CAPÍTULO XVIII

Arthur Dendret tenía la barba puntiaguda y el cráneo igualmente puntiagudo; se movía por su despacho a pasos cortos, con movimientos uniformes y mecánicos, como si fuera un autómata regido por el programa de un ordenador situado en su interior.

Cada centímetro del espacio disponible en el suelo y en las estanterías de su atestada oficina estaba cubierto por polvorientos legajos, montones de documentos y una gran cantidad de libros de consulta no menos sucios y polvorientos. De las paredes colgaban grabados fríos y sin vida que representaban a las Regency Terraces y que no decían nada de la personalidad de su dueño. En contraste con su propia estatura y tamaño, su mesa era enorme y estaba casi vacía. Lo único que destacaba sobre la superficie de cuero verde era un secante de rodillo completamente limpio, una lupa y la fotografía enmarcada de una mujer de aspecto serio.

– Por favor, siéntese.

Se quitó sus lentes con montura de oro, los miró con aire acusador y los sustituyó por otros. Colocó ambas manos sobre el secante, miró furtivamente a Alex y le dedicó una amplia sonrisa que casi pareció una mueca estúpida.

Ella observó su llamativo traje de cuadros y su aburrida corbata de lana de color barro.

– Philip Main me dio su nombre.

– ¡Ah, sí! -Su rostro se retorció como una esponja, lanzó una mirada furiosa y alzó un brazo como si quisiera detener un taxi-. Los pergaminos del mar Muerto. Muy interesante. Durante algún tiempo pensé que había encontrado algo, pero, como era de esperar, todo acabó en un callejón sin salida. Como ocurre siempre que se trata de los pergaminos del mar Muerto, ¿no lo cree así?

Alex sonrió amablemente.

– Siento decirle que no tengo la menor idea sobre ese asunto.

– No, bien, Philip Main es un tipo muy decidido. Aunque… -Se echó hacia atrás y la miró expectante.

Alex abrió su bolso y sacó la carta y su tarjeta postal que dejó sobre el amplio desierto de la mesa. El hombre las observó por un momento, abrió un cajón y sacó de él unas pinzas. Uno tras otro cogió los dos escritos y los puso delante de él.

– Éstos no son los pergaminos del mar Muerto -comentó-, en absoluto. -Sonrió entre dientes y sus hombros se movieron de arriba abajo como una marioneta movida por hilos invisibles. Tomó la tarjeta con las pinzas y le dio la vuelta-. Ah, Boston, Cambridge, MIT. Conozco bien esta vista. Tuve un pinchazo en ese puente. No es el mejor lugar para pinchar… Estados Unidos no es un buen país para pinchar, sobre todo si se va en un Peugeot.

Alex lo miró con curiosidad.

Dendret levantó el dedo índice.

– Tienen unos ganchos para sacar las cámaras del neumático que no se pueden utilizar en los Peugeot. -Le dio la vuelta a la postal y le preguntó-: ¿Qué puedo hacer por usted?

– Quisiera saber si la persona que escribió la carta es la misma que escribió la postal.

Dendret tomó la lupa y estudió atentamente varias líneas de la carta; después se inclinó hacia adelante e hizo lo mismo con la tarjeta. A medida que iba leyendo fruncía los labios con un gesto que parecía alargar su nariz. Su rostro le hizo pensar a Alex en un agresivo roedor.

Con decisión dejó la lupa sobre la mesa y se echó atrás en su asiento; miró el techo y cerró los ojos durante un segundo, los abrió de nuevo para fijarlos directamente en Alex.

– No, absolutamente no. La tarjeta postal es una pobre falsificación de la escritura de la carta; hay ocho puntos de diferencia claramente visibles sin más ayuda que la lupa. Los trazos superiores de las «t», por ejemplo. -Movió la cabeza-. Sí, son totalmente distintos. Y los espaciados; la presión, la inclinación, las curvas. No hay comparación posible entre las dos escrituras.

Miró irritado a Alex, como quien espera una copa de un buen rioja de reserva y se le sirve un vaso de vino peleón. Cogió las pinzas y con ellas dejó la tarjeta y la carta delante de ella, sin hacer nada por ocultar su desdén.

– Yo… bien, lo siento, soy lega en la materia, yo…

– No, claro, usted no podía saberlo. -El tono de su voz se hizo casi beligerante. Respiró profundamente y durante unos instantes contempló el retrato de la mujer seria, lo cual pareció calmarlo, aunque no lo suficiente. Ya no miraba a Alex, sino a través de ella-. Francamente, creo que hasta un niño de seis años podría darse cuenta de que las dos letras son distintas.

– Desgraciadamente -comentó Alex con la misma acritud- yo no tengo ningún hijo de seis años.

Dendret utilizó un cuaderno que sacó de un cajón de su mesa y una estilográfica Parker de oro para escribir la factura, que secó cuidadosamente con su impoluto secante.

– Son treinta libras -dijo.

Alex miró la impresión que la factura dejó en el secante y después la hoja de papel blanco que el grafólogo puso delante de ella, ahora sin utilizar las pinzas. Le pagó en billetes que él guardó ansiosamente en su cartera. «Como una rata que almacena su comida», pensó Alex.

– Recuerdos al señor Main.

Sentada en su coche contempló la tarjeta con el corazón acongojado. La leyó por enésima vez:


Hola, mamá: Éste es un lugar realmente tranquilo. Me han ocurrido muchas cosas y he conocido a gente estupenda. Volveré a escribirte pronto. Con cariño. C.

Miró el matasellos. La palabra Boston apenas podía verse. Alex trató de concentrarse. ¿A quién conocía Carrie en Boston? ¿Había estado en aquella ciudad? ¿En cualquier parte de los Estados Unidos? ¿Quién echó la tarjeta al correo? ¿Y las otras? ¿Fabián? Él nunca estuvo en los Estados Unidos, al menos que ella supiera.

Condujo directamente hacia Cornwall Gardens y llamó al timbre del piso de Morgan Ford. Una voz de mujer sonó automáticamente a través del interfono y la cerradura automática se abrió con un ruidoso zumbido.

Alex subió la escalera, nerviosa. La puerta del piso de Ford le fue abierta por una jovencita de aspecto confuso y gafas de gruesos cristales, con una melena lacia que le cubría casi todo el resto del rostro, que le recordó a Alex un viejo perro pastor inglés.

– Ah, ah -dijo la chica- ¿La señora Willingham? El señor Ford la atenderá en seguida.

Alex deshizo el equívoco.

– No, no estoy citada con el señor Ford. Desearía saber si el señor Ford podría atenderme unos minutos.

La muchacha sonrió nerviosa.

– Creo que sería más conveniente que… pidiera hora. -Hizo pasar el peso de su cuerpo de un pie a otro, mientras movía la cabeza de arriba abajo repetidas veces.

– Lo vi ayer, sabe. Es que me gustaría preguntarle algo… Es muy importante.

La oscilación del cuerpo de la chica aumentó su ritmo.

– Se lo preguntaré de su parte -dijo con seriedad pero sin ocultar sus dudas-. Ah… ¿cuál me dijo que era su nombre?

– Señora Hightower.

La chica movió la cabeza de nuevo y se alejó con pasos largos y desgarbados, con el cuerpo inclinado hacia adelante. Alex miró el corredor: era estrecho y gris, el suelo cubierto por una llamativa alfombra roja y reproducciones enmarcadas de blanco en las paredes. Nada en él anunciaba la barroca magnificencia del estudio al que conducía.

La chica regresó apretando contra su cuerpo un libro registro.

– Lo siento, pero el señor Ford no la recuerda en absoluto.

– Pero si estuve aquí ayer mismo.

La chica movió la cabeza.

– Eso es lo que él me ha dicho.

– Tiene que constar en su registro, ¿no es así?

La muchacha abrió el libro.

– ¿A qué hora fue? -preguntó.

– A las diez y media.

– No -negó con la cabeza-. A esa hora nos visitó la señora Johnson.

Alex sintió que se ruborizaba. Miró los gruesos cristales de las gafas de la chica y fue como si viera sus ojos en el extremo opuesto de un catalejo.

– Ah, claro, es que di mi nombre de soltera.

– ¿La señora Shoona Johnson? -preguntó la chica incrédula.

– Si.

– Un momento. -Se alejó a buen paso.

Cuando volvió, venía seguida del propio Morgan Ford, que miró a Alex y sonrió cortésmente.

– Sí… ya recuerdo, usted vino… ¿no fue ayer?

Alex afirmó con la cabeza y miró las pequeñas manos rosadas y el enorme anillo con su piedra semipreciosa. Vestía un traje gris, pero distinto al del día anterior, más elegante, con una corbata más chillona y zapatos con hebillas doradas: si el día anterior su aspecto era el de un agente de seguros, hoy parecía el presentador de un espectáculo de variedades.

– Siento mucho molestarle así, de improviso -se excusó la señora Hightower-, pero necesito hablar con usted urgentemente.

Ford miró su reloj y Alex vio en su rostro un leve parpadear de irritación que logró que no se reflejara en su rostro.

– Puedo concederle un par de minutos hasta la llegada de mi próxima visita. No me gusta hacer esperar a nadie, ya sabe -dijo con amabilidad.

Los gatos continuaban en su puesto de centinela cerca de la chimenea con su fuego de gas y la observaron con aire de desconfianza.

– Quizá podría recordarme cuál era su asunto -le pidió Morgan.

– Mi hijo resultó muerto en un accidente de tráfico en Francia, cuando un conductor invadió en el lado contrario de la autopista.

– Sí, me suena. -Inclinó la cabeza como si se saludara a sí mismo-. Debe excusarme, pero veo a tanta gente…

– Ayer usted se excitó mucho.

Él frunció el ceño.

– ¿Lo hice?

Por un momento Alex quiso gritarle, darle un tortazo en la oreja. Pero la desesperación se impuso sobre la furia que resbaló sobre ella.

– Es una pena -replicó- que no pueda recordar lo ocurrido: le quería consultar sobre algo que dijo mi hijo.

– Por favor, siéntese.

Alex se sentó en la misma silla que el día anterior y el gato atigrado se acercó a ella lentamente y describiendo un amplio círculo.

Ford le sonrió con una expresión distante en sus ojos.

– ¿Podría darme algún objeto que esté en contacto directo con usted, una pulsera o un reloj?

– Ayer le di mi reloj de pulsera.

– Entonces eso mismo será lo mejor.

Alex asintió y se desabrochó la correa.

Morgan se sentó a su lado sosteniendo el reloj en la mano.

– Ah, sí -dijo-, ah, sí. Sentimientos muy fuertes. -Movió la cabeza-. Increíble. Notabilísimo. ¿Qué es lo que quiere saber?

– Ayer fui un poco agresiva con usted, porque no creía lo que me estaba diciendo. Desde entonces han ocurrido algunas cosas. -Lo miró atentamente, buscando alguna expresión en su rostro, un parpadeo, un sonrojo, algo que indicara que se sentía incómodo. Pero todo lo que vio fue una sonrisa cortés-. Me dijo usted que mi hijo Fabián deseaba regresar. ¿Qué quiso decir con ello?

Ford se la quedó mirando.

– Me llegan unas vibraciones inmensamente fuertes. Hay un espíritu que se siente atado a este mundo, posiblemente su hijo, pero hay también muchas otras cosas, un gran conflicto; percibo la presencia de una chica y otro hombre. Lo siento, señora, ahora no tengo tiempo, pero tenemos que hacer algo. Ese espíritu está atado a este mundo, confundido; tenemos que hacer algo por él.

– ¿Qué quiere decir usted con «atado a este mundo»? -Oyó sonar el timbre de la puerta en el otro extremo del corredor.

– Que no pasó al otro plano. Es algo que ocurre con frecuencia, me temo, en caso de muertes repentinas, como en un accidente o un asesinato; el espíritu necesita ser ayudado para salir de este mundo. Es posible que su hijo no se haya dado cuenta de que está muerto, ¿sabe? -Sonrió.

– ¿No hay en ello… -hizo una pausa- algo maligno?

Ford sonrió y le devolvió el reloj.

– Lo diabólico está presente en todas partes, pero podemos protegernos contra ello. Con procedimientos sencillos… No hay razón para preocuparse, si lo hacemos todo apropiadamente.

Ford la miró y Alex trató de leer su expresión.

De improviso el gato saltó sobre su regazo y el corazón le dio un vuelco.

– El ambiente es muy importante. Mire, un espíritu atado a este mundo puede perderse fácilmente; nada le es familiar; trata de hablar con la gente y se sorprende al ver que nadie le responde. -Ford sonrió-. El espíritu no tiene energía, pues no hay cuerpo que se la transmita. Pero si formamos un círculo, ese círculo crea energía, como un foco radial. El espíritu puede hallar su camino con ayuda del círculo, pues podemos atraer a él a guías espirituales que le pueden ayudar a salir de este plano y llevarlo al otro lado.

– ¿Se refiere a una sesión de espiritismo?

Ford hizo una mueca de dolor.

– Creo que es mejor llamarlo círculo; el nombre de sesión espiritista tiene un tono de vulgaridad; gitanas que echan las cartas en la costa a los turistas y todo eso. -Sonrió de nuevo.

– Ya sé que tiene prisa… seré rápida. Ayer me dijo que había una chica que trataba de manifestarse, alguien llamada Carrie. ¿Puede recordar algo de ello?

Él se estremeció.

– Ayer se interferían muchos canales, muchos eran los que trataban de intervenir, demasiada confusión.

– Es muy importante.

– Estoy seguro de que todo se aclarará cuando comencemos el círculo. Necesitaremos un lugar conveniente, que le sea familiar a su hijo; en su casa, sería lo mejor. ¿Tiene usted algún inconveniente?

Alex negó con la cabeza.

– ¿Qué dirá su marido?

– Estamos separados.

Ford movió la cabeza, comprensivo.

– ¿Quería su hijo a su esposo?

– Sí.

– En ese caso me gustaría que su marido estuviera presente. Necesitamos gente que nos dé poder; es muy importante que haya personas próximas a su hijo. ¿No tenía hermanas ni hermanos?

Alex negó con la cabeza.

– ¿Hay otros parientes?

– No. -Alex hizo una pausa-. Por otra parte, mi marido es muy escéptico.

– Y usted también. -Le sonrió, una sonrisa cálida y amable-. Pero es importante que esté allí. Un padre puede radiar mucha energía en una situación como ésta.

Alex lo miró vacilante, pero no dijo nada.

– Bien, si tiene otros amigos, gentes que conocieron a su hijo y que estén dispuestos a asistir, nos serían de gran ayuda. Yo podría llevar algunas personas, como puede suponer, pero cuantos más sean los asistentes que lo conocieron, mejor.

– ¿Cuántos?

– Al menos dos. Tenemos que ser cinco como mínimo, aunque es preferible que seamos más. Bien, fijemos una fecha. Lo mejor será a primeras horas de la noche. ¿Tiene alguna habitación sin ventanas?

– Un laboratorio de revelado fotográfico.

– Perfecto.

– No, creo que no es lo suficientemente grande.

– Nos servirá cualquier otra estancia. Lo mejor sería su propio dormitorio, pero no podrá utilizar esa habitación para ninguna otra cosa mientras duren las reuniones del círculo. Tiene que asegurarse de que las ventanas están perfectamente cerradas, para que no entre luz, nada de luz, en absoluto. ¿Comprende?

– Si.

– Los que asistan no pueden comer nada en las seis horas precedentes. ¡Nada en absoluto!

– ¿Seis horas?

– Y todos tienen que haberse bañado antes y llevar ropas limpias. Ésas son mis normas y deben ser obedecidas.

Alex escuchó el tono amable de su voz y frunció el ceño al pensar en los detalles; ¿por qué ese tipo de personas se obsesionaban de tal modo por los rituales?, se preguntó. ¿Por qué no podían solucionar las cosas de modo sencillo y sin complicaciones?

– Debe limpiar perfectamente la habitación, pasar el aspirador a fondo. El diablo siente atracción por la suciedad, ¿sabe?, la suciedad en la habitación o en nuestros cuerpos, los productos de desperdicio de nuestros sistemas. No debemos darle al diablo la menor oportunidad.

Se levantó y la siguió por el pasillo. No pudo ver por ninguna parte a la visita que esperaba. ¿Quién sería?, se preguntó Alex. ¿Cuál sería su aspecto? ¿Por qué estaba allí?

– ¡Margaret! -dijo Ford en voz alta-. ¿Puede darme el registro?

La secretaria acudió obedientemente, llevó el libro y se lo entregó.

– Un martes o un jueves sería lo más conveniente -dijo-, y debe contar con tener libre ese mismo día de la semana durante otras varias. Los resultados pueden ser inmediatos o tardar un poco; la continuidad es esencial. Bien, hoy es martes y no tenemos suficiente tiempo para prepararlo todo. ¿Qué le parece este jueves? ¿Puede arreglarlo?

– Lo intentaré -respondió ella.

– Tiene que convencer a su marido -insistió-, es realmente muy importante.

– Sí.

Alex trató una vez más de leer en su rostro. Tuvo la impresión de que algo se ocultaba detrás de aquella amable sonrisa; algo que él conocía y que no quería revelar.

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