Condujo ascendiendo la estrecha calle detrás del campo de fútbol del Chelsea, hasta llegar a una urbanización de casas modernas y se inclinó hacia la ventanilla de la izquierda para poder leer los números de las casas. Confiaba en que al hombre que iba a visitar no le molestara que fuera a la hora del almuerzo.
El número 38, como el resto, era una casita de dos pisos con un pequeño jardín en la parte delantera y se sintió un tanto molesta por tener que dejar el Mercedes aparcado delante de la puerta. Anduvo el pequeño camino que conducía a la puerta y llamó.
El cura le abrió la puerta. Vestía unos vaqueros limpios y bien planchados y un viejo jersey y llevaba en una mano una pieza de un juego de construcción Lego. Tenía un aspecto más joven de lo que ella recordaba.
– ¡Hola…! -saludó vacilando, sin saber cómo llamarlo. ¿Reverendo? ¿Señor?
– John Allsop -dijo saliendo en su ayuda al darse cuenta de su dificultad y trató de localizarla en su memoria. Un ligero parpadeo en el ojo derecho-. La señora Hightower, ¿verdad?
Ella afirmó.
– Me alegro mucho de verla. ¿Cómo está usted?
El entusiasmo de su saludo la sorprendió y durante un momento se quedó sin saber qué decir.
– Muy bien -respondió afirmando con la cabeza y después se preguntó por qué había dicho eso.
– Me alegro. -Dejó descansar el peso de su cuerpo de una pierna a otra y miró el trozo de Lego que llevaba en una mano; se preguntó si estaba a punto de arrojarlo al aire, como un malabarista-. Me alegro -repitió.
– ¿Sería posible que intercambiáramos unas palabras?
– Desde luego, pase.
Lo siguió por el estrecho pasillo de entrada. La sala de estar estaba cubierta de piezas de Lego, con una construcción que parecía una especie de grúa en el centro.
El sacerdote sonrió disculpándose.
– Es terrible este juego, casi demasiado complicado para mí. Se lo regalé a mi hijo en su cumpleaños. ¿Nunca jugó a construir algo?
Alex negó con la cabeza.
– Me parece que va muy bien.
– Me temo que es obra de mi hijo y no mía.
Pasaron a un pequeño estudio en la parte posterior de la casa y el sacerdote la invitó a sentarse en el único sillón. Ella lo hizo mientras observaba a su alrededor. La habitación estaba amueblada suavemente, casi con delicadeza, y en contraste con el despacho de trabajo de Philip, estaba inmaculadamente limpia y ordenada. Había una pequeña librería de fabricación casera, llena de libros religiosos que causaban la impresión de que se les quitaba el polvo a diario. Y algunos fósiles y fragmentos de cerámica en la repisa sobre una estufa eléctrica.
– ¿Es ése su hobby, la arqueología? -preguntó Alex.
– Sí. -Su rostro se animó-. Esas piezas proceden de excavaciones en las que participé.
– Muy interesante -aprobó ella, confiando en que su voz reflejara en cierta medida el entusiasmo del sacerdote.
– Y usted, ¿cómo sigue? Hace unos diez días que fui a visitarla, ¿no es así?
Ella afirmó con la cabeza.
– La verdad es que no me encuentro muy bien.
– Son días difíciles. Era hijo único, ¿verdad?
– Sí.
– Y según creo tiene también dificultades matrimoniales, ¿no es así?
– Sí.
– En ocasiones este tipo de desgracias puede unir más a las personas -dijo el cura amablemente.
Alex movió la cabeza y sonrió con tristeza.
– Nosotros mantenemos buenas relaciones amistosas, pero me temo que nunca volveremos a vivir juntos -explicó amablemente.
De repente recordó que Allsop le había dicho que su esposa falleció recientemente y se ruborizó. No deseaba que se sintiera incómodo.
– Y usted, ¿cómo se las arregla para sacar adelante a su hijo?
– Todo va bien -respondió y vio que una expresión triste cruzaba su rostro-. La gente piensa que las cosas son más fáciles para gente como yo; pero nosotros tenemos los mismos sentimientos.
– Además de la fe.
El sacerdote sonrió de nuevo.
– A veces sometida a duras pruebas. En especial cuando mi hijo rechaza mis sermones.
Alex sonrió.
– ¿Cómo va su libro?
– ¡Ah, lo recuerda! Muy despacio, me temo.
– Eso es lo que siempre dicen mis clientes.
– Es difícil auto disciplinarse. Pero la estoy desviando del objeto de su visita. -La interrogó con la mirada.
– La verdad es que no sé por dónde empezar. -Juntó las manos y entrelazó los dedos-. Están ocurriendo cosas muy extrañas y estoy asustada.
Su ojo repitió el tic nervioso.
– ¿Qué cosas?
– No sé exactamente cómo describirlas. Cosas raras, malignas, cosas para las que realmente no hay explicación lógica.
– ¿Quiere usted decir que la mente le está causando alucinaciones?
– No, no son alucinaciones.
– La aflicción hace que la mente nos juegue todo tipo de trucos.
Alex negó con la cabeza.
– No son trucos. No, no lo son realmente. Yo no soy una persona nerviosa; no tengo una imaginación desbordada. -Lo miró y apretó aún más sus dedos-. En mi casa están ocurriendo cosas muy extrañas y yo no soy la única que lo cree así. -Miró al sacerdote y deseó que fuera más viejo; parecía demasiado joven, inmaduro, pensó-. Se me ha aconsejado… -hizo una pausa, sintiéndose como una chiflada bajo su mirada preocupada- que haga celebrar un exorcismo.
Los ojos del cura se abrieron y Alex se dio cuenta de que la miraba fijamente durante mucho tiempo.
– ¿Un exorcista?
– Debe usted pensar que estoy loca.
– No, no pienso nada de eso en absoluto, pero creo que deberemos hablar de esas cosas que la asustan, ver si encontramos una razón que las explique -hizo una pausa-, y quizá demos con una solución alternativa.
– ¿Cree usted posible que tengamos esa conversación en mi casa?
El la miró vacilante.
– Naturalmente, si lo cree mejor para usted. Veré mi diario.
– ¿No podría usted venir ahora?
Miró su reloj con aire preocupado.
– Tengo que ir a la escuela a recoger a mi hijo a las cuatro. -La volvió a mirar con la mayor seriedad reflejada en su rostro-. Bueno, está bien.
Alex descubrió un sitio libre donde aparcar no lejos de su casa y aminoró la marcha.
– Un coche muy bonito -dijo el párroco.
– Es muy antiguo -respondió Alex, que de inmediato se arrepintió del tono de excusa de su voz-. Tiene más de veinte años.
– La Iglesia no suele usar Mercedes.
Alex detectó una nota de envidia.
– La verdad es que no son nada prácticos. Demasiado caros si se los usa con frecuencia.
– Todos nosotros necesitamos nuestras compensaciones -dijo.
Alex lo observó; ¿cuáles eran sus compensaciones?, se preguntó. ¿Dios? ¿Los fósiles?
Mimsa se había marchado, dejándole una de sus notas apenas descifrables. Conectó la cafetera eléctrica y después regresó al recibidor. El sacerdote paseaba de un lado a otro por el salón, mirando el techo con el ceño fruncido.
– ¿Solo o con leche?
– Con leche, sin azúcar, por favor.
Alex sirvió el café.
– Tengo que ir al lavabo. Hay uno junto a la escalera, en caso de que necesite…
– ¡Ah…! -Movió la cabeza cortésmente.
Mientras subía la escalera se dio cuenta de que en la casa había un extraño calor espeso y húmedo, como si la calefacción hubiese estado encendida todo el día, continuamente. En el piso de arriba el calor era aún mayor.
Tocó el radiador del descansillo y vio que estaba frío como el mármol. Incómoda, miró a su alrededor, entró en su dormitorio y desde allí al cuarto de baño. La temperatura allí era como la de un secadero.
Mientras se lavaba las manos contempló su rostro en el espejo. Estaba empañado por la respiración. Se apretó la frente con la mano.
Estaba fría, casi helada, pensó al tiempo que se preguntaba si iría a enfermar de gripe.
Se secó la cara con la toalla, cuidando de que no se le corriera el maquillaje, cerró los ojos y se dio unos golpecitos en los párpados.
De repente se produjo una fuerte corriente de aire helado, como si se hubiera abierto la puerta de un gran congelador y advirtió la presencia de alguien detrás de ella, observándola. Abrió los ojos lentamente y miró el espejo.
Fabián estaba de pie, inmóvil, exactamente detrás de ella.
Alex tuvo consciencia de un terrible espasmo dentro del pecho, como si hubiera metido el dedo dentro de un enchufe eléctrico, y después sintió como si su cuerpo estuviera atravesado por cientos de agujas y alfileres que le causaban tanto daño que estuvo a punto de gritar de dolor.
Cuando se dio la vuelta para ver de frente a su hijo se dio cuenta de que no había aire en la habitación. No podía respirar.
Él estaba allí, con una camisa blanca y su grueso jersey favorito. Una imagen sólida, tan sólida que parecía como si pudiera tocarla.
Pero no había aire.
Su hijo le sonreía, una sonrisa irónica, desconocida en él, y una expresión de desdén en los ojos, como si se estuviera burlando de ella; algo que nunca viera en su hijo con anterioridad y que le hacía pensar en que algo terrible le estaba ocurriendo.
Comenzó a sentir pánico. El dolor del hormigueo y el calambre resultaba insoportable; temblaba, le dolían los pulmones y se sentía violentamente enferma.
Trucos de su mente, oyó el eco de la voz del sacerdote. Alucinaciones.
Se tambaleó, estuvo a punto de perder el conocimiento, puso sus temblorosas manos detrás de la espalda y se sujetó con firmeza al borde del lavabo.
¡Y todo pasó!
Regresó al dormitorio jadeando y miró ansiosamente a su alrededor. Corrió escaleras abajo y se quedó en el recibidor, tratando afanosamente de buscar aire, temblando y dolorida en todo el cuerpo. Entró en el salón. Allsop estaba mirando su taza de café con intensa concentración. Parecía incómodo cuando ella regresó.
– No sabía que tenía usted… otro hijo.
– ¿Cómo? -Lo miró casi incapaz de hablar.
– El joven que acaba de subir las escaleras.
¿Por qué sonreía? ¿Qué le parecía tan divertido? Después se dio cuenta de que no se trataba de una sonrisa, sino de su tic nervioso.
– ¿De pelo rubio? -tartamudeó Alex.
– Sí -respondió con calma.
– ¿Con un jersey grueso?
El sacerdote afirmó de nuevo.
Buscó apoyo en el brazo de un sillón, incapaz de seguir de pie, se sentó y cerró los ojos. Los abrió al cabo de un momento y lo miró de nuevo con fijeza.
– No tengo ningún otro hijo. Era Fabián.
Oyó un repentino golpe metálico producido por la taza del sacerdote al ser dejada violentamente sobre el platillo. Alex vio cómo la cucharilla vibraba en su mano, rozando contra el borde de la taza, como si estuviera tocando un pequeño instrumento musical, y que un poco de café se derramaba por uno de sus lados.
– Ya veo -dijo finalmente.
Su ojo derecho se abría y se cerraba. Con gran dificultad dejó el platillo y la taza y su mirada recorrió la habitación. Temblaba claramente y trató de recuperar la compostura.
– ¿Es a eso a lo que se refería usted?
Alex notó algo suave y se dio cuenta de que aún continuaba con la toalla en la mano. Comenzó a doblarla, alisando cuidadosamente los pliegues.
– No lo sé.
– ¿No hay posibilidad de que haya alguien en la casa?
– ¿Qué quiere decir?
– Un fontanero, el encargado de limpiar las ventanas o algo parecido.
Ella negó con la cabeza.
– No -dijo él, abriendo y cerrando la boca varias veces. «Como un pez de colores en un acuario», pensó Alex.
– ¿Comprende ahora lo que quiero decir?
El cura volvió a recorrer la estancia con la mirada, que de vez en cuando se fijaba en Alex.
– ¿Con respecto al exorcismo?
– Sí.
El hombre unió las manos formando un cáliz y suavemente se meció adelante y atrás en su asiento. Miró sus manos, ensimismado en profunda concentración.
– Hay otras alternativas… al exorcismo, que producen el mismo efecto. El exorcismo es pocas veces aconsejable y me temo que en estos días se requiere mucho trabajo burocrático antes de conseguir la autorización. Hay que exponer el caso al obispo y es él quien decide; los trámites pueden durar varias semanas, cuando menos. -La miró temeroso-. Todo está bien regulado. A un clérigo ordinario como yo no le está permitido celebrar una ceremonia de exorcismo.
– No puedo esperar varias semanas -dijo Alex-. Por favor, tiene que hacer algo.
– En su caso aún podría tardar más, de acuerdo con nuestras directrices actuales.
– ¿Qué quiere decir?
– No se suele conceder ese permiso hasta transcurridos dos años como mínimo de la defunción.
Alex recordó la sensación de terror en el cuarto de baño y se sintió invadida por la desesperación.
– ¿Dos años? -repitió débilmente, como un eco.
– Me temo que la Iglesia considera que el equilibrio mental de las personas puede verse alterado durante largo tiempo después de un fallecimiento. Sólo si las manifestaciones extrañas continúan después de transcurrido ese período, se toma en consideración el Servicio de Liberación.
– ¿Liberación?
– Así se le llama al exorcismo en la terminología moderna -Allsop sonrió y Alex pudo ver de nuevo su tic nervioso-. La Iglesia prefiere ese término: la palabra Liberación… suena, ciertamente, menos dramática.
– Pero en el caso en que se pueda probar… Usted mismo lo ha visto, ¿no es así?
– Durante siglos la Iglesia viene teniendo consciencia de que el estado de posesión está causado, normalmente, por una enfermedad psíquica y no por los espíritus. Los actuales jefes de la Iglesia anglicana se sienten cada vez más interesados por la psicología; se han dado cuenta de que no todos los problemas pueden ser resueltos exclusivamente con el auxilio pastoral. Supongo que se trata de un esfuerzo de la Iglesia por ponerse a la altura de los tiempos, de hacerse más responsable. Con frecuencia los clérigos han diagnosticado la necesidad de celebrar un exorcismo y lo llevaron a cabo, cuando realmente las circunstancias indicaban la existencia de una enfermedad mental. En ocasiones eso ha dificultado aún más las cosas.
– ¿Y usted cree que yo soy una enferma mental?
Él la miró y después de nuevo la habitación.
– No, creo que es posible que tenga razón. Hay alguna presencia extraña en esta casa. Algo está perturbado, pero no creo que un exorcismo sea necesario. Lo que necesitamos es averiguar por qué está alterado ese espíritu y es posible que seguidamente llegue a descansar. -Siguió meciéndose en su silla.
– Yo sé por qué está alterado.
Allsop observó a Alex sin dejar de mecerse adelante y atrás en su silla.
– ¿Le gustaría decírmelo? -le preguntó amablemente.
Ella lo miró y movió la cabeza.
– No, no puedo.
– Sería una gran ayuda conocer la razón.
Alex miró por la ventana y, después, de repente, el recibidor, convencida de que había visto algo que se movía por allí. Escuchó atentamente, observando, pero no sucedió nada más. Se volvió al sacerdote.
– Creo que dejó algunos asuntos sin terminar.
Allsop dejó de mecerse un momento y después continuó haciéndolo.
– Me temo que la mayoría de nosotros no estamos preparados para morir y dejamos sin realizar muchas de las cosas que pretendíamos hacer en la vida.
Alex inclinó la cabeza.
– ¿Es eso lo que quiere decir?
– No. -Alex miró la toalla que tenia en la mano y después a Allsop-. Creo que quiere regresar para matar a alguien.
Bajó la mirada, incapaz de sostener la del sacerdote, de hacer frente a la idea de su convencimiento de que estaba loca.
– Creo que una misa de réquiem podría ser la solución -le oyó decir con voz suave y amable.
Alex lo contempló con fijeza.
– ¿Qué quiere decir?
– Podríamos celebrar una sencilla misa de difuntos aquí, en la casa. Creo que después de eso todo volverá a la normalidad.
Se sintió incómoda, asustada por aquellas palabras.
– ¿Cómo…? ¿Qué…? No estoy completamente segura de qué quiere decir.
– Podríamos oficiar la misa hoy mismo, si así lo desea, tan pronto vuelva de recoger a mi hijo. Sólo necesito traer algunas cosas.
– ¿Qué cosas?
El cura consultó su reloj, sin responderle directamente.
– ¿Le va bien a eso de las seis?
¿Podía ayudarla aquel hombre joven y solemne con sus inmaculados téjanos? ¿Podría controlar todo lo que estaba ocurriendo con sólo unas cuantas oraciones? ¿Se reirían de él los espíritus y lo arrojarían de la casa?
– Está bien -se oyó decir a si misma-. Muchas gracias.
– ¿Qué piensa hacer hasta esa hora?
– ¿Qué? -dijo su voz.
– Creo que es mejor que no se quede esta tarde en la casa. ¿Tiene algún lugar a donde ir? ¿Algunos amigos a los que visitar?
– Mi despacho. Me iré a la oficina.
– Sí -aprobó el párroco-. Una buena idea. Trate de pensar en algo diferente.
El sacerdote se levantó, miró nervioso a su alrededor y caminó hacia la puerta de la casa. Dirigió la vista a la escalera y sus ojos se abrieron llenos de duda e incertidumbre.
Alex lo siguió fuera de la casa sin mirar hacia atrás.