La casa estaba bien ventilada y limpia y olla a líquido limpiamuebles. Mimsa había dejado una de sus usuales notas indescifrables:
Querida señora Higtow, echo to el trabajo. No tengo liquido para limpiar bentanas. Problemas en el water de abajo. Papel no pegado en la pared. La veré mañana.
Alex alzó las cejas y apuntó algo en su agenda. Vaciló fuera del lavabo de abajo, sin atreverse a entrar, y se dirigió al dormitorio de Fabián. Mimsa lo había dejado todo como estaba, siguiendo sus instrucciones. Tomó el diario de su hijo y se sentó en el borde de la cama y sacó la tarjeta que había cogido en casa de la madre de Carrie y la carta que Carrie le había escrito a Fabián, que abrió y alisó. Puso la tarjeta a su lado y comenzó a comparar la letra, siguiendo el orden alfabético, es decir comparando entre sí cada una de las letras.
Alex comenzó a sentir frío a medida que seguía su trabajo y tuvo la impresión de que la temperatura bajaba. Se levantó y salió de la habitación sin alzar la vista para mirar el retrato de Fabián. Bajó a la sala de estar y se sentó junto al teléfono. Tomó el auricular, vaciló un momento y volvió a dejarlo en su sitio. Volvió a mirar la carta y la tarjeta y después tomó el teléfono de nuevo y marcó el número de Philip Main.
– Lo lamento -dijo-, anoche fui un poco dura.
– No te preocupes, es comprensible… Me comporté…
– No, no hiciste nada reprochable, te portaste de modo muy amable y afectuoso.
– ¿Estuviste hoy… allí?
– Sí.
– Ya veo. -Su voz tenía un tono de censura.
– Por eso te llamo. Quiero hablar de eso contigo. ¿Tienes algo que hacer esta noche?
– No, nada importante; sólo acabar de demostrar convincentemente los orígenes del hombre.
– Lo siento.
– Si esa respuesta se hace esperar desde hace dos billones de años, supongo que una noche más no tiene gran importancia.
– ¿Quieres probar otro de mis platos congelados?
Se produjo un silencio. Philip tosió y sus palabra sonaron incómodas.
– Yo… eh… preferiría llevarte a cenar fuera. No tiene nada que ver con tu comida, entiéndelo. Creo que te hará bien salir un rato.
– ¿Quieres que nos encontremos en alguna parte?
– No, claro que no. Te iré a buscar. Me pararé en la puerta y tocaré el claxon.
– Tienes permiso para entrar -dijo Alex sonriente.
– Es que… a veces resulta difícil aparcar fuera.
Sus palabras sonaron evasivas y eso la intrigó. Se estremeció.
– Está bien. ¿Cuándo vendrás?
– ¿Dentro de una hora?
– Estaré lista. -Dejó el receptor en su sitio, después colocó la carta y la tarjeta bajo el teléfono para aplanarlas con su peso.
El restaurante era pequeño y sencillo, con el aire característico y vacío de un lunes por la noche. Las velas ardían con injustificado optimismo sobre las mesas de madera desnuda y el personal se acercó a ellos con toda seriedad como si quisieran asegurarles de que no habían cometido una equivocación al entrar allí y que, normalmente, no solían estar tan vacíos como aquella noche.
– Si estás en el fondo del pozo de una mina, a mediodía, y miras al cielo, puedes ver Venus. Está allá arriba siempre. En el siglo XV los marinos utilizaban el planeta para ayudarse en la navegación.
– ¿Tenían un pozo de mina en sus buques?
Main sonrió tristemente.
– No lo necesitaban, chica. -Se señaló los ojos-. Podían verlo a simple vista.
– Entonces, ¿por qué no podemos verlo nosotros?
– Evolución. Hemos avanzado y nuestros sentidos están cada vez más embotados; tenemos ordenadores que navegan por nosotros.
– Entonces, ¿no es la contaminación lo que nos impide ver Venus?
– No, claro que no; no lo vemos porque ya no sabemos cómo verlo; es muy posible que los hombres primitivos que viven en la jungla todavía puedan verlo; pero si nosotros tuviéramos la agudeza visual necesaria para ver Venus al mediodía, nos quedaríamos ciegos a causa del brillo de la luz eléctrica, que nos deslumbraría.
– Es decir que la evolución no es siempre tan inteligente.
Giró su copa de vino y fijó la mirada en la mesa.
– Pero realiza su cometido.
– ¿Se embotan nuestros sentidos con el paso de cada generación?
– Los viejos sentidos se embotan, pero se desarrollan los nuevos. -Hizo una pausa-. Es como una línea irracional.
– ¿Qué consideras irracional?
– La inútil habilidad del hombre para correr cada vez con mayor rapidez. Su carrera gana velocidad con cada generación. Nadie corrió la milla en cuatro minutos hasta mil novecientos cincuenta y cuatro: ahora se hace en tres minutos y cincuenta segundos. Y eso que no necesitamos correr a diario. -Se encogió de hombros.
– Yo creía que ocurre así porque los atletas se dopan.
– En parte sí. Pero sólo en parte. La evolución tiene mucho que ver en ello.
– ¿Tú crees que nuestras piernas deberían hacerse cada vez más cortas?
– Y los brazos. Ya casi no los usamos. Pronto lo único que necesitaremos serán las puntas de los dedos para pulsar botones.
– Dentro de treinta y dos millones de años seremos solamente un cuerpo con pies y dedos y todos nos pareceremos a esos monigotes que se hacen con una patata y unos palillos. ¿No es eso?
Philip Main buscó en sus bolsillos y sacó el paquete de cigarrillos.
– Así que fuiste a ver a un médium.
Afirmó con la cabeza y aceptó el cigarrillo que él le ofrecía.
– El señor Ford me ha dado mucho en que pensar. Afirmó haber entrado en contacto con Fabián y me describió el accidente. -Encendió el cigarrillo en la vela, miró a su alrededor para ver si los podía oír alguno de los camareros y se adelantó sobre la mesa-. Me dijo que uno de los ocupantes del coche gritó que un camión se les venía encima.
– Pudo haberlo leído en el periódico o lo captó en ti por medios telepáticos.
Alex movió la cabeza.
– Mi hijo chocó contra un turismo, no con un camión; no hubo ningún camión.
Philip la miró intrigado.
– Pero eso fue lo que dijo el periódico…
– ¡Ahí está el quid de la cuestión! -lo interrumpió-. Los periódicos dijeron que había sido un camión, así que quedé convencida de que lo había leído y supo atar cabos de modo conveniente. Esta tarde estuve en Cambridge y mantuve una conversación con Otto, el chico que sobrevivió. Le pedí que me dijera qué había ocurrido inmediatamente antes de producirse el accidente. Me explicó que habían visto cómo se echaba encima de ellos algo que en un principio pensaron que era un camión y que así lo gritó Fabián. -Bebió un poco de vino, dio una profunda chupada a su cigarrillo y después se quedó mirando a su acompañante.
Philip volvió a encogerse de hombros.
– Puede ser telepatía; tú recibiste en tu inconsciente, sin saberlo, el mensaje que te envió Fabián en el instante mismo del accidente que allí quedó registrado; después Ford lo supo por ti gracias a sus poderes telepáticos. -Una vez más se encogió de hombros-. Ésa es una forma muy compleja de ver las cosas. O…
– ¿Es Ford un verdadero médium?
– No sé nada de eso. Pero lo ocurrido es notable.
Apareció un camarero.
– ¿Es para usted el pichón, señora?
– No, para mí.
Alex guardó silencio hasta que les hubieron servido la comida y después se adelantó de nuevo sobre la mesa.
– ¿Sabes dónde puedo encontrar a un experto en escritura manual?
– ¿Escritura manual?
– Sí, no sé cómo se los llama… esas personas a las que llama la policía para demostrar si un documento ha sido falsificado o no.
– Hay un tipo al que utilizo de vez en cuando en mis investigaciones; como cuando tuve que demostrar la falsedad de los pergaminos del mar Muerto -bromeó con una sonrisa irónica.
– ¿Para fastidiar a tu padre?
La miró con aire pensativo.
– No, mucho tiempo después… -Se detuvo y se quedó mirando con severidad a su pichón como si hubiera cometido algún delito.
– Tiene muy buen aspecto -comentó Alex.
– Dead rat( [2]) -dijo.
– ¿Qué?
– Rata muerta -repitió.
– ¿Rata muerta?
– Sí, se llamaba algo así, Dead Rat, Derat, Durat, Dendret… Eso es: su nombre era Dendret.
– ¿Hay algo que tú no sepas? -sonrió Alex.
– No sé por qué pedí pichón; acabo de recordar que no me gusta ese plato.
– Te lo cambio por el mío.
– No, por Dios. Un hombre debe aceptar las consecuencias de sus actos. -Le dirigió una extraña mirada que la inquietó durante un instante.
– En estos días ya no tienes que ser un mártir, ya hemos evolucionado y dejado atrás esos tiempos.
– Touché -dijo mientras su tenedor pinchaba el pichón con un cómico aire de desconfianza.
Se sentía cómoda en el Volvo rodeada de todos aquellos trastos inútiles, casi anidada sobre un fondo de periódicos, viejos boletos de aparcamiento, papeles y casetes. El coche resultaba acogedor, con el calor de un hogar, como un viejo yate.
– ¿Nunca limpias tu coche? -le preguntó.
– No, claro que no. A veces lo cambio, cuando los ceniceros están demasiado llenos.
Alex sonrió y miró el cenicero abierto y lleno a rebosar de colillas viejas y secas.
– ¿A qué le llamas tú estar llenos?
Los limpiaparabrisas secaban la lluvia en la que se reflejaban las luces de Londres, delante de ellos, como un calidoscopio.
– ¿No te molesta volver a casa y quedarte sola?
Ella respondió con un gesto de indiferencia.
– No. Ya estoy acostumbrada. Fabián sólo se quedaba en casa los días festivos.
– ¿Te gustaría volver a tener otros hijos?
Alex negó con la cabeza.
– Ya soy demasiado vieja para esas aventuras.
– ¿Qué edad tienes?
– Soy una antigualla -dijo y sonrió-. A veces me siento muy vieja.
Observó las luces blancas, color naranja y rojas que parecían estallar y deslizarse ante sus ojos, oía el rugir del motor del coche, apreciaba la potencia de los frenos y de repente cesó el chirriar de los neumáticos. Los limpiaparabrisas sonaban delante de ellos, clac, clac, clac, casi al acorde con el sonido del motor de un taxi y el ritmo de la música de un disco-bar próximo; dos pequeños instrumentos en la gigantesca orquesta del Londres nocturno.
– No puedo volver a tener hijos -continuó-. Tuvimos… -hizo una pausa.
El conocimiento de su esterilidad seguía siendo muy doloroso, quizás en aquellos momentos más que nunca; se pasó la lengua por el labio inferior mientras contemplaba la animación de la calle.
Philip detuvo el coche en doble fila en la puerta de su casa y dejó el motor en marcha.
– Gracias por la cena -dijo Alex-. ¿Quieres pasar?
Advirtió que una extraña expresión cruzaba el rostro de su acompañante durante un instante, una expresión que le pareció casi de miedo.
– Será mejor que vuelva a mi trabajo.
– ¿Esta noche?
– Un genio no puede tener al mundo esperando eternamente.
– Ni a su agente.
– No, claro que no.
– Oye, ¿te importaría entrar un segundo? Te enseñaré la postal y me dices tu opinión.
De nuevo vio la misma expresión cruzar su rostro y en esa ocasión no tuvo duda de que en ella se reflejaba el miedo. Lo miró y ella misma se sintió incómoda, preguntándose qué podría ser lo que le asustaba, qué había sido capaz de penetrar las defensas aparentemente infranqueables que lo rodeaban como la concha de un molusco.
Durante un momento Philip fijó la mirada en el parabrisas, sin decir nada. Después puso la marcha atrás, con un extraño ademán de resignación, como si se diera por vencido, y se volvió para mirar hacia atrás, por encima del hombro.
Al parecer tuvo que hacer un esfuerzo para subir los escalones que llevaban a la puerta, como si luchara contra una fuerza extraña e invisible que lo empujaba hacia atrás. Alex lo vio vacilar, como si estuviera vadeando en aguas profundas.
Philip se detuvo cuando llegaron frente a la puerta principal y, vacilante, tuvo que apoyar las manos en el quicio de la puerta. Su rostro estaba pálido como el papel y comenzó a sudar. Cerró los ojos con fuerza y Alex le preguntó, asustada:
– ¡Philip! ¿Qué te pasa?
Él alzó los ojos; ríos de sudor corrían por su rostro.
– No es nada. Estoy bien, ya pasó. Todo irá bien.
– ¿Qué pasa, Philip?
– Todo va bien -repitió. La miró nervioso-. No es nada -sonrió.
El olor los golpeó en el mismo momento en que cruzaban la puerta. Un olor detestable, repulsivo. Alex retrocedió asqueada y aspiró una profunda bocanada de aire de la calle. Main se llevó la mano a la nariz y miró a su alrededor en silencio.
– ¿Qué es esto? -Encendió la luz del recibidor; todo parecía normal-. Es como si un perro…
Él negó con la cabeza.
– No, no es un perro.
Alex entró en la cocina tapándose con un pañuelo la nariz.
– Aquí no hay nada -dijo quitándose el pañuelo-. Aquí casi no huele nada.
Main bajó las escaleras.
– Tampoco arriba.
Alex regresó al recibidor, donde el olor era mucho peor que fuera y se quedó de pie en el quicio de la puerta, oliendo el aire húmedo de la noche.
– Es dentro, Philip -dijo-. Quizá sea un ratón muerto o algo parecido. -Se lo quedó mirando y lo vio con los ojos muy abiertos observando a su alrededor y el rostro blanco como el papel-. Philip, ¿por qué no te sientas? Voy a abrir las ventanas.
Se dirigió al salón y encendió las luces. Sintió como una fuerza que la obligaba a bajar los ojos al suelo: allí, como si alguien las hubiera tirado adrede, estaban la tarjeta y la carta de Carrie.
La pared se deslizó alejándose de ella. Por un instante tuvo que doblar las piernas bajo una gran presión, aunque no había nada sobre ella, y se vio corriendo por la habitación hasta tropezar con una de las paredes; adelantó los brazos para apoyarse en ella y la pared pareció rechazarla, empujando contra ella. Alex dio unos pasos hacia atrás y se desplomó.
– Alex, ¿te encuentras bien?
Presa de vértigo, Alex levantó la vista y vio a Main que la miraba desde arriba; era como si lo estuviera contemplando todo desde la distancia, podía verse caída en el suelo y mirando a Philip. Oyó una voz y tardó algún tiempo en reconocer que era la suya.
– Creo que… Debo de haber resbalado.
Vio una mano flotando en el aire; la mano sujetó las suyas; pudo contemplarse a sí misma abrazando a Main y después, de repente, de modo vivido, sintió la arrugada suavidad de su chaqueta y el calor de su pecho. Se apretó contra él con fuerza y apreció la fortaleza de los dorsales de Philip.
– En el suelo -explicó Alex-. Las dejé bajo el teléfono cuando me fui, bien sujetas. Alguien debe haberlas movido.
Sintió las manos fuertes de Philip en su espalda, temblorosas: ¿o era ella quien temblaba?, se preguntó.
– Cálmate, chiquilla, tranquilízate.
Por el tono, Alex se dio cuenta de que Philip se esforzaba en contener la ansiedad de su voz. «¿Qué es lo que te pasa?», le hubiera gustado preguntarle. Se lo quedó mirando.
– ¿Otra de esas alucinaciones de mi mente? -preguntó.
Philip bajó los ojos a sus viejos zapatos de golf y tosió.
Su voz se convirtió casi en un susurro, como si estuviera hablando consigo mismo.
– No, Dios mío, no es una alucinación. -Alzó los ojos al techo y después su mirada recorrió las paredes, pensativo, todavía conmovido por la ansiedad-. Más bien agotamiento.
– Lo siento -dijo Alex, que se agachó para recoger la tarjeta y la carta-. ¿Quieres un café?
– ¿Puedo tomar un poco de whisky?
– Sírvete tú mismo. Yo haré un poco de café.
Main se dirigió al pequeño armario y se sirvió un whisky largo. Después tomó la tarjeta y la carta y se dirigió a un sillón. Olfateó de nuevo, miró el techo con los ojos medio entornados y se sentó despacio. Sostuvo el whisky bajo la nariz y lo olió agradecido, después acabó de cerrar los ojos.
– Padre nuestro -musitó-, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…
– Philip, ¿te has dormido?
Main abrió los ojos de golpe y se dio cuenta de que sus mejillas se ruborizaban.
– Uhmmm -respondió mientras buscaba sus cigarrillos.
– ¿Qué piensas?
– ¿Pensar?
– Sobre la carta.
Leyó la carta con detenimiento. Se encogió de hombros.
– Parece muy clara, tajante. ¿Qué quiere decir con «raro»?
– No me refiero al texto -dijo-. Es la escritura. Mira la tarjeta.
– Es un poco diferente -concedió-. Pero puede haber sido escrita sentada, sobre las rodillas, o cuando estaba ebria o drogada; básicamente la letra me parece la misma.
– ¿Podría decírnoslo tu amigo Dead Rat?
– ¿Dendret?
Alex vio de pronto que Main giraba la cabeza, como si tratara de ver algo a sus espaldas, con mirada airada.
– ¿Te encuentras bien?
– ¿Qué?
Alex se sentó en el brazo del sillón y se estremeció.
– Me parece que no puedo dejar las ventanas abiertas de modo permanente. Además no parece haber mucha diferencia.
– ¿Diferencia?
Alex puso su mano en la frente de su acompañante. Estaba húmeda y fría.
– ¿Quieres echarte un rato?
Main tenía la mirada perdida por encima de su vaso de whisky y no respondió nada. Alex fue a la cocina a buscar el café; cuando regresó Main seguía inmóvil en su sillón. El olor en la habitación era repugnante.
Ella volvió a sentarse sobre el brazo del sillón de Philip, a su lado, y vio una vez más cómo el sudor bañaba su rostro.
– Creo que debemos irnos a la cocina, se está mejor allí. -Se lo quedó mirando, sin saber si la había oído y de nuevo le puso la mano sobre la frente. Por un momento temió que fuera víctima de una embolia.
– Éste no es mi sitio -dijo Philip de repente-. No soy querido aquí.
– ¿Quieres que llame a un médico? -preguntó Alex alarmada por su incoherencia. Chasqueó los dedos delante de los ojos de su amigo, pero no se produjo la menor reacción-. Philip -repitió-, ¿quieres que llame a un médico? -Esperó un momento-. ¿Puedes oírme?
– ¡Hola, madre!
Las palabras sonaron amables, limpias como el cristal; como si Fabián estuviera allí, a su lado.
Alex se dio la vuelta y se quedó mirando el recibidor y después la ventana. Corrió hacia ella y miró fuera. La calle estaba vacía; nada excepto la oscuridad, los coches aparcados y la lluvia.
Pero no se lo había imaginado.
Se quedó mirando a Main, que temblaba con violencia.
– ¡Madre!
Las palabras procedían de Main.
Lo contempló, temblando, respirando con dificultad, y se dio cuenta de que la habitación se hacía cada vez más fría. Vio cómo el sudor corría por el rostro de Philip y que apretaba los nudillos con tanta fuerza que pensó que sus manos iban a quebrarse.
Siguió observándolo.
Madre.
La palabra parecía resonar dentro de ella.
De improviso, Philip dio un salto, se puso de pie, separó los brazos del cuerpo y gritó, ahora con su propia voz:
– ¡No, he dicho que no!
Miró alrededor de la habitación, desorientado, perdido, confuso. Respiró profundamente y después miró a Alex con los ojos llenos de terror, unos ojos que apenas la reconocieron.
– Tengo… que irme -dijo lentamente, vacilando después de cada palabra-. Tengo que irme… ahora mismo. No debí haber venido.
– ¿Qué ha pasado, Philip? ¡Dímelo, por favor!
Philip volvió a mirar la habitación, con la misma expresión en su rostro que Alex viera en el de Iris Tremayne, y después caminó decididamente hacia el recibidor.
– ¡Quédate y cuéntame lo que ha sucedido!
– Ven conmigo.
Ella movió la cabeza.
– Te esperaré en el coche.
– Dendret -dijo Alex-. ¿Dónde puedo encontrarlo?
Philip abrió la puerta y salió a la calle, convertido de pronto en un completo desconocido.
– ¡Philip! -Alex oyó su propia voz, aguda, asustada, como la llamada de ayuda de una niña perdida.
Se dio la vuelta y miró en el recibidor. Cogió el bolso, el abrigo y las llaves; cerró la puerta y corrió por la acera.
Main estaba sentado en el Volvo, en medio de una espesa nube de humo de cigarrillos; cuando Alex cerró la puerta de un portazo, él puso en marcha el coche y se alejó.
– Philip, quiero quedarme aquí.
Él ignoró las palabras de la mujer y giró a la izquierda por la Fulham Road. Ella miró su rostro carente de expresión. Conducía a mucha velocidad y ella estaba medio tumbada en su asiento. El sistema de alarma del cinturón de seguridad se encendía de modo intermitente y zumbaba como un insecto furioso. Alex trató de ignorarlo. Philip Main no dijo nada hasta que ambos estuvieron dentro de su piso.
Le ofreció un brandy a Alex y se sentó con el vaso de whisky en la mano; miró al suelo y dejó escapar un débil silbido. Alex olió su brandy y bebió un poco; sintió que el líquido le quemaba en el fondo del estómago, apretó la copa de balón entre sus manos y bebió agradecida.
– ¿Qué pasó?
Philip silbó de nuevo y sacó sus cigarrillos.
– ¿Era Fabián quien hablaba o tú?
Él le ofreció el paquete, todavía sin decir nada, y Alex negó con la cabeza y tomó uno de los suyos.
– No quieres admitirlo, ¿verdad? -Vio cómo se enrojecía su rostro cuando el tormento aumentó en su interior y por un momento deseó no haber dicho nada-. ¡Lo siento!
Alex oyó el clic de su encendedor y lo observó mientras él parecía estudiar la pequeña llama que bailaba en el aire; la miraba con tanta intensidad como si fuera un genio al que hubiese pedido que acudiera en su ayuda.
– Muy poco frecuente -dijo Philip de repente.
Por vez primera ella se dio cuenta de cuan cansado parecía; la piel colgaba fláccida en su rostro, como una tela de franela puesta a secar, después de haberla estrujado por completo.
– ¿Qué quieres decir?
Él se encogió de hombros y no dijo nada.
– ¿Te acuerdas de algo que escribiste en tu último libro?
Dio una fuerte chupada a su cigarrillo y fijó la mirada en el espacio. Alex se estremeció un instante, mientras el humo se arremolinaba alrededor de Philip; le recordó una fotografía que vio en cierta ocasión de unos seres diabólicos y tristes en un fumadero de opio.
– Dijiste que todos nosotros somos prisioneros de nuestros genes.
No hubo la menor respuesta.
– Dijiste que no podíamos luchar contra nuestros programas genéticos y que nunca lograríamos cambiarlos; la única libertad a nuestro alcance es la de mostrarnos en desacuerdo con ellos.
Lentamente Philip afirmó con la cabeza.
– Esos programas fueron elegidos para nosotros en el momento de nuestra concepción, al azar entre la selección de genes del esperma del padre y del óvulo de la madre. En esa fracción de segundo se determina todo lo que vamos a heredar o rechazar de nuestro padre y de nuestra madre. ¿Correcto?
Main se volvió y miró vagamente en su dirección.
– Has heredado los poderes de tu padre y no quieres admitirlo.
De nuevo Philip apartó la mirada de ella y la fijó en el vacío.
– Por favor, Philip -le suplicó-, por favor, explícame lo sucedido.
– Es sólo una teoría y nada más -dijo sin mirarla-, sólo una teoría, chiquilla. No hay ninguna prueba que la confirme.
– ¿Ni siquiera gracias a la ingeniería genética?
– Ése es un campo distinto.
– Pero tengo razón, ¿verdad?
– Quizá -dijo con calma-, aunque se considera poco probable. El color de tu cabello se transmite por genes, como la forma de tu nariz. Pero los poderes psíquicos son algo diferente. -Se encogió de hombros-. Se supone que se trata de un don especial.
– ¿La inteligencia no se transmite con los genes?
– Sí, claro que sí.
– Yo siempre creí que la inteligencia también estaba considerada como un don.
– No, en absoluto.
– ¿Y qué pasa con el comportamiento? ¿Se transmite también con los genes?
– Hasta cierto punto.
– Entonces, ¿por qué no puede ocurrir lo mismo con los poderes psíquicos?
La miró por unos instantes y después apartó la mirada.
– ¿Por qué no querías entrar en mi casa? ¿Qué sucedió?
– Todo eso es un misterio, chiquilla; yo no sé de dónde vienen todas esas voces, espíritus u otras manifestaciones. Nosotros, los seres humanos, sólo podemos ver una banda muy estrecha de ondas luminosas y oír una banda igualmente estrecha de ondas de sonido. Es posible que al morir dejemos detrás algunas improntas en otras longitudes de onda al margen de aquéllas y que haya personas capaces de conectar con ellas y captarlas. Pero eso no significa que los difuntos sigan vivos en algún otro lugar; no, desde luego que no.
– ¿Qué significa entonces?
– Que dejaron tras de sí una huella, una impronta, como una fotografía. El truco está en ser capaces de verla. -Se golpeó levemente en la cabeza-. Lo más probable es que todos nosotros tengamos ese poder, pero la mayoría no sabemos cómo usarlo; algunos sí lo saben pero permanecen sin llamar la atención durante toda la vida; otros se hacen médiums. Es un buen sistema para fomentar falsas esperanzas. -Philip la miró; el color volvía a sus mejillas-. No quería darte falsas esperanzas.
– ¿Falsas esperanzas?
Philip reflexionó cuidadosamente antes de hablar.
– Tenía la sensación de que podría entrar en comunicación con Fabián, pero ¿Te serviría de algo? ¿Te haría algún bien? ¿Para qué darte falsas esperanzas de que tu hijo está en alguna otra parte?
Ella lo miró con fijeza, se echó hacia adelante y, sorprendida de la rapidez con que se había fumado el cigarrillo, apretó la colilla hasta apagarla.
– Me estás mintiendo, Philip -le reprochó.
– No, no estoy mintiendo. He tratado de explicártelo todo con las palabras más claras y comprensibles.
– Si sólo hubiera sido eso, no habrías estado tan asustado. Y lo estabas, aterrorizado por algo. ¿Por qué, Philip?
El negó con la cabeza.
– Eso son imaginaciones tuyas; eso es lo que suele ocurrir cuando la gente trata de entrar en este terreno.
– Philip. -Lo miró-. Mírame, por favor. Eres mi amigo. ¿Crees seriamente que puedes convencerme de que si existe algo como esa impronta que se deja al morir, después de veintiún años de vida lo único que quedarían serían esas dos palabras, «Hola, madre»? Deja de evadir la cuestión y cuéntame la verdad.
Philip cogió su vaso de whisky y pareció estudiarlo con atención; hizo girar el licor dentro del vaso, lo olió atentamente, como si buscara en él alguna señal oculta. Habló sin mirarla.
– Es posible que haya una presencia en tu casa; una presencia maligna.
Algo húmedo y viscoso resbaló por su espina dorsal. Tuvo un escalofrío y bebió un poco más de brandy; le supo como hielo seco. Dejó el vaso a un lado, le ardía la boca, recorrió la estancia con la mirada y después cerró los ojos, tratando de aclarar su mente.
– Si verdaderamente hay una presencia en casa, tiene que ser Fabián.
– Los que creen en estas cosas… son de la opinión de que el mal puede ser muy complicado y perverso: que puede hacer presa en las personas que sufren de una profunda aflicción, aprovecharse de su debilidad y de su ceguera ante la verdad.
– ¿Qué quieres decir?
– Espíritus traviesos, malignos, chiquilla. Es posible que uno de ellos se haya instalado en tu casa y trata de hacerse pasar por tu hijo.
Lo miró largo tiempo, en silencio, temblando. La desesperación penetraba en ella. Buscó en él un apoyo, como el náufrago busca un salvavidas al que aferrarse; el último salvavidas sobre toda la superficie del mar.
– ¿Por qué? -preguntó finalmente, desesperada.
– A veces los espíritus tratan de regresar.
– ¿Y lo consiguen?
– Hay pruebas de que pueden llegar a poseer a otras personas. E influirlos. Para bien… y para mal. -Sonrió con ironía.
Alex movió la cabeza.
– Me sorprendes. Eres tan cínico y… no sé, pero tengo la impresión de que sabes mucho más de lo que pretendes, ¿no es así? Eres como un escenario con cien telones de fondo.
– No, Dios mío, no. -Movió la cabeza-. No me sobrestimes, chiquilla.
– ¿Por qué tratan de regresar?
Jugó con el vaso en la mano y después observó a Alex. Apartó la mirada, recorrió con ella la habitación y después volvió a fijarla en su vaso y siguió jugando con él. Finalmente alzó la vista hacia ella, con el rostro lleno de dudas. Las palabras surgieron lentamente, como si para poder hacerlo tuvieran que vencer una profunda resistencia interna.
– Porque dejaron sin terminar algunos asuntos.