su nombre. Pero es muy pronto, demasiado pronto, son necesarios meses, varios meses hasta que un espíritu logre asentarse y tranquilizarse. En las primeras semanas están demasiado inquietos y resultan muy difíciles. -Su voz se cortó y sonó extraña, lejana-. Claridad, es muy difícil conseguir claridad. Algo violento, no aquí, no en Inglaterra, en algún lugar al otro lado del Canal; veo llamas, veo llamas, una explosión. ¿Hay un camión implicado en el asunto? Sí, un camión, alguien que grita en medio del desorden que se trata de un camión.

Alex observó al hombre, que tenía los ojos cerrados y temblaba como un niño asustado.

– Ahora veo algo, alguien grita. ¿Harry? No, no es Harry, suena así pero no es Harry. Puedo sentir una terrible furia, una violencia terrible; alguien grita: «¡Camión! ¡Camión!» Se produce una explosión, alguien vuelve a gritar «¡Harry!». Esa Harry parece ser muy importante.

Alex lo vio transfigurado, el sudor corriendo por su rostro, pálido como una hoja de papel.

– Ahora todo se aclara un poco; de nuevo veo a una persona joven, un muchacho, está tratando de decirme su nombre. No lo oigo con claridad, no, no está claro en absoluto. ¿Puede ser David? No, no, Adrián, podría ser Adrián. -De pronto el médium se conmovió violentamente, como si una corriente eléctrica hubiera atravesado su cuerpo-. Algo va mal, hay algo que no marcha, algo muy preocupante y molesto; hay mucho odio, rabia, demasiado odio. Fabián… ¿podría ser Fabián? -Continuaba hablando sin abrir los ojos-. Sí, sí, ahora me está diciendo algo, ahora todo está claro, muy claro, increíblemente claro.

Alex sintió que el gato respiraba suavemente bajo su mano. Miró las rosas, al médium, y vio que temblaba de modo extraño, como si realmente no estuviera sentado en aquella silla, sino suspendido en el aire, varios centímetros por encima de ella.

De repente el médium se la quedó mirando y gritó con toda la fuerza de su voz:

– ¡DIOS MÍO, AHORA ESTÁ TODO MUY CLARO! -Sus manos temblaban, como si el reloj de Alex que sostenía en ellas fuera algo diabólico y perverso-. Ahora veo a alguien más, alguien que trata de interferir; una chica… Quiere decirme algo, pero es algo que apenas tiene sentido… me dice que su nombre es Harry… Hay una fuerte interferencia… Fabián es quien la causa… Es como un juego, una competición, como si Fabián tratara de divertirse. Ése es el problema, en ello radica la dificultad, todo es aún muy reciente, de momento todo es como un juego. Ahora ella vuelve de nuevo, con mayor claridad; no, Fabián aparece de nuevo… Es como si tratara… Sí, como si tratara de detenerla, de impedir que hable… celos, si, eso es… ¡Oh, ahora todo vuelve a oscurecerse de nuevo!

Alex vio cómo Ford se relajaba, se echaba hacia atrás en su silla y se volvía a ella.

– Tan confuso como a veces son nuestras líneas telefónicas.

Lo miró intrigada, sin comprender por un momento que se trataba de un mal chiste.

– Extraordinario, verdaderamente extraordinario; nunca he vivido algo semejante, nunca. -Se inclinó hacia ella-. Esto es algo realmente increíble.

De modo mecánico, Alex acarició el lomo y el cuello del gato y oyó cómo ronroneaba complacido.

– ¿En qué sentido?

– Extraordinario. ¿Tiene sentido lo que le he dicho?

– Me siento muy confusa.

– Yo también lo estoy. -Sonrió Ford.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Tiene usted mucha experiencia en este campo, señora…? Lo siento, no puedo recordar su nombre.

– Hig… -se corrigió en seguida-. Johnson.

– ¡Ah, sí!

– ¿Qué quiere usted decir?

– Experiencia en el mundo de los espíritus.

– No.

– Su hijo se manifestó con mucha claridad. Tengo razón, ¿no? Usted quería entrar en contacto con su hijo, ¿verdad? ¿Se llama Fabián o Adrián?

Así que Ford sabía quién era ella; de un modo u otro lo había descubierto.

– Ha sabido hacer bien sus averiguaciones -respondió Alex con frialdad-. Fue muy a fondo, pero ha cometido un error, sólo un error, pero muy importante.

Intrigado, el médium alzó una de sus cejas.

– Mi hijo no fue muerto por un camión, sino por otro turismo.

– Yo no estaba allí, señora Johnson; únicamente sé lo que él me ha dicho.

– O lo que usted mismo ha leído.

El hombre sacó su pañuelo y se sonó la nariz.

– ¿Leído?

– Los periódicos informaron del choque, señor Ford -dijo ella-. No sé cuántos diarios lo publicaron, pero el suceso apareció en las páginas del Daily Mail, que por equivocación informó de que el coche de mi hijo chocó con un camión. Esta mañana al llegar he visto que el Daily Mail estaba sobre su mesa.

Esperó una explosión de furia en su interlocutor, pero no se produjo. En vez de ello el hombre pareció sentirse muy ofendido y movió la cabeza pensativamente.

– Lo siento -contestó con calma-, es obvio que tiene una pobre opinión de la integridad de los médiums.

La sinceridad de su voz la hizo vacilar y se dio cuenta de que se ruborizaba. Miró su cabello cuidadosamente peinado, su camisa de un blanco inmaculado, la corbata gris y el pañuelo a juego que salía del bolsillo del pecho de su traje gris. Vio también sus diminutas manos rosadas y bien manicuradas y el enorme anillo, tan ordinario. Se volvió para mirar su rostro, suave, apaciguador. Podría haber sido un buen agente de seguros.

– Yo no hago averiguaciones, señora Johnson. No leo las esquelas mortuorias y no repaso los periódicos en busca de accidentes de automóvil que pueda relacionar con mis clientes. Tampoco me dedico a revisar los informes escolares de mis clientes en busca de hechos que éstos olvidaron hace ya mucho tiempo y con los cuales podría impresionarlos. -Sonrió-. Y en todo caso, con la cantidad de gente que aparece por aquí, dándome un nombre que no es el suyo, ¿cómo podría conseguir alguna información consistente?

Alex apartó los ojos bajo su mirada, con un sentimiento de culpabilidad, y oyó cómo la voz continuaba con su mismo tono amable:

– Tampoco soy de los que siempre dan buenas noticias a los deudos; me limito a relatarles lo que oigo. Ése es el don con el que estoy dotado. -Levantó las cejas como pidiendo excusas-. Tenemos un falso concepto sobre los que se fueron. Creemos que porque están en otro plano han ganado en honestidad, en integridad. -Movió la cabeza-. Pero hace falta más de una vida y de una muerte para llegar a ser íntegro… y la integridad es sólo una de las muchas cosas que debemos aprender en nuestros pasos por esta vida y por la próxima. Los espíritus pueden mentir y frecuentemente lo hacen; y también pueden equivocarse, ver las cosas como no son. Como puede comprender, es fácil de suponer que una persona no cambia, no mejora instantáneamente por el simple hecho de pasar al plano siguiente. Si se tiene una mala memoria en esta vida, uno no se convierte de repente en un memorión al pasar a la otra.

Alex vio su sonrisa forzada y de excusa y no quiso herirlo.

– Mi hijo tenía muy buena memoria.

– Los accidentes ocurren con mucha rapidez. Pueden resultar muy confusos; todo ocurre de modo precipitado y la confusión es grande. Esa es la razón por la cual no me gusta comunicarme con los que se fueron recientemente. Prefiero esperar al menos tres meses. Y esto ocurrió hace sólo unas pocas semanas, ¿no es así?

Alex afirmó con la cabeza.

– Normalmente no suelo tener consciencia de muchas de las cosas que digo cuando estoy en trance y, al final, apenas si puedo recordar algo; pero en este caso ha sido diferente. Nunca en toda mi vida he sabido algo de modo tan vivido. Por favor, no sea cínica; debemos continuar.

– También se ha equivocado en otra cosa -dijo Alex.

Él sonrió.

– ¿Puedo saber en qué?

– Estuvo hablando de alguien llamado Harry… Dijo usted que había algo raro, que creía percibir a una chica llamada Harry.

– ¿Sí…?

– ¿Podría ser Carrie?

– ¿Carrie?

Alex afirmó con un gesto.

– A veces -dijo el médium- con tantas interferencias… las cosas no se oyen con claridad. ¿Carrie? Sí. Carrie. -Cerró los ojos durante un momento y volvió a abrirlos de nuevo poco rato después-. Sí, podría ser Carrie.

– Dígame -preguntó Alex-, en estas sesiones, cuando está en trance, ¿habla usted con los vivos o con los que partieron?

Ford la miró, impasible.

– Mire, señora Johnson, yo soy lo que suele llamarse un médium, es decir una especie de enlace entre el plano terrestre y los que se fueron.

– En ese caso no comprendo cómo pudo usted hablar con Carrie.

– ¿Y por qué no?

– Porque no está muerta. Está viva, pero que muy viva y se encuentra bien en Estados Unidos.

Alex vio que la duda cruzaba su rostro como la sombra de un pájaro, y cómo en sus ojos aparecía una expresión extraña, como si algo lo perturbara profundamente. Movió la cabeza.

– Ella estaba tratando de entrar en comunicación conmigo, eso es todo lo que puedo decirle, señora Johnson. ¿Está usted segura de que aún sigue en este plano? ¿De que no ha sufrido un accidente?

– ¿No es posible que la haya captado telepáticamente?

– Así es como mucha gente trata de explicarse las facultades de los médiums, señora Johnson. Creen que captamos la información del cerebro de nuestros clientes gracias a nuestros poderes telepáticos. Pero usted no puede aceptar esa idea falsa y anticuada, ¿verdad? Porque le he dicho dos cosas que no pueden estar en su cerebro: que su hijo chocó contra un camión y que esa Carrie, quienquiera que sea, ha pasado al más allá.

Ella lo miró tratando de pensar con claridad.

– Siento mucho que sea usted escéptica, señora Johnson. No sé cómo puedo cambiar esa circunstancia, pero tengo que hacerlo, de un modo u otro.

– ¿Qué quiere usted decir?

Él siguió sentado en silencio durante un buen rato. Alex escuchaba el silbido del gas del quemador de la chimenea y el ronronear suave del gato. En la calle oyó el motor de un taxi que se detenía y el ruido de su portezuela al cerrarse. Se preguntó si llegaba la próxima cliente.

De repente Ford se inclinó hacia ella y se acercó tanto que Alex temió por un momento que tratara de besarla.

– Señora Johnson -le dijo-. Fabián quiere regresar.

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